Después de la desaparición de Pam, los Hollister quedaron inmóviles y atónitos durante un par de segundos. Luego todos se acercaron al lugar en donde vieron a la niña por última vez. Entre las rocas se veía una amplia grieta, que seguía la misma dirección que el precipicio.
Al mirar hacia abajo Pete quedó muy tranquilizado, viendo que su hermana había caído a muy corta distancia. Los hombros de Pam se apoyaban en una de las paredes y los pies en la otra.
—Pam —llamó el chico—, ¿estás bien?
—Creo que sí… —contestó Pam, sin aliento—. Sólo tengo despellejadas las rodillas y los codos. Pero ¿cómo voy a salir de aquí?
Entretanto, los demás habían corrido a buscar a sus padres que llegaron a la resquebrajadura de la roca con toda rapidez.
—¡Si tuviéramos una cuerda para echártela y que te agarrases a ella! —exclamó la señora Hollister, muy apurada.
—Estoy viendo algo —anunció de pronto Pam, muy nerviosa.
Un poco más abajo acababa de descubrir una abertura en la pared rocosa. Con mucho cuidado Pam empezó a deslizarse como una oruga, apoyando los pies y manos en la roca, y no tardó en llegar ante una cueva. Entró muy decidida y un instante después llamaba:
—¡Papá! ¡Mamá! Por el otro lado de esta cueva se sale al valle. ¡Es una vieja vivienda india!
—¡Buen descubrimiento! —exclamó el señor Hollister, sorprendido—. Pam, tendrás que esperar ahí abajo, hasta que encuentre ayuda.
Ricky, que hasta entonces había estado contemplando con los ojos muy redondos la grieta por donde había caído Pam, gritó con asombro:
—¡Canastos! ¡Esto sí que es un rescate de alpinistas, como en las películas! Vamos, muchachos, hay que buscar una cuerda.
Al oír aquello, Pam levantó la cabeza hacia la grieta, para decir:
—No os preocupéis por mí. No me pasará nada. Papá, antes de ir a buscar una cuerda, déjame que mire todo esto. Veo una planicie y otras cuevas. A lo mejor encuentro una salida.
—De acuerdo. Pero ten mucha precaución —le advirtió su padre.
—¡Cuidado con las serpientes! —aconsejó Ricky.
—Y con los osos —añadió Sue.
Pam empezó a inspeccionar el oscuro interior de aquella cueva. Con mucho cuidado cruzó un hueco que daba paso a la cueva inmediata. También estaba vacía y no se veía ninguna abertura ni peldaños por los que trepar hasta la parte alta.
—¡Dios mío! —murmuró Pam, desilusionada.
Pero siguió entrando y saliendo de cada una de las cavidades rocosas. Pudo darse cuenta de que algunos de aquellos huecos habían servido de habitación a los indios en las profundidades de la montaña. La niña tuvo el cuidado de fijarse bien en el camino que seguía para saber regresar. Una vez se detuvo a contemplar la alta torre que se levantaba en la planicie, elevándose por encima del precipicio.
«¡Qué hermoso es todo!» —se dijo Pam, contemplando los terraplenes rocosos y el valle del fondo.
En algunos de los terraplenes había cavidades circulares sin techumbre, que Pam calculó debían de ser las ruinas de algún kiva. La niña se sentía tan interesada por todo aquello que casi llegó a olvidar que lo que debía hacer era buscar una salida.
«¿Qué harían en estas habitaciones los antiguos indios?» —se preguntó la niña.
Al ver una piedra rectangular con largas y desgastadas estrías, Pam adivinó que se trataba de una vieja muela para moler el maíz. Pero súbitamente recordó que los demás la estaban esperando, inquietos por ella, y echó a correr a través de las cuevas.
«¡Cuánta gente ha debido de vivir aquí!» —reflexionaba Pam.
De pronto se detuvo en seco. Se encontraba en un gran kiva y en el suelo había una escalera de mano.
—¡Ahora ya podré salir! —anunció, entusiasmada.
Tras apoyar la escalera en la pared rocosa, la niña empezó a subir. Hasta que no estuvo a medio camino no se le ocurrió un pensamiento que la dejó atónita.
«Esta escalera es nueva. ¿Cómo habrá llegado aquí?».
El corazón de Pam empezó a latir con fuerza. A lo mejor aquél era el refugio de Rattler.
Cuando llegó al final de la escalera, Pam saltó al suelo y corrió a abrazar a su madre.
—¡Menos mal que estás a salvo! ¡Gracias a Dios! —exclamó la señora Hollister.
—¡Papá! ¡Mamá! —dijo Pam, muy nerviosa—. La escalera la he encontrado en un viejo kiva y… ¡Es una escalera nueva! ¡Puede que pertenezca a Rattler y que ésta sea su casa secreta!
—Entonces, puede que haya escondido las pulseras aquí —dijo Holly.
—Realmente, creo que debemos explorar este lugar —declaró el señor Hollister—. Sería el sitio ideal para ocultar los objetos robados.
—¡Canastos! ¡A lo mejor resolvemos el misterio de «El Chaparral» y encontramos las cosas de Juan Ciervo!
—No te hagas demasiadas ilusiones —aconsejó la madre al pecosillo.
Uno a uno, los Hollister fueron descendiendo por la escalerilla. Al llegar abajo toda la familia estuvo contemplando las sombrías ruinas.
—¡Huuy! ¡Qué misterioso! —dijo Sue, cogiéndose con fuerza a la mano de su madre.
No se oía otro sonido que el eco hueco de sus propias voces. Pam susurró:
—Si Rattler está aquí, debe de haberse escondido muy bien.
—Empecemos a buscar —apremió Pete.
—Pero manteneos juntos —indicó el padre.
Después de mirar en todas las cavidades, sin encontrar nada, Pete propuso que subieran a los siguientes repechos para inspeccionar las cuevas que allí hubiera. El señor Hollister consintió, pero decidiendo que sólo él y Pete harían la exploración. Los dos fueron subiendo a los distintos repechos e inspeccionando todos los kivas. No encontraron otra cosa que algunos restos de recipientes de loza, y ni el menor indicio de la existencia de persona alguna.
—Creo que nos hemos equivocado. No parece que estén aquí las mercancías robadas.
Padre e hijo regresaron al punto de partida e informaron a los demás de su fracaso. La escalerilla volvió a ser colocada donde la utilizaran para entrar y la señora Hollister había empezado a subir cuando Pam anunció:
—He encontrado otra habitación aquí debajo.
En una esquina, cerca de donde se encontraba ahora, Pam descubrió una pequeña abertura. Mientras se abría paso por allí, con muchas precauciones, la niña lanzó una exclamación:
—¡Hay muchas cosas guardadas aquí!
En aquel mismo momento todos los demás se pusieron de rodillas y arrastrándose, entraron en el angosto cuartito. Estaba tan oscuro que no se veía casi nada.
—Encenderé una cerilla —dijo el señor Hollister, sacando una caja del bolsillo.
Cuando brilló la débil llama todos lanzaron una exclamación de sorpresa. El lugar estaba lleno de piezas de orfebrería, adornadas con turquesas, alfarería, mocasines, esteras y ropas indias.
—¡Son mercancías de «El Chaparral»! —dijo Pete—. Aquí se ve un membrete. Dice «El Chaparral».
Cuando su padre encendió otra cerilla, los niños se apresuraron a revisar diversos artículos. Entre los objetos robados había un juego de palmatorias y una caja con velas. El señor Hollister colocó una vela en cada palmatoria y las encendió. En seguida, Pam y Holly se echaron al suelo para examinar varios brazaletes.
—¡Les han quitado las piedras! —anunció Holly, entristecida—. Pero… ¡Aquí están las turquesas!
La pequeña acababa de tomar un estuche donde se veían varias relucientes gemas de un azul verdoso.
—Fijaos, todos estos brazaletes tienen el diseño de una hoja. Ahora estoy segura de que tienen algún significado, porque Pluma Azul me explicó que casi todas las piezas indias de adorno tienen el diseño de una nube o una gota de lluvia —dijo Pam.
Un momento después Holly daba un grito de asombro.
—¡Pam, aquí están las pulseras que Juan Ciervo nos dio a ti y a mí! —Ante ellos se encontraban las dos piezas de orfebrería con la cabeza de coyote y las flechas cruzadas.
—Esto prueba que Rattler es el ladrón —dijo Pete.
—Tienes razón, hijo —asintió el padre—. Y todas estas cosas son las que yo iba a comprar a Juan Ciervo para el Centro Comercial.
—Vamos a llevarlas todas al autocar —propuso el inquieto Ricky—. Son casi nuestras.
Un ruido que se produjo en la parte exterior de la pequeña estancia hizo que todos guardasen silencio.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Pete, yendo a mirar por la angosta salida.
Al momento vio que un hombre corría hacia la escalera de mano.
—¡Deténgase! —gritó el muchachito, saliendo en dirección del que huía.
El señor Hollister y Ricky siguieron a Pete. Cuando el hombre llegó a la escalerilla la claridad fue suficiente para que todos pudieran reconocerle. ¡Era Dredmon Gross!
Pero el señor Gross no tenía intención de dejarse atrapar por los Hollister. Con la agilidad de una araña trepó por las escaleras.
—¡No hay que dejarle escapar! —gritó el señor Hollister.
No había podido llegar a la escalera, cuando el señor Gross empezó a tirar de ella. Pete, que era el que más cerca se encontraba, dio un salto y sus dedos alcanzaron el último peldaño. Pero no pudo competir con la fuerza del hombre que tiraba desde arriba. Un momento después la escalera desaparecía por la parte superior del paredón rocoso.
—¡Nos quedamos sin escalera! —gritó Ricky.
Y Pete añadió:
—¡Hemos quedado aquí encerrados!