EL VIEJO MARINERO

Dave se tambaleó hacia atrás. Cuando recobró el equilibrio se abalanzó hacia Joey. Pero, antes de que le pegara, Pam intervino.

—No os peleéis —rogó—. Puedes jugar con nosotros, Joey.

—Pero no puedes ser el capitán del barco pirata —aclaró Pete.

—¿Qué seré, entonces? —preguntó Joey, arrugando el entrecejo.

—Puedes ser el segundo de a bordo del capitán pirata Dave —propuso complaciente Pam.

—¡Eso no! ¡Yo no quiero ser el segundo de nadie! —gruñó Joey.

—Entonces, no hablemos más. Tú no juegas —le atajó Pete.

Joey quedó unos instantes muy hosco, pero, al fin, cedió.

—Bueno —dijo con acento de misterio—. Ya sé cómo puedo ser el primero de a bordo de un barco pirata.

Y antes de que los demás pudieran preguntarle qué había querido decir, el chico corrió a su casa.

—Hay demasiados marineros en el barco pirata —calculó Pam—. Jeff, ¿quieres pasar al barco americano?

—Claro. Dime qué hay que hacer.

Pam explicó el argumento de la función.

—Necesitamos espadas —recordó Dave.

Los muchachos buscaron algunas ramas que harían las veces de armas blancas.

—Cuando llegue la lucha procurad no herir a nadie con esas ramas —advirtió, juiciosa, Pam.

A cada uno se le destinó un lugar para la batalla y se le dijo lo que debía hacer y decir. Luego empezó el ensayo.

—¡Adelante, mis valientes! —gritó Ricky, haciendo reír a todos, pues aquellas palabras no estaban en el guión.

Estaban a medio ensayo cuando Joey apareció de nuevo por el camino, cojeando.

—¡Lleva una pata de palo! —exclamó Holly, atónita.

Joey había cortado una muleta vieja por la mitad, se la ató a la rodilla, y la parte inferior de la pierna la ocultaba levantándola por detrás. Mientras Joey se acercaba los demás gritaron a coro:

—¡Muy bien!

Y Pete añadió:

—Estás muy bien. Pareces un verdadero pirata de pata de palo, Joey.

Muy orgulloso, el chico ocupó su puesto en el barco pirata. Durante el ensayo, Joey gritaba órdenes a todos los marineros, como si fuera el mismísimo capitán, y no el segundo de a bordo.

—¡No presumas tanto! —le gritó Dave.

Cuando llegó el momento en que los americanos abordaron al barco pirata, Ricky fue el primero en saltar al barco enemigo, blandiendo su espada de madera. Joey cruzó su espada con la del pecosillo y cuando el más pequeño fue a atacar, el chicazo levantó su pata de palo. Ricky cayó de bruces sobre la sucia cubierta y se golpeó la cabeza en la «borda».

—¡Ay! —se lamentó—. No juegas limpio, Joey.

—Yo no he hecho nada —protestó Joey, poniéndose furioso—. Has tropezado en mi pata de palo y te has caído tú solo.

Los dos chicos habrían seguido discutiendo de no intervenir Pam, diciéndoles que era preciso continuar con el ensayo, que se repitió varias veces, hasta la hora de la cena. Pam declaró que el estreno iba a resultar muy bonito.

—¿Tan bonito como para que se pague entrada? —quiso saber Ricky.

—Yo creo que sí… si utilizamos el dinero para hacer alguna caridad.

—Podríamos darlo al Hospital de los Niños Inválidos —propuso Ann.

Todos consideraron muy buena la idea.

Después de la cena, Pam y Holly pidieron permiso a su madre para ir al desván a buscar vestidos viejos con los que preparar los trajes de los piratas. La señora Hollister les dijo que podrían ir y que encontrarían retales de muchos colores, que ella solía guardar para ocasiones como la del momento.

—El saco de los retales está en el desván, junto al viejo baúl.

Mientras las niñas buscaban lo necesario para el vestuario, Pete y Ricky hablaron de las entradas para la representación. El señor Hollister les regaló unas tarjetas comerciales que pertenecían al Centro Comercial antes de que él lo comprara. Ricky sacó inmediatamente la imprentilla que le habían regalado en la Navidad anterior.

—¿Qué debemos poner en las entradas? —preguntó.

Hubo una pequeña diferencia de opiniones, pero al fin salieron las palabras adecuadas. Cuando tuvieron las entradas acabadas pudieron leer:

«LOS PIRATAS», POR LOS FELICES HOLLISTER

A BENEFICIO DEL

HOSPITAL DE NIÑOS INVÁLIDOS

ENTRADA 25 CENTAVOS

EL VIERNES A LAS 7 TARDE

—¡Caramba! ¡Qué bien quedan! —reflexionó Pete, contemplando el rimero de cartulinas. Luego sonrió, añadiendo—: Mírate las manos.

Ricky bajó los ojos hasta sus manos. Tenía las palmas cubiertas de letras.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó la señora Hollister—. Es tinta fija y va a resultar muy difícil que desaparezca.

Riendo alegremente, Ricky dijo:

—Los piratas llevan tatuajes. Iré enseñando las manos a todos para decirles que vengan a ver nuestra función.

Para entonces ya habían bajado las niñas, cargadas con las telas rojas, azules, verdes y amarillas con las que confeccionar los trajes de pirata. Habían encontrado, además, dos gorras viejas de marinero, que iban a ser muy útiles para Pete y Ricky.

—Mañana por la mañana haremos los trajes —propuso Pam—. No ensayaremos más hasta la tarde.

Al día siguiente, después del desayuno, Pam y Holly se pusieron a trabajar activamente, cortando, cosiendo y pegando botones. Sue lo pasó muy bien, yendo y viniendo de los encargos de sus hermanas mayores.

Pete y Ricky tomaron cada uno un gran puñado de entradas y fueron de puerta en puerta, para intentar venderlas. La señora Hunter compró dos entradas a Pete y la señora Meade adquirió tres de las que Ricky le ofrecía. La madre de Donna Martin se quedó con dos entradas. Después de haber ofrecido tickets a todos los vecinos, los dos muchachitos se encaminaron al centro de la población.

—Hemos tenido mucha suerte —dijo Pete—. Nos falta vender sólo diez entradas más y ya tendremos treinta espectadores. No cabe más gente en el patio de casa.

—Es verdad —concordó Ricky—. Si vienen más se caerán al lago.

Ya habían vendido otras seis entradas cuando se detuvieron ante una casita pequeña y antigua, separada de la calle por un grupo de cedros. Mientras se acercaban, Pete dijo:

—Esta casa es muy vieja. Fíjate en esa fecha: 1825.

—¿Y los que vivan dentro serán, también, viejos? —preguntó el travieso de Ricky, con un guiño.

Como contestando a la pregunta, un arrugado anciano, con ropas de marinero, apareció en el porche. Los niños se presentaron para luego preguntarle si quería comprarles una entrada.

—¿De modo que es una función de teatro sobre piratas? —Al sonreír, los ojos del viejecito desaparecieron bajo un millón de arrugas—. Pues compraré encantado una de esas entradas, muchachos.

—Muchas gracias —repuso Pete.

Entonces el anciano les explicó:

—En mis buenos tiempos yo he navegado por los siete mares. Entrad, entrad, que os enseñaré algunas cosas de mis viajes. Me llamo Sparr.

Los niños entraron con él y quedaron con la boca abierta. Toda la salita estaba llena de objetos pertenecientes a barcos: grandes farolas de bronce, anclas y cadenas, brújulas y una gran sirena. Sobre la repisa de la chimenea se veían tres barcos de vela hechos a escala.

Cuando los dos muchachos lo hubieron examinado todo, Ricky volvió a tomar una de las viejas brújulas y, en un susurro, dijo a su hermano:

—¡Cómo me gustaría que nos la prestase para la función!

El señor Sparr le oyó y se ofreció a dejársela.

—Después de todo —dijo, sonriendo ampliamente—, ningún barco puede mantener bien su ruta si no lleva una brújula. Podéis llevárosla, pero acordaos de devolvérmela.

Los dos chicos le dieron las gracias, prometiendo llevársela en cuanto acabase la función. Ricky se hizo cargo de la brújula y Pete entregó al señor Sparr su entrada. Luego se despidieron y se marcharon a toda prisa.

Al mediodía habían vendido ya todas las entradas y regresaron a casa. Pete entregó el dinero recogido a su madre, que quedó muy complacida del éxito que habían tenido los dos hermanos, y prometió llevarlo al Hospital de Niños Inválidos lo antes posible.

Aquella tarde los cinco Hollister, ya vestidos con las ropas de escena, saludaron a sus amigos que llegaron a ensayar.

—¡Qué trajes tan buenos! —alabó Dave sinceramente.

Holly llevaba unos harapientos calzones cortos, pañuelo rojo al cuello y un gorro negro con los huesos y la calavera en blanco, igual que los verdaderos piratas. Pete y Ricky se sentían a sus anchas con las gorras de marinero y unos trajes ajustados. Pam llevaba una falda corta y una reluciente blusa azul, ajustada con unas cintas de colores, cruzadas en el pecho; del cinto pendía una poderosa espada de madera. Sue vestía falda verde, blusa amarilla y una elegantísima gorra de marino. El trabajo de la pequeñita era disparar el cañón.

Ricky enseñó a todos la brújula, que colocaron luego en una caja, junto a la pieza que hacía las veces de timón del barco.

—Es fantástico —declaró Dave, examinando, admirado, la preciosa brújula.

El ensayo duró una hora y todos quedaron muy complacidos. Incluso Joey hizo muy bien su papel. Al concluir, Pam dijo:

—No os olvidéis de que la función es mañana a las siete. Todo el mundo tiene que estar aquí a las seis y media con el traje de escena.

Los jóvenes actores se marcharon y los Hollister empezaron a arreglar el patio. De repente Pete miró hacia el buque pirata y exclamó:

—¡Ha desaparecido la brújula!

Los otros cuatro quedaron muy apurados. Pete echó a correr en busca de los amigos con los que acababan de ensayar. Les alcanzó en la calle y preguntó a cada uno de ellos si sabía dónde podía estar la brújula. Nadie sabía nada, aunque Donna recordó que Joey había estado jugando con ella al acabar el ensayo.

—¡Yo no la tengo! —gritó el chico—. ¡No podéis echarme la culpa de haberla perdido!

Pete volvió a casa muy preocupado. Aquella brújula era tan antigua que tal vez no se encontrase otra igual en ninguna tienda. Mientras él estuvo fuera los otros niños habían estado buscando por el patio, pero todo fue inútil. La brújula no estaba en ninguna parte.

—¿Qué haremos? —preguntó Ricky.

—No lo sé —fue la réplica de Pete.

A la mañana siguiente el mayor de los Hollister fue a visitar al señor Sparr para explicarle cómo la brújula había desaparecido misteriosamente y lo mucho que lo lamentaban.

—Si no puedo encontrarla, compraré otra igual y se la traeré. ¿Le parece bien, señor Sparr?

—Muy bien —repuso el amable viejecito—. Pero confío en que encontraréis la que se ha perdido.

Durante las primeras horas de la tarde los Hollister estuvieron haciendo los preparativos para la gran función. Ante todo fueron a las casas de sus amigos para pedir prestadas las sillas y banquetas que colocaron en el prado, cerca del lago. Luego comieron una merienda-cena y se vistieron.

—Yo estoy un poquito asustada. ¿Tú no, Pam? —preguntó Holly.

—Sí. También un poco —admitió Pam—. Pero espero que todo saldrá bien.

Aguardaron, muy nerviosos, la llegada de los primeros espectadores. Los señores Hunter se presentaron muy temprano, con Jeff y Ann, y al poco los padres de Dave Meade llegaron con la señora Martin y Donna.

Pete acompañó a los mayores a los asientos de primera fila. Muy cerca ya de las siete llegaron todos los espectadores en masa al patio de los Hollister.

—¡Qué bonita decoración! —exclamó una señora—. Y los niños van vestidos como verdaderos piratas.

Cuando llegó el momento de empezar la representación, Pete trepó por los listones del asta que hacía las veces de mástil y ató sólidamente una cuerda al peñol. Aquello iba a formar parte de la actuación de Holly. A las siete en punto Pete se presentó ante el auditorio para anunciar:

—Señoras y caballeros, vamos a ofrecerles a ustedes la representación de «Los Piratas», obra en dos actos. En el primer acto los piratas hacen huir a los marinos americanos. En el segundo acto el barco americano ataca y captura a los piratas. Esperamos que nuestra actuación les divierta.

Mientras todos los espectadores aplaudían, Pete fue a ocupar su puesto ante el timón y empezó la representación. ¡Qué bien hizo cada uno su papel!… Incluso Joey Brill, con su voz sonora, parecía un temible pirata.

Ricky empujaba la barca de remos hasta el buque pirata al compás de una serie de cañonazos que iba emitiendo un disco. Después de una larga y ruidosa batalla con las espadas de madera, los buenos americanos fueron rechazados y los piratas resultaron vencedores. Los espectadores sonreían muy alegres, al terminar el primer acto.

El segundo empezaba con Pam en primer término, oteando el horizonte en busca del barco enemigo. Sue hizo repetidos disparos con el tronco que representaba el cañón y la barca con ruedas fue aproximándose al abominable barco pirata. Cuando las dos naves estuvieron juntas, Pete levantó la vista hacia la bandera roja y negra de los piratas, que ondeaban en lo alto del «mástil», y ordenó a gritos:

—¡Arriad vuestra bandera, endemoniados piratas, o tendremos que echar a pique vuestro barco!

—¡Jo, jo! ¿Por qué no lo intentáis? —rió el capitán pirata Dave, desenfundando su espada.

Pete dio órdenes a su tripulación y todos saltaron al barco pirata. Holly trepó ágilmente por el mástil, seguida por Ricky.

—¡Te alcanzaré! —vociferaba el pecosillo—. ¡Detente! ¡Retrocede!

Holly, tan ágil como un mono, llegó inmediatamente al extremo del mástil. Entonces se cogió a la cuerda y empezó a deslizarse por ella. Estaba a medio camino del suelo cuando Joey Brill agarró el extremo suelto de la cuerda y empezó a sacudirla con fuerza.

—¡Estate quieto! —chilló Holly.

—¡No puedes luchar contra uno de nuestra misma tripulación! —le amonestó el capitán Dave.

Pero ya era demasiado tarde. La cuerda se había arrollado fuertemente a la pierna izquierda de Holly. La pobre pequeña, en su desespero, soltó las manos de la cuerda y quedó balanceándose boca abajo, suspendida en el aire por un tobillo…