—¡Holly! ¡Quítate de ahí! —gritó Pete, viendo que el tronco estaba cerca de su hermana.
Pero Holly no comprendía de qué le hablaba Pete y el muchachito tuvo que correr hacia ella y apartarla a un lado. No tuvo tiempo de hacer nada más y ya el tronco pasó rodando junto a él y la niña. ¡Holly se había salvado por cuestión de segundos!
—¡Oooh! —tartamudeó Holly, moviendo la cabeza y sacudiendo sus trenzas rubias—. ¡Qué suerte he tenido de que hayas mirado hacia mí, Pete!
La pequeña dio a su hermano un fuerte abrazo de agradecimiento. Entretanto, Pam y Rachel habían llegado junto a ellos. Mientras todos miraban a la parte alta de la duna, desde donde había caído el tronco, Pete declaró:
—Ese tronco no ha caído por sí solo…
—¿Quieres decir que…? —murmuró Pam con los ojos redondos de susto.
—Sí. Alguien ha tenido que empujar el tronco desde arriba.
—Vamos a ver quién lo ha hecho —propuso Rachel.
Los niños tuvieron que trepar con la ayuda de pies y manos para llegar arriba. Cuando estuvieron en lo alto de la duna, cubierta de hierba, miraron a su alrededor. No había nadie a la vista. De repente Pam gritó:
—¡He visto a alguien! ¡Hay alguien allí!
Pam señalaba con la mano extendida y todos los niños pudieron ver una silueta de muchacho que corría entre los pinos enanos que bordeaban la playa. Huía con toda la rapidez de sus piernas y no tardó en desaparecer.
—Estoy segura de que sé quién es —dijo Rachel—. Se llama Homer Ruffly.
—¿Vive aquí? —preguntó Pete.
—No siempre.
Rachel explicó entonces que el muchacho era hijo del jefe del grupo que había llegado a buscar el tesoro pirata.
—Tiene trece años y es un chico muy malo —continuó Rachel—. El otro día empujó a unos niños pequeñitos a las olas.
Los Hollister hicieron preguntas sobre el grupo del señor Ruffly, y Rachel les explicó que los buscadores del tesoro pirata enviaban diariamente a sus buceadores para que investigasen el fondo marino, buscando pistas del tesoro.
—El señor Ruffly no es más simpático que su hijo, no —añadió la bonita Rachel—. Siempre está presumiendo de que encontrará el tesoro antes que nadie del pueblo.
—Entonces tendremos que vigilar a Homer y a su padre —decidió Pam.
Mientras los tres Hollister con su nueva amiga caminaban por la playa, Pam preguntó a Rachel si sabía dónde vivía la señora Alden.
—Yo estoy pasando el verano con ella —dijo Rachel.
—¿Cómo? —se sorprendió Pam—. ¿No será tu abuelita?
—Sí —contestó Rachel, sonriendo.
Al oír aquello, sin poderlo evitar, Holly exclamó:
—¡Nosotros tenemos un tesoro preciosísimo para ella!
Rachel quedó mirando a Holly con asombro, mientras Pete y Pam asentían con vigorosas cabezadas. Luego, Pete explicó el motivo de que necesitasen ver inmediatamente a la abuela Alden. Cuando habló de la esmeralda, los ojos de Rachel se iluminaron de alegría.
—Venid conmigo —dijo la niña—. Iremos a ver a la abuelita ahora mismo.
Los niños se calzaron rápidamente y corrieron detrás de Rachel por un camino que serpenteaba por un valle, entre las dunas.
Muy pronto estuvieron en el centro de la pequeña población de la Playa de la Gaviota. Era un lugar muy lindo, con pequeñas casitas blancas y limpios patios. Al poco llegaron a una calle estrecha.
Rachel penetró en aquella calle y se detuvo ante una casa sencilla y pequeña, pero atractiva. Cuando los niños se acercaban, una señora de rostro muy dulce, con el cabello canoso, salió a la puerta.
—Hola, Rachel —saludó, mostrándose muy complacida—. Veo que has encontrado nuevos amigos.
—Sí. He encontrado unos amigos muy simpáticos —replicó Rachel, que luego presentó a los Hollister a la señora Alden.
—Podéis llamarme abuela —dijo la señora.
En seguida les invitó a entrar en la salita y cuando todos estuvieron sentados en las grandes sillas, de estilo antiguo, Rachel anunció:
—Abuelita, mis amigos tienen que darte una noticia estupenda.
—¿De verdad? Decidme, decidme, que estoy deseando enterarme.
Holly, que no cesaba de retorcerse las trencitas, fue la primera en empezar a hablar de la lámpara, imitando a un faro, que tío Russ había regalado a su madre.
—Y cuando se rompió —siguió diciendo Pam—, dentro encontramos un tesoro.
Y Pete se apresuró a continuar con las explicaciones:
—Sí. Había una esmeralda entre la arcilla. El joyero nos dijo que la gema vale unos quinientos dólares.
Los ojos de la abuela Alden resplandecieron de extrañeza y alegría a un mismo tiempo.
—Veréis, hijitos —dijo la anciana, mostrándose algo desconcertada—, la esmeralda debía de estar entre la arcilla, cuando la utilicé para hacer la lamparita. Supongo que puede decirse que la piedra me pertenece, pero yo no la perdí.
Cuando Pete y sus dos hermanos insistieron en repetir que la piedra preciosa pertenecía a la viejecita, ella se levantó de su asiento, diciendo:
—Me gustaría hablar de esto con vuestra madre. ¿No podríais traerla aquí, después de comer?
Los niños dijeron que así lo harían y, después de despedirse de la señora Alden, se marcharon.
Rachel acompañó a sus nuevos amigos hasta la playa y se ofreció a seguir con ellos un trecho más.
Mientras caminaban por la arena, a orillas del agua, los Hollister contemplaron mil objetos extraños que flotaban sobre las olas.
—¿Qué es aquello tan raro con un rabo largote? —indagó Holly, hablando con Rachel.
—Es el caparazón de una langosta —repuso Rachel, dando la vuelta al caparazón con una ramita.
Pete pudo recoger una estrellita de mar y Pam unas bonitas caracolas. Rachel les informó del nombre de los moluscos a los que pertenecían las caracolas y que mucha gente las decoraba y pintaba para venderlas como recuerdo.
—¿Qué son aquellas rocas tan altas, Rachel? —preguntó Holly, señalando una hilera de húmedos peñascos que se elevaba más allá de las olas.
—Es un dique —explicó la amable niña—. Eso impide que las aguas se desborden sobre la tierra.
Los tres hermanos se aproximaron para contemplar el dique. Grandes peñascos estaban apilados sólidamente, unos sobre otros, hasta una buena altura y las olas, al estrellarse sobre aquel paredón, levantaban grandes nubes de espuma. La superficie de los peñascos aparecía resbaladiza y cubierta de musgo.
—Tened cuidado al trepar por aquí —advirtió Rachel, que ya estaba subida en lo alto de los peñascos.
—Sí, sí —asintió Holly. Y se hizo sombra con las manos sobre los ojos para mirar a la playa—. Alguien viene hacia nosotros. ¡Oh, si es Ricky!
Un momento después el pecosillo llegaba junto a ellos. Después que Pam le presentó a Rachel, Ricky dijo:
—Necesito un animal vivo para llevarme a casa.
—¿No querrás utilizar una langosta como perrito faldero? —exclamó Pete, burlón.
—No… nooo… —contestó el pecoso.
—¿Te gustarían unas margaritas? —preguntó Rachel.
—¿Qué es eso?
—Ven. Te lo enseñaré.
Y Rachel le acompañó al pie del paredón de rocas. Allí le señaló un grupo de objetos pequeños, redondeados, que se arracimaban a un lado de una de las rocas.
—¡Se sujetan a la roca por una pata! —gritó Ricky que se había inclinado tanto a mirar que su naricilla casi dejó aplastados a los diminutos seres de caparazón.
—Se sujetan por la única pata que tienen —repuso Rachel, riendo.
—Pues voy a llevarme unos cuantos a casa —anunció Ricky, buscando por todas partes un recipiente donde ponerlos.
No muy lejos, en la playa, vio un bote azul y rojo que al parecer había dejado alguien después de una merienda. Ricky llenó el bote de agua hasta la mitad y dentro metió diez animalitos de los que Rachel le había enseñado.
—Pon también algunas piedrecitas —aconsejó la niña—. Así las margaritas tendrán en donde sujetarse.
El muchacho encontró tres piedras de buen tamaño que echó en el bote también. En aquel momento, Pam miró, por casualidad, al suelo. Abrió la boca muy asustada y en seguida dio un agudo grito. Una enorme langosta estaba tan sólo a tres centímetros de sus pies. Tenía las pinzas separadas y cuando Pam se movió el animal se aferró a su zapato.
—¡Suelta! —gritó Pam, sacudiendo su pie en el aire, sin saber cómo impedir que el animal le alcanzase la parte del pie que llevaba al descubierto.
A toda prisa, Rachel cogió al animal por la parte posterior y con la otra mano dio repetidos golpes en las pinzas del molusco, hasta que el pie de Pam quedó libre.
—¡Qué animal tan horrible! —murmuró Pam, estremecida—. Un millón de gracias, Rachel.
—Me alegro de haberte podido ayudar —sonrió la niña.
Luego dijo que debía marcharse a comer y los Hollister se despidieron de ella y marcharon a casa de tío Russ. Cuando le explicaron a su madre lo que la abuela Alden había sugerido, la señora Hollister prometió ir a verla, con sus hijos, tan pronto como acabasen de comer.
La abuela Alden salió a recibirles cuando ellos avanzaban por el caminito que conducía a la pequeña casa de la anciana.
Después de hechas las presentaciones todos se sentaron y la señora Hollister abrió su bolso; de allí sacó el estuche blanco conteniendo la esmeralda y se lo tendió a la abuela Alden.
—Creo, como mis hijos, que esto le pertenece a usted —declaró la madre de los Hollister, sonriendo.
La ancianita levantó la tapa del estuche y por un momento quedó contemplando la deslumbradora gema verde. Luego dijo:
—Yo también tengo un secreto que comunicarles a todos ustedes. Creo que esta esmeralda forma parte del tesoro pirata que se perdió en el buque «Misterio».
Todos quedaron atónitos y los niños exclamaron a coro:
—¡El tesoro pirata!
—Sí —asintió la abuela Alden, acompañando su respuesta con un cabeceo—. De vez en cuando se encuentra alguna gema en la playa.
—¿Has visto tú un pirata de verdad? —preguntó Sue a quien el asombro hacía abrir unos ojos como platos.
Y mientras se retorcía nerviosamente las trenzas, Holly dio una docta explicación:
—Los piratas son hombres malísimos, con espadas, que hacen andar por la pasarela a pobrecitos inocentes para que se caigan al mar. Nosotros lo sabemos porque hicimos una función de piratas en el patio de casa.
Casi sin dejar acabar a su hermana, Ricky hizo saber:
—Si los piratas que perdieron esta esmeralda eran tan malísimos como Joey Brill, debían de ser terribles.
La abuela Alden fue mirando, sonriente, a cada uno de los niños, mientras ellos le contaban todos los detalles de la función que hicieron en Shoreham. Pero por fin intervino la madre, diciendo:
—Os ruego que no interrumpáis. La señora Alden va a hablarnos del tesoro pirata que hay aquí, en la Playa de la Gaviota.
Todos escucharon con asombro lo que explicaba la viejecita sobre las otras piedras preciosas que se habían encontrado en la playa.
—¡Canastos! —exclamó Ricky, dando un salto en su asiento—. ¡Entonces, el barco que naufragó debe de estar muy cerca de aquí!
—Las gemas encontradas parecen buena prueba de ello —asintió la anciana.
—Y debe de haber otras piedras donde estaba ésta —razonó Pete—. Si miramos en el lugar de donde salió ésta, a lo mejor encontramos otras.
—Una gran idea —aprobó la abuela Alden.
—¿Querrá usted enseñarnos el sitio del que sacó esta arcilla? —preguntó Ricky, ya impaciente.
—No conozco el sitio exacto —contestó la anciana—. Para eso tendréis que poneros de acuerdo con «Trotaplayas». Él fue quien me trajo la arcilla.
¡«Trotaplayas»! ¡Qué nombre tan extraño! Todos los Hollister miraron a la abuelita de Rachel con expresión interrogadora.
—Abuela Alden, ¿quién es «Trotaplayas»? —preguntó Holly, sin cesar de retorcerse una de sus trencitas doradas.