Los Hollister casi no podían creer lo que el policía acababa de decirles. Haber hecho un viaje tan largo para comprar las existencias de «El Chaparral» y… ¡encontrarse con que todo había sido robado!…
—De todos modos, quisiera hablar con Juan Ciervo —dijo el señor Hollister al policía.
Entró en la tienda y su familia le siguió. ¡Qué aspecto tan triste tenía la tienda! En las estanterías no quedaba nada más que alguna hoja de papel y unas cintas. Los ladrones se lo habían llevado todo.
Pero lo que producía más pena al entrar en la tienda era el pobre Juan Ciervo. El viejo indio se encontraba en el centro de su tienda, con la cabeza inclinada. Al ver a los Hollister levantó la vista, interrogadoramente.
—Lamentamos mucho lo sucedido, señor Ciervo —dijo el señor Hollister, después de presentarse a sí mismo y a su familia—. ¿Cómo ocurrió?
El indio se puso más triste todavía.
—Tienda arreglada preciosa para Hollister —murmuró, lastimero—. Y entonces, todas cosas indias robadas por hombre malo. Policía creer que él vino en camión a medianoche.
—Sí. Eso suponemos —dijo el oficial—. Ahora debo ir a informar al cuartelillo, Juan.
Y, tras salir de la tienda, el policía subió a su coche y se alejó.
—Nosotros le ayudaremos a encontrar sus cosas, señor Ciervo —dijo Holly, compadecida del viejecito.
El indio movió tristemente la cabeza, respondiendo:
—Si ladrón tener camión, estar a muchas, muchas millas de aquí ahora.
—Es muy lamentable —intervino la señora Hollister con dulzura—. Indy nos habló de los bellos artículos que tenía usted.
—Indy escribir a mí sobre Hollister —explicó el indio, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Él decir palabras bonitas. Ayer un hombre venir aquí. Decir que él comprar todo. Pero yo contestar que esperar por Hollister. Ahora pobre Juan Ciervo no tener nada.
Los niños quedaron emocionados al comprender que el indio había querido mantener su palabra y conservarlo todo para que los Hollister lo vieran. ¿Quién habría sido la persona de mal corazón que le robó cuanto tenía?
—Nosotros hemos resuelto muchos misterios en Shoreham —explicó Holly muy seria. Y dirigiéndose a sus hermanos, propuso—: Hay que buscar pistas en seguida.
—Tenemos que saber qué es lo que le ha desaparecido, señor Ciervo —dijo Ricky.
El indio sacó del bolsillo una hoja de papel en la que había escrito una nota de todo lo robado.
—¡Cielo santo! —exclamó la señora Hollister, mientras le oía leer la larga lista.
En la lista se incluían muchos objetos de plata y turquesas, alfarería, jarrones, familias enteras de muñecos indios, mocasines, vestidos y alfombras. Acababa Juan Ciervo de guardarse otra vez la lista en el bolsillo, cuando Holly llegó corriendo junto a él.
—He encontrado una cosa —anunció, sin aliento—. Aunque está rota, puede ser una pista.
La niña sostenía en alto la mitad de una tarjeta de visita, en la que todo lo que se leía impreso eran las letras «oss».
El viejo indio acarició, cariñoso, la cabecita de Holly, y dijo que tal vez la policía considerase aquello una buena pista. A él no le indicaba nada.
El señor Hollister cogió el pedazo de cartulina y lo miró detenidamente. Al fin, preguntó:
—Juan Ciervo, ¿no conoce usted a nadie cuyo apellido acabe en «oss»?
Mientras el dueño de la tienda sacudía negativamente la cabeza, Ricky entró corriendo. Había estado investigando en la entrada y también él había encontrado un trozo de tarjeta.
—¡Estaba cerca de la carretera! —exclamó.
El padre comprobó que los dos trozos de cartulina encajaban perfectamente y en ellos se leía ahora: Dredmon Gross.
Juan Ciervo se llevó un dedo a la frente, exclamando:
—¡Sí! Claro. El señor Gross fue el hombre que vino ayer a visitarme para comprar todo el contenido del almacén.
—Puede que luego volviera y le robase todo —apuntó Pete.
En aquel momento, se oyó el motor de un vehículo que llegaba por la carretera.
—Si es la policía, le enseñaremos la tarjeta —dijo Pam.
Pero, cuando salieron a la puerta, los niños comprobaron que no era un coche de la policía lo que acababa de detenerse, sino un gran camión con una lona marrón como techumbre. Del camión bajó un hombre bajo y delgado. Tenía la cara larga y la nariz algo torcida y apenas movió la boca cuando dijo a Pete:
—¿Por casualidad sois vosotros los Hollister?
—Sí, señor. ¿Es que nos conoce usted?
—No, pero vuestro padre me estropeó la oportunidad de adquirir los artículos de «El Chaparral».
—¡Ah! ¿Entonces es usted el señor Gross? —preguntó Pam.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Se le cayó anoche aquí una tarjeta de visita? —se apresuró a inquirir Ricky.
—¡Claro que no! ¿Adónde queréis ir a parar?
—Es que anoche robaron las cosas de la tienda —hizo saber Holly.
El señor Gross puso una expresión furibunda.
—¿Y estáis dando a entender que yo soy el ladrón?
Nadie le dio respuesta y el hombre siguió vociferando:
—Si habéis encontrado aquí una tarjeta mía, se me caería ayer, cuando visité al señor Ciervo. Bueno. Si no ha quedado nada, más valdrá que me vaya a comprar a otra tienda.
—¿Y cómo sabe usted que lo han robado todo? —preguntó, sagazmente, Pete.
La cara del señor Gross se puso tan encarnada como un pimiento morrón. Mascullando palabras incomprensibles, el hombre se encaminó a la tienda.
—Seguro que va a quejarse a papá sobre nosotros —dijo Pete, malhumorado.
—¿Te has fijado en el camión? —contestó Ricky—. Es un buen vehículo. ¿Entramos a verlo por dentro?
El inquieto Ricky trepó al camión y asomó la naricilla por una rendija de la lona. Pete le imitó. Dentro vieron una colchoneta, una pequeña cómoda y varias maletas.
—Debe de ser que el señor Gross duerme aquí —reflexionó el menor de los chicos.
Viendo a su hermano saltar al interior, Sue anunció que también ella quería entrar. Pete la subió en vilo y la pequeña entró tranquilamente.
—¡Oh, si es igual que un dormitorio! —dijo, entusiasmada, la pequeñita—. «Guguemos» a las casitas, Ricky.
—Muy bien. ¿A qué clase de «casitas»?
—Éramos señores que íbamos de viaje. Se ha «hacido» de noche. Yo me meteré en la cama y…
Ya se disponía la niña a meterse entre las mantas, cuando Pam asomó la cabeza para advertir:
—Será mejor que bajéis. El señor Gross…
En aquel mismo momento el hombre salió de «El Chaparral», tan furioso como si estuviera dispuesto a comerse a alguien.
—¡Fuera de mi camión! —ordenó a los niños, con gritos tan terribles que parecían aullidos.
Ricky saltó inmediatamente, pero Sue quedó tan asustada que no se atrevió a moverse.
—Yo te ayudaré —le dijo Pam, en un susurro.
Sue extendió fuera del camión sus bracitos gordezuelos, pero antes de que Pam hubiera podido atraparla, el señor Gross la aferró entre sus manos y muy bruscamente, la dejó en el suelo.
—¡No seas tan malo! —se atrevió a murmurar la chiquitina, escalofriada.
El alboroto atrajo a Juan Ciervo y a los señores Hollister, que salieron precipitadamente de la tienda.
—¡Les agradeceré que, en adelante, mantengan a sus críos alejados de mi camión! —gritó el señor Gross.
Con muy malos modos se sentó ante el volante, cerró la puerta violentamente y se alejó a toda velocidad. Pete se quedó mirando al camión con el ceño fruncido.
—Papá, no creo que sea verdad que perdió la tarjeta como dice —declaró el muchachito, mientras el camión se perdía tras una nube de polvo.
—Ese hombre puede ser absolutamente inocente —dijo el señor Hollister—. De todos modos, Juan Ciervo informará de todo a la policía.
—En fin, seguramente ésta es la última vez que sabemos algo de este hombre, y confieso que no voy a lamentarlo —declaró la madre.
Mientras los Hollister se encaminaban al autocar, Juan Ciervo volvió a hablar de lo mucho que sentía haberles desilusionado.
—Yo procurar adquirirle algunos objetos para el «Centro Comercial». Así viaje no ser del todo perdido.
De repente el indio se subió la manga que cubría su brazo derecho y dejó a la vista dos brazaletes de plata con incrustaciones de turquesas. Dirigiéndose a la señora Hollister, dijo:
—Juan Ciervo no tener ya nada que regalar, más que estos dos recuerdos para niñas mayores. ¿Dejar que Juan Ciervo ponga en sus brazos?
—¡Es usted muy amable! —agradeció la señora Hollister—. Pero no debe…
El viejo indio sonrió mientras deslizaba las pulseras en los brazos de Pam y Holly.
—Ser muy grandes, pero poder hacerse más pequeñas. Juan Ciervo estar triste por largo viaje con mal final. Esto tranquilizarme un poco.
—Entonces, le aceptamos el regalo. Muchas gracias —dijo la señora Hollister.
Las dos niñas miraron muy complacidas las bonitas pulseras y, cada una dio un beso al amable viejecito indio.
—Cuidaremos bien sus brazaletes —prometió Pam, mientras subían al autocar.
Se despidieron y el autocar se puso en marcha; durante el viaje de regreso a Agua Verde no hablaron de otra cosa más que del pobre viejo indio y del robo. El señor Hollister aparcó y todos entraron en el hotel. Águila Veloz, que les había estado esperando, se levantó del sofá del fondo.
—Me alegro de volver a verles —dijo—. Y espero que se hayan divertido.
El señor Hollister le habló del robo que se había cometido la pasada noche y Águila Veloz, muy impresionado, dijo que confiaba en que la policía atrapase pronto al ladrón. Siguieron hablando y al cabo de un rato el indio invitó a la familia a que visitase su pueblo.
—¿No les gustaría ir a presenciar una verdadera danza india del maíz, mañana por la tarde?
—¡Qué bien! —palmoteo Sue—. Oye, ¿es que el maíz baila como las palomitas en el fuego?
Riendo a carcajadas Águila Veloz explicó que la danza del maíz era una plegaria para implorar que hubiera buena cosecha de maíz.
—Sé que les gustará —añadió el gobernador—. Para nuestro pueblo tiene un gran significado. No hemos tenido apenas lluvia este verano y nuestro maíz está necesitado de agua.
Luego Águila Veloz se despidió, diciendo que debía volver al pueblo. Pam, Holly y Ricky se encaminaron, entonces, al ascensor. Desde el momento de su llegada, Ricky había estado siempre buscando una oportunidad de hacer las veces de botones, llevando a sus hermanos en el ascensor como clientes.
Se acercaban los niños allí cuando vieron al señor Gross, detrás de un tiesto con una palmera, hablando con otro hombre, ancho y muy moreno.
—Te daré el dinero después, Rattler —estaba diciendo el señor Gross.
En aquel momento levantó la cabeza y vio a los niños. Ellos temieron que fuera a enfrentarse con ellos, pero, por el contrario, el señor Gross miró a su amigo de reojo y salió rápidamente a la calle.
—¿De qué estaría hablando el señor Gross? —susurró Holly, mientras entraba en el ascensor con sus dos hermanos.
—¡Chiss! —ordenó Ricky—. Ahí viene el otro hombre.
Rattler entró con ellos en el ascensor, oprimió el botón y la puerta quedó cerrada. Cuando el ascensor empezó a subir, se volvió a las niñas con ojos llameantes y preguntó:
—¿De dónde habéis sacado esas pulseras?
—Juan Ciervo nos las ha regalado —contestó Holly.
Durante los segundos que transcurrieron hasta que el ascensor llegó al segundo piso, el hombre estuvo mirando fijamente las pulseras de plata y turquesas que adornaban los brazos de Pam y Holly. La mayor de las niñas empezaba a sentir miedo.
«¿Por qué mirará los brazaletes de ese modo?», se preguntó.
El hombre estaba tan interesado contemplando los dos adornos de las niñas que apenas se dio cuenta de que el ascensor se detenía y la puerta se abría suavemente. Pam se acercó más a sus hermanos, tranquilizada al pensar que iban ya a separarse de aquel extraño hombre.
Mientras los Hollister y Rattler salían del ascensor, la pulsera de Pam resbaló por la muñeca de la niña y cayó al suelo. El hombre se apresuró a agacharse, para recogerla. Pero, en lugar de devolvérsela a la niña, echó a correr con la pieza de plata en sus manos.
—¡Espere! —gritó Pam.