Al momento, empezaron todos a buscar a la desaparecida Holly. Las niñas corrieron a lo largo de la playa, muy cerca del agua. Nadie se atrevía a decir en voz alta el terrible pensamiento que todos tenían: Holly podía haber sido alcanzada por una gran ola y las aguas la habrían tragado…
«Trotaplayas» y los muchachos se apresuraron a subir a la duna, porque el viejecito estaba seguro de haber visto allí a Holly. Pero al llegar arriba no encontraron a nadie, ni nadie respondió a sus gritos de llamada.
—¿Qué haremos? —preguntó Ricky, haciendo valerosos esfuerzos por contener las lágrimas.
¡Quería tanto a Holly!… Si algo le sucedía a su hermanita no sabía cómo…
—Tal vez haya vuelto a casa —sugirió «Trotaplayas», hablando con los dos muchachitos Hollister.
Pero la pobre Holly no había vuelto a casa. En aquel mismo momento se encontraba en lo más profundo del pinar situado tras la duna. Al ver que Pete renunciaba a seguir buscando al hombre misterioso, la niña se había fijado en un pino cargado de piñas, más grande que los demás, y decidió ir a contemplarlo.
«¡Sería tan bonito tener en casa estas piñas para el árbol de Navidad el invierno que viene!…», pensó.
Caminando lentamente, mientras contemplaba las copas de los árboles con forma de cucuruchos, la niña sonrió. Aquellos árboles le recordaban a los pequeños gnomos, nudosos y retorcidos de los que tantas cosas había leído en los cuentos de hadas. Porque tanto los troncos como las ramas de los pinos estaban asombrosamente retorcidos; seguramente a causa de los fuertes vientos y de las tormentas, pensó Holly.
Cuanto más se adentraba en el pinar, con mayor placer aspiraba Holly el penetrante aroma que despedían los pinos, y más se entusiasmaba con aquella espesa alfombra de pinochas que cubría el suelo. ¡Qué maravilloso era caminar sobre ellas!
Mientras andaba iba recogiendo piñas del suelo y arrancando algunas de los árboles. Y pronto tuvo las manos tan llenas que apenas podía sostener su carga.
«Si tuviera una bolsa donde meterlas…», se dijo.
De repente vio en el suelo una larga y seca enredadera y tuvo inmediatamente una idea. Después de arrancar todas las hojas secas a la enredadera, Holly fue atando a ella, una tras otra, todas las piñas. De este modo tuvo pronto una larga ristra de piñas.
«Ya tengo bastante», decidió entonces, dando la vuelta para regresar a la playa.
Entonces echó a andar, primero en una dirección, luego en otra, pero por ningún lado conseguía salir de la arboleda.
—«Ya sé —reflexionó, todavía tranquila—. El sol me enseñará el camino por donde tengo que ir».
Pero, cuando miró hacia arriba, vio el sol directamente encima de ella y no encontró ayuda alguna para reconocer la dirección que debía seguir. Holly estaba resuelta a permanecer muy tranquila, pero no pudo evitar el sentirse, en el fondo, un poquito preocupada. Echó a andar, ya muy de prisa, por el espeso pinar, arrastrando la ristra de piñas, y de repente dio un traspiés.
—¡Ayy! —gritó, mirando al suelo.
Se le había encajado el pie entre una raíz torcida que hasta entonces estuvo oculta bajo la capa de pinochas. Holly intentó sacar el pie, pero cuanto más movía y contraía, más fuertemente sujeto a la raíz iba quedándole el pie.
«¡Estoy atrapada!», pensó la pobrecilla Holly, ya muy asustada. «¿Cómo… cómo saldré de aquí?».
Holly ahora se sentía verdaderamente aterrada. Dejando caer la ristra de piñas se llevó las manos a la boca, a modo de bocina, y llamó a grandes voces:
—¡Pete! ¡Pam! ¡«Trotaplayas»!
En vista de que nadie respondía, después de unos momentos volvió a llamar a sus hermanos.
—¡Si pudieran oírme! —lloriqueó, todavía sin oír respuesta.
Una lágrima rodó hasta la punta de la naricilla de Holly, a quien empezó a temblarle la barbilla. La niña probó otra vez a sacar el pie, pero le dolía demasiado y volvió a quedarse quieta. ¡Necesitaba por encima de todo que alguien la ayudase!
—¡Pete! ¡Pam! —gritó con todas sus fuerzas.
¿Era su eco lo que acababa de oír? ¿O era alguien que contestaba a su llamada?
Otra vez gritó Holly con fuerza. ¡No, no era su propio eco lo que oía! Alguien estaba pronunciando su nombre. ¡Era la voz de Pam!
Unos momentos después, Pete, Pam y Ricky llegaban corriendo. Holly se sintió tan contenta al verles, que empezó a reír y llorar al mismo tiempo.
—Pero ¿qué te ha ocurrido, Holly? —exclamó Pam, acercándose a toda prisa a su hermana.
Holly le enseñó el pie que tenía aprisionado entre las raíces. Pete se apresuró a desabrocharle la sandalia y luego, con mucha suavidad, sacó el pie aprisionado de Holly, mientras Ricky apartaba las raíces. Entonces volvió a poner la sandalia a su hermana.
—Creímos que… que te habías ahogado —dijo Pam, todavía temblando.
—Siento mucho haberos asustado —se disculpó Holly, mientras se agachaba a coger las piñas para correr detrás de los otros hacia la playa.
¡Qué contentos se pusieron Sue, Rachel y «Trotaplayas» al ver a Holly!
—Debe de ser muy difícil tener siempre a la vista a toda una familia tan numerosa como la vuestra —comentó «Trotaplayas», sonriendo.
Pam consideró que era hora de regresar a casa y el señor «Trotaplayas» dijo que les acompañaría un rato. Pronto llegaron a una zona donde la playa describía una curva. Al dar la vuelta por aquella curva vieron a un chico que se encontraba en mitad de camino de una duna. El muchacho se hallaba inclinado sobre algo que había en la arena, entre unas zarzamoras.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó «Trotaplayas».
Cuando el chico volvió la cabeza para mirar al que le hablaba, Rachel exclamó:
—¡Es Homer Ruffly!
—¡El muy tunante! —gritó, indignado, «Trotaplayas»—. Está robando huevos de un nido de gaviotas.
Cuando oyó aquellas palabras, Homer metió en su gorra varios huevos de pájaro y empezó a trepar, a buen paso, por la duna.
—¡Vuelve aquí! —le ordenó «Trotaplayas» con voz severa—. Está prohibido robar huevos de gaviota.
Pero Homer no le hizo el menor caso. Echó a correr a toda prisa y desapareció de la vista antes de que pudieran alcanzarle.
—Es un tunante insoportable —masculló «Trotaplayas»—. Es igual que su padre. El señor Ruffly no se cansa de decir que será él el único que encuentre el tesoro pirata.
Muy pronto llegaron a la casa de tío Russ y Pam invitó a «Trotaplayas» a entrar. Cuando la niña le presentó a su tío, éste dijo:
—«Trotaplayas» y yo somos ya viejos amigos. Y hablando de todo, ¿tiene usted todavía aquel viejo equipo de buzo?
«Trotaplayas» había encontrado entre las olas un traje de buzo, hacía varios años, y nunca halló a su propietario. El traje estaba aún en buenas condiciones.
—¿Querría usted hacerme un favor? ¿Ponerse la escafandra y bajar al agua de nuestro embarcadero? —pidió tío Russ—. Me gustaría tomar algunos apuntes para mis historietas cómicas.
«Trotaplayas» se echó a reír, respondiendo que la idea le parecía muy atrayente.
—¿Cuándo me necesitará?
—¿Podría venir a casa esta tarde, a las tres?
—Claro que podré —contestó «Trotaplayas», antes de marcharse a su cabaña.
A las tres en punto llegó «Trotaplayas» montado en «Jenny Saltitos». Detuvo a su «pulga de playa» en el desembarcadero que le había citado tío Russ y cargado con su escafandra fue al encuentro de los Hollister.
—¿Todo listo? —le preguntó el dibujante.
—Yo sí lo estoy —respondió el viejo.
Al verle batallando por encajarse el traje de buzo, Pete se acercó a ayudarle. Antes de encajarse el casco, el hombre señaló el tubo y el aparato que llevaba en un extremo.
—Alguien tendrá que hacer funcionar esta bomba de aire —dijo—. Y tengan mucho cuidado de que no me falte aire mientras esté en el fondo.
—No se preocupe —dijo tío Russ—. Usted díganos cómo funciona la bomba.
Después de escuchar las instrucciones, el señor Hollister estuvo seguro de saber hacerlo funcionar.
—Yo voy a ocupar mi puesto en la barca —anunció tío Russ—. Vamos, Pete.
El dibujante había alquilado una lancha de remos, con el fondo de cristal, que tenía amarrada en el embarcadero. Pete iba a ser el encargado de mantener la lanchita quieta sobre las aguas mientras su tío tomaba apuntes. Los dos bajaron por una escalerilla y se sentaron en la pequeña embarcación.
—¡Listos! —anunció tío Russ.
«Trotaplayas» se encajó entonces un extraño casco redondo y después de despedirse de los presentes con enérgicas sacudidas de la mano, descendió lentamente por la escalerilla. Constantemente miraba a tío Russ, dispuesto a seguir sus instrucciones. El artista trabajaba muy de prisa. Alguna vez, muy de tarde en tarde, levantaba una mano para pedir al buzo que se quedase quieto unos instantes o extendiese un brazo o una pierna.
«Trotaplayas» comprendió muy pronto cuál era su papel como modelo de una historieta cómica. Estuvo inclinado un par de minutos y luego quedó sujeto tan sólo por un pie y una mano de la escalerilla, fingiendo que estaba a punto de caer.
—¡Qué bien! ¡Esto es igual que el circo! —gritó Ricky entusiasmado.
Por fin, «Trotaplayas» llegó al agua. Todos miraron, fascinados, al hombre, de quien primero desaparecieron los pies, luego las piernas. Muy pronto sólo quedó visible el gran casco redondo, y un instante después no se veía nada del simpático buzo.
—¡Huy! ¿Qué le ha pasado al «pobercito»? —preguntó compasiva, la pequeñita Sue, cogiéndose a la mano de su madre.
—Está bien, hijita —la tranquilizó la señora Hollister y miró al lugar por donde surgían las burbujas que salían por el mecanismo de escape de la escafandra.
Tío Russ no cesaba de dibujar. ¡Parecía estar mirando constantemente por el fondo de cristal de la barca y, al mismo tiempo, iba tomando apuntes! De repente se echó a reír, y comunicó a los demás:
—«Trotaplayas» ha tropezado con un pez gigante que le ha dado un coletazo en el casco.
Todos los Hollister rieron de buena gana. Pero, un momento después, quedaron silenciosos al oír pasos veloces de alguien que se aproximaba. Por el embarcadero llegaba Homer Ruffly, corriendo hacia ellos.
—¡Eh, vosotros! ¿Vuestro buzo está buscando el tesoro pirata?
—No —replicó Ricky.
—¿Qué busca, entonces? —insistió Homer.
Ricky se avino a explicar al chico que su tío Russ estaba haciendo dibujos, tomando como modelo al buzo. Y Homer se mostró satisfecho, al menos por unos momentos. Luego se acercó a la bomba de aire.
—¡Pero si no es así como se maneja una bomba! —dijo despectivamente, tocando el aparato—. Mi padre me ha enseñado a hacerlo.
El señor Hollister gritó una advertencia al chico, para que apartase las manos del aparato, pero era ya demasiado tarde. Homer había hecho girar una válvula de la bomba. Un instante después se producía un violento tirón en el tubo que descendía hasta «Trotaplayas».
—¡Hay algo que no funciona! —gritó Ricky.