ALEGRÍA POR LOS AIRES

—¡Pues no podemos perder el avión! —declaró rotundamente Holly, retorciéndose una trenza con nerviosismo.

Entre ella y Pete recogieron todas las ropas y las metieron de cualquier manera en la maleta. Cuando acabaron, los demás, acomodados ya en la furgoneta, llegaron a su lado. Los dos niños saltaron al vehículo. Pete lo hizo sujetando la maleta, sin cerrar, bajo el brazo.

Mientras la furgoneta emprendía el viaje, la señora Hollister cogió las ropas de Holly y pulcramente dobladas fue entregándoselas a Pam, que las colocó en la maleta.

—¡Qué antipático es Joey! —se lamentó Holly—. Ya veremos qué diablura se le ocurrirá ahora. Estoy contenta de que nos marchemos.

—Oye, Indy, ¿ahora vamos a tener que hacer todas las cosas que hacen los indios? —comentó Sue con sumo interés.

El yumatán sonrió, diciendo que esperaba que los Hollister se divirtieran mucho y aprendieran un poco de danza india.

—Y no olvides hacer prácticas con el arco y la flecha, Pete. Los niños indios estarán dispuestos a orientarte.

Mientras se dirigían al aeropuerto, Indy se llevó una mano al bolsillo y sacó una carta. Entregándosela a la señora Hollister, dijo:

—Es una carta de presentación para mi tío Águila Veloz, gobernador de los yumatanes. A mi tío le complacerá presentarles a ustedes a su pueblo.

—Díganos algo de sus sobrinos —pidió Pam.

—Sí, sí —intervino Holly, sin poder dominar su curiosidad—. Quiero conocer a muchos niños indios.

—Conoceréis a varios —repuso Indy—. He escrito a Pluma Roja y Pluma Azul diciéndoles que llegáis vosotros.

—¡Qué bien! —dijo entusiasmada, Holly—. Casi no puedo esperar de tanto como deseo verles.

Indy les explicó que sus sobrinos eran nietos de Águila Veloz. Pluma Roja, el chico, tenía diez años, y su hermana Pluma Azul tenía nueve.

—Son huérfanos y viven con Águila Veloz. Sus padres murieron el año pasado en una terrible inundación.

—¡Pobrecillos! —se compadeció Pam—. Me dan mucha lástima los huérfanos. Me gustaría hacer algo por Pluma Roja y Pluma Azul.

—Haríais mucho —sonrió Indy—, si encontraseis la mina de turquesas desaparecida. Entonces los yumatanes podrían tener muchas cosas que ahora no pueden obtener.

—¡Carambita! —exclamó Ricky con entusiasmo—. Nosotros haremos una expedición para buscar la mina.

Un momento después Indy se veía asaltado por un millar de preguntas de los Hollister, que empezaron a hablar a un tiempo. ¿Hablaban inglés los niños indios? ¿Podía Indy enseñarles unas cuantas palabras en lengua yumatán, antes de llegar al aeropuerto?

—Verdaderamente creo que sería muy oportuno que aprendieseis algunas palabras indias —concordó Roades—. ¿Qué os gustaría conocer?

—¿Cómo se dice Pluma Roja y Pluma Azul? —indagó Pete.

—Pluma Roja se dice Tse-way-n-peh, y Pluma Azul, Tse-way-n-tsuwa.

Después de que los Hollister hubieron repetido varias veces las dos palabras, Pam preguntó:

—¿Cómo se dice niño indio y niña india?

—A-nun-ka y ah-yu-ka.

Entonces, hasta el señor y la señora Hollister estaban interesados por enterarse de algo del lenguaje de los yumatanes, que Indy les dijo se llamaba tewa.

—Cómo se dice: ¿cómo está usted?

—On-segee-an —contestó Indy, sonriente.

—¿Y «adiós»?

—Segee-de-ho —dijo Indy.

Holly estaba tan excitada, que palmoteaba sin cesar, y exclamó:

—¡Qué divertido! ¡Qué divertido! Ya podemos hablar como los indios. Cuando vea a Pluma Azul le diré: On-segee-an, Tse-way-n-tsuwa.

—¡Magnífico! —aplaudió Indy—. En muy poco tiempo hablarás como un verdadero yumatán.

Ya estaba a la vista el edificio del aeropuerto e Indy llevó la furgoneta hasta la entrada. Mientras el señor Hollister entraba a sacar los billetes, el yumatán ayudó a los niños a transportar el equipaje. Luego les deseó mucha suerte y se despidió.

Un mozo del aeropuerto llegó a cargar las maletas sobre una carretilla y el señor Hollister fue a pesarlas. Luego él y su familia cruzaron una verja para llegar junto al gran avión que estaba aguardando.

Los niños corrieron hacia el aparato y subieron las escalerillas. En el interior del avión encontraron a una joven rubia, con el impecable uniforme azul de azafata.

—Veo que, con tantos niños, este viaje va a ser muy divertido —dijo la joven rubia, tomando a Sue de la mano—. Tomad asiento donde más os guste.

Como no era muy frecuente que los niños Hollister tomasen un avión, los cinco miraban a todas partes con asombro.

—Es curioso que un avión, por dentro, pueda ser tan grande —exclamó Ricky, mientras avanzaba junto a Pete, hasta la parte delantera del avión.

A ambos lados del pasillo había una fila de dos asientos aparejados. Los dos muchachitos se colocaron en los dos primeros asientos de la izquierda, mientras Pam y Holly iban a ocupar los de la derecha. La señora Hollister se situó detrás de las niñas, en unión de Sue, y el padre se sentó detrás de Ricky y Pete. Se abrió una puerta en la parte delantera del avión y apareció otra azafata. A través de aquella puerta, los chicos pudieron ver a dos pilotos sentados ante un gran tablero de instrumentos.

—¿Podemos entrar ahí? —preguntó Pete a la azafata.

—Me temo que no —repuso ella, sonriendo—. Es una medida de seguridad no permitir el paso a esta parte del aparato a ninguno de los pasajeros. Pero podremos divertirnos mucho durante el vuelo.

Cuando la joven se alejó, los potentes motores empezaron a rugir y, de repente, se iluminó un letrero en la entrada de la cabina.

«Rogamos se ajusten los cinturones».

Mientras el señor y la señora Hollister enseñaban a sus hijos cómo debían sujetar los dos extremos de la correa alrededor de la cintura, el avión empezó a avanzar por la gran pista.

—¡Viva! ¡Hurra! ¡Ya nos vamos! —gritó Ricky.

El pequeño aplastó la nariz contra el cristal de la ventanilla, mientras el avión rodaba hacia el extremo más lejano del aeropuerto. Al llegar allí, el aparato dio media vuelta y se detuvo.

—¿Por qué no sigue caminando, Pete? —preguntó el pecoso con desaliento.

—El piloto está esperando la señal de salida de la torre de control —contestó Pete.

De nuevo empezaron a rugir los motores y el aparato reanudó su carrera por la pista para despegar a los pocos instantes.

—¡Ya estamos en el aire! —exclamó Holly con deleite—. ¡Ya nos vamos a ver a los indios!

Todos los niños miraron hacia abajo; la tierra parecía ir descendiendo rápidamente, mientras el gran avión ascendía a los cielos.

—¡Ahí está el lago y también se ve nuestra casa! —hizo saber Pam.

Todos miraron a donde ella señalaba. ¡Sí, allí estaba la casa de los Hollister, situada a orillas del Lago de los Pinos! Parecía una casita de muñecas que iba haciéndose más y más pequeña, hasta que desapareció de la vista.

Ahora el avión volaba sobre una nube blanca y esponjosa. Una voz muy agradable dijo por el altavoz:

—Bien venidos al vuelo 224. Soy la señorita Traver, una de las azafatas, que les desea tengan ustedes un feliz y alegre viaje. La señorita Gilpin y yo haremos cuanto podamos por complacerles. Si necesitan ustedes algo, tengan la bondad de oprimir el botón de su asiento. Muchas gracias.

Holly se apresuró a oprimir el botón. Y cuando llegó la señorita Traver la niña le preguntó:

—¿Tenemos que ir todo el tiempo atados?

La azafata se echó a reír. No. No era preciso ir «atados». Los cinturones se ponían únicamente al despegar y aterrizar. La joven y rubia azafata ayudó a Holly a desabrocharse el cinturón y luego se acercó a la señora Hollister, comentando:

—Me resulta encantador ver a toda una familia como ustedes viajar junta.

—Vamos a visitar a los indios, ¿sabes? —informó Sue—. ¿Vas a venir con nosotros?

—Sólo una parte del viaje —repuso la azafata acariciando los bucles rubios de la pequeñita—. Si alguno de vosotros tiene apetito, decídmelo.

—Yo tengo hambre ahora mismo —declaró Holly, asomando la cabeza por encima del respaldo de su asiento.

—Y yo también —sonrió Ricky.

—Bien. Solucionaremos eso en un momento —prometió la señorita Traver, desapareciendo en una cocinita situada al final del pasillo.

Regresó en seguida con una bandeja de pastas y manzanas.

—¿No tienes un plátano? —preguntó Sue, a quien los plátanos gustaban más que las manzanas.

—Lo siento, pero no llevamos ninguno.

—¿Por qué no sales a traerme uno? —insistió la chiquitina, olvidando que se encontraban en el aire.

—¡Canastos! ¡Iba a necesitar una escalera de tres kilómetros! —rió el pecoso.

—Por lo menos —concordó la señorita Traver—. Dentro de unos minutos aún volaremos a más altura.

Más tarde, mientras miraban por la ventanilla, Pete pudo ver otro avión que volaba algo más bajo que el suyo. Se lo señaló a Ricky, y éste exclamó, riendo:

—¡Un enemigo! ¡Pum, pum, pum!

Los dos hermanos continuaron con su imaginario ataque aéreo hasta que el enemigo desapareció entre las nubes.

—Creo que le hemos derribado —declaró Ricky gravemente.

Al cabo de unas horas, Ricky empezó a idear una diversión más emocionante. Pete estaba resolviendo su crucigrama y las niñas hojeaban los semanarios que habían cogido de un revistero.

Al levantar la cabeza Ricky descubrió un pequeño tubo. Lo hizo girar y una ráfaga de aire le azotó la cara. Oprimió, entonces, el botón del asiento y esta vez apareció la señorita Gilpin.

—¿Qué es esto? —preguntó Ricky, señalando el tubo.

—Un ventilador —contestó la azafata—. Cuanto más lo hagas girar, más aire despide.

¡Qué siseante ruidillo producía! Holly dejó de leer y pidió a Pete que cambiase su asiento con ella. Pete la complació en seguida y los dos pequeños estuvieron jugando unos momentos con el ventilador. Pero de repente Ricky dijo:

—A lo mejor con esto puedo hinchar el globo que me ha regalado Jeff.

Inmediatamente buscó en su bolsillo, sacó el globo y lo ajustó al tubo del ventilador. El globo empezó a hacerse grande, más grande, más grande…

—¡Basta! ¡Se te romperá! —le advirtió Holly.

El pequeño sacó el globo del ventilador. El arre salió rápidamente del globo, produciendo un ruidillo silbante. Varios pasajeros rieron entre dientes.

—Deja que esta vez lo infle yo —pidió Holly.

Su hermano le cedió el puesto y, cuando el globo estuvo hinchado, Holly lo soltó en el aire.

¡Fiisss, ziiss, plop!

El globo zigzagueó por todo el avión hasta ir a parar en plena nariz del señor Hollister.

—¡Qué buena puntería, Holly! —dijo Ricky, admirado, haciendo reír a carcajadas a todos los pasajeros.

Cuando su padre le devolvió el globo, el pequeño volvió a encargarse de inflarlo. El globo empezó a crecer, a crecer.

—¡Cuidado! —gritó Pam.

Y Sue se apresuró a taparse los oídos con las manos.

—¡Va a estallar! —dijo Holly, entre maliciosas risillas.

De improviso, las risas de Holly quedaron interrumpidas por un sonoro «bump». ¡El globo acababa de explotar en la misma cara de la pequeña!

—¡Oooh! —gritó Holly, palpándose la cabeza, como si quisiera convencerse de que todavía la tenía en su sitio.

Pero, por fortuna, no había sufrido el menor daño, sino únicamente un buen susto.

Quien se había puesto muy serio era Ricky, viendo que el avión empezaba a descender, inclinado sobre el morro.

—¿Habré roto también el avión? —preguntó preocupado, a la señorita Traver.