—¿Cómo le alcanzaremos? —preguntó Holly, viendo que el hombre subía y subía con toda rapidez.
El muchachito no quería estorbar la ceremonia pidiendo ayuda, y sus padres se hallaban a varios metros de allí. Cuando los dos hermanos llegasen a donde estaba el ladrón, éste seguramente ya habría desaparecido.
—Le seguiré yo solo —dijo Pete.
—¡No, no, Pete! —exclamó Holly, asustada.
Dos indios que estaban cerca, al oír las palabras de la niña, se volvieron a mirar. Pete se aproximó a ellos y les dijo muy nervioso:
—¿Quieren ayudarnos a atrapar a un ladrón?
—¿Dónde está?
Pete señaló la ladera montañosa e inmediatamente los dos indios echaron a correr en unión de los Hollister. Cuando llegaron al pie de la escalera el fugitivo se encontraba muy cerca del primer repecho.
—¡Baje de ahí! —ordenó Pete.
Deteniéndose un momento, el hombre miró hacia abajo. Inmediatamente reanudó la marcha.
—¡Tú hacer lo que chico decirte! —gritaron los indios, muy indignados.
Al oírles, el hombre se detuvo y al fin se decidió a bajar. Cuando llegó abajo, Pete y Holly contuvieron un grito. ¡El hombre no era Rattler, sino el señor Gross!
—¿Otra vez estos estúpidos Hollister? —gritó el hombre—. ¿Qué os pasa? ¿Qué queréis?
—Yo… yo creo que usted me ha quitado el brazalete.
—¿El brazalete? ¿De qué estás hablando? —preguntó a gritos el hombre que se volvió en seguida para decir—: No hagan nunca caso a estos críos.
El hombre dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero Pete se colocó frente a él para decir:
—Le hemos estado buscando para preguntarle si sabía usted en dónde está ese hombre que se llama Rattler.
—¿Rattler? No conozco a nadie con el nombre de Rattler.
—Le vimos a usted hablando con él en nuestro hotel —dijo valientemente Holly—. Luego él se llevó la pulsera de Pam.
El señor Gross dejó escapar una desagradable carcajada.
—Ahora le recuerdo —dijo—. Ese hombre no es más que un mendigo. Me pidió dinero, pero no pienso darle ni un céntimo. No sé nada de él.
El señor Gross se alejó, dejando a Pete, Holly y los dos indios con la boca abierta. Los hombres se encogieron de hombros y regresaron por donde llegaran. A los pocos momentos los niños se reunieron con sus padres y les contaron lo sucedido.
—Es muy extraño —dijo el señor Hollister—. ¿Por qué el ladrón o ladrones tienen tan gran interés en apoderarse, especialmente, de esas pulseras?
—Puede que sea porque han pertenecido a Juan Ciervo —sugirió Pam.
—Tal vez. Pero más me inclino a pensar que esos brazaletes tienen algún significado especial.
—¿Qué quiere decir eso, papá? —preguntó Sue.
—Verás… Hay cosas que tienen un significado o valor especial para algunas personas. A ver, decidme las características de vuestras pulseras.
Pam explicó que la suya tenía una turquesa de color azul verde y que el diseño era distinto a todos los que había visto en las piezas indias de joyería.
—La mía también era así —declaró Holly—. Y teñía un dibujo de flechas cruzadas.
—Las dos tienen un diseño y una turquesa azul verde igual —reflexionó Pete—. Puede que el ladrón tenga motivos para buscar una pulsera con alguno de estos detalles en particular.
—No me importa nada que tenga esos motivos que no entiendo —protestó Holly—. Yo quiero mi pulsera.
—También yo quiero la mía —concordó Pam—. Oye, Pete, ¿tú crees que el brazalete que busca el ladrón puede tener algo que ver con la mina perdida?
—¿Cómo va a tener que ver? —repuso Pete.
Esta vez Pam no contestó.
Antes de marcharse del poblado indio, los Hollister dijeron a Águila Veloz que lo habían pasado muy bien, aunque también le explicaron lo ocurrido con la pulsera de Holly. El gobernador prometió hacer indagaciones entre su gente, aunque, añadió, estaba seguro de que ninguno de los yumatanes se había quedado con la pulsera.
—Seguro que no volveremos a ver nuestras pulseras —comentó Holly, enfurruñada, mientras subían al autocar.
Siguieron hablando y pensando en las pulseras perdidas todo el día siguiente. Cuando acababan de comer, Pete declaró inesperadamente:
—Yo creo que el señor Gross y Rattler están en sociedad.
—¿En dónde están? —preguntó inocentemente Sue.
—Quiero decir que traman algo juntos —repuso el hermano mayor, sonriendo—. ¿No te acuerdas, Pam, de que le oíste decir a Rattler: «Te daré el dinero después, Rattler»? No creo que le hablase así, si de verdad no supiera nada de Rattler.
—Tienes razón —concordó el señor Hollister.
—Entonces, ¿no crees que debemos decirle a la policía lo que ha ocurrido con el brazalete de Holly?
—Tienes razón. ¿Quieres encargarte de telefonear tú? —pidió el padre, antes de subir a las habitaciones con su esposa.
Mientras Pete estaba en el teléfono entró en el hotel Águila Veloz, buscando a los Hollister. Llevaba al brazo una cesta con tapaderas y, cuando Pete volvió del teléfono, el gobernador dijo, sonriente:
—Queridas Pam y Holly, vuestros amigos Pluma Roja y Pluma Azul han sentido tanto que os hayáis quedado sin pulseras que me han pedido que os traiga algo en su lugar. Y, naturalmente, yo no he podido olvidarme de los demás niños.
—¡Huy, qué «mocionante»! —dijo Sue siguiendo de cerca al indio que fue a sentarse a una silla del vestíbulo.
Águila Veloz abrió la cesta y entregó un paquete a cada uno de los niños. Las niñas fueron las primeras en abrirlos. Las exclamaciones de sorpresa y alegría recordaban a las que se oían en casa de los Hollister el día de Navidad, al recibir los regalos.
—¡Una pulsera nueva! ¡Qué bonita! ¡Muchas gracias! —dijo Pam, mientras se probaba el bonito regalo de plata y turquesas.
Holly prorrumpió en grititos de entusiasmo al ver que también ella volvía a ser dueña de un lindo brazalete. A Sue le correspondió uno distinto, que parecía más antiguo que los otros dos.
—Éste ha pertenecido a mi pueblo durante muchos años —explicó el gobernador de los yumatanes.
Pam dijo a Sue que debía tener especial cuidado con aquel brazalete y la chiquitina se lo acercó afectuosamente a una mejilla y repuso muy formal:
—Lo tendré. Me gusta con todo mi corazón.
Los tres brazaletes estaban más adornados que los dos primeros. La plata estaba trabajada en forma de nubes y las turquesas que llevaban incrustadas eran las más bonitas que vieran nunca los Hollister.
—Y aquí están los paquetes para los muchachos —dijo Águila Veloz.
Al abrir el paquete de su regalo, Ricky lanzó un grito de guerra.
—¡Un arco y una flecha! ¡Estupendo!
El pecoso sostuvo en alto, para que todos lo vieran, un minúsculo arco de plata con su flecha, todo ello hecho en plata.
—¡Y la cuerda del arco es de verdad! —añadió, con entusiasmo.
Inmediatamente se apresuró a encajar la parte posterior de la flecha en la cuerda del arco y disparó; la flecha fue a parar a pocos palmos de él.
—¿Y tú qué tienes, Pete? —preguntó Holly.
Pete sonrió mientras sacaba de su paquete una pequeña águila de plata.
—¡Oiga! ¿Qué es esto que tiene el águila entre las garras? —preguntó Pete, mirando al gobernador.
—Averígualo tú mismo —le retó el indio.
Con cuidado, Pete extrajo una larga varilla de entre las garras crispadas del águila.
—¡Es un lápiz! —exclamó, mientras hacía girar uno de los extremos y el grafito empezaba a salir por el otro—. ¡Es muy útil!
—Podrás escribir con él cartas a tus amigos cuando lleguemos a casa —opinó Pam.
—Voy a usarlo ahora mismo —afirmó Pete, re suelto.
Dio amablemente las gracias a Águila Veloz y se acercó a la conserjería para comprar postales con escenas de la tierra yumatán. Iba a enviárselas a Dave Meade y a los otros amigos de Shoreham.
Entre tanto Ricky cogió su arco y flecha miniatura y salió al jardín del hotel. Cerca de un grupo de cactus descubrió un gran sapo cornudo. El pequeño dio un silbido de asombro, pero en vista de que el animal no se movía se dijo que seguramente se trataba de una figura de adorno.
«Voy a jugar a dispararle. ¡Soy un gran cazador!», pensó el pequeño.
Apuntó y la flechita salió por el aire. Cayó al suelo a corta distancia, precisamente junto al sapo. Ricky quedó estupefacto. El sapo se estremeció y al momento saltaba a esconderse entre unas plantas.
«¡Oh! Si está vivo. ¡Me alegro de no haberle alcanzado!».
Al regresar al vestíbulo del hotel encontró a Pam, Holly y Sue hablando todavía con Águila Veloz y admirando sus nuevas pulseras.
—¿Quiere usted explicarnos cómo se hacen? —pidió Pam, dando vueltas y más vueltas a su brazalete en la palma de la mano.
—Claro que sí —contestó el indio, complacido al comprobar lo mucho que habían gustados sus obsequios.
Y empezó a contar cómo los orfebres indios disponían primero la plata en muchas tiras que entrelazaban. Luego se valían de pequeños martillos y cinceles para hacer los orificios de encaje.
—Éstos deben hacerse perfectamente para que las turquesas no se desprendan.
No bien acababa de decir esto Águila Veloz cuando Sue exclamó:
—¡Oh, mi piedrecita se ha caído!
La espléndida turquesa había ido a parar al suelo y mientras Sue se inclinaba a recogerla, Águila Veloz dijo:
—Creo que este brazalete es tan antiguo que está desgastado por todas partes. Pero yo me encargaré de repararlo.
El indio extendió la mano y Sue le entregó la pulsera y la piedra. Mientras examinaba ambas cosas, el indio preguntó:
—¿Conocéis la vieja leyenda que dice que los indios acostumbraban a enviar mensajes secretos bajo las turquesas de las piezas de adorno?
—¿De verdad? —preguntó Pete que había acabado de escribir las postales y estaba echándolas en el buzón de la entrada—. ¿Y los mensajes iban en clave?
Águila Veloz repuso que era lo más posible, puesto que no había mucho espacio bajo las turquesas para escribir largos informes.
De repente los ojos de Pam se abrieron inmensamente. Mirando a su hermano mayor, la niña preguntó con voz emocionada:
—Pete, ¿tú crees que…?
—¿Estás pensando en los brazaletes robados? —dijo Pete, sin dejarla concluir.
—¡Sí, sí! Puede que el ladrón de las pulseras esté buscando un mensaje debajo de las turquesas.
Águila Veloz sonrió, diciendo:
—Veo que sois dos verdaderos detectives. De todos modos, los mensajes secretos de que os he hablado eran cosas de los indios de tiempos pasados. No creo que ahora se valga nadie de ese sistema.
—De todos modos, podría seguirse enviando mensajes de ese modo —insistió Pam—. ¿No le parece que el ladrón que quería los brazaletes de «El Chaparral» era para buscar un mensaje?
—Veo que estáis reuniendo pistas —comentó Águila Veloz. Y mirando hacia la entrada, añadió—: Mirad, ahí llega el oficial Martínez. Podéis contarle todo eso que imagináis.
El policía se acercó al grupo, con aspecto muy serio. Sin hacer más que saludar con un cabeceo a los niños, se dirigió al indio.
—Águila Veloz, me gustaría hablar con usted.
—¿Qué ocurre? —preguntó el gobernador.
—Debemos hablar en privado.
Águila Veloz se apartó de los niños y fue con el agente a una esquina del vestíbulo. A los pocos momentos el indio regresaba con el ceño fruncido por la preocupación. Estaba tan trastornado que casi no podía ni hablar.
—Tenía planeado ofreceros algunas diversiones a vosotros y a vuestros padres esta tarde —dijo—, pero ya no va a serme posible.
—¿Ha ocurrido algo malo?
—Sí. Me temo que es algo muy malo —repuso el indio—. Debo acompañar al oficial.
—¿Por qué? —preguntó Pete.
—Una de las esteras robadas en «El Chaparral»… ¡ha sido encontrada en mi poblado! ¡Se acusa del robo a los yumatanes!