MENSAJEROS A GALOPE

—¿Y la policía se cree que esos indios tan buenísimos han robado la estera? —preguntó incrédula, Holly al gobernador.

Águila Veloz tenía un aspecto muy serio.

—Sí —repuso—. Y como yo soy el jefe de mi tribu debo responder de la acusación que se nos imputa.

—¡No pueden hacer eso! —exclamó Holly, tirando de la mano de Águila Veloz. Y luego volvió sus ojitos suplicantes al oficial Martínez, murmurando—: No se lo llevará usted, ¿verdad, señor policía?

El oficial repuso que él lo lamentaba tanto como los Hollister, pero que se veía obligado a retener a Águila Veloz en la comisaría hasta que se supiera con seguridad qué persona de su poblado había robado la estera y los otros artículos de «El Chaparral». Al ver salir a los dos hombres, Holly y Sue se echaron a llorar.

—No hay que llorar —dijo Pam, abrazándolas—. ¡Tiene que haber alguna equivocación y nosotros vamos a averiguar qué ha sido!

—Tienes razón —concordó Pete.

Los niños subieron rápidamente para contar a sus padres todo lo ocurrido.

—¡Cuánto lo lamento! —dijo, con un suspiro, la madre.

—Elaine, tenemos que hacer algo por Águila Veloz —decidió el señor Hollister—. Iremos al poblado y veremos de qué modo se le puede ayudar.

Al oír esto, Holly se secó las lágrimas. Mientras viajaban en el autocar, Pete dijo que le gustaría saber si la estera era la misma desaparecida de la tienda de Juan Ciervo.

—¿Tú crees que puede ser otra que se parezca a la de «El Chaparral»? —preguntó Ricky.

—Sí.

—Pero puede ser la misma, dejada allí por alguien que quiera que los indios parezcan los ladrones —opinó Pam.

—¿Cómo puede haber una persona tan malísima? —preguntó Holly, indignada.

Hacía unos veinte minutos que iban de camino cuando el señor Hollister dijo:

—Esta carretera no me resulta familiar. Creo que me he equivocado de dirección.

—Me parece que tomaste la bifurcación equivocada hace cosa de media milla —repuso la señora Hollister—. El camino que va al poblado no es tan abrupto.

Estaba su marido a punto de hacer girar el autocar, cuando se fijó en un camión detenido detrás de un bosquecillo de cedros y pinos.

—Me resulta familiar —dijo—. ¿El camión del señor Gross no es también cubierto?

—Sí. ¿Por qué no te acercas un poquito más? —pidió Pete—. ¡A lo mejor está Rattler con él!

El señor Hollister hizo lo que pedía Pete. El camión, era sin duda, el mismo que vieron conducir al señor Gross, pero ahora el asiento del conductor estaba vacío.

—Puede que se haya quedado sin gasolina y haya tenido que regresar a pie a la ciudad —reflexionó Pete.

—A lo mejor está detrás —dijo Ricky, saltando al suelo muy decidido, y trepando al camión para curiosear entre las lonas.

—No, no están ni el señor Gross, ni el señor Rattler —informó Ricky—. Pero veo una caja que se parece a la que recibió «Indy». ¡Puede que sea de «El Chaparral»!

Al oír aquello todos salieron del autocar. Pete también subió al camión y desde la cabina del conductor miró al interior.

—¿Qué hay ahí? —preguntó a su hermano.

En el suelo había una gran caja que contenía objetos de joyería y bisutería. Cuando se inclinaba a mirar, Ricky dio un grito.

—¡Ay! ¡Ay! —chilló, retrocediendo a toda prisa.

—¿Qué pasa? —preguntó Pete, saltando al interior, para correr junto a su hermano. Y un momento después gritaba—: ¡Una serpiente!

Los dos hermanos bajaron inmediatamente del camión. Ricky sacudía sin cesar una mano dolorida. Los padres preguntaron qué ocurría y el pequeño, manteniendo en alto un dedito, declaró:

—Una serpiente me ha mordido aquí.

—¡Dios mío! —se lamentó la señora Hollister—. John, ve a ver si esa serpiente es venenosa.

El señor Hollister corrió al camión y levantó la lona para mirar al interior. Enroscada en el suelo vio una gruesa culebra.

—Gracias a Dios este reptil es inofensivo —informó el padre.

Todos quedaron muy tranquilizados al saber que Ricky no se había envenenado. De todos modos, al pequeño le dolía tanto el dedo que la señora Hollister sacó el botiquín del autocar y aplicó un poco de ungüento en la parte de la mordedura.

—¿Creéis que el señor Gross lleva ese animal en el camión a propósito? —preguntó Pam.

—¿Para asustar a la gente que se meta dentro? —preguntó Holly.

—Sí.

—Puede haberse arrastrado hasta aquí por su cuenta —les dijo el padre—. De todos modos, pronto lo averiguaremos. Ahí llega el señor Gross.

—Me pareció oír voces. ¿Quién?… —de repente el hombre reconoció a los Hollister y preguntó con voz estruendosa—: ¿Qué han estado haciendo en mi camión?

—Le estábamos buscando a usted —repuso el señor Hollister—. Por cierto que a Ricky le ha mordido un reptil en su camión.

—Le está bien empleado. ¡No tenía por qué meterse a olfatear lo que no le importa! —declaró el malhumorado señor Gross—. No debió abrir la caja.

—Pero si no la he abierto —protestó Ricky.

—Has tenido que abrirla. De lo contrario el reptil no te habría mordido.

—Le aseguro que mi hijo dice la verdad —intervino el señor Hollister, mirando muy serio al otro—. Y ya que estamos aquí, quisiéramos hacerle algunas preguntas. Aunque usted asegura que no conoce a ese hombre llamado Rattler, nosotros creemos que sabe usted mucho de él.

—Pues no sé nada —declaró el señor Gross, subiendo al camión.

—¿Qué hacía usted por aquí? —le preguntó Pete.

Aquello pareció tomar por sorpresa al hombre que tartamudeó:

—Pues… yo… he venido a buscar plantas alpestres.

Inmediatamente puso en marcha el motor y desapareció entre una nube de polvo.

—Este hombre es la persona más mal educada que he conocido —afirmó la señora Hollister.

Volvieron al autocar y el señor Hollister hizo dar media vuelta al vehículo. Encontró el camino del poblado y muy pronto llegaron al hogar de los yumatanes. Salieron a recibirles Pluma Roja y Pluma Azul, que habían visto aproximarse el autocar.

—¿Habéis visto a mi abuelo en la ciudad? —preguntó Pluma Roja.

—Sí. Le han visto —repuso Pluma Azul, al observar las pulseras en las muñecas de las tres niñas—. Mira cómo llevan todas su regalo.

—Los brazaletes son preciosos —declaró Pam, pero no pudo conseguir demostrar alegría, aunque intentaba ocultar la pena que sentía por los yumatanes, acusados del robo de la estera.

—Y mi arco con la flecha es estupendo —añadió Ricky sin su habitual entusiasmo.

Ya los indios parecían haber notado algo porque Pluma Azul ladeó la cabeza y preguntó, muy seria:

—¿Por qué no están felices los Hollister?

En vista de esto y de que Holly estaba a punto de echarse a llorar, el señor Hollister no pudo seguir disimulando y contó a los dos indios lo que había ocurrido. Pero aunque las caritas oscuras de los dos hermanos se pusieron muy tristes, ninguno de los dos lloró.

—Los yumatanes no son ladrones —declaró Pluma Azul indignada y con la barbilla temblorosa.

—Voy a decírselo así al señor Martínez —dijo su hermano, disponiéndose a salir del poblado.

—Espera —pidió el señor Hollister—. Tal vez nosotros podamos encontrar un indicio que convenza a la policía de que vuestro pueblo no es culpable.

Muy triste, Pluma Roja miró al señor Hollister y preguntó:

—¿Y qué podemos hacer?

—¿Quién es el que sigue en mando a Águila Veloz? —quiso saber el señor Hollister.

Al oír esta pregunta, Pluma Azul pareció alegrarse un poco.

—El teniente Po-da —repuso la niña—. Es muy viejo y muy sabio.

—¿Queréis llevarnos a donde esté? —pidió el señor Hollister.

—Sí. Vengan conmigo —dijo el muchachito indio.

Los dos hermanos corrieron delante, seguidos por los Hollister y fueron a detenerse ante una cabaña con la puerta pintada de rojo.

—¡Po-da! —llamó Pluma Roja—. Hay desgracias para los yumatanes. Sal y ayúdanos.

Un momento después, un hombre cubierto de arrugas salía de la cabaña. Llevaba pantalones azules y camisa de un rojo muy brillante. Alrededor de la cintura lucía una faja blanca con rayas azules. Al ver a los Hollister hizo una cortés reverencia y preguntó a Pluma Roja:

—¿Qué desgracia ha caído sobre los yumatanes?

Después de presentar a los Hollister, hablando en inglés, Pluma Roja habló nerviosamente con el anciano en lengua tewa. Todos los niños miraban fijamente a la cara a Po-da para ver cómo recibía el viejecito la mala noticia. Pero el rostro arrugado del indio sabio no varió de expresión. Todo lo que hizo fue entrar en su casa y volver a salir inmediatamente, cargado con un tambor. Subió unas escaleras para colocarse en el techo de su cabaña y empezó a tocar sonoramente el tambor.

Los Hollister casi no podían creer en lo que estaban viendo, pues, como por arte de magia, todos los habitantes del poblado guardaron un silencio absoluto. Los niños dejaron de jugar, las mujeres suspendieron sus tareas y los hombres soltaron las herramientas con que estaban trabajando. Todos se apresuraron a rodear la cabaña de Po-da, haciéndose preguntas en murmullos.

El viejo levantó las manos para pedir silencio. Hablando lentamente y acompañándose de muchos ademanes, explicó a sus gentes, en su lengua nativa, lo que había sucedido. Un unánime grito de ira salió de todas las gargantas. Otra vez Po-da pidió silencio para seguir pronunciando extrañas palabras.

Pete dio un ligero codazo a Pluma Roja para preguntarle en un siseo:

—¿Qué está diciendo?

—Está preguntando si alguien ha visto a alguna persona cargada con una estera.

De repente un hombre de los que formaban el círculo abajo explicó algo a grandes voces y Pluma Roja tradujo para Pete:

—Dice que ha visto a un desconocido merodeando alrededor del poblado con un rollo bajo el brazo.

—¡Ése ha tenido que ser el verdadero ladrón! —dijo Pam.

—¡Me apuesto un pastel relleno a que era Rattler! —razonó Pete—. La policía debería interrogarle.

Antes de que los niños dijeran nada más, el lugarteniente del gobernador envió a Pluma Roja y a su hermana a un recado. Luego se dirigió a los Hollister, hablando en inglés:

—Señor y señora Hollister, los yumatanes no reconocieron a la persona que dejó la estera robada. Puede que fuese disfrazada. Po-da envía ahora un mensaje al oficial Martínez.

—Yo me encargaré de darle ese mensaje —se ofreció el señor Hollister.

—¡No, gracias! —repuso con vehemencia Poda—. Los indios conocemos un atajo para ir a la ciudad.

Acababa el anciano de hablar cuando los Hollister oyeron rumor de cascos de caballos y un momento después los dos hermanos indios situaban dos briosos corceles ante Po-da. Con los ojos entornados para protegerse del sol, el sabio indio contempló a los hombres que llamaba a voces:

—¡Viento Cortante! ¡Llama Corredora!

Dos fuertes guerreros se adelantaron.

—¡Id!

Apenas habían acabado de saltar sobre sus caballos cuando los dos jinetes yumatanes galopaban veloces, a lomos de los animales. Seguidos por los vítores y aplausos de toda la tribu, los dos hombres desaparecieron con la rapidez del rayo por el camino secreto que llevaba al pueblo, donde estaba detenido el gobernador.