—¡Tómenla! ¡Va a caerse! —gritó, asustada, la madre de Dave Meade.
Otros varios espectadores prorrumpieron en gritos de alarma al ver a la niña suspendida de la cuerda.
—¡Pobre criatura! —se condolió la señora Martin.
El señor Hollister corrió a situarse junto al mástil del barco pirata, justamente debajo de su hija para recogerla si caía. Entre tanto, Pete y Ricky corrían al garaje para volver al instante con una escalera de mano. Sin perder un momento la apoyaron en el mástil y Pete subió por ella.
De pie en el último peldaño de la escalera, el muchachito asió el tobillo de su hermana para atraerla hasta la escalera, donde la liberó de la cuerda, en medio de los aplausos del público. Luego, los dos hermanos bajaron rápidamente por los travesaños. Se volvió a llevar la escalera al garaje y por fin Pete se encaró con Joey.
—¡No vuelvas a hacer una cosa así o verás lo que es bueno! —le amenazó, indignado—. Si Holly llega a caerse se habría hecho mucho daño.
Joey repuso, con gruñidos, que no había querido hacer daño a la niña. Pete se volvió, al fin, al auditorio, y anunció:
—¡Continúa la representación!
Con ruidoso entrechocar de las espadas de madera, se reanudó la batalla. A Pam se le cayó el arma al suelo y Dave gritó:
—¡Eres mi prisionero!
Y con gran rapidez, el capitán ató a Pam al mástil del barco pirata. En vista de que uno de los suyos había sido capturado, los «buenos» decidieron retirarse unos momentos a su barco para planear lo que convenía hacer.
Mientras tanto el capitán pirata gritaba:
—¡Vendaremos los ojos a nuestro prisionero para arrojarle al mar!
—¡No! —suplicó una niñita de primera fila—. ¿Por qué le van a hacer eso a la pobre?
Al oír aquello, Sue se volvió, con su elegante gorra cayéndole sobre un ojo, y dijo con su vocecilla cantarina:
—No «tenas» miedo. Si todo es mentira.
Los mayores rieron divertidos, y la pequeña espectadora quedó muy tranquilizada. Pero ya el capitán pirata había extendido sobre la hierba de la cubierta un tablón que llegaba hasta la proa de su barco. Pam tenía las manos atadas a la espalda y un gran pañuelo cubría sus ojos. Dave ordenó:
—Ahora camina hasta el final de la pasarela y… ¡salta!
—¡No pueden hacer eso con un marinero de los Estados Unidos! —gritó Pete—. ¡Vamos, marineros! ¡Al ataque!
La barca de remos volvió a ser empujada y llegó rodando una vez más junto al barco pirata. Pete daba ánimos a sus hombres con potentes gritos:
—¡Tenemos que salvar a Pam!
¡Qué gran batalla se riñó sobre la cubierta del barco pirata! Pete corrió junto a su hermana y le desató las manos. Luego le entregó otra espada y continuó la batalla.
Uno a uno los piratas fueron desarmados y se les ató las manos a la espalda. Al fin tan sólo el pirata Joey quedaba libre.
—¡Ríndete ya! —le ordenó Ricky.
—¡No quiero! —gritó el otro.
Pam se apresuró a susurrar:
—Pero, Joey, tienes que rendirte. Es así como hemos preparado el guión. Todos los piratas se rinden y se termina la función.
—¡Me importa un pito como tenga que acabar la función! —gritó Joey, desafiante.
El chico continuó luchando y blandía la espada con tal fuerza que golpeaba en las manos a los otros.
—Ésta es una batalla en broma —le recordó Pete—. Y ya es hora de que acabe. Tiene que terminar la función.
Poco a poco el público fue dándose cuenta de que algo iba mal en el escenario. Aunque todos sabían que Joey debía rendirse, el muchacho continuaba negándose a obedecer a los «buenos».
—¡No me rendiré a una chica! —vociferó Joey.
—Ya sabes que son marineros —protestó Holly, esquivando una embestida de la espada de Joey.
Y Joey empezó entonces a pelear tanto contra los americanos como contra los piratas. De pronto, Pete encontró la oportunidad de arrancar la espada de manos del pirata rebelde, y con un veloz manotazo envió el arma al final de la cubierta.
—¡Ahora ya eres mi prisionero! —exclamó, triunfante.
—Eso es lo que tú te crees —contestó con aspereza Joey.
Sin más advertencia, dio a Pete un puñetazo en el hombro. Pete se defendió, pegándole en la barbilla. Los dos chicos se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo y rodaron por la cubierta del barco pirata.
—¡Basta! ¡Basta! —suplicó Pam, intentando separar a los dos muchachos.
Dave Meade corrió a ayudarla, y mientras los dos luchadores eran separados, Holly ató una cuerda alrededor de las muñecas de Joey.
—¡Ahora ya estás capturado! —gritó Holly, orgullosamente.
Mientras Joey gruñía y daba puntapiés, Pete se dirigió al auditorio para decir con voz entrecortada:
—Señoras y caballeros, la obra teatral «Los Piratas» ha concluido. Todos los piratas han sido capturados y los océanos vuelven a quedar libres para que naveguen por ellos sin temor los buques americanos.
—¡Hurra! —gritó el señor Sparr, haciendo guiños, mientras el resto de los presentes aplaudía.
—Ha sido precioso —manifestó la señora Meade—. ¡Qué lástima que Joey haya empezado a pelear cuando todo iba tan bien!
Varios espectadores alabaron el buen trabajo artístico de los niños y su buena obra para el Hospital de Niños Inválidos.
Al día siguiente, poco después del mediodía, un recadero detuvo su vehículo a la entrada de la casa de los Hollister. Con un paquete bajo el brazo se encaminó a la puerta.
—¿La señora Hollister? —preguntó, cuando la señora abrió.
—Yo soy.
—Traigo un paquete para usted. Tómelo con cuidado porque viaja marcado como «frágil».
Cuando se marchó el recadero, la señora Hollister miró quién era el remitente, y exclamó en seguida:
—¡Aquí tenemos la sorpresa de tío Russ!
Ya todos los hermanos Hollister se habían reunido en torno a la madre, deseosos de ver el contenido del paquete.
—No lo abras hasta que hayamos intentado adivinar lo que hay dentro, mamá —pidió Pam, con una risilla.
—De acuerdo —asintió la madre—. ¿Qué suponéis que es?
Pete dijo que tal vez fuera un barco en miniatura, dentro de una botella. Pam opinaba que podían ser algunos platos decorativos con el nombre de Playa de la Gaviota pintado en ellos. Ricky imaginaba que serían caracolas marinas, y Holly estaba segura de que iban a ver una muñeca. La chiquitina Sue dijo, esperanzada, que el paquete estaría lleno de caramelos.
—Bueno. Ahora veremos quién tenía razón —dijo la señora Hollister, colocando el paquete sobre la mesa.
Lo abrió con muchas precauciones, para no romper el contenido, y palpó los bordes del interior. Al fin sacó algo envuelto en papel de seda.
—¡Es un faro! —exclamó.
Efectivamente; era un bonito faro decorativo, hecho en arcilla coloreada y colocado sobre un alto pie. Pete lo miró detenidamente y acabó diciendo:
—Hay luz en la torre, mamá. Y aquí tiene un cordón. Enchúfalo y verás cómo funciona.
Él mismo se acercó a la pared para enchufarlo y pulsó el interruptor. El faro brilló ligeramente a la claridad del día.
—¡Qué bonito! —se entusiasmó la señora Hollister—. Adornará mucho en el vestíbulo de arriba. Lo dejaremos encendido todas las noches. Apágalo ahora, Pete.
De momento, la madre dejó la linda pieza de adorno sobre la repisa de la chimenea. Un instante después los niños dedicaban toda su atención al cartero, que llegaba por el camino. Pete corrió a su encuentro.
—Carta para ti —dijo el señor Barnes, entregándole un sobre blanco.
—¡Es de la Playa de la Gaviota! —exclamó Pete—. Es sobre el concurso de cometas. Escribí hace dos días.
Se sentó en las escaleras del porche, abrió el sobre y leyó la carta. Cuando acabó, todos sus hermanos le rodeaban.
—¿Qué dice? —quiso saber Ricky.
—El concurso de cometas —explicó Pete— se celebrará el día diecisiete, y podrán participar en él tanto niños como niñas, de diez años.
—¡Qué bien! —palmoteo Pam.
Había varios premios; uno para la cometa más grande, otro para la más original, y un tercero para las cometas más corrientes.
—¡Dios quiera que podamos ir a la Playa de la Gaviota y participar en el concurso! —dijo Pete fervientemente.
—En la orilla de nuestro lago corre mucho viento —dijo Ricky—. Apuesto algo a que una cometa sube mucho allí.
Holly declaró que ella necesitaba ir inmediatamente a elevar una cometa a donde decía su hermano. Pete estaba seguro de que no haría bastante viento, pero, a pesar de todo, Ricky y Holly estuvieron jugando con dos cometas viejas que los Hollister habían adquirido el año anterior. A la hora de comer, Ricky las ató al tronco de un árbol. No había acabado de hacerlo cuando una ráfaga de viento empezó a sacudir con fuerza los hilos.
—¡Las perderemos! —chilló Holly.
Y los dos hermanos decidieron recogerlas y llevárselas a casa.
El señor Hollister no había ido a comer y, cuando llegó a su casa por la noche, su esposa le enseñó el bonito faro que tío Russ les había enviado.
—Es muy decorativo —opinó el señor Hollister—. ¿Dónde lo vas a poner?
—En el vestíbulo de arriba.
—¿Por qué no lo ponemos ahora? —propuso Pam.
Pete subió las escaleras llevando la original lámpara que colocó sobre la mesa. Lo enchufó y al instante brilló la luz en la parte alta del faro en miniatura. Todos quedaron asombrados viendo los parpadeos tan extraños que producía aquella luz.
—Es como un faro de los de verdad —anunció Ricky.
En aquel momento, «Zip», que había quedado abajo acabando su cena, subió corriendo las escaleras para averiguar qué estaba haciendo la familia. Al ver el parpadeo del diminuto faro empezó a ladrar. Luego, deseoso de verlo más de cerca, el hermoso perro de aguas saltó a una silla y olfateó el objeto.
—Si no huele a nada, tontín —le apuntó Sue.
—Y eres demasiado grande para esta silla —le reprendió Pam—. ¡Abajo, «Zip»!
El animal obedeció y empezó a dar vueltas alrededor de los niños que seguían contemplando el parpadeante adorno. Pero el pobre «Zip» no había visto nunca una cosa como aquélla. Ni las ardillas corriendo entre los árboles, en el prado de los Hollister, le intrigaban tanto como la extraña lámpara.
El perro acarició a su ama con su morro húmedo, como suplicándole que le dejase mirar más de cerca, y antes de que Pam le hubiera comprendido, «Zip» volvió a saltar a la silla.
—¡Baja en seguida! ¡Baja, «Zip»!
Pero la luz fascinaba al perro. Los demás empezaron a alejarse y «Zip» seguía en el mismo lugar, meneando la cola. De repente dio un par de nerviosos saltos, y su enorme cola tropezó en el faro, que se volcó en el borde de la mesita.
—¡Atrápalo en seguida! —gritó Holly, que se había rezagado, mirando al perro.
Pero todo había ocurrido tan de prisa que nadie fue capaz de llegar junto a la lámpara a tiempo. ¡Con un soberbio chasquido, el lindo faro se estrelló en el suelo!