EL SECRETO DE UN INDIO

—¡Señor Barnes, venga aquí! —llamó Pete a gritos—. ¡Venga!

El cartero subió a toda prisa los escalones. Al enterarse de lo sucedido llamó a la puerta. Como nadie contestaba, llamó con más insistencia. La puerta continuó cerrada. Entonces el señor Barnes gritó, indignado:

—¡Soy un empleado del gobierno de los Estados Unidos! ¡Deben abrir inmediatamente!

Pronto oyeron que alguien bajaba rápidamente las escaleras. Una mujer abrió la puerta, preguntando:

—¿Qué ocurre?

El señor Barnes se lo explicó y ella pidió disculpas por la mala educación con que se había portado su hijo. Y siguió diciendo:

—Sí. Aquí recibimos un extraño paquete. Pasen, hagan el favor.

El señor Barnes y los Hollister entraron en el vestíbulo y leyeron la dirección de la caja. Estaba pintada con letras desiguales y decía:

EDWARD INDIO ROAD

ZONA OESTE

—Edward es el nombre de pila de Indy Roades —explicó el señor Barnes.

—Y Edward es nuestro apellido —repuso la señora—. No es. extraño que se haya producido esta equivocación. Yo tenía pensado entregarle el paquete mañana a nuestro cartero para que lo devolviese a «El Chaparral». Mi hijo quería quedarse con ello, pero, naturalmente, yo no pensaba consentírselo.

—Muchas gracias por su ayuda —dijo, amablemente, Pam.

El señor Barnes llevó la caja de cartón a su coche y Pam sugirió que fuesen directamente a casa de Indy.

—Magnífico —asintió el cartero.

Al llegar, el señor Barnes se quedó en el coche y Pete y Pam entraron con el paquete. Indy estaba preparando una cena que desprendía un delicioso aroma. Al ver el paquete, Indy sonrió de oreja a oreja.

—¡Casi no puedo creer en mi buena suerte! —exclamó, muy contento—. ¿Cómo habéis localizado este paquete?

Cuando Pam se lo dijo, el hombre dio las gracias a los dos hermanos.

—¿Qué está usted guisando? —indagó Pam, que seguía atraída por el grato olorcillo.

—Es un plato mejicano llamado posole —dijo Indy, encaminándose a la cocina para revolver el guiso.

—¿Y de qué está hecho? —siguió preguntando Pam.

—Tiene harina de maíz, carne de cerdo y chile. Es un plato muy popular en el suroeste.

Indy sirvió un cacillo de su cena en un platito y se lo ofreció a los niños.

—Probadlo —dijo.

Pete y Pam paladearon aquel guiso desconocido que les gustó mucho a ambos.

—Cuando vayáis a la tierra de mi tribu —dijo Indy, acompañando a los niños a la puerta— podréis probar muchos platos mejicanos y españoles. Allí habita gran número de descendientes de los españoles que llegaron a este país hace más de cuatrocientos años.

—¡Qué interesante! —exclamó Pam—. ¿Algún día podrá contarnos más cosas?

—Mañana —prometió Indy—. Os hablaré de mi sobrina y mi sobrino.

Pete y Pam se despidieron, con la esperanza de volver a ver a su amigo la siguiente tarde. Pero, ya por la mañana, Indy se presentó en casa de los Hollister y dijo a los niños que necesitaba ayuda para preparar su puesto en la Feria del Pinar.

—Iré a pedir permiso a mamá —dijo Pam.

La señora Hollister accedió de buen grado y dijo que más tarde iría ella con los pequeños a visitar la Feria. Los dos hermanos mayores se apresuraron a saltar al coche de Indy. Cuando una hora más tarde llegaban a la Feria, en el lugar todo era animación y movimiento. Había hombres colocando tiendas, carpinteros acabando de montar puestos y mujeres cubriendo la madera con banderolas y papel de alegre colorido.

Después de aparcar, Indy se cargó sobre el hombro izquierdo la caja procedente de «El Chaparral» y fue a dejarla sobre un pequeño puesto de madera. Cuando Indy levantó la tapa, Pam prorrumpió en exclamaciones de sorpresa y Pete declaró:

—¡Qué artículos tan interesantes!

Había vistosas mantas de colores, lindas muñecas indias, mocasines bordados con abalorios, tambores de color rojo y azul, piezas de alfarería y collares y pulseras de plata y turquesas.

—Nunca había visto tantas cosas lindas —aseguró Pam, entusiasmada—. Es igual que… igual que si fuera Navidad.

—Colocaremos primero las piezas pequeñas —indicó Roades—. Luego sacaré las grandes.

Pete y Pam ayudaron a Indy a exponer, de la manera más visible, los objetos sobre tres estanterías. Entonces Roades desempaquetó nuevas cosas.

—¡Arcos y flechas! —gritó Pete, cogiendo un juego de arquero indio—. ¿Puedo probarlo, Indy? —preguntó, empezando a tensar la cuerda del arco.

El indio yumatán repuso que permitiría que Pete usase aquellas armas, pero más tarde.

—¿Queréis aprovechar ahora para decorar mi puesto, mientras yo voy a inscribirme en el registro? El martillo, los clavos y los papeles de colores están en el coche, Pete.

—Lo haremos —asintió Pam.

Su hermano fue a buscar los utensilios necesarios y, entre los dos, se ocuparon de clavar el papel decorativo. Estaban acabando su trabajo cuando oyeron ruido de cascos de caballo. Al volverse vieron un grupo de vaqueros que avanzaban en fila de a uno, montando caballos pintos.

—¡Yo no sabía que habría un rodeo! —exclamó Pete—. ¡Será estupendo!

Cuando todos los jinetes hubieron pasado, apareció un grupo de hombres conduciendo toros «cuernos largos» de fiero aspecto y algunas vacas de raza Braham.

—¡Zambomba! ¿Tú crees que esos caballistas montarán en los toros? Iré a preguntárselo —decidió Pete.

Y echó a correr para alcanzar al último jinete de la fila. Era algo más bajo que los otros y vestía una camisa de terciopelo muy brillante, calzones azules y mocasines de ante. Tenía el cabello largo y lo llevaba recogido en dos trenzas que caían a ambos lados de su rostro curtido. De su cuello pendían collares de abalorios y cuentas de plata.

Cuando Pete preguntó a aquel indio si alguno de los vaqueros pensaba montar los toros, el indio repuso:

—Sí. Vaqueros sostenerse muy bien sobre toro.

En aquel momento se fijó en el puesto de Indy y una expresión de extrañeza asomó a su rostro.

—¡Yumatán! —exclamó, tomando un cacharro de alfarería, decorado con una nube y unas flechas cruzadas.

—Sí —asintió Pete—. ¿Cómo lo ha sabido?

—Los yumatanes cruzar así las flechas —repuso, señalando el dibujo.

—¿Conoce usted a los yumatanes?

El indio respondió que él era miembro de una tribu que habitaba cerca de los yumatanes y siguió diciendo:

—Yo ser Caballo de Guerra. Y gustar los yumatanes. Buenos indios. Trabajar mucho. Hacer bonitas cosas.

De pronto, los ojos del indio brillaron al fijarse en un anillo de plata en forma de serpiente. Caballo de Guerra se acercó a tocarlo, muy sonriente.

—¿Tú comprar anillo serpiente? Dueño de esto tener buena suerte.

Después de esto Caballo de Guerra se marchó apresuradamente para alcanzar a los demás jinetes.

—¿Buena suerte? —preguntó Pam, arqueando las cejas y mirando con extrañeza el anillo—. ¿Y si lo compráramos?

Cuando un poco más tarde llegó Indy, los niños le contaron lo que había ocurrido.

—Yo había oído decir que las serpientes dan mala suerte —dijo Pete.

—No, no —contestó Indy—. Las serpientes son como pequeñas hermanas para los indios. Ellas llevan mensajes a los espíritus de las profundidades de la tierra. Por eso algunos indios bailan como serpientes cuando suplican que llegue la lluvia.

—Me gustaría tener un anillo de la buena suerte —dijo Pam—. Si lo llevase, a lo mejor podría encontrar la mina desaparecida.

—Tómalo como regalo por vuestra ayuda —ofreció Indy, entregando el brillante anillo a la niña.

—¡Oh, muchas gracias!

—Vosotros os merecéis cualquier cosa. Sois niños buenos, como mi sobrino y mi sobrina.

No había tenido tiempo Pam de hacer preguntas sobre esos sobrinos de Indy, cuando éste añadió:

—Me olvidaba de deciros que ha llegado ya vuestra madre con los demás niños. Os esperarán en la noria.

—¡Vamos a verles, Pam! —exclamó Pete.

Echaron a correr hacia la gigantesca noria que se elevaba muy alto hacia el cielo. Allí se encontraron con el resto de la familia y Pete compró entradas.

—Podemos pedir los coches que queden enfrente para podernos ver y saludar durante el trayecto —propuso Pete.

—De acuerdo —asintió la madre, pidiendo al empleado de la noria que les distribuyera del modo que decía Pete.

La señora Hollister se instaló en uno de los dobles coches con Sue, Ricky y Holly. Muy pronto la noria empezó a girar. Cuando ellos estuvieron arriba, la noria se detuvo y en el coche de abajo se sentaron Pete y Pam. De nuevo empezó a girar la noria y esta vez estuvo dando vueltas y vueltas sin interrupción. Cada vez que Pete y Pam quedaban enfrente de su madre y los otros hermanos, se intercambiaban saludos a grandes voces.

—Tacatá, tacatá —decía Ricky, imitando el ruido del tren—. ¡Adiós, ya nos veremos la semana que viene!

Unos momentos después, cuando Pete y Pam estaban al nivel del suelo, la noria sufrió una violenta sacudida y se detuvo. Los dos hermanos saltaron al suelo y aguardaron a que la noria reanudase sus giros. Pero esta vez no se puso en marcha y muy pronto salió el propietario, diciendo con voz temblorosa:

—Es la primera vez que me ocurre una cosa así. Las ruedas dentadas de la maquinaria se han torcido y la noria no puede moverse hasta que se coloquen nuevas ruedas dentadas.

—¿Quiere usted decir que mamá y los niños no pueden bajar? —preguntó Pam, asustadísima.

—Exactamente. Y tal vez no puedan bajar hasta mañana.

Los dos hermanos mayores levantaron la cabeza para mirar con desespero al resto de su familia. ¡Pensar que tal vez tendrían que pasar toda la noche suspendidos en el aire!…

—¡Nosotros tendremos que bajarles! —resolvió Pam.

Pete pensó unos momentos y al fin dijo:

—A lo mejor los bomberos podrían rescatarles.

—No es mala idea —opinó el dueño de la noria—. ¿Por qué no vas a avisarles? —dijo.

Mientras Pete corría en busca de un teléfono, el propietario de la noria se colocó las manos delante de la boca, a modo de bocina, y dijo a la señora Hollister:

—¡No se pongan nerviosos! ¡Vamos a llamar a los bomberos para que les rescaten!

—¡Canastos! —gritó Ricky, entusiasmado.

El pecosillo fue el primero en distinguir la gran escalera cuando el coche de bomberos se desvió de la carretera principal y avanzó a través de los campos. Mientras aullaba la sirena y parpadeaba una luz roja, la gente empezó a correr en todas direcciones.

—¡Viva, viva! —chilló con su voz aguda Holly—. ¡Ya vienen a salvarnos!

—Y nos bajarán por esa escalera igual que si nos sacasen de una casa incendiada —añadió Ricky.

Sue estaba muy asustada y no hacía más que abrazarse con fuerza a su madre. Entretanto, el dueño de la enorme noria y los bomberos empezaron a elevar la escalera. ¡Arriba, arriba, más arriba! Por fin, las escaleras llegaron junto al coche de la noria.

Un bombero, tan ágil como un mono, subió a toda prisa los peldaños. Pero cuando estaba ya cerca del coche, la escala empezó a ladearse.

—¡No podremos hacer nada! —gritó a sus compañeros de abajo. Este coche no está lo firme que conviene para prestar apoyo a la escalera. Tendremos que intentar otra cosa.

—¿Qué cosa? —preguntó, inquieta, la señora Hollister.

—¿Se encuentran con ánimos para lanzarse a la red que extenderemos? —preguntó el bombero.

—¡Huuuy! —exclamó Holly, aterrada.

A Ricky el corazón empezó a latirle con fuerza. El bombero volvió a bajar y la escala fue recogida nuevamente. Luego los otros bomberos sacaron una red enorme y la extendieron. Colocándose en círculo, sujetaron firmemente la red bajo el cochecito en que estaban suspendidos los Hollister.

—¡Salten! —indicó uno de los bomberos.

—Yo quiero ser el primero —dijo Ricky, saliendo al borde del cochecito.