UN CACHORRO RESCATADO

—¡Socorro! ¡Socorro! —chilló Sue.

Ricky era el que estaba más cerca de la verja por la que salió el animal. Aj toda prisa el pecosillo tomó una larga cuerda que vio colgando sobre la cerca y echó a correr.

Mientras corría fue haciendo un nudo en la cuerda. Cuando el caballito dio media vuelta para continuar trotando por un amplio campo, Ricky hizo girar una y otra vez por encima de su cabeza el lazo que había confeccionado. Luego lo lanzó hacia el animal, mientras gritaba a su hermanita:

—¡Sujétate fuerte, Sue!

La chiquita cerró aún con más fuerza sus puños para no soltar las riendas, mientras el lazo caía sobre la testuz del caballito. Ricky tiró de la cuerda y el animal se detuvo; un momento después se volvía para aproximarse a Ricky. Ya entonces el resto de la familia estaba junto a los dos pequeños.

—Has salvado la vida de Sue —dijo, emocionada, la señora Hollister, besando primero al muchachito y luego a la menor de sus hijas.

También el padre alabó la rápida actuación del chiquillo, diciendo:

—Has reaccionado muy rápidamente y con una gran idea.

Muy orgulloso, Ricky condujo al caballito hasta el corral y una vez allí le libró del lazo. El propietario se disculpó por lo que había hecho su animal y dio las gracias a Ricky.

—Me alegro mucho de que la pequeña esté bien —dijo—. Aquí tienes otro caballo que es demasiado viejo para hacer diabluras. Puedes pasear en él cuanto quieras.

Ricky montó el caballo que le ofrecía y dio varias vueltas alrededor del corral. Luego, uno a uno, fueron montando todos los demás niños.

—Creo que ahora debemos ir a comer —opinó el señor Hollister mirando su reloj.

El padre abrió la marcha hacia un comedorcito muy coquetón, con banquetas colocadas a lo largo de un limpio y resplandeciente mostrador. Cuando todos hubieron comido hamburguesas y bebido grandes vasos de leche, Pam pidió comida para «Zip». La niña corrió al coche para sacar a su perro y le dejó que hiciera un poco de ejercicio. Luego le dio la comida y los Hollister reanudaron la marcha hacia la Playa de la Gaviota. Al anochecer el señor Hollister detuvo la furgoneta ante una vistosa casa de huéspedes.

—Confío en que aquí encontremos habitación.

De pronto, desde algún rincón surgió un aullido lastimero y todos los niños se apresuraron a indagar de qué se trataba.

—¡Es un cachorro! —anunció Holly—. ¡No puede salir de aquí!

Un perrito policía, de pelo duro, había quedado aprisionado bajo la tela metálica que rodeaba un patio, y arañaba desesperadamente el suelo, luchando por quedar libre.

—Yo te salvaré, pobrecito —se ofreció, amablemente, Holly.

Inclinándose, levantó un poco la tela metálica y sacó al animal. Mientras acariciaba al asustado cachorro, sosteniéndole en sus brazos, Pete cubrió con tierra el agujero que el animal había hecho en el suelo, y lo pisó repetidamente para que quedase duro.

En aquel momento aparecieron el señor y la señora Hollister acompañados de una señora gruesa y sonriente. Todos corrieron a ver qué había sucedido.

—Gracias por haber libertado a Topsy —dijo la señora, después que los niños le explicaron lo sucedido—. La pobre podía haberse hecho daño. Voy a llevarla al sótano.

—¡Oh, no! ¡Déjenos jugar con ella un poquito! —pidió Holly.

—De acuerdo —dijo la señora.

El señor Hollister presentó a la dueña de Topsy a sus hijos, diciendo que era la señora Worth, tía de un amigo suyo.

—Es una lástima que no reservaran de antemano habitaciones, señor Hollister —dijo la señora Worth—. Sólo tengo libres dos cuartitos pequeños y me imagino que ustedes necesitan otra cosa.

—Sí —asintió la señora Hollister, con un suspiro—. ¿Sabe usted dónde podríamos encontrar otra pensión?

La señora Worth repuso que no había otra casa donde alquilasen habitaciones hasta recorridas varias millas. Y propuso que, antes de proseguir la marcha, la familia se quedase a cenar. Los Hollister aceptaron y se sentaron en el porche.

Topsy se divirtió de lo lindo corriendo y jugando con los niños hasta que llegó la hora de cenar. En cuanto acabaron la señora Hollister se levantó de la mesa, diciendo:

—Tenemos que marcharnos, a ver si encontramos habitaciones antes de que sea demasiado de noche.

La señora Worth se frotó las manos nerviosamente.

—Me desagrada no poder servir bien a los clientes, y más cuando son personas tan amables como ustedes —declaró—. Además, sus niños han ayudado a Topsy. Tengo un plan… Si dejan ustedes que las niñas duerman en la cama que tengo libre en mi habitación, habrá sitio para todos.

—A mí me gustará mucho dormir en su habitación —dijo Holly.

—Y a mí también —añadió Pam.

—Eso es muy satisfactorio —declaró, sonriendo, la señora Hollister—. ¿Y qué haremos con Sue?

—Si no le importa dormir en una cuna, iré a buscar la que tengo en la buhardilla.

Sue se apresuró a objetar:

—Yo no «quero» ser un bebé otra vez.

—Ya verás como no te importa dormir en la cuna, cuando la veas —rió la señora Worth, que luego pidió a Pete y Ricky que le ayudasen a bajarla.

Sue, que corrió tras ellos, quedó entusiasmada al ver la cuna. Era como una gran carretilla con cuatro barandas y un dosel.

—Yo «quererla» quedarme con ella —anunció la pequeñita, al ver la cuna ya colocada en el cuarto de sus padres.

Tanto le gustó la cuna que exigió acostarse inmediatamente.

Antes de meterse en la cama, Pam dio la cena a «Zip» y paseó un rato con él por el patio. Luego extendió una manta dentro de la furgoneta para que el animal pudiera dormir allí cómodamente.

Todos estaban tan cansados que quedaron dormidos inmediatamente. Pero a las nueve de la mañana siguiente, ya todos despejados, volvían a encontrarse camino de la Playa de la Gaviota. A medida que avanzaban, los niños iban sintiéndose cada vez más nerviosos.

—Cada vez estamos más cerca del barco pirata —gritó Ricky, alegremente.

—¡Qué llana es esta región! —observó Pam.

—Sí, porque nos estamos acercando a la orilla del mar —le explicó la madre.

Muy pronto se encontraron en una zona arenosa, en la que crecían pinos enanos a cada lado de la carretera. Cuando vieron un cartel que señalaba el camino hacia la Playa de la Gaviota, todos los niños prorrumpieron en exclamaciones de alegría.

—Ya estamos llegando —chilló Holly, con su aguda vocecilla, dando un salto en el asiento.

—¡Qué maravilloso olor a salitre! —observó la madre. Cuando menos lo esperaban apareció ante ellos el océano, de un azul verdoso. En el horizonte se distinguían las chimeneas de un gran buque.

—¿Tú crees que ese barco va a España? —preguntó Ricky, que en el colegio había estado estudiando la geografía española.

—No —repuso le señor Hollister—. Es un vapor costero.

La carretera avanzaba paralela al océano durante muchas millas. Y en el trayecto, los niños pudieron ver barquitas de pesca con sus marineros y algunas motoras. También contemplaron varios aviones que se deslizaban muy cerca de las aguas.

Por fin encontraron un gran letrero en el que se leía:

BIENVENIDOS A LA PLAYA DE LA GAVIOTA

El señor Hollister detuvo el coche y sacó un pliego de papel de su bolsillo. Allí llevaba la dirección de la casa de tío Russ. Siguiendo con exactitud las indicaciones de aquel papel, el señor Hollister condujo la furgoneta hasta la entrada de una casita situada detrás de la playa. Tocó la bocina tres veces seguidas, y un hombre alto y atractivo salió a la puerta.

—¡Tío Russ! ¡Hola, tío Russ! —gritaron todos a un tiempo.

Los niños saltaron atolondradamente de la furgoneta y corrieron a abrazar a su tío. También «Zip» parecía muy contento de encontrarse allí y empezó a correr en círculo, olfateando la arena.

Cuando hubo saludado y abrazado a todos, tío Russ tomó en brazos a Sue.

—Has crecido medio palmo desde la última vez que te vi —aseguró, riendo.

—Tío Russ, «háceme» uno de tus juegos —pidió la pequeña.

—Claro que sí —asintió el tío.

Y colocó a la chiquitina sobre sus hombros, agachó la cabeza y dio a la niña dos volteretas en el aire, antes de dejarla en el suelo. Sonriendo, mientras se alisaba el cabello revuelto, preguntó a su hermano:

—John, ¿qué te parece este lugar?

—Magnífico.

—Hay espacio para todo un regimiento, pero lo ocuparemos todo cuando llegue mi familia.

La casita tenía la forma de una L y en la esquina que formaban los dos trazos de dicha letra había un espacio cubierto de hierba y rodeado de flores, donde se veían varias cómodas butacas.

—Me encantará pasar aquí unos días —aseguró la señora Hollister.

—¡Nosotros buscaremos el tesoro de los piratas! —declaró Ricky, muy serio.

—Ya hay buceadores trabajando en eso, pero todavía no han encontrado nada —les explicó tío Russ.

—¡Qué bien! —palmoteo Holly, dando saltitos de alegría—. A lo mejor nosotros encontramos el tesoro antes que ellos.

Entre los dos muchachitos y su padre bajaron los equipajes de la furgoneta y los llevaron a las habitaciones que su tío les destinó. Cuando terminaron ese trabajo y tuvieron toda la ropa colgada en los armarios, Pete, Pam y Holly se marcharon corriendo a la playa.

—¿Verdad que son preciosas las gaviotas? —comentó Pam, contemplando las graciosas aves marinas que planeaban sobre las aguas, buscando pececillos con que alimentarse.

—Hay más de un millón —calculó Holly, y extendiendo los brazos como si fueran alas empezó a correr, imitándolas.

Pam corrió a la orilla del mar, pero tuvo que retroceder inmediatamente, cuando una ola rompió muy cerca de sus pies, enviando espuma por toda la arena.

—Más vale que nos descalcemos —propuso Pete.

Así lo hicieron y ya con los zapatos bajo el brazo empezaron a caminar por el agua. Un poco más lejos, a unos dos metros de donde rompían las olas, se elevaban montículos de arena.

—Esas dunas son muy altas. Qué bonitas, ¿verdad? —comentó la hermana mayor.

Las laderas de las dunas estaban vetadas en varios colores, desde marrón a un rojo intenso. Habían dado unos cuantos pasos cuando los tres hermanos se fijaron en una niña en bañador, que tendría la edad de Pam, y que se encontraba sentada en lo alto de una de las dunas. Se acodaba en las rodillas y tenía la barbilla hundida entre las manos, mientras contemplaba, pensativa, el agua.

—Vamos a hablar con ella —dijo Holly.

Cuando los tres hermanos se acercaban, la niña bajó la vista y se fijó en ellos. Los Hollister la saludaron con la mano y ella les imitó, sonriendo.

—Hola —dijo—. Sois recién llegados, ¿verdad?

—Sí —contestó Holly—. Pero ¿cómo lo sabes?

—Porque no estáis nada tostados por el sol —explicó la niña, riendo alegremente—. ¿Sois hermanos?

Pam se presentó a sí misma, a Pete y a Holly. La niña les dijo entonces:

—Me llamo Rachel Snow. Estoy pasando el verano con mi abuelita.

Pam se dio en seguida cuenta de que Rachel era una niña muy guapa. Tenía el cabello rojizo, los ojos castaños y, cuando sonreía, se le formaba un hoyuelo en cada mejilla. Rachel bajó, resbalando, por la duna, hasta donde se encontraban los tres hermanos.

—Nosotros hemos venido a visitar a nuestro tío y a buscar el tesoro de los piratas —explicó la comunicativa Holly.

—Hace mucho tiempo que la gente intenta encontrarlo —contestó Rachel—. Han llegado a la playa algunos buceadores nuevos que no hacen más que bajar al fondo del océano. Pero tampoco ellos consiguen encontrar el tesoro.

—¿Qué estás haciendo en lo alto de esa duna? —indagó Pam.

Con una sonrisa, Rachel contestó:

—Estaba mirando hacia España.

Y recogiendo una ramita, empezó a dibujar en la arena un mapa, para explicarla los Hollister que, si tomasen un barco que viajase hacia el este, llegarían al sur de España.

Mientras Rachel daba estas explicaciones, Holly se acercó a una duna gigantesca donde acababa de ver una concha marina. Mientras se volvía a mirar a la niña, Pete prorrumpió en un grito de alarma.

En lo alto de la duna un tronco había empezado a rodar por la arenosa ladera. ¡El tronco levantaba nubes de arena mientras descendía en línea recta hacia Holly, que no lo había visto!