Cuando el faro llegó al suelo se partió por la mitad.
—¡Ooh! —lloriqueó Holly—. ¡Qué perro tan travieso!
Mientras Pete se inclinaba a recoger los pedazos, Sue prorrumpió en amargos lloros.
—¡El faro, tan preciosísimo, se ha «rompido»!
«Zip» dejó de sacudir el rabo y bajó la cabeza.
—No ha sido culpa tuya, pobrecito —le tranquilizó Pam, acariciándole—. Lo que pasa es que tienes el rabo demasiado largo.
La señora Hollister no sabía qué decir. ¡Había recibido con tanta ilusión aquel regalo de tío Russ y ahora se despedazaba antes de haberlo empezado a usar!
—No te preocupes, mamá —la consoló Pete—. Yo creo que podré arreglarlo. Papá, ¿te acuerdas de ese cemento nuevo que vendéis en el Centro Comercial? Probaré de arreglar el faro con eso.
—Gracias, hijito —dijo la madre—. Pero esperaremos a mañana.
—De todos modos, antes de aplicar el cemento, asegúrate de que los bordes que pegas no estén demasiado lisos, porque de otra manera no te quedarían bien adheridos —aconsejó el padre.
Al día siguiente, en cuanto se despertó, Pete saltó de la cama y se vistió a toda prisa. Todos sus hermanos dormían aún y el muchacho bajó las escaleras de puntillas, para no despertarles. Abajo, sus padres estaban sentados a la mesa, desayunando.
—Buenos días, mamá. ¿Has descansado bien, papá?
—¡Pero cuánto madrugas, hijo! —se asombró la madre, acercándose a darle un beso.
—Es que he pensado que podía ir con papá al Centro Comercial para traer ese cemento.
Pete comió con los mayores y luego se marchó en la furgoneta con su padre. Cuando regresó con el cemento los demás niños estaban a mitad del desayuno.
La señora Hollister llevó a la mesa una fuente de huevos pasados por agua. Un brillo picaruelo iluminó los ojos de Ricky, que en cuanto cascó el huevo que le correspondía recogió la cáscara y fue a hablar con Pete, que estaba en la cocina.
—Oye, si ese cemento que traes es tan bueno, ¿por qué no me pegas esta cáscara? —pidió en voz baja.
—¿Por qué? —preguntó Pete.
—Si lo haces, podremos gastar una broma —concluyó Ricky volviendo a la mesa.
—¿Te crees que no sabré hacerlo?
Había terminado el pequeño su desayuno cuando llegó Pete y le deslizó la cáscara otra vez entera. Aprovechando un momento en que los otros estaban distraídos, Ricky colocó la cáscara sobre la fuente, pensando:
«Nadie adivinaría que este huevo lo hemos cascado antes».
—Holly, ha sobrado un huevo —dijo, en voz alta—. ¿Te apetece?
—No. Tómatelo tú.
—Yo no quiero más huevos. ¿Por qué no lo tomas tú, Pam?
¡Pobre Ricky! ¿Qué hacer para gastar la broma que había imaginado? A Sue no podía ofrecerle el huevo porque la chiquitina nunca los cascaba sola.
La señora Hollister, que estaba colocando unas flores recién cortadas, en un jarrón, sugirió que el huevo se lo tomase Ricky. El pequeño quedó un momento desorientado, pero al fin tuvo una idea:
—¿Quieres cascarlo tú, mamá?
—Vamos, Ricky, ya eres mayorcito para hacerlo solo.
—Es que los huevos tienen mejor sabor cuando tú los cascas, mamá —bromeó el travieso Ricky.
La señora Hollister dejó las flores y se acercó a la mesa. Inclinándose, tomó el huevo, lo cascó y lo mantuvo en alto sobre la huevera de Ricky.
¡Nada cayó en el recipiente!
—Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Hollister.
Pam, Holly y Sue quedaron con la boca abierta por el asombro.
Pete y Ricky rieron a grandes carcajadas y Pete explicó:
—Queríamos hacer propaganda de un buen cemento.
Al comprender que se trataba de una broma, todos se echaron a reír y la señora Hollister comentó:
—¡Qué chicos! Siempre se os están ocurriendo diabluras. Pete, si arreglas el faro tan bien como has recompuesto este huevo va a quedar como nuevo.
Pete bajó al sótano, seguido de Ricky. El menor de los hermanos estuvo observando cómo Pete utilizaba una lima para conseguir que las lisas superficies rotas del faro quedasen algo más ásperas. De repente el chico exclamó:
—¡Mira, Ricky! ¿Qué será esto?
Adherido a la arcilla se veía algo de color verde.
—¡Sácalo en seguida! —dijo Ricky, muy nervioso.
Con mucho cuidado, Pete hurgó en la arcilla alrededor de la pieza verde que un momento después caía en su mano. Era una piedra del tamaño de un garbanzo pequeño.
—¡Pero si parece una esmeralda! —murmuró, asombrado.
—¿Una esmeralda? ¡Entonces vale un motón de dinero! —calculó el pecosillo.
—Seguro que es una esmeralda.
Pete tomó un paño y frotó la piedra. Cuanto más frotaba, mayor era el brillo del objeto recién encontrado. Entusiasmados, los dos muchachitos subieron corriendo las escaleras para enseñar el hallazgo a su madre.
—Parece una piedra buena —concordó la señora Hollister—. Lo mejor será que vayáis a hablar con el señor Peters, el joyero de la parte baja de la ciudad.
—Yo iré con vosotros —decidió Pam—. Quiero mirar unas cosas en la tienda del señor Peters.
La señora Hollister opinó que Ricky debía quedarse en casa para colocar las ruedas de su carretilla. Por lo tanto, Pete y Pam se marcharon solos.
—¡Caramba! Aquí están los Felices Hollister —dijo afablemente el señor Peters, cuando los dos hermanos entraron en la tienda—. ¿Me necesitáis para algo?
Pete le habló de la piedra verde que habían encontrado y se la dio al joyero, que la miró detenidamente con una lupa.
—Huummm —murmuró—. Es ciertamente una esmeralda. ¡Ya lo creo! —Levantó sus gafas hasta la frente y mirando a Pam y Pete, les informó—: Esta esmeralda vale quinientos dólares.
Los dos hermanos quedaron mudos por la sorpresa. Al fin, los dos a un tiempo, lograron murmurar:
—¡Quinientos dólares!
Pete, que no acababa de creer lo que estaba oyendo, fue a coger la esmeralda, pero el señor Peters dijo:
—Una cosa de tanto valor debe llevarse en un estuche.
De una estantería bajó varios estuches pequeños.
—Éste es el que nos conviene —decidió, abriendo uno y colocando dentro la esmeralda, sobre una superficie de algodón. Luego cerró la tapa y, con una sonrisa, entregó la cajita a Pam—. Id directamente a casa y entregádselo a vuestra madre.
Pero Pam se detuvo aún un momento para contemplar una hilera de lindas pulseras. Y acabó dejando un momento el estuche para probarse una.
—Vamos, vamos —dijo Pete, muy nervioso, dirigiéndose a la puerta.
Cuando llegaron a casa corrieron en busca de su madre.
—¡Es una piedra preciosa, mamá! ¡Una esmeralda! —anunció Pam.
Entregó el estuche a la señora Hollister, que en seguida levantó la tapa. Una expresión de extrañeza cubrió su rostro.
—Pero… ¡si aquí no hay nada, Pam! ¿Me estáis gastando otra broma?
Pete y Pam quedaron perplejos. ¡En el estuche no había más que una capa de algodón!
—No es ninguna broma —dijo Pam, casi llorando—. La piedra iba aquí dentro.
—Entonces, la habréis perdido por el camino.
—No puede ser, mamá —respondió Pete—. Pam ha llevado la caja en la mano todo el tiempo y no la ha abierto ni una sola vez.
—Lo cierto es que ha desaparecido. Empezad a buscar en la entrada y luego id retrocediendo por el camino por donde vinisteis.
Los demás niños oyeron lo que ocurría y ayudaron a buscar. Algunos amigos también se ofrecieron.
Al cabo de un rato, Sue dio un gran suspiro, diciendo:
—Es más dificilote encontrar esto que los huevos de Pascua.
Los buscadores recorrieron paso a paso todo el camino que habían seguido Pete y Pam, pero la esmeralda no aparecía.
—Puede que la haya encontrado alguien ya —calculó Holly, cuando estaban ya cerca de la joyería.
Al ver al grupo que con las cabezas inclinadas miraban atentamente por toda la acera, el señor Peters sacó la cabeza por la puerta para preguntar:
—¿Qué ocurre? ¿Habéis perdido algo?
—No podemos encontrar la esmeralda —dijo Pam, muy triste. Y explicó al señor Peters cómo, al llegar a casa, encontraron el estuche vacío.
A los ojos del señor Peters asomó en seguida un extraño brillo.
—Venid conmigo —dijo.
El hombre dio media vuelta y entró en la tienda, acercándose al mostrador. Allí seguían los pequeños estuches que había bajado de la estantería. El hombre cogió uno y lo abrió. ¡Sobre la capa de algodón resplandecía la piedra preciosa!
—Lo que recogiste después de mirar las pulseras fue un estuche vacío —sonrió el señor Peters.
Pam estaba tan contenta que le faltó muy poco para echarse a llorar de alegría. Volvió a casa corriendo, con el estuche apretado en su mano, para enseñar a la señora Hollister la esmeralda.
—¡Qué contenta estoy de haberla encontrado! ¿Verdad que es bonita?
Pete pasó el resto de la mañana recomponiendo la lámpara, pero, al fin, le quedó como nueva.
—¡Espléndido! —dijo la madre.
—Yo creo que debíamos poner la lámpara en el escaparate del «Centro Comercial» como propaganda del cemento —rió Pete.
Poco después, llegaba el señor Hollister a comer y Pam le habló del hallazgo de la piedra preciosa.
—¿No te parece que debíamos llamar a tío Russ para preguntarle quién hizo esta lámpara? —preguntó, luego, la niña—. Si es la misma persona que ha perdido la esmeralda se alegrará de que se la devolvamos.
—Tienes razón —concordó el padre—. Pide conferencia, pero deja que sea mamá quién hable con tío Russ.
Inmediatamente fue Pam al teléfono y a los pocos momentos estaba en comunicación con la Playa de la Gaviota. La señora Hollister tomó el auricular y dio las gracias a su cuñado por la preciosa lamparita. Luego le explicó que se había roto y que dentro Pete había encontrado una esmeralda.
—¡Es asombroso! —exclamó tío Russ—. Es una señora anciana que vive aquí quien hizo la lámpara. Se llama señora Alden, pero todo el mundo la conoce por la abuela Alden. Seguro que le alegrará saber lo que me dices. Pero ¿no os parece que debíais venir aquí unos días? Traed la gema y se lo explicaremos todo a la anciana.
Tío Russ añadió que tía Marge, Teddy y Jean se le reunirían muy pronto. Los niños podrían divertirse mucho, estando juntos.
—¿Me permites que hable con John? —pidió tío Russ.
La señora Hollister pasó el auricular a su marido que muy pronto sonrió ampliamente.
—Está bien, Russ. Creo que has ganado. Lo arreglaré para que vayamos a pasar unos días contigo. Adiós, Russ.
Al oír aquello, todos los hermanos empezaron a dar saltos de alegría. ¡Iban a ir a la Playa de la Gaviota a buscar el tesoro pirata!
—¿Te parece que podréis estar preparados para dentro de dos días, Elaine? —preguntó el señor Hollister a su esposa.
—¡Claro que podremos, John!
—¡Zambomba! —se entusiasmó Pete—. ¡Podré acudir al concurso de cometas! Papá, necesito algo de dinero para comprar el material con que hacer un cometa. ¿Puedo ayudarte en el «Centro Comercial» para ganar un poco?
—Sí. Ven conmigo después de comer.
Pete ayudó a su padre más de un día en la tienda, y gracias a eso obtuvo varias cañas de cometa, papel de seda, varios ovillos de bramante y cola que guardó en su maletín.
Los Hollister dejaron a su gata, Morro Blanco, con sus cinco hijitos, en casa de Jeff y Ann Hunter. Pero se resolvió que «Zip» haría el viaje con la familia.
Por fin llegó el día en que los Felices Hollister emprendieron el viaje. Se cargó el equipaje en la furgoneta y cada uno ocupó su puesto. Los amigos de los cinco hermanos se habían reunido en el camino del jardín para despedirles y cuando la furgoneta se puso en marcha todos gritaron alegremente:
—¡Que os divirtáis mucho!
—¡A ver si ganas el concurso de cometas, Pete!
—¡Y que encontréis el tesoro de los piratas!
—¡Adiós! ¡Adiós!
Mientras conducía, el señor Hollister dijo a su esposa:
—Me alegro de que hayamos salido temprano. Podremos hacer el viaje en un día y medio, aproximadamente.
—¿Y dónde vamos a dormir hoy? —quiso saber Sue.
—Eso es una sorpresa —repuso el padre, riendo.
Los niños estaban tan entusiasmados, hablando de las aventuras que podían esperarles en la Playa de la Gaviota que la mañana pasó muy rápidamente. Llegó la hora de detenerse a comer y la pequeña Sue vio en el camino un parador, situado al lado de un corral de caballos.
—Para aquí, papaíto —suplicó la niña—. Yo quiero comer aquí y montar en un caballito.
—¡Sí! ¡Sí! —gritó Ricky.
El padre llevó la furgoneta al aparcamiento y todos cruzaron una verja para acercarse al corral. Sólo estaba libre uno de los caballitos y se dio a Sue la primera oportunidad de montarlo. El dueño de los animales subió a Sue al lomo del caballito, la cual cogió muy ufana las riendas, gritando:
—¡Arreee!
El animalito empezó a correr por la pista. ¡Qué orgullosa se sentía Sue, montada en el lindo y pequeño animal!
Después de dar la segunda vuelta al corral, el caballo se encaminó veloz y directamente a la verja, que alguien había dejado entreabierta. Con el morro, el caballito empujó la verja y salió al trote del corral.
—¡Vuelve! —le gritó Sue.
Pero, una vez se vio libre, el animal siguió su marcha a todo correr. Sue prorrumpió en grititos de angustia, mientras sus manecitas se aferraban a las riendas.
El caballito galopó carretera adelante, y todos los Hollister corrieron, desesperadamente, tras él.