CAMINANDO BAJO EL AGUA

—¡De prisa! ¡Hay que sacar del agua a este hombre! —gritó tío Russ, mientras «Trotaplayas» seguía tirando del tubo.

Las dos hermanas mayores, con su padre y Ricky, izaron al buzo a la superficie y le tendieron en el amarradero. Pam destornilló inmediatamente el casco y su padre lo sacó de la cabeza de «Trotaplayas». El pobre viejo estaba medio inconsciente.

—¿Ves lo que has hecho, chico malo? —reprendió Holly a Homer, que estaba demasiado asustado para atreverse a responder nada.

Y levantando amenazador uno de sus dedos gordezuelos, Sue añadió:

—¡Qué niño tan feo! Casi le ahogas.

Mientras el señor Hollister sostenía al anciano incorporado, los otros le quitaron el traje de buzo. Luego le tendieron sobre la superficie de madera del amarradero y, mientras el señor Hollister le daba masajes en las muñecas, su esposa le humedecía la cabeza con agua fría. Al fin «Trotaplayas» pareció volver en sí.

—Alguien cerró la válvula de aire —dijo, mirando a su alrededor, acusadoramente. Y al ver a Homer, gritó furioso—: ¡Apuesto cualquier cosa a que has sido tú!

Homer aseguró que no había tenido intención de hacer ningún daño a «Trotaplayas».

—Muy bien, chico. Te perdono, si es que no lo has hecho intencionadamente. ¡Pero en adelante no pongas nunca las manos en nada que no te pertenezca! —le advirtió «Trotaplayas», que luego se volvió a tío Russ, para preguntar—: ¿Ha tomado usted ya bastantes apuntes?

—Aún quisiera hacer algunos más —respondió tío Russ—, pero usted no puede volver a bajar al agua.

Pete, que ahora se encontraba en el embarcadero, propuso:

—¿Y por qué no bajo yo esta vez?

—Nunca ha utilizado este equipo un chiquillo —dijo «Trotaplayas»—, pero si tu padre te deja, yo no tengo nada que objetar.

El señor Hollister intercambió unas palabras con su esposa y por fin dijo que si «Trotaplayas» vigilaba toda la operación, Pete podía bajar al fondo del agua con la escafandra.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¡Cómo me gustaría estar en tu puesto, Pete!

El mayor de los Hollister estuvo preparado en muy poco tiempo, pero encontró dificultad en levantar los pesados pies para ir a la escalerilla. «Trotaplayas» empezó a manipular la bomba del aire y el chico fue penetrando poco a poco, en el agua, mientras todos sus hermanos le miraban con envidia.

Al llegar al fondo, Pete echó a andar y quedó sorprendido al comprobar que era mucho más cómodo caminar por allí que por tierra.

«¡Cuánto me gustaría encontrar un barco o un tesoro pirata!», pensó, esperanzado.

Pero, al principio, no vio más que peces nadando a su alrededor. Luego, entre unas plantas que crecían en la arena, descubrió una vieja bota. La recogió preguntándose si a tío Russ le parecería eso una escena cómica adecuada para dibujarla.

En aquel momento, notó un tirón en el cable, lo que era señal de que debía volver a tierra. Pete subió las escalerillas y saltó al amarradero. Cuando los demás vieron la bota se echaron a reír.

—Puede que dentro lleve un tesoro —dijo Ricky muy ilusionado.

—¿Tú crees? —preguntó en tono de desprecio Homer.

Sin embargo, se apresuró a meter la mano hasta el fondo de la bota. Al momento puso cara de sorpresa y gritó:

—¡Ayyy! ¡Una cosa me ha picado la mano!

Inmediatamente sacó la mano, que apareció con un rojo ribete. Ricky cogió la bota que el otro había dejado caer, y volviéndola hacia abajo, la sacudió. De la bota, cayó una medusa muy pequeña.

—¡Vaya un tesoro! —gruñó el pequeño con disgusto.

Mientras tanto, Pete estaba ya quitándose el traje de buzo, pero antes de que hubiera tenido tiempo de explicar lo que había visto en el fondo del mar, Homer exclamó, lastimero:

—¡Me he herido la mano! Que alguien me cure.

—Ven a casa conmigo y te pondré un desinfectante —dijo la señora Hollister.

Mientras ella y Homer iban a la casa, los demás ayudaron a «Trotaplayas» a meter la escafandra en «Jenny Saltitos». Tío Russ le dio las gracias y el hombre se alejó. Mientras volvía a casa, Pete notó que el viento soplaba con más fuerza.

«Buen tiempo para elevar cometas», pensó.

Aquella tarde, estuvo trabajando con las cosas que le diera su padre del «Centro Comercial» y a la hora de acostarse tenía ya confeccionada una gran cometa de bonito aspecto.

—Por la mañana, estará seca la cola y podrá volar —se dijo, hablando consigo mismo a media voz.

El muchachito se despertó temprano y después de ponerse el pantalón de baño y un jersey fue a la cocina. Allí desayunó fruta, unas pastas y un vaso de leche y luego escribió una nota para decir en dónde iba a estar. Levantándose de la mesa, Pete tomó su cometa y corrió al exterior.

La cometa resultaba aún más bonita a la luz del día y Pete estaba ansioso por ver cómo volaba. Al llegar a la playa, vio a otros chicos de su edad también con cometas.

—Estáis haciendo pruebas para acudir al concurso, ¿verdad? —les preguntó Pete, acercándose.

Los chicos le miraron y sonrieron. Se parecían tanto los tres, con la misma nariz respingona y el cabello negro y rizado, que Pete estuvo seguro de que eran hermanos.

—¿Cómo estáis? Yo soy Pete Hollister, de Shoreham —se presentó Pete, como siempre muy gentil y educado.

—Pues yo soy Tom Fraser —repuso el más alto de los chicos—. Y éstos son mis hermanos, Tim y Terry. La gente nos llama el trío Fraser —añadió el niño, sonriendo—. Tenemos doce, once y diez años. Vivimos todo el año en la Playa de la Gaviota.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó Terry a Pete.

—Hace un par de días. Mi tío Russ Hollister tiene aquí una casa. Puede que hayáis oído hablar de él. Es dibujante de historietas.

—¡Ah! ¿Y es tu tío? —preguntó Tim—. Pues su historieta del aviador Alfonso es la más divertida que he leído nunca. A lo mejor podríamos conocerle.

—Claro que sí —respondió Pete con una sonrisa—. Venid a casa a cualquier hora que queráis.

Pete les señaló cuál era la casa alquilada por tío Russ y luego, contemplando las cometas de los hermanos Fraser, comentó:

—Son estupendas. ¿Las habéis hecho vosotros?

—Sí —contestó Tom—. Vamos a participar en el concurso. Se celebra el día diecisiete. ¿No has oído hablar de él?

Pete dijo que sí y que deseaba también participar en el concurso.

—Los premios son buenísimos —dijo, gravemente, Terry—. Este año esperamos ganar uno. El verano pasado no ganó ni uno ningún chico de esta población.

—¡Y nos dejaron con la cara colorada! —rió Tom—. Los chicos de nuestro colegio están decididos a que ningún forastero nos deje sin alguno de los premios.

—Pues que tengáis buena suerte —les deseó Pete—. Pero dejad un premio para mí.

Al momento, a Pete se le ocurrió hablar de otra cosa.

—Si vosotros vivís aquí puede que sepáis algo sobre el barco pirata «Misterio».

Los tres hermanos rieron de buena gana y Tom dijo:

—Ésa es una historia de la que todo el mundo habla aquí. La gente ha buscado el barco desde hace muchos años y todos los veranos llega un equipo nuevo de buceadores.

—Pero nadie encuentra ni un comino de ese tesoro —dijo Terry.

—¿Quieres decir que ni siquiera se tiene una pista de dónde puede estar? —inquirió Pete.

—Nada. Ni un detalle que pueda decirse que tiene que ver con el «Misterio». Es verdad que de vez en cuando alguien se encuentra alguna piedra preciosa enterrada en la arena, pero lo más seguro es que no tenga nada que ver con el tesoro pirata.

Pete pensó en lo que le acababan de decir durante unos momentos, mientras preparaba su cometa para hacerla volar. Pero decidió no desanimarse por las palabras de los Fraser. Alguien, alguna vez, encontraría el buque «Misterio». ¡Y esas personas podían ser los Hollister, tanto como otras cualesquiera!

—Más vale que haga volar mi cometa para ver qué tal va… si es que quiero ganar un premio —dijo, riendo.

Con eso cambiaron de conversación, empezando a hablar del concurso. Tom explicó que llegaban niños de lugares situados a varias millas de allí para intervenir en aquel acontecimiento anual. Ese día, la Playa de las Gaviotas estaba todos los años invadida de gente.

Los cuatro muchachos subieron a lo alto de la duna donde el viento era extraordinariamente fuerte. Pronto se oyeron muchos crujidos de papel, mientras cada uno iba soltando palmo a palmo el cordel. Por primera vez advirtió Pete que Tom llevaba un payaso pintado en su cometa, la de Tim tenía la forma de un cochinillo y la de Terry parecía un avión. Cuando preguntó a los hermanos por qué sus cometas eran así, Tom respondió que creían que de ese modo iban a tener una posibilidad más de ganar algún premio.

—¡Son bonitas! —confesó Pete, mirándolas balancearse en el aire.

—Pues espera a ver cientos y cientos de cometas volando a la vez —dijo Tim.

Y mientras soltaba su cordel con mucha rapidez, Pete contestó:

—Estoy deseando que llegue el día diecisiete.

Las cuatro cometas parecían ahora pájaros volando por encima de las dunas. De repente, la cometa de Tom empezó a descender, primero en una dirección, luego en otra.

—Creo que se ha debido de romper una de las cañas —dijo el muchacho—. Lo mejor será que la recoja, antes de que se rompa el papel.

Empezó a recoger el cordel a toda prisa y a los pocos momentos la cometa se posó suavemente en el suelo, a poca distancia del lugar en que estuviera antes de remontarse.

—Sí. Se ha roto una caña —anunció Pete, que se había acercado a examinarla—. Yo te ayudaré a arreglarla, Tom.

Pete miró a su alrededor, buscando un lugar en donde atar su cometa. Viendo un recio arbusto, se acercó allí y anudó la cuerda al tronco; luego volvió a donde Tom estaba sentado en la hierba de la alta duna.

—Podremos empalmar la caña por donde se ha roto —propuso Pete.

—Tienes razón. Gracias por tu ayuda.

Mientras Tom sostenía juntos los extremos rotos de la caña, Pete enroscó alrededor de ambos extremos un cordel fino. Estaban acabando el trabajo cuando Tom levantó la cabeza y anunció:

—Ahí viene ese pesado de Ruffly. Dios quiera que no nos moleste.

—Dios lo quiera —concordó Pete.

Pero Homer se aproximó a ellos con aire de persona importante, y preguntó:

—¿Qué estáis haciendo?

—Arreglando mi cometa —respondió Tom, sin levantar la cabeza.

—¿Y por qué no la has hecho bien, para que no pudiera estropearse? —preguntó el camorrista de muchacho.

Pete vio que a su amigo se le ponían las mejillas rojas como pimientos; sin embargo, Tom supo dominarse y no contestar. En vista de que no podía enfadar a Tom, Homer se volvió a Pete.

—Supongo que te imaginas que tu cometa es la mejor de la Playa de la Gaviota, ¿no es verdad? —preguntó en tono de burla.

—Ya veremos lo que pasa cuando se celebre el concurso —respondió tranquilamente Pete, acabando de atar la caña rota.

—Oye, ¿dónde está tu cometa? —preguntó Homer, de repente, mirando alrededor de la duna.

Pero antes de que Pete tuviera tiempo de contestarle, el chico miró hacia el cielo y descubrió la cometa que buscaba.

—No está mal —murmuró como hablando consigo mismo.

Cuando Homer vio la cuerda atada al arbusto, corrió hacia allí.

—¡Eh, deja en paz mi cometa! —le gritó Pete.

Pero Homer ya había desatado el cordel y lo sostenía en su mano.

—¡Vuelve a atarla en seguida! —le gritó Pete, echando a correr tras él.

Pero en aquel momento una fuerte ráfaga de viento azotó el cordel que… ¡se escapó de las manos de Homer!

—¡Atrápalo! —gritó Pete, mientras el ovillo del cordel empezaba a rodar por el suelo.

Pete corría a toda prisa tras el cordel, pero cada vez que estaba a punto de alcanzarlo, una ráfaga de viento lo alejaba de allí. Unos instantes después la cometa marchaba hacia el agua.

«¡Ya no podré recuperarla nunca!», pensó Pete, muy triste.