DELENDA EST

—¡No es un imperio, creedme! Es una vergüenza. ¿Imperio? ¡Bah! ¡Piratas, eso es lo único que somos!

El que hablaba era Hunegais, como de costumbre malhumorado y lúgubre, con sus negros mechones trenzados y lacios bigotes que delataban su sangre eslava. Suspiró con fuerza y el vino de Falerna rebosó por el borde de la copa de jade que sostenía, manchándole la túnica dorada con brocados de oro. Bebió con sonoros sorbos, como beben los caballos, y retomó con gesto melancólico su queja inicial.

—¿Qué hemos hecho en África? Destruimos a los grandes terratenientes y sacerdotes y nos erigimos en dueños y señores. ¿Quién trabaja la tierra? ¿Vándalos, tal vez? ¡En absoluto! Las mismas gentes que lo hicieron bajo el dominio de los romanos. Nosotros nos hemos limitado a reemplazar a los romanos. Recaudamos impuestos y cobramos arrendamientos, y estamos obligados a defender las tierras de los ataques bereberes. Nuestro punto débil se halla en nuestro reducido número. No podemos mezclarnos con la gente porque terminarían absorbiéndonos. No podemos convertirlos en aliados y al mismo tiempo súbditos; lo único que podemos hacer es mantener una especie de prestigio militar… Somos un grupúsculo de extraños aposentados en castillos, y de momento imponemos nuestro dominio sobre una amplia población que, cierto es, no nos odian más de lo que odiaban a los romanos, pero…

—Podríamos evitar parte de ese odio —interrumpió Ataúlfo. Era más joven que Hunegais, bien afeitado y apuesto, y sus modales eran menos primitivos. Era un suevo que había pasado su juventud cautivo del tribunal romano oriental—. Ellos son ortodoxos; si nos aviniéramos a renegar de Arian…

—¡No! —las enormes mandíbulas de Hunegais se cerraron con un chasquido que hubiera hecho trizas la dentadura menos robusta de otro. Sus ojos oscuros brillaban con el fanatismo que era, entre todos los teutones, rasgo exclusivo de los de su raza—. ¡Nunca! ¡Nosotros somos los señores! Son ellos los que deben someterse… no nosotros. Conocemos la verdad aria, si los miserables africanos no son conscientes de su error, deben ser enseñados… ¡con fuego, espada… y torturas si fuera necesario!

A continuación sus ojos volvieron a apagarse y, con otro prolongado suspiro desde las profundidades del estómago, estiró el brazo para coger la jarra de vino.

—Dentro de cien años el reino vándalo será tan sólo un vago recuerdo —predijo—. Lo único que lo mantiene unido ahora es la voluntad de Genserico —lo pronunció «Geiserico».

El individuo de dicho nombre se rió y, reclinándose hacia atrás sobre su asiento de ébano tallado, estiró las musculosas piernas. Eran las piernas de un jinete, pero su propietario había cambiado la silla de montar por la cubierta de un galeote de guerra. En tan sólo una generación había transformado a una raza de jinetes en una raza de marinos saqueadores. Era el rey de una raza cuyo nombre ya era considerado como sinónimo de destrucción, y era el dueño de una de las mentes más lúcidas del mundo conocido.

Nacido a orillas del Danubio y criado hasta su madurez en aquella extensa ruta occidental, cuando las oleadas humanas procedentes de otras naciones aplastaron las empalizadas romanas, Genserico aportó a la corona forjada para él en España toda la primitiva sabiduría que el tiempo le había aportado, en medio del festín de espadas, insurgencias y conflictos entre pueblos y razas de la época. Sus violentos jinetes barrieron las lanzas de los gobernadores romanos de España, condenándolas al olvido. Cuando los visigodos y los romanos unieron fuerzas y dirigieron sus miradas al sur, fueron las intrigas de Genserico las que propiciaron que los veteranos hunos de Atila avanzaran hacia Occidente, desgarrando los ardientes horizontes con una miríada de lanzas. Atila murió y nadie supo dónde fueron depositados sus huesos y sus tesoros, custodiado por los espíritus de quinientos esclavos sacrificados; su fama se extendió por el mundo entero, pero hubo un tiempo en que no fue más que uno de los títeres manejados dócilmente por la mano del rey vándalo.

Y cuando, después de la batalla de Châlons[14], los contingentes góticos avanzaron hacia el sur cruzando los Pirineos, Genserico no esperó a ser aplastado por huestes más numerosas. Las gentes aún maldecían el nombre de Bonifacio, el cual había llamado a Genserico para que le ayudase a derrotar a su rival, Aecio, abriendo así el paso de África a los vándalos. Su reconciliación con Roma llegó demasiado tarde, fue tan inútil como lo fue el coraje con el que intentó enmendar lo que había hecho. Bonifacio murió por lanza vándala, y un nuevo reino se alzó en el sur. Y ahora también Aecio estaba muerto y los enormes galeones de guerra de los vándalos navegaban hacia el norte empujados por sus largos remos que se hundían en el agua y lanzaban destellos plateados bajo la luz de las estrellas, con enormes navíos en su estela meciéndose con el impulso de las olas.

En el camarote del galeón principal, Genserico escuchaba la conversación de sus capitanes y sonreía cordialmente mientras se atusaba la rubia barba con poderosos dedos. En sus venas no había rastro alguno de sangre escita, lo cual diferenciaba a su raza del resto de razas teutonas; que mucho tiempo atrás, cuando jinetes de la estepa se trasladaron hacia Occidente antes que los samaritanos, se mezclaron con las gentes que habitaban en las tierras altas del Elba. Genserico era un germano puro; de altura mediana, con magnífica espalda y poderoso pecho, y un enorme cuello de protuberantes tendones, su apariencia prometía tanta vitalidad física como sus ojos reflejaban vigor mental.

Era el hombre más fuerte del mundo conocido, y era pirata… el primero de los navegantes teutones que más tarde serían llamados Vikingos; pero su territorio de conquista no era el Báltico ni el Mar del Norte, sino las soleadas orillas del Mediterráneo.

—Y la voluntad de Genserico —rió en respuesta al último comentario de Hunegais— es que bebamos y festejemos y dejemos que el mañana se las apañe por su cuenta.

—¡Eso es lo que decís! —gruñó sarcástico Hunegais, con la libertad que aún existía entre los bárbaros—. Pero ¿desde cuándo habéis dejado que el mañana se las apañe por su cuenta? No paráis de urdir planes, no sólo para el mañana, ¡sino para los miles de mañanas que están por venir! ¡No os hace falta fingir con nosotros! ¡No somos romanos a los que engañar para que piensen que vos sois el engañado… como lo fue Bonifacio!

—Aecio no se dejó engañar —murmuró Thrasamund.

—Pero está muerto, y nosotros navegamos hacia Roma —respondió Hunegais, manifestando así por primera vez un sentimiento de satisfacción—. Alarico no se quedó con todo el botín, ¡gracias a Dios!

Y me alegro de que Atila dudara en el último minuto… más nos tocará en el reparto.

—Atila se acordó de la batalla de Châlons —farfulló Ataúlfo—. Hay algo en Roma que siempre pervive… por todos los santos, es algo extraño. Incluso cuando el imperio parece totalmente destruido, roto, mancillado y desgajado, algo en su interior brota de nuevo. Stilicho, Teodosio, Aecio… y muchos otros. Esta noche en Roma podría haber un hombre durmiendo que pronto nos derroque a todos.

Hunegais rió sarcástico y luego golpeó con el puño la superficie de la mesa manchada de vino.

—¡Roma está tan muerta como la yegua blanca que cabalgué en la toma de Cartago! ¡Tan sólo tenemos que extender las manos y apoderarnos de todo lo que podamos saquear!

—Hubo en el pasado un general que pensó lo mismo —murmuró Thrasamund somnoliento—. ¡También un cartaginés, por Dios! He olvidado su nombre. Pero derrotó a los romanos en cada pelea. ¡Rebanar y cortar, ésa era su estrategia!

—Bueno —remarcó Hunegais—, debió de perder finalmente, o a estas alturas ya habría destrozado Roma.

—¡Y que lo digas! —exclamó Thrasamund.

—Nosotros no somos cartagineses —rió Genserico—. ¿Y quién ha dicho nada de saquear Roma? ¿No es más cierto que navegamos a la ciudad imperial simplemente en respuesta al llamamiento de la emperatriz acosada por enemigos celosos? Y ahora, fuera de aquí todos. Quiero dormir.

La puerta del camarote se cerró de un portazo zanjando así las malhumoradas predicciones de Hunegais, las ingeniosas réplicas de Ataúlfo, y los murmullos del resto.

Genserico se levantó, se dirigió a la mesa, y se sirvió la última copa de vino. Cojeaba al andar; una lanza franca le había atravesado una pierna muchos años atrás.

Arrimó a los labios la copa con incrustaciones… y a continuación se tambaleó sorprendido dejando escapar un juramento. No había oído la puerta del camarote, pero ahora vio la figura de un hombre de pie al otro lado de la mesa.

—¡Por Odín! —Genserico tenía una fe aria poco arraigada—. ¿Qué hacéis en mi camarote?

El tono de voz era sosegado, casi plácido, tras el primer exabrupto de sorpresa. El rey con frecuencia era demasiado astuto para manifestar sus verdaderas emociones. Con sigilo, acercó la mano a la empuñadura de su espada, en caso de precisar de un repentino e inesperado ataque…

Pero el extraño no hizo ningún movimiento hostil. Era desconocido para Genserico, y el vándalo supo que no era ni teutón ni romano. Era alto, moreno, con cabeza majestuosa, y sus mechones en cascada estaban sujetos con una cinta de color rojo oscuro. Una negra y rizada barba de patriarca caía sobre su pecho. Una vaga y desplazada familiaridad relampagueó en la mente del vándalo mientras le observaba.

—¡No he venido a haceros daño! —la voz era profunda, fuerte y sonora.

Genserico pudo deducir poca cosa a partir de su atuendo, ya que estaba tapado por una amplia capa oscura. El vándalo se preguntó si ocultaría un arma bajo aquella capa.

—¿Quién sois y cómo habéis entrado en mi camarote? —preguntó.

—Quién soy no importa —replicó el otro—. He estado a bordo de este barco desde que zarpasteis de Cartago. Zarpasteis de noche y fue entonces cuando embarqué.

—No recuerdo haberos visto en Cartago —dijo Genserico—. A pesar de que sois un hombre que destacaría entre una muchedumbre.

—Vivo en Cartago —replicó el extraño—. He vivido allí durante muchos años. Nací allí, y todos mis antepasados antes que yo. ¡Cartago es mi vida!

La última frase fue pronunciada con un tono de voz tan apasionado y feroz que Genserico retrocedió involuntariamente unos pasos, entrecerrando los ojos.

—Las gentes de la ciudad tienen motivos para quejarse de nosotros —dijo Genserico—, pero el saqueo y la destrucción que se produjeron no fueron órdenes mías; incluso entonces mi intención era convertir a Cartago en mi capital. Si sufristeis pérdidas por el saqueo, por qué…

—No fue a manos de vuestros lobos —contestó lúgubremente el otro—. ¿Saqueo de la ciudad, decís? ¡He visto saqueos que ni tan siquiera vos, bárbaro, habéis soñado! Te llaman bárbaro, pero he visto lo que los civilizados romanos pueden llegar a hacer.

—No recuerdo que los romanos hayan saqueado Cartago —murmuró Genserico, frunciendo el ceño perplejo.

—¡Justicia poética! —gritó el extraño, sacando la mano de debajo de la capa para golpear la mesa. Genserico observó que la mano era fuerte pero de piel blanca, la mano de un aristócrata—. La avaricia y la traición romanas destruyeron Cartago; el comercio la reconstruyó, bajo otra apariencia. ¡Y ahora tú, bárbaro, zarpas de sus puertos para humillar a su conquistador! No es de extrañar que viejos sueños recubran los cabos de vuestros barcos y se arrastren en las bodegas, y que fantasmas olvidados salgan de sus tumbas inmemoriales para volar a bordo de vuestras cubiertas.

—¿Quién ha hablado de humillar a Roma? —inquirió Genserico con desasosiego—. Navego simplemente para arbitrar en una disputa relacionada con la sucesión…

—¡Bah! —de nuevo la mano golpeó la mesa—. Si supieseis lo que yo sé, barreríais de aquella ciudad maldita cualquier signo de vida antes de virar vuestras proas de nuevo hacia el sur. Incluso en estos momentos aquellos por los que vos navegáis están tramando vuestra ruina… ¡y hay un traidor a bordo de vuestro barco!

—¿Qué queréis decir? —no había ni curiosidad ni pasión en la voz del vándalo.

—Supongamos que os aporto pruebas de que vuestro compañero y vasallo al que consideráis más fiel que ningún otro ha tramado vuestra ruina confabulando con aquellos a los que pretendéis ayudar al izar vuestras velas.

—Dadme esa prueba, y luego pedidme lo que queráis —respondió Genserico con un ligero tono lúgubre en la voz.

—¡Tomad esto como muestra de fe! —el extraño hizo sonar una moneda sobre la mesa, y recogió un cinto de seda que el propio Genserico había dejado caer descuidadamente—. Seguidme al camarote de vuestro consejero y escriba, el hombre más apuesto entre los bárbaros…

—¿Ataúlfo? —Genserico se sobresaltó a su pesar—. Confío en él más que en ningún otro.

—Entonces no sois tan sabio como pensaba —contestó lúgubremente el otro—. El traidor de dentro debe ser más temido que el enemigo de fuera. No fueron las legiones romanas las que me vencieron… fueron los traidores de dentro de las murallas. Roma no sólo se dedica a comerciar con espadas y barcos, sino también con las almas de los hombres. Vengo de tierras lejanas para salvar vuestro imperio y vuestra vida. A cambio tan sólo pido una cosa: ¡inundad Roma de sangre!

Durante unos segundos el extraño pareció transformarse, un poderoso brazo en alto, el puño cerrado con fuerza y los oscuros ojos centelleando con fuego. Un aura de poder terrorífico emanaba de su interior, intimidando incluso al salvaje vándalo. A continuación, barriendo el aire con su capa púrpura con gesto majestuoso, el hombre avanzó hacia la puerta y cruzó el umbral, a pesar de las exclamaciones y esfuerzos de Genserico por detenerle.

Maldiciendo desconcertado, el rey vándalo cojeó hasta la puerta, la abrió y escudriñó con la mirada la cubierta del navío. Una lámpara ardía en la popa. Le llegó el hedor de cuerpos sucios desde la bodega, donde los agotados remeros bogaban duramente. El rítmico golpeteo de remos competía con el coro menguante de los barcos que seguían en una larga y fantasmal línea. La luna se reflejaba plateada en las olas, y brillaba blanca en cubierta. Un solo guerrero hacía guardia junto a la puerta de Genserico, la luz de la luna producía destellos sobre el dorado yelmo de cresta y el peto romano. Alzó la jabalina a modo de saludo.

—¿Adonde ha ido? —preguntó el rey.

—¿Quién, mi señor? —inquirió el guerrero con semblante estúpido.

—El hombre alto, idiota —exclamo Genserico impaciente—. El hombre con capa púrpura que acaba de salir de mi camarote.

—Nadie ha salido de vuestro camarote desde que lord Hunegais y los otros salieron, mi señor —replicó el vándalo asombrado.

—¡Mentiroso! —la espada de Genserico apareció como un rayo de plata en su mano al deslizarse por la vaina. El guerrero palideció y retrocedió asustado.

—Como que Dios es mi testigo, mi rey —juró—, no he visto semejante hombre esta noche.

Genserico lo fulminó con la mirada; el rey vándalo era buen juez de hombres y sabía que éste no mentía. Sintió un extraño temblor en el cuero cabelludo y, girándose sin pronunciar una sola palabra, se dirigió cojeando hacia el camarote de Ataúlfo. Allí dudó unos instantes; luego abrió la puerta de par en par.

Ataúlfo estaba tendido con brazos y piernas extendidos en una postura que no necesitaba de una segunda inspección para poder clasificarla. Su rostro estaba morado y los ojos vidriosos completamente distendidos, y la lengua colgaba ennegrecida. Alrededor del cuello y atado con un nudo marinero, pendía el cinto de seda de Genserico. Junto a una de las manos había una pluma, y cerca de la otra tinta y un trozo de pergamino. Genserico lo cogió y lo leyó detenidamente.

A la atención de Su Majestad, la emperatriz de Roma:

Yo, su fiel servidor, he cumplido con mi deber y estoy preparado para persuadir al bárbaro al que sirvo de que retrase su llegada a la ciudad imperial hasta que llegue la ayuda de Bizancio que Su Majestad espera. Luego los guiaré hasta la bahía que mencioné, donde pueda ser apresado y destruido junto a toda su flota, y…

La escritura cesó con un errático garabateo. Genserico lo miró aterrorizado, y de nuevo los cortos cabellos de la nuca se le erizaron. No había rastro alguno del alto extranjero, y el vándalo supo que nunca volvería a verlo.

—Roma pagará por esto —murmuró.

La máscara que llevaba en público cayó y el rostro del vándalo se mostró como el de un lobo hambriento.

En su fiera mirada, en su poderoso puño cerrado, no hacía falta recurrir a un sabio para adivinar el funesto final de Roma. Súbitamente recordó que aún sostenía en la mano la moneda que el extraño había lanzado sobre la mesa. Le echó un vistazo, y entonces dejó escapar aire siseando entre los dientes al reconocer las letras de una antigua y olvidada lengua, y los rasgos de un hombre que frecuentemente había visto tallado en figuras de mármol de la Antigüedad en la vieja Cartago que habían logrado escapar al odio romano.

—¡Aníbal! —murmuró Genserico.