ARCOS Y FLECHAS

Desde la altura en la que se hallaban suspendidos los Hollister, la red parecía mucho más pequeña de lo que era en realidad. El capitán de los bomberos volvió a gritar:

—¡Salten!

—¡Ya voy! ~ gritó Ricky.

La señora Hollister dio a su hijo un beso y un abrazo, mientras le advertía:

—Ve con cuidado y lánzate en línea recta.

Ricky respiró hondo y un momento después se lanzaba al espacio. Descendía, descendía, y el viento silbaba en sus oídos. Luego, un golpe suave. Acababa de llegar a la red. Después de saltar varias veces sobre la red, el pequeño se irguió y se arrastró hasta el borde para bajar al suelo.

—¡Ricky, Ricky! ¡Menos mal que ya estás aquí! —gritó Pam, corriendo a abrazarle.

Mientras los espectadores palmoteaban y vitoreaban al pecosillo, Pete declaró:

—Ha sido igual que un número de circo.

Ricky se golpeó orgullosamente el pecho, diciendo muy serio:

—Creo que me voy a hacer un hombre del alambre en algún circo.

Holly había estado observando con toda atención y al ver que su hermano llegaba abajo sin novedad, se puso en pie, decidida a ser la siguiente en dar el salto. Con las dos trencitas flotando al viento la niña se lanzó desde el coche y aterrizó en el centro de la red. Volvieron a sonar aplausos mientras Holly se erguía para saltar al suelo.

—¡Qué niños tan valerosos! ¡No habéis tenido ningún miedo! —exclamó una señora, mientras Pam abrazaba a su hermana.

—Pues sí…, sí, he tenido un poco de miedo —confesó Holly, levantando te cabeza para mirar a su madre y a su hermana menor.

La señora Hollister sostenía a la pequeñita en sus brazos. Un momento después descendía, en unión de Sue y llegaba rápidamente a la red. Dieron dos saltos sobre la red y un bombero se apresuró a prestarles ayuda para que saltasen al suelo.

Después que cesó la tercera tanda de aplausos, varias personas estrecharon la mano a la señora Hollister, elogiando el valor de ella y sus hijos y diciendo lo mucho que celebraban que no hubieran tenido que pasarse la noche en lo alto de la noria. Ella sonreía, todavía algo nerviosa, mientras se alisaba el cabello y daba las gracias a todo el mundo. Luego, riendo, dijo:

—Creo que mis tres pequeños y yo ya hemos tenido por hoy bastantes emociones. Será mejor que nos vayamos a casa. —Volviéndose a Pete y Pam, prosiguió—: Vosotros podéis quedaros para ayudar a Indy, si lo deseáis. Papá vendrá más tarde a recogeros.

Los dos mayores prefirieron quedarse en la feria. Cuando los demás se hubieron marchado, Pete y Pam volvieron al puesto de Indy. Allí había unos cuantos clientes examinando las atractivas chucherías y Roades había obtenido ya un buen beneficio. Al ver a los niños, sonrió.

—Me alegra que hayáis vuelto. Estoy vendiendo mucho y necesito vuestra ayuda.

Pete y Pam se colocaron detrás del mostrador para encargarse de envolver los lindos objetos indios que Roades iba despachando.

Media hora más tarde, durante unos momentos de reposo en el trabajo, los dos hermanos quedaron sorprendidos al ver a su padre avanzar hacia ellos.

—¿Cómo has venido, papá? —preguntó Pam comprendiendo que la señora Hollister no había tenido tiempo de llegar a casa para dejar a su marido la furgoneta.

Su padre explicó que en la tienda tenían un importante pedido de tornillos y clavos para entregar a un carpintero que estaba construyendo una casa cerca de aquellos pinares.

—He venido en la camioneta a entregar el pedido —concluyó el señor Hollister.

—¡Papá, tenías que haber venido un poco antes! ¡Habrías visto algo emocionante! —dijo Pete, explicando a su padre lo ocurrido en la noria.

Cuando su hijo concluyó, el señor Hollister se echó a reír.

—Pero ¡qué familia de valientes tengo! —En seguida añadió—: Supongo que estaréis hambrientos. Voy a llevaros a comer algo. ¿Qué le parece si nos acompaña, Indy?

El yumatán repuso que, efectivamente, también tenía apetito y que les acompañaba con mucho gusto. De modo que a toda prisa empaquetó los artículos para dejarlos cerrados con llave. El señor Hollister encontró un coquetón restaurante al aire libre, muy cerca de la feria, y pidió sopa y bocadillos para los cuatro.

Cuando acabaron y regresaban ya al puesto de Indy, Pete se detuvo ante una barraca dedicada al tiro de arco.

—¡Esperad! —pidió el muchacho—. Me gustaría ver cómo dispara un indio con el arco.

Al principio, Indy no mostró ningún deseo de hacer alarde de su habilidad.

—De muchacho fui buen tirador —dijo—. Pero hace muchos años que no practico.

—¡Por favor! ¡Tire una vez! —pidió Pam.

Indy se aproximó a la barraca, tomó un arco y una flecha, apuntó y disparó inmediatamente. La flecha llegó, silbando, al centro mismo de la diana.

—¡Zambomba! ¡No se ha olvidado mucho de usar el arco! —exclamó Pete, admirativo.

El yumatán sonrió y volvió a disparar una segunda flecha en la diana, la tercera y la cuarta quedaron clavadas a muy pocos milímetros de las dos primeras.

—Ahora prueba tú, Pete —propuso Indy, pagando al dueño de la barraca.

La primera flecha de Pete cayó al suelo antes de recorrer la distancia que le separaba de la diana; la segunda pasó por encima de la diana.

—¡Caramba! ¡Veo que necesito hacer muchas prácticas! —admitió Pete, desilusionado.

Colocó otra flecha en el arco y al mismo tiempo que la veía caer más allá de la diana, distinguió la silueta de un chico que serpenteaba por detrás de los arbustos para recoger la flecha.

—¡Es Joey Brill! —gritó Pete—. ¡Ya pensará en hacernos alguna trastada!

El dueño de la barraca ordenó a Joey que se apartase de aquella zona que quedaba a alcance de tiro. Arrugando el entrecejo, el chico obedeció y quedó a una buena distancia, observando a Pete que se preparaba a disparar otra vez.

—¡Eres un mal tirador! —gritó el camorrista—. ¡No eres capaz de alcanzar la pared de un granero a diez palmos de distancia!

El reto puso nervioso a Pete, que dejó un momento el arco y respiró profundamente. Luego volvió a coger el arco, apuntó y tensó la cuerda.

Joey, pensando que Pete había renunciado a sus probaturas, se aproximó corriendo a la zona de la diana para coger las flechas caídas, en el mismo momento en que Pete disparaba. Pam chilló, aterrada, y la voz del señor Hollister se oyó sonora, diciendo:

—¡Cuidado! ¡Agáchate!

Mientras la flecha avanzaba directamente hacia la espalda de Joey, Pete quedó paralizado. Un momento después respiraba aliviado, viendo a Joey tirarse al suelo mientras la flecha pasaba por encima de su cuerpo.

—¡Eh, chico estúpido! —llamó el hombre de la barraca, corriendo hacia Joey.

Pero éste, muy asustado, se puso en pie y desapareció, corriendo, entre la multitud. El dueño de la barraca regresó, diciendo:

—Menos mal que nos hemos librado de él.

Ofreció a Pete unas cuantas flechas para que siguiera probando su puntería, pero a Pete se le habían quitado ya las ganas de manejar el arco. El susto que acababa de pasar le había dejado algo tembloroso.

Mientras se alejaban de la barraca, Pam iba pensando una solución para que su hermano se olvidase de Joey. Al cabo de unos momentos la niña habló al oído a su padre y cuando éste asintió, Pam se volvió a Pete para decirle:

—El rodeo va a empezar en seguida. ¿Por qué no vas a verlo con papá? Yo me quedaré ayudando a Indy.

La cara de Pete se iluminó con su bonachona y resplandeciente sonrisa.

—Será estupendo.

—Ve tú también, Pam —insistió Indy—. Yo puedo atender solo el puesto. La mayor parte de las cosas ya están vendidas.

—Muy bien.

Los niños se despidieron del indio y se marcharon con su padre. El rodeo se celebraba en un campo inmediato a la zona de la feria. A un lado, se veía una cuadra con un patio vallado. En tres de los cuatro lados se habían instalado gradas de madera.

El señor Hollister compró las entradas y los tres fueron a ocupar sus puestos. Pronto se dejaron en libertad varios novillos. Luego, entre grandes gritos e hipidos salieron los vaqueros, haciendo ondear los lazos en el aire.

Después que todos hubieron hecho vistosas demostraciones de su habilidad con el lazo, llegó el momento de montar al toro Braham. Se abrió la puerta de un compartimiento y salió a la carrera un gran toro negro en el que iba montado un vaquero. A los pocos momentos el toro se detuvo en seco y el vaquero se vio lanzado al suelo por encima de la testuz del animal.

Mientras el hombre se ponía en pie, otro gran toro corrió hacia el centro del vallado dando saltos y sacudidas. Al cabo de un momento el hombre que iba sobre su lomo fue a parar también a tierra.

—¡Es terrible! —exclamó Pete—. Esos pobres vaqueros no duran ni tres minutos montados en el toro. ¡Mirad al otro lado de aquella valla! Es un indio el que quiere montar ese otro toro.

—¡Si es Caballo de Guerra! —observó Pam.

El toro daba tan fuertes sacudidas que Caballo de Guerra no lograba asentarse en su lomo. Por fin, el indio decidió calmar al animal, bajó de la cerca y se encaminó al centro del ruedo, sacando algo de su bolsillo.

—¡Es una serpiente! —exclamó Pam, viendo al indio blandir el reptil ante los ojos del toro.

—Caballo de Guerra ha dicho que el anillo en forma de serpiente da buena suerte. Puede que esté intentando encantar al toro —murmuró Pete.

Mientras Pete contaba a su padre lo que sabía de aquel indio, Caballo de Guerra volvió a meterse la serpiente en el bolsillo y trepó por los barrotes de la cerca. El toro se había tranquilizado y el indio pudo saltar sobre su lomo.

—La serpiente le ha dado buena suerte —comentó Pam con una risilla—. ¡Pero cualquiera va a todas partes con una serpiente viva en el bolsillo!

—Y menos una chica —repuso Pete.

Se abrió la compuerta y el toro salió de estampida al centro del ruedo. Efectuaba rápidos giros y sacudidas, subía y bajaba la testuz con fuerza y sacudía brutalmente los cuartos traseros. Pero Caballo de Guerra seguía sobre el lomo del animal. El indio mantenía el brazo derecho en alto, mientras el toro luchaba frenéticamente para librarse de él.

—¡Él ganará el concurso! —gritó Pete con entusiasmo—. Ya se ha mantenido sobre el toro más tiempo que los demás.

En aquel instante sonó una campanilla. La prueba había terminado. ¡El indio era el ganador!

—Mirad lo que está haciendo ahora —anunció Pam, viendo que Caballo de Guerra saltaba al suelo y sacaba de su bolsillo la serpiente.

El indio empezó a pasear ante el público, blandiendo el reptil y sonriendo alegremente. Cuando llegó cerca de la parte en que estaban los Hollister, Caballo de Guerra lanzó la serpiente hacia la multitud. Varias mujeres y niñas lanzaron gritos estridentes al tiempo que Pete advertía:

—¡Cuidado, Pam! ¡Va a caer sobre tu falda!