UN SIMPÁTICO CONSTRUCTOR DE TAMBORES

Los dos jinetes indios se perdieron tras una loma rocosa y los yumatanes quedaron silenciosos. Cuando dejó de oírse por completo el trotar de los caballos, Poda bajó del tejado y se dirigió al señor Hollister para decirle con una apagada sonrisa:

—Muchas gracias por haber venido a avisarnos. Llama Corredora y Viento Cortante son los mejores jinetes dé la tribu. Hablarán muy pronto con la policía y Águila Veloz volverá con nosotros.

Luego Po-da dijo a su pueblo que podía reanudar su trabajo y la reunión se disolvió.

—Esos caballos eran estupendos —comentó Pete, hablando con Pluma Roja—. ¿Tú sabes montar tan bien como esos dos hombres?

El muchachito indio repuso que todos los niños yumatanes aprendían a cabalgar en cuanto tenían edad suficiente para sostenerse sobre una jaca.

—Las jacas que pertenecen a los niños las tenemos en un corral aparte, en un extremo del poblado —añadió Pluma Azul—. ¿Os gustaría verlas?

—¿Podré montar en una? —preguntó en seguida Ricky.

—Si sabes hacerlo…

—Sé montar en caballos pequeñitos.

Se decidió que Pete, Pam y Holly, además de Ricky, se turnarían montando los caballos de sus amigos indios.

«¡Qué corral tan raro!», pensó Pete, viendo que en lugar de la cerca corriente, el espacio estaba rodeado por troncos de cedro.

—También tenemos aquí a las ovejas —explicó Pluma Roja, abriendo una portezuela baja.

Mientras la niña india cerraba, después que todos hubieron entrado, los Hollister vieron que en el corral había varias ovejas y unos cuantos caballitos pintos. Dos de los caballitos se acercaron inmediatamente a los hermanos indios.

—A éstos les llamamos «Sol» y «Luna» —explicó Pluma Azul, acariciando a los animales—. «Sol» tiene las manchas marrones y «Luna» las tiene negras.

—¿Podemos montarles sobre el lomo desnudo, como los indios guerreros? —preguntó Pete.

—Probad. Nosotros sí lo hacemos —respondió Pluma Roja.

No sin dificultad, Pete y Pam subieron a lomos de las jacas y dieron unas vueltas por el interior del cercado.

—¡Qué bien se va! —exclamó Pam, riendo—. Aunque se resbala un poco del lomo.

Cuando los dos mayores hubieron dado unos cuantos paseos, les llegó el turno a Ricky y Holly. Pete y Pam ayudaron a montar a los pequeños. Ricky montó en «Sol» y Holly en «Luna».

—¡Soy un indio! —gritó Ricky, lanzando un alarido guerrero.

—No asustes los caballos —le advirtió Pluma Azul.

Pero «Sol» ya se había puesto nervioso y corrió excesivamente, con Ricky aferrado a sus crines.

—¡Para! —gritó el chiquillo, asustado.

En lugar de obedecerle, «Sol» aumentó la velocidad de su carrera. Entonces Pluma Roja gritó una orden en lengua tewa. «Sol» se detuvo en seco y el pobre Ricky se vio lanzado por los aires, por encima de la testuz de la jaca.

Pam dio un grito al ver que su hermano caía en un pinar cercano. Pero el pequeño se puso en pie inmediatamente, sin haber sufrido el menor daño y los otros se echaron a reír.

—Más vale que volvamos ya —decidió Pam.

Los Hollister encontraron a sus padres y a Sue junto a uno de los hornos ovalados, comiendo pan de trigo, recién cocido, y conejo estofado, servido en cuencos de madera de álamo.

—Está «dilicioso» —notificó Sue con la boca llena.

—Vosotros comer también —invitó la fornida india que cuidaba del horno, sonriendo a los niños recién llegados.

A Pam le pareció muy atractiva aquella mujer, con su falda gris, sarape color púrpura y botas blancas.

—Muchas gracias —respondieron todos, aceptando los cuencos llenos de comida que ella les ofrecía.

Estaban los Hollister acabando de comer cuando oyeron un alboroto en la entrada del poblado. Llegaba Águila Veloz en su camión, seguido de Viento Cortante y Llama Corredora.

El gobernador llevó el camión hasta donde se encontraban los Hollister y saltó a tierra. ¡Con cuánto cariño le abrazaron Pluma Roja y Pluma Azul!

Cuando todos los indios le rodearon, aplaudiendo alegremente, Águila Veloz les dijo que ya no se culpaba del robo a los yumatanes y dio las gracias a los Hollister por su ayuda. Unos minutos después su pueblo volvía a atender sus diferentes obligaciones.

Incluso «Blanca» debió de comprender que todos volvían a sentirse felices, porque, revoloteando, fue a posarse en el hombro de Pam y le acarició con el piquito. Los indios rieron alegremente.

—A «Blanca» le gustan los niños «anglos» —dijo una voz cercana.

Los Hollister volvieron la cabeza y vieron a un indio de cara muy redonda, sentado sobre una manta a la puerta de su casa. Entre las piernas sostenía un tambor a medio acabar. A su alrededor había tambores de todas las medidas.

—Es Jemez, el constructor de tambores —explicó Pluma Roja, acompañando a los visitantes para presentarles al indio—. Es el hombre más alegre de nuestro poblado. Siempre está bromeando.

—¿Podemos mirar todas estas cosas? —preguntó Pete amablemente.

Jemez dijo que sí y que, si lo deseaban, podían también tocar con alguno de los tambores.

—¿Estos tambores son los mismos que nos trae Papá Noel por Navidad? —preguntó Ricky, inspeccionando atentamente uno de color azul y blanco.

Jemez dijo que no con la cabeza.

—Éstos ser tambores de ceremonias. Fuerte madera de álamo y buen cuero. No romperse.

—Entonces ¿podemos saltar sobre ellos? —preguntó Holly, queriendo gastar una broma.

Jemez miró a la niña, sonriendo, mientras Pluma Azul se llevaba una mano a la boca para contener la risa.

—Tú poder saltar en aquél —dijo el hombre, señalando un tambor gigantesco, casi tan alto como Holly.

Entre Pete y Pam ayudaron a Holly a subir. Al encontrarse sobre el espléndido tambor, Holly estalló en grititos de entusiasmo, al tiempo que daba saltos.

—¡Mirad! ¡Mirad qué alta estoy!

De repente Holly dio un grito ahogado.

¡Cragg! La niña descendió bruscamente al interior del tambor.

Aunque los Hollister no se habían dado cuenta un poco antes se habían reunido varios niños a contemplar a Holly y todos contenían la risa.

—Es una de las bromas de Jemez —dijo Pluma Azul a Holly a quien ya se le había pasado el susto—. A muchos niños «anglos» les gusta subir a estos tambores. Por eso, Jemez tiene siempre uno con la superficie de cartón para que los niños se vayan al fondo.

El señor y la señora Hollister y Pluma Roja llegaron junto a los risueños espectadores, a tiempo de ver a Holly emergiendo del tambor. Inmediatamente después Jemez se puso a la tarea de colocar un cartón nuevo sobre el tambor, para tenerlo preparado por si llegaba otro visitante.

—Creo que debemos marcharnos ya —dijo la señora Hollister.

Pero todos sus hijos le suplicaron que les dejase estar un ratito más en el poblado.

—Déjanos, mamá —rogó Ricky—. ¡Lo estamos pasando tan bien!

Notando que la madre no estaba muy decidida a darles el permiso, la picaruela de Sue recurrió a un buen truco.

—¡Que todo el mundo que quiera a mamá levante una mano! —gritó.

Además de los niños, los demás que se encontraban lo bastante cerca como para oír a Sue, se echaron a reír y levantaron inmediatamente la mano derecha. La señora Hollister se sonrojó, de alegría y aturdimiento.

—Eres un diablejo —dijo, besando a su hijita menor—. Está bien… Podéis quedaros un ratito más.

—¿Os parece bien que practiquemos con el arco y las flechas? —propuso Pluma Roja.

—Me gusta la idea —contestó Pete.

—Y a mí —añadió Ricky.

—A mí, no —dijo Pam, recordando que las niñas indias nunca llegan a ser arqueros. Pensaba que tal vez no fuese muy cortés volver a coger un arco, mientras estaban en el poblado.

Holly estuvo de acuerdo con Pam; además, la pequeña no quería que los niños indios volviesen a reírse de ella.

—Esperaré hasta que volvamos a casa —dijo a su hermana.

Pluma Roja acompañó a Ricky y Pete a donde varios amigos suyos se habían reunido para practicar con el arco.

—¿Y si esta vez disparamos contra un blanco movible? —sugirió el muchachito indio.

—¿Como el tiro al plato? —preguntó Pete—. Mi padre y yo lo practicamos, a veces.

Cuando Pluma Roja le dijo que los indios ni conocían tal cosa, ni sabían lo que quería decir, Pete se lo explicó.

—Nosotros también practicamos eso, pero no con armas de fuego, sino con el arco y la flecha, y como blanco utilizamos bolas cubiertas de plumas.

Los niños indios se turnaron en la tarea de demostrar a los dos Hollister cómo había que apuntar para alcanzar la bola emplumada. Esto no era tan fácil como disparar sobre un blanco fijo, pero los indios tenían muy buena puntería.

Cuando le llegó el turno a Ricky, falló en los seis primeros tiros, pero alcanzó la bola la séptima vez.

—Ahora vamos a ver qué tal lo haces tú —dijo Pluma Roja entregando a Pete un arco y una flecha.

Pluma Roja arrojó la bola al espacio y la flecha de Pete la atravesó.

—¡Blanco! —gritó Ricky.

—Chico «anglo» ser buen tirador —dijeron los muchachitos yumatanes, admirativos.

—Ha sido casualidad —contestó Pete, deseoso de hacer blanco por segunda vez.

¡Ssssiz! ¡Plaf! La flecha de Pete volvió a hundirse en la bola.

Entonces Pete inició una competición con Pluma Roja y otros dos muchachitos indios. Todos eran muy buenos tiradores, pero la práctica que tenía Pete en el tiro al plato fue un tanto en su favor, que le ayudó a ganar a los demás.

—¡Pete es un campeón! —gritó, entusiástico, Ricky, corriendo a contárselo todo a su familia y a Pluma Azul.

—¡Felicidades! —dijo el señor Hollister a su hijo mayor.

Y añadió que ya era hora de dejar el poblado. Pluma Roja y Pluma Azul salieron a despedir a los Hollister al autocar.

—¿Verdad que nos hemos divertido? —preguntó, entusiasmada, Sue.

—Ya lo creo —contestó Pete. Y acercándose a su padre, pidió—: Papá, ¿por qué no volvemos a pasar por el camino de antes? Me gustaría ver si el señor Gross ha vuelto allí. Si vuelve a estar allí, quisiera averiguar qué está haciendo.

—Sí, sí —insistió Pam—. A lo mejor Rattler está escondido por allí.

—Está bien, detectives —sonrió el padre.

Cuando llegaron a la bifurcación, llevó el autocar por el desigual camino en donde Ricky había sido mordido por la serpiente. Esta vez el camión del señor Gross no estaba allí.

—¿Por qué no miramos, de todos modos? —propuso Pete—. A lo mejor encontramos alguna pista.

—¿De la mina de turquesas? —preguntó Ricky, mientras todos bajaban del autocar.

—Iremos en la dirección de donde venía el señor Gross —decidió Pam, corriendo entre las rocas y los matorrales.

Los demás la siguieron. Cuando llevaban un rato andando, se dieron cuenta de que el terreno empezaba a ascender. El camino, lleno de pedruscos y altas hierbas les impedía avanzar con rapidez.

De pronto, Pam que iba delante de todos, vio algo que la dejó sin aliento.

—¡Venid todos, de prisa! —llamó.

Cuando Pete, Holly y Ricky llegaron junto a ella, Pam señaló un profundo cañón que se abría a sus pies.

—No os acerquéis demasiado —advirtió—. Es un paredón cortado a pico.

—¿Qué será esa torre de piedra que hay allí? —preguntó Ricky, señalando a la izquierda—. Vamos a ver.

Los cuatro echaron a andar. Delante iba Pam. ¡Apenas había dado cuatro pasos cuando Pam dio un grito y desapareció!