Dodge City, Kansas,
3 de Noviembre, 1877
Sr. William L. Gordon,
Antioch, Texas.
Estimado Bill:
Te escribo porque tengo el presentimiento de que no duraré mucho tiempo más en este mundo. Esto probablemente te sorprenda, porque sabes que gozaba de buena salud cuando me marché con el ganado, y de momento no estoy enfermo, pero igualmente tengo el convencimiento de que pronto seré hombre muerto.
Antes de que te cuente por qué lo creo, te informaré del resto de lo que tengo que decir: llegamos a Dodge City sin problemas con las reses, que hacían un total de 3.400 cabezas, y el jefe de la expedición, John Elston, consiguió sacarle veinte dólares por cabeza al señor R.J. Blaine, pero Joe Richards, uno de los chicos, fue embestido por un novillo y murió cerca del Canadian[9]. Su hermana, la señora Dick Westfall, vive cerca de Seguin y te rogaría que cabalgases a su hacienda y le contases lo ocurrido a su hermano. John Elston le enviará la silla de montar, la brida, la pistola y algo de dinero.
Ahora, Bill, intentaré relatarte por qué sé que acabaré pronto en el hoyo. Recordarás al viejo Joel, el que fue esclavo del coronel Henry, y que el pasado agosto, justo antes de que me fuera a Kansas con el ganado, lo encontraron a él y a su mujer muertos… era la pareja que vivía en aquel bosque de robles junto al riachuelo Zavalla. Ya sabes que la mujer se llamaba Jezebel y que la gente decía que era bruja. Era una mulata clara y bastante más joven que Joel. Adivinaba el futuro e incluso algunos blancos la temían. Yo nunca creí en esas historias.
Bueno, cuando estábamos reuniendo al ganado para la expedición, pasé cerca del riachuelo Zavalla cuando el sol se ponía, mi caballo estaba agotado y yo estaba hambriento, así que decidí pararme en la casa de Joel y pedirle a su mujer que me cocinara algo. Cabalgué hasta su cabaña, situada en mitad de un bosquecillo de robles, y encontré a Joel cortando madera para cocinar una ternera que Jezebel tenía cociendo al fuego. Recuerdo que ella llevaba puesto un vestido a cuadros rojos y verdes. No creo que pueda olvidar ese detalle.
Me dijeron que descabalgase y así lo hice, y me senté y disfruté de una copiosa cena. Luego Joel sacó una botella de tequila y tomamos una copa, y le dije entonces que podía ganarle a los dados. El me preguntó si llevaba algún dado encima, y le dije que no, y me dijo que él tenía unos y que se jugaba una moneda de cinco centavos. Así que nos pusimos a jugar a los dados y a beber tequila; me emborraché bastante y me entraron unas ganas tremendas de irme, pero Joel me había sacado todo mi dinero, que ascendía a cinco dólares y setenta centavos. Esto me enfureció, y le dije que tomaría la última copa, luego montaría en mi caballo y me iría. Pero me dijo que la botella estaba vacía, y le pedí que trajera otra. Dijo que no tenía más, y esto me enfureció todavía más y comencé a maldecir y a insultarle, porque estaba bastante borracho. Jezebel salió de la cabaña e intentó convencerme de que me fuese, pero le dije que yo era un hombre libre, blanco y de veintiún años, y que se anduviese con ojo, porque no necesitaba que ninguna mulata se pasara de lista conmigo.
Entonces Joel enloqueció y dijo que sí, que tenía más tequila en la cabaña, pero que no me daría ni una gota aunque estuviera muriéndome de sed. Así que le dije: «Maldito seas, me emborrachas y me robas el dinero con dados trucados, y ahora me insultas. He visto a negros ahorcados por mucho menos».
Y él me respondió: «No puedes comerte mi ternera y beberte mi licor y luego acusarme de usar dados trucados. Ningún hombre blanco puede hacer eso. Soy tan fuerte como tú».
Le respondí: «Maldita sea tu alma negra, voy a patearte por todo el bosque».
Y él dijo: «Blanco, no vas a patear a nadie». Luego agarró el cuchillo con el que había cortado la ternera y se lanzó hacia mí. Saqué la pistola y le descerrajé dos tiros en el estómago. Cayó al suelo y volví a dispararle otra vez, en la cabeza.
Entonces Jezebel se acercó corriendo, gritando y maldiciendo y empuñando un viejo mosquetón de los que se cargan por el cañón. Me apuntó con él y apretó el gatillo, pero la pólvora explotó sin disparar el proyectil, y le grité que se fuera o que la mataría también a ella. Pero ella siguió corriendo hacia mí blandiendo el mosquetón como si fuera una maza. Lo esquivé, pero me golpeó en diagonal arañándome la piel de un lado de la cabeza; entonces cogí con ambas manos la pistola apuntándole al pecho y apreté el gatillo. El disparo la lanzó hacia atrás varios metros, se tambaleó y cayó al suelo con una mano sobre el pecho y la sangre manando por entre sus dedos.
Me acerqué a ella y me quedé mirándola con la pistola en la mano, blasfemando y maldiciéndola, y entonces ella me clavó su mirada y dijo: «Has matado a Joel y me has matado a mí, pero por Dios te juro que no vivirás para pavonearte de ello. Te maldigo por la gran serpiente y el negro pantano y el blanco gallo. Antes de que acabe el día estarás marcando las vacas de Satán en el infierno. Ya verás, vendré a por ti cuando llegue el momento».
Luego la sangre brotó de sus labios y se derrumbó de espaldas y supe que estaba muerta. Me asusté tanto que se me quitó la borrachera de golpe, así que monté en mi caballo y me alejé cabalgando. Nadie me vio, y al día siguiente le dije a los chicos que el moratón en la cabeza me lo hice con una rama que me había golpeado mientras cabalgaba. Nadie supo nunca que fui yo quien los mató, y tampoco te lo estaría contando a ti ahora si no supiera que no me queda mucho tiempo de vida.
Esa maldición ha estado acosándome, y no sirve de nada intentar esquivarla. Durante todo el trayecto con el ganado podía sentir que algo me perseguía. Antes de llegar a Río Rojo encontré al despertarme una serpiente de cascabel enroscada en mi bota. Después de eso dormí con las botas puestas todo el tiempo. Luego, cuando cruzábamos el Canadian, éste iba un poco crecido y yo cabalgaba a la cabeza, pero entonces el ganado comenzó a arremolinarse sin motivo alguno y de repente me vi atrapado en medio del remolino de ganado. Mi caballo se ahogó y yo también hubiera acabado así si Steve Kirby no me hubiera echado el lazo arrastrándome lejos de las enloquecidas vacas. Más tarde, por la noche, uno de los peones estaba limpiando uno de los rifles de búfalos, y se le resbaló de las manos y de un disparo me agujereó el sombrero. Por entonces los chicos ya bromeaban diciendo que era un gafe.
Pero, tras cruzar el Canadian, el ganado salió en estampida en una de las noches más despejadas y tranquilas que jamás haya visto. Yo estaba vigilando el ganado y no vi ni oí nada que pudiera haberla provocado, pero uno de los chicos dijo que justo antes de la desbandada oyó un débil sonido como de lamento entre un bosquecillo de álamos y vio una extraña luz azul brillando allí. Fuera lo que fuese, los novillos se dispersaron tan repentina e inesperadamente que casi se me echan encima y tuve que salir huyendo para salvar mi trasero. Había novillos a mis espaldas y rodeándome por ambos flancos, y si no hubiera estado montado en el caballo más rápido que jamás haya sido criado en el sur de Texas, me habrían aplastado hasta dejarme hecho papilla.
Bueno, finalmente logré salirme de la riada de reses, y tuvimos que emplear todo el día siguiente para reunidos y traerlos de vuelta. Fue entonces cuando Joe Richards murió. Estábamos recogiendo a los escapados y conduciendo un grupo de novillos, cuando de repente, sin motivo alguno aparente, mi caballo soltó un terrible relincho, reculó y cayó hacia atrás conmigo encima. Salté justo a tiempo para evitar ser aplastado, y entonces un enorme semental de cuerno musgoso soltó un bramido y vino a por mí.
No había árbol alguno mayor que un arbusto cerca, así que intenté sacar la pistola, pero el percutor se quedó enganchado con el cinto y no pude soltarlo. Aquel novillo enloquecido estaba a menos de diez zancadas de mí cuando Joe Richards logró echarle el lazo, pero su caballo, una montura inexperta, fue abatido y cayó sobre un costado. Al caer la montura, Joe intentó esquivarla, pero una de sus espuelas quedó enganchada en la cincha trasera, y en un segundo el novillo lo atravesó con ambos cuernos. Fue una visión terrible.
Para entonces yo había logrado desenfundar la pistola y disparé al novillo, pero Joe ya estaba muerto. Había quedado terriblemente destrozado. Lo enterramos donde había sido abatido y pusimos una cruz de madera encima, y John Elston grabó el nombre y la fecha con su navaja.
Después de eso los chicos ya no bromearon más acerca de que yo fuera un gafe. Casi no me hablaban, y yo me encerré en mí mismo, aunque el Señor sabe que no fue culpa mía.
Finalmente llegamos a Dodge City y vendimos los novillos. Y ayer noche soñé que veía a Jezebel, tan claramente como estoy viendo ahora mi pistola sobre mi cadera. Sonreía como el mismísimo Satanás y dijo algo que no pude entender, pero me señaló y creo que ya sé lo que eso significa.
Bill, no volverás a verme nunca más. Soy hombre muerto. No sé cómo me iré al otro barrio, pero presiento que no viviré para ver otro amanecer. Por eso te escribo esta carta, para que sepas todo lo ocurrido. Supongo que he sido un idiota, pero parece que a los hombres no nos queda más remedio que ir a ciegas y sin un maldito camino marcado que seguir.
En todo caso, sea lo que sea lo que venga a llevárseme, me encontrará de pie y con mi pistola dispuesta. Nunca me he arrodillado ante ningún ser vivo, y no lo haré tampoco ante un muerto. Voy a continuar luchando, pase lo que pase. Llevo la vaina atada todo el tiempo, y limpio y engraso mi pistola cada día. Y, Bill, algunas veces creo que voy a volverme loco, pero supongo que se debe a que últimamente pienso y sueño constantemente sobre Jezebel; y es que estoy usando una de tus viejas camisas de trapo para limpiar, ya sabes, ésa de cuadros negros y blancos que te compraste en San Antonio las navidades pasadas, pero algunas veces cuando estoy limpiando la pistola con ese trapo, ya no veo cuadros negros y blancos. Se vuelven rojos y verdes, como el color del vestido que Jezebel llevaba cuando la maté.
Tu hermano,
Jim
Mi nombre es John Elston. Soy capataz en el rancho del señor J.J. Connolly, en el Condado de Gonzales, Texas. Era el jefe de expedición de ganado en la que Jim Gordon estaba trabajando. Yo compartía habitación de hotel con él. La mañana del tres de noviembre parecía estar de mal humor y no habló mucho. No salió del cuarto conmigo, porque dijo que quería escribir una carta.
No lo volví a ver hasta la noche. Entré en la habitación para coger algo y vi que estaba limpiando su Colt 45. Me reí y le pregunté en broma si tenía miedo de Bat Masterson, y dijo: «John, lo que temo no es humano, pero voy a sobrevivir a tiros si puedo». Me reí y le pregunté de qué tenía miedo, y me dijo: «De una mulata que lleva muerta ya cuatro meses». En ese momento creí que estaba borracho, y me fui. No recuerdo a qué hora sucedió esto, pero ya era de noche.
Ya no volví a verlo vivo. Alrededor de medianoche pasaba yo junto al salón Gran Jefe y oí un disparo, y mucha gente corrió al interior de la cantina. Oí a alguien decir que habían disparado a un hombre. Entré con los demás y me dirigí con la gente al cuarto trasero. Un hombre yacía en la entrada, con las piernas fuera en el callejón y el cuerpo en el vano de la puerta. Estaba cubierto de sangre, pero por su complexión e indumentaria reconocí a Jim Gordon. Estaba muerto. No vi cómo murió, y no sé más de lo que ya he dicho.
Me llamo Michael O’Donnell. Soy el barman de la cantina Gran Jefe en el turno de noche. Unos minutos antes de la medianoche vi a un vaquero hablando con Sam Grimes junto a la entrada del salón. Parecían estar discutiendo. Después de un rato el vaquero entró y se tomó un whisky en la barra. Me percaté de su presencia porque llevaba una pistola, mientras que los otros no llevaban armas a la vista, y porque se le veía muy trastornado y pálido. Daba la impresión de que estaba borracho, pero no creo que lo estuviera. Nunca vi a un hombre con un aspecto como el suyo.
No le presté mucha atención después de eso, porque estuve muy ocupado atendiendo el bar. Supongo que debió de irse al cuarto de atrás. Alrededor de la medianoche oí un disparo en la parte de atrás y Tom Allison salió de allí corriendo diciendo que habían disparado a un hombre. Fui el primero en llegar a donde estaba. Parte de su cuerpo yacía en el cuarto y la otra parte en el callejón. Vi que llevaba un cinto y una funda con grabados mexicanos, y supuse que eran del mismo hombre en el que me había fijado antes. Tenía la mano derecha casi totalmente cercenada, y era tan sólo un amasijo de carne y sangre. Tenía la cabeza reventada de una manera que nunca he visto causada por un disparo. Cuando llegué ya estaba muerto, y creo que debió de morir instantáneamente. Mientras estábamos alrededor del cuerpo, un hombre llamado John Elston se acercó abriéndose paso por entre la muchedumbre y exclamó: «¡Dios mío, es Jim Gordon!».
Me llamo Sam Grimes. Soy ayudante del sheriff del Condado de Ford, Kansas. Vi al difunto, Jim Gordon, antes de que fuera al salón Gran Jefe, aproximadamente a las doce menos veinte del tres de noviembre. Vi que llevaba enfundada su pistola, así que le paré y le pregunté por qué llevaba la pistola, y que si no sabía que iba en contra de la ley. Dijo que la llevaba encima para protegerse. Le dije que si estaba en peligro era mi responsabilidad protegerle, y que debía llevar su arma al hotel y dejarla allí hasta que abandonase la ciudad, porque por su indumentaria supuse que era un vaquero de Texas. Él se rió y dijo: «Agente, ¡ni siquiera Wyatt Earp podría protegerme de mi fatal destino!». Y a continuación entró en el salón.
Me dio la impresión de que estaba enfermo y fuera de sus cabales, así que no lo arresté. Pensé que quizás se tomase una copa y luego se iría y dejaría el arma en su hotel, como le había pedido. Me mantuve alerta vigilándole para asegurarme de que no intentaba atacar a nadie en el salón, pero él no parecía ver a nadie, se tomó la copa en la barra y se marchó a la parte trasera de la cantina.
Unos minutos después un hombre salió corriendo, gritando que alguien había sido asesinado. Fui directo a la habitación de atrás y llegué en el momento en el que Mike O’Donnell se inclinaba sobre el hombre, el cual me pareció el mismo al que había abordado en la calle. Había resultado muerto al explotar la pistola en su mano. No sé a quién había disparado, si es que disparó a alguien. No encontré a nadie en el callejón, ni a nadie que hubiera sido testigo de la muerte excepto Tom Allison. Lo que sí encontré fueron fragmentos de la pistola que había reventado, junto a uno de los extremos del cañón, y todo esto se lo di al juez de instrucción.
Me llamo Thomas Allison. Soy conductor de carros de carga, empleado por McFarlane & Company. La noche del tres de noviembre me encontraba en el salón Gran Jefe. No sé si el difunto estaba allí cuando entré. Había muchos hombres en el salón. Yo había tomado varias copas, pero no estaba borracho. Entonces vi a «Grizzly». Gullins, un cazador de búfalos, que se acercaba a la entrada del salón. Había tenido algunos problemas con él y sabía que era una mala persona. Estaba borracho y yo no quería meterme en líos. Así que decidí salir por la puerta de atrás.
Salí hacia la habitación de atrás y vi a un hombre sentado a una mesa con la cabeza entre las manos. Hice caso omiso de él y continué hacia la puerta trasera, que estaba cerrada por dentro. Descorrí el cerrojo, abrí la puerta y me dispuse a salir.
Entonces vi a una mujer de pie delante de mí. La luz que llegaba al callejón a través de la puerta abierta era débil, pero la vi lo suficientemente bien para saber que se trataba de una mujer negra. No recuerdo cómo iba vestida. No era totalmente negra, sino más bien mulata clara. Pude distinguirlo en la tenue luz. Me sorprendió tanto que me paré en seco, y ella entonces me dijo: «Ve y dile a Jim Gordon que he venido a por él».
Yo le dije: «¿Quién demonios eres tú y quién es Jim Gordon?». Y ella me dijo: «El hombre que viste en la habitación de atrás sentado a la mesa. Dile que he venido».
Algo hizo que me recorriera un frío gélido por todo el cuerpo, no puedo decir por qué. Así que volví a la habitación y dije: «¿Eres Jim Gordon?». El hombre sentado a la mesa me miró y vi que tenía el rostro pálido y desencajado. Le dije: «Alguien quiere verte». El me dijo: «¿Quién quiere verme, forastero?». Y le dije: «Una mulata, allí en la puerta de atrás».
Al oír esto se levantó de un brinco de la silla, derribándola junto a la mesa. Pensé que estaba loco y me alejé de él. Tenía los ojos como los de un demente. Dejó escapar un grito ahogado y se fue a toda prisa hacia la puerta abierta. Lo vi mirar afuera, al callejón, y me pareció oír una risa procedente de la oscuridad. Entonces él gritó otra vez, desenfundó frenéticamente la pistola y disparó a alguien que no pude ver.
Hubo un relámpago que me cegó, e inmediatamente después un terrible estallido, y cuando el humo se disipó un poco, vi al hombre tendido en la puerta con la cabeza y el cuerpo cubiertos de sangre. De la cabeza manaba el cerebro, y había sangre por toda su mano derecha. Corrí a la parte principal del salón, gritando y pidiendo ayuda al barman. No sé si estaba disparando a la mujer o no, o si alguien le disparó a él. Tan sólo oí un único disparo, antes de que su pistola reventara.
En nombre del juzgado de instrucción, habiendo llevado a cabo las pesquisas sobre los restos de James A. Gordon, de Antioch, Texas, hemos llegado al veredicto de muerte accidental por heridas de arma, causadas por la deflagración de la pistola del difunto, al no haber éste retirado el trapo del cañón tras limpiarlo. Porciones del trozo de tela quemada fueron halladas en el cañón. Evidentemente, habían sido parte de un vestido femenino de cuadros rojos y verdes.
Firmado:
J.S. Ordley, Juez de instrucción, Richard Donovan,
Ezra Blaine,
Joseph T. Decker,
Jack Wiltshaw,
Alexander Y. Williams.