De repente retumbó una voz en lo alto del paredón rocoso.
—¡Ya hemos llegado! ¿Todo el mundo está bien?
—¡John! —gritó a su vez la señora Hollister—. ¿Estás bien? ¿Viene Ricky contigo?
—Sí. Y traigo una escalera.
Un momento después, por el borde rocoso apareció una escalera metálica. Primero Ricky, y después el señor Hollister, descendieron por ella.
—Tenemos noticias estupendas —anunció el pecoso, sin aliento—. El oficial Martínez ha detenido al señor Gross y a Rattler.
—¡Zambomba! —exclamó Pete con entusiasmo.
—Los dos hombres han confesado —siguió explicando Ricky con aires importantes—. Robaron todas las cosas de Juan Ciervo, y Rattler llevó la estera al poblado indio para que se culpase del robo a los yumatanes. Y el señor Gross fue quien robó el brazalete de Holly.
—¡También nosotros tenemos buenas noticias! —anunció Pam—. ¡Todas las cosas robadas están aquí!
Mientras el padre prorrumpía en una exclamación de asombro, desde lo alto de la pared rocosa, otra vez gritó:
—¡Estoy preparado para ayudarle, señor!
—Está bien, Águila Veloz. Será mejor que baje.
Al llegar al final de la escalera, el indio fue informado del gran hallazgo y felicitó por ello a los niños. Luego Holly tomó a Águila Veloz por una mano y le dijo, emocionada:
—¡Hemos encontrado un mapa de vuestra mina de turquesas!
El gobernador de los yumatanes quedó tan asombrado que no pudo ni hablar, pero el señor Hollister se apresuró a preguntar:
—¿De verdad lo habéis encontrado? ¿Dónde?
Holly se lo explicó todo, mientras Pete le enseñaba la carta y el mapa.
—¡Es asombroso! —exclamó Águila Veloz.
Pete contó cómo Holly había distinguido un picacho en la distancia y cómo todos suponían que podía tratarse de Punta del Pilar. Después de mirar al lugar indicado por los niños, el indio dijo:
—Mañana iremos allí. Creo que habéis resuelto el misterio de la mina. Ahora os ayudaré a transportar las mercancías robadas al autocar.
¡Qué trabajoso resultó aquello! Hubo que subir muchas veces la escalera, todos cargados con diferentes objetos. Pero al fin todo quedó trasladado y el autocar estuvo tan lleno que casi no había sitio para los pasajeros.
—Me parece que algunos Hollister tendrán que ir en mi camión —dijo Águila Veloz, riendo.
Los niños subieron al vehículo del indio y tanto éste como el señor Hollister fueron directamente a la Central de Policía del Estado. Todos quedaron sorprendidos, al ver que Juan Ciervo estaba allí, hablando con el oficial Martínez.
—Todas sus mercancías robadas han sido recobradas —informó el señor Hollister al anciano indio—. Están en nuestro autocar.
Los ojos de Juan Ciervo se humedecieron cuando salió a la calle y en el vehículo de los Hollister vio los artículos desaparecidos de «El Chaparral».
—Sigo interesado en comprarlo todo —dijo el señor Hollister.
—Muchas gracias —repuso Juan Ciervo—. A mí gustar regalar todo a Hollister, pero Juan Ciervo tener poco dinero.
Cuando el viejecito y el señor Hollister quedaron de acuerdo sobre la compra y traslado de las mercancías, Pete contó todo lo relativo a la carta, el mapa y el viaje que tenían planeado.
—Juan Ciervo esperar que todo ser cierto —les deseó el viejo, muy sonriente.
Al siguiente día, los niños se levantaron temprano para preparar la excursión. Después del desayuno llegaron Águila Veloz y el oficial Martínez. El policía dijo que Rattler había confesado que robó aquella nota a un vaquero moribundo, quien se había enterado de la historia de la mina enterrada por un viejo indio. Rattler había cometido el error de contarle aquello a Gross, en lugar de decírselo a Águila Veloz.
Todos subieron al autocar y el señor Hollister dijo:
—Águila Veloz, ¿quiere usted hacer las veces de piloto para guiarnos hasta Punta del Pilar?
El señor Hollister condujo un trecho por la carretera principal hasta que el gobernador indio le indicó que girasen a la izquierda para tomar un camino lateral. El autocar avanzó, traqueteante, a través de pequeños arroyos y arenosos montículos.
Después de haber recorrido varias millas, Águila Veloz indicó que se detuvieran. Allí los buscadores del tesoro hubieron de avanzar arrastrándose unas veces, trepando otras, entre los cedros y las matas de artemisa. Cuando se aproximaban al extremo de una cañada, Pam exclamó:
—¡Ahí está, papá! ¡Ya veo Punta del Pilar!
El montículo se elevaba majestuoso, ante ellos.
—Estaba escondido. Los yumatanes nunca hemos venido en esta dirección —explicó Águila Veloz—. Por eso este picacho nos era desconocido.
Cuando llegaron al pie del montículo Pete consultó el mapa secreto, y guió a los demás en la dirección que indicaba la flecha.
—El desprendimiento de tierras cubrió bien esta zona —comentó el oficial Martínez—. Si hubiera transcurrido más tiempo sin hacerse el descubrimiento, me temo que la naturaleza habría conservado para siempre su secreto.
Media milla más allá, en un desfiladero, Ricky y su hermano exclamaron a un tiempo:
—¡Una cueva!
A la izquierda, medio oculta por pinos y juníperos, había una pequeña abertura en la ladera de la montaña. El policía iluminó la entrada con una linterna e informó que la cueva estaba vacía.
Mirando el mapa, Pete trazó una línea totalmente opuesta a la cueva y empezó a andar. A los pocos momentos gritaba a los demás:
—¡Aquí está la otra cueva!
Todos se acercaron, corriendo. La abertura no era más grande que un tambor indio.
—¡Todas las pistas están resultando buenas! —dijo Pam, muy emocionada—. ¡Ahora encontraremos la mina!
De nuevo consultó Pete el mapa y condujo al grupo al pie de un risco, donde se encontraban grandes peñascos.
—Según el mapa, la mina estará aquí. Ayúdenme a empujar estos pedruscos —pidió Pete.
Hombres y chicos empujaron los grandes peñascos con todas sus fuerzas. Por fin, los peñascos empezaron a ceder y rodaron ligeramente, dejando al descubierto una pequeña abertura.
El policía intentó mirar al interior, con su linterna, pero no pudo ver nada.
—Ricky, por este agujero sólo puedes pasar tú, y muy apretado —dijo el señor Hollister—. ¿Quieres intentarlo?
—¡Claro que sí!
Empuñando la linterna, el pequeño empezó a arrastrarse por el agujero hasta que sus pies desaparecieron en el interior.
—¡Oíd! —llamó a los pocos momentos—. ¡Aquí hay un espacio muy grande y unas herramientas! —Sacó por el orificio una tosca hacha de piedra para que la vieran los demás y añadió—: Y en las paredes hay hileras de cosas azules.
—¡Has encontrado la mina de turquesas! —exclamó Águila Veloz, entusiasmado—. ¡Ahora ya no seremos pobres!
Trabajando afanosamente con el hacha, piedras y las mismas manos, los buscadores del tesoro indio agrandaron el agujero lo suficiente para poder entrar todos y contemplar las vetas de turquesas. Luego, entre comentarios constantes de Águila Veloz y de los niños, volvieron a la cañada y tomaron el autocar hacia Agua Verde.
—No sé qué decir a estos felices Hollister —dijo, sonriente, Águila Veloz, cuando se aproximaban al hotel—, excepto que desearía que fuerais yumatanes.
—A mí también me gustaría —afirmó Holly—. Así podríamos ser primos de Pluma Roja y Pluma Azul.
Aquella misma tarde los indios, empuñando picos y hachas modernos, empezaron a trabajar en la mina. Se informó a los Hollister de que Indy Roades y Caballo de Guerra recibirían una participación de los beneficios por haber ayudado a resolver el misterio.
—¡Qué bien! —exclamó Sue, palmoteando—. Todo el mundo está feliz.
A la mañana siguiente todos los indios de Agua Verde sonreían afablemente a los Hollister, al verles pasar.
—Diría que están planeando algo —dijo el señor Hollister a su esposa—. Lo veo en sus caras.
Al mediodía, una comisión de indios, dirigida por Juan Ciervo acudió a ver a los Hollister al hotel.
—Yumatanes invitar a cenar en poblado esta noche —dijo el viejecito.
—Muchas gracias —repuso la señora Hollister—. Aceptamos encantados.
Al atardecer, las calles de Agua Verde quedaron desiertas. Todos los indios y algunos de los habitantes blancos habían marchado al poblado indio. Cuando los Hollister llegaron allí reinaba una enorme actividad. Los niños y sus padres se encaminaron a la casa de Águila Veloz. Sonriente, el gobernador les entregó, como presente, una blanca manta de ceremonia y plumas para la cabeza.
—Les ruego que nos hagan el honor de ponérselo ahora —pidió amablemente.
Al principio los Hollister se sintieron algo aturdidos, pero luego se adornaron con los curiosos regalos. Cuando empezaron a retumbar los tambores, los visitantes fueron conducidos al centro de la plaza, donde ardía una gran hoguera e iba a celebrarse un banquete. Sobre la hoguera y suspendido de sólidas ramas, se asaba un cordero.
Después que todos saborearon abundantes raciones de cordero y de otros sabrosos guisos, hubo bailes y cantos para agasajar a los Hollister. Finalmente, Águila Veloz, que vestía pantalones de color rosa y una camisa de terciopelo púrpura, se puso en pie solemnemente. Un precioso collar pendía de su cuello y su cintura iba ceñida con adornos de conchas marinas. Mirando directamente a los Hollister, declaró:
—Mi pueblo se ha reunido aquí esta noche para llevar a cabo una ceremonia muy poco usual. Po-da, ¿quieres adelantarte? También vosotros, Pluma Roja y Pluma Azul.
El lugarteniente del gobernador avanzó con aire digno hasta Águila Veloz con un cuenco de madera en las manos. Los niños indios fueron tras él.
—Ya estamos preparados para nombrar a nuestros visitantes blancos, miembros del pueblo yumatán —anunció solemnemente Águila Veloz—. Hollister, ¿queréis uniros a nosotros?
Asombrados, pero llenos de orgullo, los visitantes de Shoreham avanzaron lentamente hasta donde estaba el gobernador. Águila Veloz levantó una mano y todos los reunidos entonaron un apagado cántico.
Po-da se situó delante del gobernador, extendiendo el cuenco hasta él. Los Hollister pudieron ver que el recipiente contenía granos de maíz blanco y brillante. Águila Veloz cogió un puñado entre sus dedos y se lo llevó a la boca.
Po-da ofreció maíz a Pluma Roja y Pluma Azul que hicieron lo mismo que su abuelo. Po-da probó el maíz después y luego fue pasando el cuenco a cada uno de los Hollister. También ellos comieron unos granos del cereal.
—¡Y ahora nombro a los felices Hollister miembros de la tribu yumatán! —declaró gravemente Águila Veloz—. Pueden considerar esta tribu como su propio hogar mientras yo viva. Y espero que vengan aquí con frecuencia.
Retumbaron los tambores y siguió el cántico.
—«Hiyo, hiyo, hiyo witsn nayo» —repetían los indios una y otra vez.
Los nuevos miembros «anglos» de la tribu estaban tan impresionados que no pudieron decir casi nada. Pero estrecharon la mano de Águila Veloz y de Po-da y dieron a todos las gracias. Luego Pam, Holly y Sue besaron a Pluma Azul y Pete palmeó los hombros de Pluma Roja.
—¡Ahora sí somos primos de verdad! —dijo Holly, muy contenta.
—Vamos, que bailaremos la danza de la amistad —propuso Pluma, Roja, llevándose a los Hollister a donde un muchacho indio estaba sentado en el suelo, tocando un tambor—. Podéis quitaros las manías, si queréis.
—Los nuevos yumatanes danzarán solos, en círculo, durante unos minutos —hizo saber Pluma Azul, después que los niños Hollister dejaron las preciosas mantas blancas en manos de sus padres—. Luego, los indios se unirán a vosotros.
Pam empezó inmediatamente el baile y Pete se colocó tras ella. A continuación Sue, y por último Ricky y Holly.
Mientras los Hollister bailaban en círculo, «Blanca» revoloteó sobre ellos y fue a posarse en la muñeca izquierda de Holly. Esto fue como la señal de la amistad para que todos los niños indios se uniesen a la danza. Se colocaron en fila con los Hollister y los mayores entonaron una alegre canción.
—Encontrar un tesoro indio es lo más divertidísimo del mundo —declaró Holly, entre risillas, mientras ella, sus hermanos y sus primos indios, daban vueltas y vueltas rítmicamente.