Con un grito, Pam intentó esquivar al reptil que parecía volar hacia ella. Pero la serpiente le rozó el escote y fue a caer a sus pies.
El señor Hollister y Pete se apresuraron a apresar al temible animal. Sujetándola por detrás de la cabeza, Pete la sostuvo en el aire para que no pudiese picar a ninguno de los espectadores. Todos quedaron perplejos viendo que la serpiente permanecía perfectamente quieta.
—A lo mejor está muerta —dijo Pam, algo tranquilizada.
Mientras ella hablaba, Caballo de Guerra se acercó, corriendo, para decir:
—Serpiente estar muerta hace muchos años. Ser sólo piel de serpiente rellena de algodón. Caballo de Guerra gastar broma.
—Una buena broma —sonrió Pete—. Pero nosotros no la hemos comprendido.
Cuando Caballo de Guerra se dio cuenta de que nadie había tomado a broma su ocurrencia, pidió a todos perdón por haberles asustado y se metió la serpiente en el bolsillo. Pam le miró, risueña, y comentó:
—La serpiente le ha dado buena suerte, ¿verdad? Se ha sostenido usted sobre el toro.
—Serpiente ser siempre amiga de indios —replicó Caballo de Guerra.
—¿Los indios tienen cosas que dan mala suerte? —quiso saber Pam.
La pregunta transformó la sonrisa del ganador del rodeo en un fruncimiento de cejas.
—A indios no gustar hablar de mala suerte —repuso, sacudiendo la cabeza—. Nosotros gustar ser felices.
Pete, Pam y su padre se miraron, inquietos. Al parecer habían herido los sentimientos del indio.
—Lo siento, Caballo de Guerra —se disculpó la amable Pam—. Nosotros no conocemos las costumbres de ustedes.
Esto debió de tranquilizar mucho a Caballo de Guerra que volvió a sonreír.
—Vosotros buenos niños. Yo contaros historia sobre mala suerte de yumatanes. Seguramente oyeron al búho.
Los niños quedaron atónitos y preguntaron a un tiempo:
—¿Al búho?
—Sí. Ulular de búho. Eso traer indios mala suerte. Indios no gustar oír búhos —explicó Caballo de Guerra.
Luego, mientras los Hollister le escuchaban con suma atención, explicó que en una pequeña rama de la tribu yumatán, llamada al Clan Turquesa, se había oído ulular un búho y al momento un desprendimiento de tierras enterró la mina y a todos los mineros indios.
—¿Ninguno pudo salvar la vida? —preguntó Pete.
—Ninguno.
—¡Qué horror! —exclamó Pam, consternada.
Caballo de Guerra asintió con un cabeceo, al tiempo que decía:
—Búho pájaro malo. Siempre dar mala suerte a indios.
—¿Sabe usted dónde estaba situada la mina de turquesas? —preguntó Pete, con gran interés.
Caballo de Guerra quedó unos instantes pensativo antes de contestar:
—Viejo indio decir a Caballo de Guerra: Punta del Pilar en línea recta hacia el sol naciente desde cuevas gemelas.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Pete, sin comprender.
—Caballo de Guerra no saber. Nadie saber. Muchas cuevas y cañones en tierras Pueblo Yumatán. Todas parecer iguales.
En aquel momento, se llamó al indio a la tarima de los jueces para hacerle entrega del premio por haber montado al toro bravo. Mientras se marchaba de allí, Pam dijo con entusiasmo:
—¿Verdad que lo que nos ha dicho puede ser una buena pista para encontrar la mina? Si encontramos dos cuevas iguales y caminamos hacia el este podremos encontrar la mina de turquesas.
—Pero antes tendremos que encontrar esas cuevas gemelas —le recordó su padre, riendo de buena gana.
Cuando llegaron a casa, la señora Hollister y los demás niños escucharon muy interesados todas las noticias sobre la tierra de los yumatanes.
—Pues vamos en seguida a buscar esas cuevas hermanitas —propuso Sue, muy seria.
Mientras los demás reían, Pam bromeó:
—A lo mejor no son hermanitas, sino hermanitos.
—No. Ya «sabo» lo que son: una cueva niña y otra cueva niño —repuso la pequeña, con la vista perdida en el horizonte—. Una es más alta y más gorda que la otra. La gordota es la cueva niño.
Toda la familia solía divertirse con las graciosas ocurrencias de la imaginativa Sue y, en aquella ocasión, le pidieron que continuara explicando más cosas sobre las desconocidas cuevas. Estaba la pequeña en lo mejor de su narración, hablando de las dos preciosísimas turquesas que se habían «hacido vivas» y llegaban rodando a casa de los Hollister para visitar a Sue, cuando sonó el teléfono.
Pete fue a contestar y anunció a su padre:
—Es de la agencia de aviación.
Todos dejaron de hablar, esperando noticias sobre los billetes para el viaje a Nuevo Méjico. El padre no tardó más que unos segundos en regresar, muy sonriente.
—Saldremos el viernes a las dos de la tarde —dijo.
—¡Estupendo, papá! —exclamó Pete.
Y Ricky demostró su entusiasmo lanzando por los aires un almohadón. Cuando todos se hubieron tranquilizado un poco, Ricky y Holly decidieron jugar a los aviones. Corriendo, subieron al piso alto en busca de los aeroplanos en miniatura. Siempre a la carrera salieron al patio en donde prepararon los juguetes para hacerlos volar. Los aviones iban y venían sobre el lago, planeando como si fuesen de verdad.
—¡El mío vuela más alto! —exclamó Ricky entusiasmado, mientras el avión de Holly empezaba a descender.
Pero, en aquel mismo momento, el aparato de Ricky se precipitó en picado sobre el de Holly.
—¡Oh! —gritó la niña—. ¡Hemos chocado!
Los dos aviones se golpearon con fuerza y fueron a parar al suelo.
—¡Mira, mi pobrecito avión se ha roto! —gimoteó Holly—. ¿Por qué le has atacado?
—No ha sido culpa mía —aseguró Ricky—. Fíjate, fíjate en el mío; tiene un ala rota.
—Bueno —se conformó Holly—. Pues vamos a repararlos.
La media hora que les quedaba de espera hasta la cena la pasaron los dos niños encolando sus aviones.
En ese tiempo, Pam estuvo ayudando a su madre y habló con ella de lo que convenía hacer con los animalitos, mientras la familia estuviera ausente.
—Puede que a Jeff y Ann Hunter no les importe cuidar de «Zip» y de «Morro Blanco» y sus hijos —opinó la niña.
—Lo mejor será que se lo preguntes —dijo la señora Hollister—. A ver si tú puedes resolver el problema.
Pam telefoneó a sus amigos, que vivían al final de aquella misma calle, y tanto Ann como Jeff dijeron que cuidarían con mucho gusto de los animalitos de los Hollister.
—Aunque ¿no sería mejor —propuso Ann— que, en lugar de traerlos a casa, fuésemos nosotros a la vuestra todos los días, por la mañana y por la tarde, a darles de comer y soltarles un rato?
Pam dijo:
—Me parece muy bien. Muchas gracias, Ann. Ven mañana y te enseñaré dónde guardamos las latas de comida del perro y los gatos.
Aquella noche, a la hora de la cena, el señor Hollister habló del viaje con su familia.
—Llegaremos por la noche del viernes a un lugar situado a unas doscientas millas de la tierra de los yumatanes y nos instalaremos en el motel. He telegrafiado para ver si puedo alquilar un coche. Quisiera hacer el resto del viaje por carretera.
—¿Les has dicho que tiene que ser un coche grandísimo, porque hay un montón de Felices Hollister? —preguntó Sue.
—Sí, hijita. Lo he dicho —sonrió el padre.
A la mañana siguiente se bajaron más maletas del ático para seguir preparando el equipaje. Estaban en pleno trabajo cuando llegaron Jeff y Ann. Jeff, que tenía ocho años, era un chiquillo sonriente, de cabello negro y ojos azules. Su hermana ya había cumplido diez años, tenía los ojos grises, el cabello oscuro y rizado y graciosos hoyuelos en las mejillas. Después de que Pam les mostró dónde estaban las latas de carne y de galletas para los animales, Ann anunció:
—Nosotros queríamos que vinieseis a casa mañana para hacer una fiesta de despedida.
—Muchas gracias —respondió Pam—. ¿A qué hora será?
—A las once. Así comeremos juntos antes de que salgáis de viaje.
—¡Qué amables sois, Ann! —agradeció la mayor de las niñas Hollister.
A la mañana siguiente, los cinco hermanos, vestidos ya con sus trajes de viaje, se dirigieron a casa de los Hunter. ¡Qué bien arreglado estaba el patio! Dos mesitas de té se habían colocado juntas a la sombra de un gran manzano. Sobre los manteles de vivos colores se veían fuentes llenas de apetitosos bocadillos y platitos con caramelos y cacahuetes. Ricky quiso abalanzarse en seguida sobre un platito de cacahuetes, pero Pam advirtió a su hermano que no debían tocar nada hasta que los Hunter empezasen a comer.
Además de los Hollister había otros invitados. Dave Meade, el muchachito de doce años amigo de Pete, fue el primero en llegar, ocultando a la espalda algo que fue a esconder bajo uno de los bancos, antes de acudir a saludar a sus amigos. Dave era un chico bondadoso, de cabello liso, con un gran mechón que siempre le caía sobre el ojo izquierdo.
Al poco se presentó en el patio Donna Martin. Esta niña que tenía siete años era especialmente amiga de Holly. Los cabellos y los ojos de Donna eran castaños y siempre iba peinada con trenzas.
La señora Hunter miró su reloj de pulsera, mientras decía:
—Aún falta por llegar un invitado. —Y, como hablando consigo misma, murmuró—: Espero que sepa comportarse.
Apenas acababa de decir esto cuando Joey Brill cruzó de una gran zancada un seto y se presentó en el patio.
—Se ha empeñado en venir —dijo Ann al oído de Pam. Luego sonrió para decir, en voz alta—: Antes de empezar la fiesta queremos dar a los Hollister unos regalos.
Como por arte de magia cada uno hizo aparecer el regalo que había escondido. Sue fue la primera en recibirlo; era un pequeño dije con cabida para dos fotografías, que le entregó Donna.
—Si ves algún indio que sea guapo puedes poner aquí su fotografía —explicó Donna.
—Muchas gracias —contestó Sue, dando alegres saltitos.
Ricky recibió el regalo de Jeff Hunter; eran dos cosas: una pelota y un globo rojo en el que se veían dibujados indios montados a caballo.
—¡Me gusta mucho! —aseguró el pecoso.
Dave Meade entregó a Pete un instrumento que era una combinación de brújula y navaja. Holly quedó muy complacida con los gemelos que le regaló Ann. Podría utilizarlos para mirar desde la ventanilla del avión.
Sólo Pam estaba sin regalo. Todos los ojos se volvieron a Joey Brill. ¿Tendría el chico algo que entregar a Pam? En lugar de ofrecerle un paquete, Joey se acercó a Pam con las manos a la espalda.
—Tengo una buena sorpresa para ti —rió el chico, metiendo una mano en el bolsillo.
Un momento después Pam se estremecía. El «regalo» que Joey iba a darle daba extraños saltos en el bolsillo.
—¡Joey! ¿Qué… qué es? —gritó la niña.
Pam bajó la vista. Por la abertura del bolsillo del chico asomó un ratoncillo blanco que arrugaba el hociquito rosado.
—¡Huuuy! —se estremeció Pam.
—Si no te va a hacer nada, tonta —dijo entre carcajadas Joey—. Está amaestrado.
Pam sostuvo un momento al animalito entre sus manos, pero dijo en seguida:
—Es igual. Es igual. Puedes llevártelo, Joey.
Después de la fiesta, los Hollister marcharon rápidamente a casa. Indy les aguardaba para llevarles al aeropuerto y les apremió para que se dieran prisa. No había un minuto que perder.
Los que estuvieron en casa de los Hunter acudieron a despedir a los Hollister. Todos observaban mientras en la furgoneta iba cargándose maletas y más maletas.
De repente, un malintencionado brillo iluminó los ojos de Joey Brill. Agarró una de las maletas más pequeñas y echó a correr calle abajo.
—¡No te vayas, Joey! —gritó Holly—. Esa maleta es mía.
Tanto Holly como Pete corrieron detrás de Joey. Estaba a mitad de la calzada cuando el chicazo comprendió que los otros iban a darle alcance y Joey se desprendió de la maleta, arrojándola al suelo con una fuerte sacudida. Con el golpe la maleta se abrió y todas las ropas de Holly quedaron desparramadas por el pavimento.
—¡Oh! ¿Ves lo que has hecho, chico malo? —gimoteó Holly—. Pete, ayúdame a recogerlos.
—¡Vamos a perder el avión! —exclamó su hermano, muy preocupado.