LA DANZA DEL MAÍZ

—¡Espere! ¡Espere! —gritaron los niños, corriendo tras el ladrón.

Pero el hombre avanzaba a grandes zancadas y llegó a las escaleras mucho antes que los tres Hollister. Bajó los peldaños a toda prisa, giró velozmente hacia la puerta, una vez atajo, y salió como un rayo del hotel.

—¡Oooh! —se lamentó Pam—. ¡Mi precioso brazalete!

—Hay que decírselo a papá ahora mismo —decidió Ricky.

Encontraron a sus padres en la sala, hablando con el director del hotel. Cuando Pam, entre lágrimas, contó lo ocurrido, la señora Hollister exclamó:

—¡Qué horror! ¡Hay que hacer algo en seguida!

El director cogió el auricular del teléfono y llamó a la policía. Al poco se presentó un policía de la localidad. Al ver a los Hollister les sonrió; era el mismo policía que habían visto al llegar a «El Chaparral». Después de presentarse como el oficial Martínez, preguntó:

—¿Qué ha sucedido? ¿Otro robo?

Los niños le contaron todos los detalles del hurto y le describieron al hombre a quien el señor Gross había llamado Rattler.

—Creo que ya sé quién es —afirmó el oficial Martínez—. Se trata de un hombre que vive en las afueras de la ciudad, en las montañas. No trabaja mucho y a veces viene por aquí y comete pequeños hurtos.

—Por favor búsquele y devuélvame mi pulsera —suplicó Pam.

Pam se sentía tan triste por la pérdida del brazalete que estuvo pensando en ello hasta el día siguiente. Pero cuando, a las doce y media, toda la familia se dispuso a emprender el viaje para presenciar la Danza del Maíz, la niña olvidó su disgusto.

El camino que llevaba hasta el poblado indio corría en la misma dirección que un río zigzagueante, abriéndose paso entre elevaciones rocosas. El poblado ocupaba un prado muy llano, rodeado de montañas. Por todas partes se veían sembrados de maíz indio en plena maduración. La entrada al poblado quedaba protegida por un alto paredón de adobes.

Allí salieron a recibir a los Hollister Águila Veloz y sus nietos. En el hombro de Pluma Azul se había posado una paloma blanca a quien la niña hizo marchar, mientras su abuelo saludaba a los Hollister.

—¡Bien venidos a la tierra de los yumatanes! —dijo el gobernador, sonriendo—. Nosotros vivimos con mucha sencillez, pero espero que les agrade lo que vamos a mostrarles.

Volviéndose a los niños indios, añadió:

—Vosotros Pluma Roja y Pluma Azul, ¿queréis atender a vuestros nuevos amiguitos? Yo mostraré al señor y la señora Hollister nuestro pueblo.

La señora Hollister creyó más conveniente que Sue se quedase con ella, pero los otros cuatro se alejaron con los dos hermanos indios. Pam habló con su amiga india de la paloma blanca y Pluma Azul le explicó que la había encontrado en los bosques y la amaestró para que viviera con ellos como un animal doméstico.

—Se llama «Blanca» —dijo, mientras conducía a los Hollister al interior del paredón.

Ante ellos y formando una amplia plaza vieron los niños muchos edificios cuadrados y pequeños, y algunos redondeados, hechos de adobe. Muy pronto llegaron ante una casa con la puerta verde.

—Aquí es donde vivimos nosotros. Entrad, entrad —invitó Pluma Azul.

La sala tenía pocos muebles, pero no le faltaban los más cómodos y necesarios. En el centro del suelo de tierra había una alfombra india de alegres colores. Cerca de la puerta, una mesa y tres sillas: una repisa hecha de adobe ocupaba dos paredes de la estancia, y en el fondo, en una chimenea baja, ardía un fuego encendido con madera de pino.

—¡Oh! ¡Qué buen olor! —exclamó Pam, olfateando el aroma que se extendía por toda la sala.

Ricky no hizo el menor caso a la chimenea, porque estaba muy interesado en la contemplación de las paredes. En una había varios pernos de los que colgaban adornos de abalorios y collares de madreperla. En otra pared podía verse un bastón negro con puño de plata.

—¿Acaso Águila Veloz pasea alguna vez con bastón? —indagó Ricky, acercándose a examinar más de cerca el utensilio.

Pluma Azul sacudió enérgicamente la cabeza.

—No, no. Ese bastón es demasiado importante para estropearlo. Va pasando de un gobernador a otro y nunca se usa.

—¿Por qué? —preguntó Holly con su voz cantarina.

—Leed lo que dice en la cabeza —indicó el niño indio, rebosante de orgullo.

Pam se acercó y pudo leer:

«De Abraham Lincoln para el gobernador del pueblo de los yumatanes».

Pete quedó sin aliento. Pasado unos momentos pudo preguntar:

—¿Es del presidente Lincoln?

—Sí —contestó Pluma Azul—. Cuando Abraham Lincoln era presidente invitó a todos los gobernantes indios a visitarle en Washington y les obsequió con bastones.

Después que todos los Hollister hubieron contemplado detenidamente el apreciado y antiguo bastón, Pete preguntó a Pluma Azul si hacían las comidas en la chimenea.

—Sí. Y también las hacemos al aire libre. Venid que os lo enseñaré.

La niña abrió la marcha, y todos la siguieron hasta lo que parecía un iglú de color oscuro.

—Éste es nuestro horno —explicó la niña india—. Lo compartimos con otras familias para cocer el pan y tostar el maíz.

Los hermanos indios condujeron a los Hollister a través de la plaza hasta una elevación rocosa, escalonada, que daba a la parte posterior de la reserva. Se habían abierto muchas cuevas en la pared rocosa, a lo alto de la cual sólo podía llegarse utilizando una escalera de mano.

—Éstas son viejas viviendas en ruinas —explicó Pluma Roja—. Nuestros antepasados vivían en estas cuevas.

El muchachito empezó a subir las escaleras hasta el primer repecho de la roca. Los otros le siguieron. Cuando se encontraron en el saliente rocoso los Hollister miraron a su alrededor. Muy abajo vieron a sus padres con Sue y Águila Veloz y les saludaron alegremente con la mano.

—¿Podemos subir más arriba? —preguntó Pete.

—Sí. Vamos —repuso Pluma Azul.

La niña india fue la primera en empezar a subir por otra escalera que llevaba al segundo repecho.

—¡Aquí están las cuevas! —gritó Ricky—. Me gustaría vivir en ésta tan grandísima.

La cueva, abierta en una roca porosa, era de la medida de una de las habitaciones más pequeñas de casa de los Hollister. El suelo era de arcilla y las paredes y el techo estaban ennegrecidos por el humo de las hogueras.

—Nuestros antecesores vivían muy sencillamente —explicó Pluma Azul—. Guisaban a la entrada de la cueva y dormían en el suelo, tapados con mantas. Todo el agua que necesitaban tenían que transportarla desde el río que está en el valle.

Después que los niños exploraron el lugar durante un rato, Pete se fijó en un grupo de niños indios que, abajo, practicaban con el arco y las flechas.

—Indy nos dijo que aquí podríamos aprender a tirar con el arco —dijo Pete a Pluma Roja.

El muchachito indio sonrió al contestar:

—Te enseñaremos, si quieres.

Él y su hermana bajaron con los Hollister hasta el lugar en que los niños yumatanes estaban practicando.

—¡Qué diana tan rara! —se extrañó Holly, al ver la pieza de madera a la que los niños apuntaban.

Tres muchachitos indios se encontraban a unos ocho metros de aquel blanco, turnándose para disparar. No erraban el blanco ni una sola vez.

Mientras los niños corrían a arrancar las flechas de madera, Pluma Roja les habló en lengua tewa. Como contestación, los pequeños arqueros sonrieron y ofrecieron a los Hollister sus arcos y flechas.

La primera flecha de Pete fue a parar muy lejos del blanco. Lo mismo ocurrió con la segunda y la tercera. Ricky no tuvo mejor suerte.

—Dejadme probar —pidió Pam.

Varias niñas indias que se encontraban cerca contuvieron la risa. Pluma Azul se apresuró a explicar el motivo.

—No han visto nunca disparar a una chica. Las niñas yumatanes nunca tocan un arco. Consideramos que es un juego de chicos.

—¡Pues es muy divertido! —aseguró Pam, tendiendo un arco a su amiga india.

Pero Pluma Azul lo rechazó, sonriendo. Pam y Holly probaron una y otra vez, pero no consiguieron acertar ni una sola.

—Sí. También empiezo a creer que es un juego de chicos —confesó Pam, con un suspiro, cuando ella y Holly se dieron por vencidas.

—Pues nosotros necesitamos practicar mucho para llegar a tirar como los indios —declaró Pete, cuando concluyeron las pruebas.

Pluma Roja y Pluma Azul volvieron con los niños visitantes a donde aguardaban los señores Hollister, Sue y el gobernador indio.

—Ahora mis nietos y yo tendremos que dejarles —dijo Águila Veloz—. Vamos a vestirnos para la ceremonia de la Danza del Maíz. Empezará en el kiva.

El hombre señalaba un circular y sencillo edificio de adobes, situado en el centro de la plaza. Desde un orificio abierto en la parte alta salía una escalerilla.

—¿Qué es el kiva? —quiso saber Holly.

Con aire solemne Águila Veloz repuso que el kiva era el centro religioso de la vida del poblado.

Después subió los escalones del edificio redondo con Pluma Roja y Pluma Azul y los tres desaparecieron. A medida que otros indios iban entrando en el kiva, muchos visitantes españoles y «anglos» se iban alineando a ambos lados de la plaza para presenciar la ceremonia.

—¡Escuchad! —dijo, de pronto, Pete—. ¡He oído tambores!

El sonido apagado de resonar de tambores salía misterioso, del interior del kiva.

—¡Ya vienen! —susurró Pam, emocionadísima.

Un hombre con una larga vara, decorada con plumas y una bandera bordada en el extremo más alto, apareció en la escalerilla, seguido por un séquito cantor de indios ataviados con las ropas de valientes guerreros. Todas las prendas eran de color blanco, rojo o verde y de todos los cuellos pendían adornos de abalorios y coral. Todos los pantalones eran de percal estampado en mil colores.

—¡Oooh! —se asombró Holly—. ¡Los hombres llevan pendientes!

Cuando los cantores llegaron a tierra, empezaron a aparecer los tamboriles. A continuación, los bailarines, formando dos largas filas, en las que se alternaban hombres y mujeres. Detrás de todos iban niños y niñas, colocados en fila por orden de estatura.

—Esos chiquitines del final de la fila no tendrán más de dos años —calculó la señora Hollister.

Nunca habían visto los Hollister trajes tan alegres y lindos como aquéllos; los hombres llevaban penachos bordados, rabos de zorro a la espalda, mocasines y aros de piel alrededor de las piernas. El cabello largo les caía sobre los hombros y en las manos llevaban calabazas y hojas de siempreviva.

Los vestidos de las mujeres eran negros, abrochados sobre un hombro y ajustados a la cintura con un cinturón trenzado. También ellas lucían bonitos collares y otros adornos y en las manos llevaban ramas de pino. Pero lo que más extrañó a los Hollister fueron los peinados de las mujeres. Llevaban el cabello suelto y en la parte alta de la cabeza se habían colocado unos adornos de madera, pintados en color turquesa, formando coronas.

—¿Verdad que están encantadoras? —comentó la señora Hollister.

Cuando los tambores redoblaron con fuerza los indios empezaron a bailar. Se doblaban hacia delante y se erguían, siguiendo perfectamente el ritmo que marcaban los tambores. Luego formaron círculos y a continuación danzaron en dirección norte, luego hacia el este, después al sur y por último al oeste, suplicando que llegase la lluvia de los cuatro puntos cardinales para que su maíz creciese.

—No veo ni a Pluma Azul, ni a Pluma Roja —dijo Pam, extrañada—. ¿Por qué no bailarán?

La respuesta a aquello la obtuvo Pam poco después, cuando los bailarines indios retrocedieron hasta el kiva y otro grupo les sustituyó. En este grupo estaba Pluma Roja y Pluma Azul.

Y, de pronto, los Hollister quedaron asombrados. Dos pesadas siluetas salieron del kiva y corrieron entre los danzarines. Llevaban el cuerpo pintado de negro, con varias salpicaduras blancas, en forma de rayas y notas musicales. Llevaban el pelo recogido en varios moñitos, cada uno de ellos adornado con plumas y trozos de panocha de maíz. Colgando de la cintura, por delante y por detrás, les cubrían una especie de delantalitos blancos, que ondeaban a uno y otro lado, mientras las dos estrafalarias siluetas hacían mil piruetas.

—¡Canastos! Un fantasma así quiero ser yo en la función del colegio —declaró Ricky, admirado—. ¿Quiénes son, papá?

El señor Hollister le explicó que Águila Veloz ya le había hablado de aquellos hombres extraños. Les llamaban Koshari y fingían llegar del mundo de los espíritus para asustar a los bailarines.

Después de haber bailado un largo rato, los indios empezaron a retroceder hacia el kiva. Holly había estado contemplándolo todo tan atentamente que ni siquiera se volvió cuando sintió que una mano se posaba en su brazo izquierdo.

—Di, Pete —murmuró vagamente, sabiendo que su hermano estaba junto a ella.

Pero, al no recibir respuesta, la niña volvió la cabeza. Su hermano ni siquiera la miraba. Entonces Holly bajó rápidamente la vista hasta su muñeca. ¡La pulsera de plata y turquesas había desaparecido! Asustadísima dio a Pete un codazo y susurró:

—¡Me han robado el brazalete! ¡Acaban de quitármelo del brazo! ¡Ayúdame a buscar al ladrón!

Los dos niños se separaron del grupo y miraron a su alrededor. De repente, Holly extendió una mano para señalar algo.

—¡Mira a aquel hombre que trepa por la escalera de la montaña! Se parece a Rattler. ¡Sí! ¡Seguro que es él!

—¡Vamos a detenerle! —dijo Pete a media voz.