Le eché una mirada curiosa al paquete. Era fino y plano, y la dirección estaba escrita con la elegante letra curvilínea que había llegado a odiar tanto… por la mano que tan bien sabía que ahora yacía mortalmente fría.
—Será mejor que tengas cuidado, Gordon —dijo mi amigo Costigan—. Porque… ¿qué otra cosa podría mandarte ese siniestro diablo si no es algo para hacerte daño?
—Cuando lo vi pensé en una bomba o algo similar —respondí—, pero es un paquete demasiado fino para contener algo de ese tipo. Lo voy a abrir.
—¡Por todos los cielos! —Costigan dejó escapar una breve risotada—. ¡Te ha enviado una de sus canciones!
Ante nuestros ojos apareció un ordinario disco de fonógrafo.
¿Ordinario, dije? Debería haber dicho el más extraordinario disco del mundo. Porque, según tenía entendido, era el único que había capturado en su plana superficie la voz de oro de Giovanni Casonetto, aquel gran genio diabólico cuyo canto operístico había asombrado al mundo entero, y cuyos oscuros y misteriosos crímenes habían conmocionado a ese mismo mundo.
—La celda de los condenados a muerte que Casonetto ocupó espera ya al siguiente inquilino, y el oscuro cantante yace muerto —dijo Costigan—. ¿Qué tipo de maleficio contendrá este disco enviado al hombre que lo mandó a la horca?
Me encogí de hombros. No por mérito propio, sino por la más pura casualidad, tropecé con el monstruoso secreto de Casonetto. Involuntariamente encontré la caverna en la que practicaba abominaciones milenarias y ofrecía sacrificios humanos al demonio que adoraba. Todo cuanto vi fue testificado en el juicio, y antes de que el verdugo corriera el nudo de la soga, Casonetto juró que me tenía preparado un destino nunca antes sufrido por mortal alguno.
Todo el mundo conocía las atrocidades practicadas por el inhumano y demoníaco culto del que Casonetto era sumo sacerdote; y ahora que estaba muerto, los discos con sus grabaciones eran muy apreciados por los adinerados coleccionistas. Sin embargo, acatando sus últimas voluntades, todos habían sido destruidos.
O al menos eso pensaba hasta el momento, ya que el delgado disco que sostenía en la mano probaba que al menos uno había sobrevivido a la quema. Lo volví a mirar, pero no se leía título alguno.
—Lee la nota —sugirió Costigan.
Una pequeña hoja había sido incluida junto al disco. La examiné detenidamente. Era la letra de Casonetto.
—«Para mi amigo Stephen Gordon, con el deseo de que lo escuche a solas en su estudio». Eso es todo —dije tras leer la curiosa petición en voz alta.
—Y tanto; es más que suficiente. ¿No habrá utilizado algún tipo de magia negra? Si no, ¿por qué iba a querer que escuchases sus aullidos a solas?
—No lo sé. Pero creo que lo voy a hacer.
—Estás loco —dijo Costigan con total franqueza—. Si no sigues mi consejo y lo tiras al mar, entonces yo estaré contigo cuando lo escuches en tu fonógrafo. ¡Y no voy a ceder en esto!
No intenté contradecirle. En realidad sentía cierta aprensión ante la prometida venganza de Casonetto, aunque no acertaba a imaginar cómo podría llevarla a cabo mediante la simple reproducción en el fonógrafo de una canción.
Costigan y yo quedamos en mi estudio, y allí colocamos en el aparato el último disco con la voz de oro de Giovanni Casonetto. Pude ver cómo los músculos de la mandíbula de Costigan se adelantaban en ademán beligerante cuando el disco comenzó a girar y el diamante rodó sobre los surcos circulares. Me tensé sin querer, como si me preparase para una pelea inminente. Alta y clara, una voz habló:
—¡Stephen Gordon!
No logré evitar dar un respingo, ¡y a punto estuve de responder! ¡Qué extraño y aterrador es oír tu nombre pronunciado por la voz de un hombre que sabes que está muerto!
—Stephen Gordon —la nítida, dorada y odiada voz continuó hablando—, si estás oyendo esto, es que estoy muerto, porque si consigo seguir viviendo, dispondré de ti de otra forma. La policía llegará pronto, y han cerrado cualquier vía de escape. No tengo más alternativa que esperar aquí y enfrentarme al juicio, y tus palabras serán las que me pongan la soga alrededor del cuello. ¡Pero aún queda tiempo para una última canción!
«Capturaré esta canción en el disco que ahora está en la grabadora, y antes de que llegue la policía te la enviaré con un mensajero que no me fallará. La recibirás en el correo un día después de que me ahorquen.
»Querido amigo, ¡qué escenario tan apropiado para la última canción del sumo sacerdote de Satán! Me hallo en la oscura capilla en la que me sorprendiste cuando cometiste el error de entrar en mi caverna secreta y mis torpes neófitos permitieron que escaparas.
»Ante mí se alza el santuario del Innombrable, y ante éste el altar manchado de sangre donde muchas almas vírgenes se han elevado a las oscuras estrellas. En cada rincón rondan extrañas criaturas, y escucho el revoloteo de poderosas alas en la negrura.
»Satán, amante de la oscuridad, ciñe mi alma con la maldad y ejecuta notas de horror en mi dorada canción.
»Stephen Gordon, ¡presta atención!
Rica, profunda y triunfante, la voz de oro surgió, se elevó en un extraño canto rítmico, indescriptiblemente amenazante y bizarro.
—¡Dios mío! —susurró Costigan—. ¡Está cantando la invocación de Misa Negra!
No respondí. Las extrañas notas de aquella canción me habían conmocionado profundamente hasta el centro del propio corazón. En las oscuras cavernas de mi alma algo monstruoso se movía a ciegas y se estiraba como un dragón desperezándose. La habitación se difuminó y se hacía difícil distinguirla, mientras yo caía bajo el hipnótico poder del canto.
A mi alrededor, fuerzas inhumanas parecían planear y casi podía sentir el tacto de alas semejantes a las de murciélagos rozándome el rostro en su vuelo… como si con su canto el muerto hubiera invocado antiguos y terribles demonios para que me persiguieran.
Volví a ver la sombría capilla, iluminada por una pequeña hoguera que centelleaba y llameaba sobre el altar tras el cual se cernía el Horror, la cosa Innombrable con cuernos y alas ante la que los adoradores del demonio se postraban. Vi de nuevo el altar manchado de rojo, la larga daga de sacrificios empuñada en alto en la mano de un acólito negro, el vaivén de las túnicas de los adoradores.
La voz se hizo más y más alta, escalando hasta una explosión triunfal. Llenaba la estancia… el mundo, los cielos, ¡el universo! ¡Tapaba totalmente las estrellas con un velo tangible de oscuridad! Me alejé tambaleándome como si me arrastrase una fuerza física.
Si fuera posible que el odio y la maldad pudieran ser encarnados en un sonido, entonces yo lo oí y sentí en esos momentos. Aquella voz me arrastraba a profundidades jamás soñadas del mismísimo Infierno. Abominables e interminables abismos se abrían ante mí. Tuve fugaces visiones de vacíos inhumanos y dimensiones sacrílegas más allá de toda experiencia humana. Toda la esencia concentrada del Purgatorio manaba hacia mí desde aquel disco giratorio, sobre las alas de aquella maravillosa y terrible voz.
Un sudor frío se adhirió a mi cuerpo al ser consciente de estar experimentando los sentimientos de una víctima condenada al sacrificio. Yo era la víctima, estaba tendido sobre el altar y la mano del verdugo planeaba sobre mí, empuñando la daga.
La voz que brotaba de aquel disco me arrastraba irremediablemente hacia un funesto final, emitiendo notas más y más altas, más y más profundas, adquiriendo matices de locura al aproximarse al clímax.
Fui consciente entonces del peligro que corría. Noté cómo se me desmoronaba el cerebro ante la embestida de aquellas lanzas de sonido. Intenté hablar, ¡gritar!, pero mi boca se abría sin emitir sonido alguno. Intenté dar un paso adelante para apagar el fonógrafo, para romper aquel maldito disco. Pero era incapaz de moverme.
En ese momento el canto se había alzado a indescriptibles e insoportables alturas. Una abominable sensación de triunfo impregnaba todas las notas; un millón de demonios burlones me gritaban y aullaban, atrayéndome a través de la riada de música demoníaca, como si el canto fuera una puerta por la que las hordas del Infierno se derramasen, rugiendo con las manos ensangrentadas.
Entonces avanzó a vertiginosa velocidad hacia el momento de la Misa Negra en que la daga se sacia con la vida del sacrificio, y en un último esfuerzo que dejó exhaustos mi alma desvaída y mi cerebro empañado, rompí las cadenas hipnóticas… ¡Grité! Un alarido inhumano y ultraterreno, el alarido de un alma que está siendo arrastrada al Infierno… de una mente arrojada a la locura.
Y tras mi angustioso chillido pude oír el grito de Costigan que corría hacia mí y lanzaba su puño de martillo pilón sobre el aparato, haciéndolo añicos y condenando al total olvido aquella terrible voz de oro para siempre jamás.