«¡Problemas en el torrente del Tularoosa!». Este aviso pretendía que un frío gélido recorriese la espalda de cualquier hombre criado en aquella remota región del interior llamada Canaan, situada entre el río Tularoosa y Río Negro, y donde fuera que le llegara el mensaje, lo condujese a toda prisa de vuelta a aquella región pantanosa.
Era tan sólo un susurro en los labios marchitos de una vieja y renqueante bruja negra, que se esfumó entre la muchedumbre antes de que pudiera alcanzarla, pero me bastó. No era necesario esperar una confirmación ni indagar por qué misteriosos medios propios de los negros le había llegado la noticia. No hacía falta averiguar qué oscuras fuerzas actuaban para que aquellos ajados labios me hubieran revelado la noticia a mí, un hombre de Río Negro. Bastaba que el aviso fuese entregado y entendido.
¿Entendido? ¿Cómo no iba a entender cualquier hombre de Río Negro tal advertencia? Sólo podía significar una cosa: viejos odios supuraban de nuevo de las profundidades de la jungla cenagosa, oscuras sombras se deslizaban entre los cipreses, y la masacre acechaba desde la misteriosa aldea negra emplazada sobre la orilla recubierta del musgo nudoso del lúgubre Tularoosa.
Una hora más tarde, Nueva Orleans seguía alejándose más y más a mis espaldas con cada nueva vuelta de las ruedas cimbreantes. Todo hombre nacido en Canaan mantiene un vínculo invisible que irremediablemente le arrastra a su tierra natal cuando ésta se ve amenazada por la sombra tenebrosa que ha estado al acecho en sus selvas durante más de medio siglo.
Los barcos más rápidos en los que pude embarcar me parecieron insoportablemente lentos al subir el gran río y remontar más arriba las corrientes menores y más turbulentas. Ardía de impaciencia cuando desembarqué en Sharpsville, y aún me quedaban las últimas quince millas de mi viaje. Ya había pasado la medianoche, pero me dirigí a toda prisa al establo donde, como ha venido siendo tradición durante medio siglo, siempre hay un caballo Buckner preparado, día y noche.
Mientras un somnoliento chico negro ajustaba las cinchas, me giré hacia el propietario del establo, Joe Lafely, bostezante y boquiabierto a la luz del farol que sujetaba por encima de su cabeza.
—¿Se rumorea que haya problemas en Tularoosa?
Lo vi palidecer a la luz del farol.
—No lo sé. Algo he oído. Pero vosotros los de Canaan sois gente de pocas palabras. Nadie de fuera sabe lo que ocurre allí.
La noche engulló la luz de su farol y su voz tartajosa mientras me alejaba por la carretera hacia el oeste.
La luna brillaba escarlata a través de los negros pinos. Los búhos ululaban en el bosque, y desde algún lugar llegó el aullido de un perro arrojando su primitiva melancolía a la noche. En la oscuridad que precede al alba crucé el torrente conocido como Nigger Head[7], un afluente de refulgente negritud flanqueado por paredes de sombras opacas. Los cascos del caballo chapotearon por el agua poco profunda y repiquetearon sobre las piedras húmedas con un ruido amplificado por el silencio circundante. Más allá de Nigger Head comienza la región denominada Canaan.
Partiendo del mismo pantano que da nacimiento al Tularoosa, bastante más al norte, el Nigger Head fluye hacia el sur para unirse a Río Negro unas cuantas millas al oeste de Sharpsville, mientras que el Tularoosa serpentea hacia el oeste para encontrarse con el mismo río en un punto más alto. Las aguas de Rio Negro fluyen desde el noroeste hacia el sureste, de manera que estas tres corrientes forman el gran triángulo irregular conocido como Canaan.
En Canaan vivían los hijos e hijas de los primeros colonos blancos que se asentaron en la región, y los hijos e hijas de sus esclavos. Joe Lafely tenía razón; éramos una casta aislada y hermética, autosuficiente y celosa de nuestra reclusión e independencia.
Más allá de Nigger Head el bosque se tornaba más tupido, la carretera se estrechaba zigzagueando por extensiones de pinares sin vallar interrumpidas por el ocasional roble o ciprés. No se escuchaba ruido alguno, a excepción del suave claveteo de los cascos sobre el fino polvo y el crujir de la silla de montar. De repente, alguien rió guturalmente en la oscuridad.
Me erguí y oteé entre los árboles. La luna ya se había puesto y el alba aún no había asomado, y sin embargo un débil resplandor palpitaba entre los árboles y pude distinguir una tenue figura bajo las ramas festoneadas de liquenes. Mi mano buscó instintivamente la culata de una de las pistolas que llevaba, y dicho ademán provocó una segunda carcajada profunda y musical, burlona pero seductora. Divisé un rostro moreno, un par de ojos centelleantes y unos dientes blancos bajo una sonrisa insolente.
—¿Quién demonios eres? —inquirí.
—¿Por qué cabalgas tan tarde, Kirby Buckner? —una risa provocadora borboteó en su voz. El acento era extranjero y desconocido; se distinguía un ligero deje negroide, pero lleno de matices y sensualidad, como el sinuoso cuerpo de su propietaria. En la lustrosa mata de cabello negro, una enorme flor blanca brillaba pálidamente en la oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —pregunté—. Te encuentras a bastante distancia de cualquier cabaña de negros. Y me resultas totalmente desconocida.
—Llegué a Canaan después de que te marcharas —respondió ella—. Mi cabaña está junto al Tularoosa, pero me he perdido. Y mi pobre hermano se ha herido la pierna y no puede caminar.
—¿Dónde está tu hermano? —pregunté inquieto. Su perfecto inglés me incomodaba, acostumbrado como estaba al dialecto de los negros.
—¡Allá atrás, en el bosque… a bastante distancia de aquí! —señaló las oscuras profundidades con un bamboleo de su flexible cuerpo, en lugar de un gesto con la mano, y sonriendo audazmente al mismo tiempo.
En ese momento supe que no había ningún hermano herido, y al percatarse ella de mi incredulidad se rió de mí. Un extraño torbellino de emociones contrarias bullía en mi interior. Nunca antes había prestado atención alguna a una mujer negra o mestiza. Pero esta chica cuarterona era diferente a todas las que había visto antes. Tenía facciones regulares, como las de una mujer blanca, y su acento no era el de una chica del montón. Y sin embargo era salvaje; en el atractivo franco de su sonrisa, en el brillo de sus ojos, en el porte descarado de su cuerpo voluptuoso. Cada gesto, cada ademán que realizaba la diferenciaba del resto de las mujeres; su belleza era indómita y sin ley, más proclive a enloquecer que a aliviar, a cegar a un hombre y marearlo, a despertar en él todas las pasiones desbocadas heredadas de sus antepasados simiescos.
Apenas recuerdo haber descabalgado y atado la montura. La sangre palpitaba sofocante en mis sienes mientras la miraba con el ceño fruncido, desconfiado pero fascinado.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres tú?
Con una risa provocadora me tomó de la mano y me arrastró a las profundidades de las sombras. Fascinado por el fulgor de sus negros ojos, no era consciente de sus maquinaciones.
—¿Y quién no conoce a Kirby Buckner? —se rió—. Todos en Canaan hablan de ti, ya sean blancos o negros. ¡Ven! Mi pobre hermano desea conocerte.
Se rió con una nota de triunfo malicioso.
Fue esta insolencia la que me hizo recobrar los sentidos. Su cínica burla rompió el hechizo casi hipnótico en el que me tenía atrapado.
Me paré en seco, lanzando su mano hacia un lado, gruñendo.
—¿A qué juego endiablado estás jugando, chica?
En ese mismo instante la sirena sonriente se transformó en un gato montés sediento de sangre. Sus ojos ardían con mirada asesina y torció los labios en una mueca, y entonces saltó hacia atrás mientras profería un agudo alarido.
Unos pasos urgentes acudieron a su llamada. Las primeras luces del amanecer se filtraron por entre las ramas, revelando a los asaltantes, tres demacrados gigantes negros que me mostraban sus brillantes dientes y el lustre del acero desenvainado en sus manos.
Mi primera bala atravesó la cabeza del hombre más alto, abatiéndolo y dejándolo sin vida en plena zancada. La segunda pistola se encasquilló. La empuñé golpeando con ella el rostro de otro negro y, mientras caía medio aturdido, saqué rápidamente el machete y me lancé a por el tercero de ellos. Paré su puñalada y con un contragolpe le cercené los músculos de la barriga. Gritó como una pantera de manglar y se abalanzó iracundo sobre mí intentando agarrarme la muñeca en la que sostenía el cuchillo, pero le golpeé la boca con el puño izquierdo y sentí cómo se partían sus labios y se desmenuzaban sus dientes con el impacto mientras caía hacia atrás agitando el cuchillo en el aire desesperadamente. Antes de que pudiera recobrar el equilibrio me lancé sobre él, embistiéndolo, y le propiné una cuchillada de lleno bajo las costillas. Gimió y cayó al suelo sobre un charco de su propia sangre.
Me giré buscando al otro negro. En ese momento se estaba poniendo en pie; la sangre fluía por el rostro y el cuello. Cuando me dispuse a avanzar hacia él, profirió un grito de pánico y huyó atravesando los matorrales. El ruido causado por su ciega huida me llegó amortiguado desde la distancia. La chica había desaparecido.
La curiosa luz que antes me había revelado a la joven cuarterona se había apagado. En la confusión lo había olvidado. Pero no perdí más tiempo en inútiles conjeturas acerca del origen de esa luz mientras me abría camino de regreso a la carretera. El misterio había invadido los pinares, y aquella luz fantasmagórica que había visto entre los árboles era tan sólo una parte de todo ello.
Mi caballo resopló y tiró de las bridas, asustado por el olor a sangre que flotaba en el ambiente sofocante y húmedo. Unos cascos sonaron en la carretera, y se distinguieron unas siluetas bajo la creciente luz. Unas voces preguntaron.
—¿Quién va? ¡Salga a la luz e identifíquese si no quiere recibir un disparo!
—¡Detente, Esau! —respondí—. Soy yo… Kirby Buckner.
—¡Kirby Buckner, por todos los santos! —exclamó Esau McBride, bajando el arma. Las siluetas altas y delgadas de los otros jinetes se apiñaron a su espalda.
—Oímos un disparo —dijo McBride—. Estábamos patrullando la carretera que bordea Grimsville, como hemos estado haciendo cada noche desde hace una semana… desde que asesinaron a Ridge Jackson.
—¿Quién asesinó a Ridge Jackson?
—Los negros del pantano. Eso es todo lo que sabemos. Ridge salió del bosque de buena mañana y llamó a la puerta del capitán Sorley.
El capitán dice que tenía la piel de color ceniciento. Aulló pidiendo al capitán que por el amor de Dios le dejase entrar, que tenía algo urgente que contarle. Bueno, el capitán se dispuso a bajar para abrirle la puerta, pero antes de que llegase oyó una terrible refriega entre los perros que estaban fuera, y un hombre gritó; el capitán supuso que era Ridge. Y cuando llegó a la puerta no había nada, tan sólo un perro muerto que yacía en el patio con la cabeza abierta mientras los demás ladraban excitados. Encontraron a Ridge más tarde, junto a unos pinos a unos cientos de metros de la casa. Por las marcas en la tierra y los arbustos dedujimos que había sido arrastrado por cuatro o cinco hombres. Quizás se cansaron de tirar de él. En cualquier caso, le golpearon en la cabeza hasta que quedó hecha un amasijo sanguinolento y lo dejaron allí tirado.
—¡Cielo santo! —susurré—. Bueno, hay un par de negros tirados ahí atrás en la maleza. Quiero saber si los conocéis. Yo no.
Unos minutos después llegamos al pequeño claro, ahora iluminado por la creciente luz del amanecer. Una figura negra yacía con los brazos y las piernas extendidos sobre la pinocha revuelta, y con la cabeza sobre un charco de sangre y sesos. Había extensas manchas de sangre en la tierra y en los arbustos al otro lado del pequeño claro, pero el negro herido había desaparecido.
McBride volteó el cadáver con el pie.
—Es uno de los negros que vino con Saúl Stark —farfulló.
—¿Quién diablos es ése? —inquirí.
—Un extraño negro que se asentó aquí después de que tú marcharas río abajo por última vez. Viene de Carolina del Sur, dice. Vive en aquella vieja cabaña junto al Neck, ya sabes, la choza donde antes vivían los negros del Coronel Reynolds.
—Supongo que lo mejor será que regreses conmigo hasta Grimsville, Esau —sugerí—, y que de camino me cuentes toda la historia. El resto de vosotros podéis explorar la zona a ver si encontráis a un negro herido entre la maleza.
Estuvieron de acuerdo sin rechistar. De forma tácita, los Buckner siempre habían sido considerados líderes en Canaan, y resultaba natural que fuera yo el que lo sugiriera. Nadie da órdenes a los hombres blancos de Canaan.
—Supuse que vendrías volando —comentó McBride mientras cabalgábamos por la cada vez más iluminada carretera—. Siempre te las apañas para estar al tanto de lo que ocurre en Canaan.
—¿Y qué ocurre? —inquirí—. No sé nada. Una vieja negra me pasó aviso en Nueva Orleans de que había problemas. Naturalmente, regresé a casa tan pronto como pude. Tres extraños negros me asaltaron —en aquel momento sentí una curiosa reticencia a mencionar a la mujer—. Y ahora tú me dices que alguien ha asesinado a Ridge Jackson. ¿De qué va todo esto?
—Los negros del pantano mataron a Ridge para cerrarle la boca —afirmó McBride—. Es la única explicación posible. Seguramente se encontraban muy cerca de él cuando llamó a la puerta del capitán Sorley. Ridge trabajó la mayor parte de su vida a las órdenes del capitán Sorley, y tenía en gran estima al viejo capitán. Se está cociendo algo endemoniado en los pantanos y Ridge probablemente quiso advertir al capitán. Ésa es la conclusión a la que he llegado.
—¿Advertirle de qué?
—No lo sabemos —confesó McBride—. Por eso estamos todos con los nervios de punta. Debe de tratarse de algún tipo de rebelión.
Esa única palabra bastaba para golpear con frío gélido el corazón de cualquier habitante de Canaan. Los negros se habían rebelado en 1845, y el sangriento horror de aquella revuelta no había sido olvidado, ni tampoco las tres insurrecciones menores previas, cuando los esclavos se alzaron, propagando el fuego y la muerte desde el Tularoosa hasta las orillas de Río Negro. El miedo a un alzamiento de los negros acechaba constantemente en las profundidades de aquel olvidado y remoto páramo; incluso los bebés lo aprendían a temer en sus cunas.
—¿Qué te hace pensar que se trata de una revuelta? —pregunté.
—En primer lugar, los negros han abandonado los campos. Todos parecen andar ocupados en Goshen. No he visto a un solo negro cerca de Grimsville desde hace una semana. Los negros de la ciudad se han marchado.
En Canaan aún mantenemos una clara distinción originada antes de la guerra. Los «negros de ciudad» son descendientes de los sirvientes domésticos de aquellos tiempos, y la mayoría viven en Grimsville o sus alrededores. No son muchos, comparados con la masa de «negros del pantano» que habitan en pequeñas granjas junto a los torrentes y las orillas de los pantanos, o en el poblado negro de Goshen a orillas del Tularoosa. Son descendientes de la mano de obra que trabajaba los campos en otros tiempos y, al no tener contacto con la cortés civilización que refino las naturalezas de los sirvientes domésticos, siguen siendo tan primitivos como sus antepasados africanos.
—¿Adonde han ido los negros de la ciudad? —pregunté.
—Nadie lo sabe. Se esfumaron hace una semana. Probablemente anden escondidos más abajo, a orillas de Río Negro. Si ganamos, volverán. Si no lo hacemos, irán a refugiarse a Sharpsville.
Su forma de expresarse me pareció un tanto irritante, como si el hecho de la rebelión fuera algo seguro.
—Bueno, ¿y qué habéis hecho? —pregunté.
—No hemos podido hacer mucho —confesó él—. Los negros no han hecho nada que los delate, a excepción de asesinar a Ridge Jack— son; y no hemos podido probar quién lo ha hecho, o por qué. Se han limitado a desaparecer. Pero es todo demasiado sospechoso. No podemos evitar pensar que Saúl Stark está tras todo esto.
—¿Quién es ese tipo? —le pregunté.
—Ya te dije todo lo que sé. Consiguió un permiso para establecerse en aquella cabaña abandonada a orillas del Neck; un enorme diablo negro que habla en un inglés mejor que el que me habría gustado oír en un negro. Pero era bastante respetuoso. Lo acompañaban tres o cuatro verracos negros de Carolina del Sur, y una chica mulata que quizás fuese su hija, hermana, o esposa, o Dios sabe qué. Sólo estuvo en Grimsville en aquella ocasión, y unas pocas semanas después vino a Canaan. Entonces los negros empezaron a comportarse de forma extraña. Algunos de los muchachos han sugerido viajar hasta Goshen y plantarles cara, pero eso sería actuar a la desesperada.
Sabía que él pensaba en la espeluznante historia que nuestros abuelos nos contaron sobre una expedición de castigo que partió desde Grimsville y de cómo fueron emboscados y masacrados entre los espesos matorrales tras los que se ocultaba el pueblo de Goshen; luego, mientras otra partida marchaba para perseguir a esclavos fugados, una sanguinaria banda devastó Grimsville, que debido a aquella imprudente expedición quedó totalmente indefenso ante el ataque.
—Nos harían falta todos los hombres para capturar a Saúl Stark —dijo McBride—. Y no nos atrevemos a dejar la ciudad desprotegida. Pero pronto tendremos que… pero ¿qué es esto?
Habíamos salido de la espesura de los árboles y estábamos entrando ya en Grimsville, el centro de la comunidad blanca que habitaba Canaan. Sus edificios no eran pretenciosos. Abundaban las cabañas de troncos, limpias y blanqueadas. Pequeñas casitas de campo se agolpaban alrededor de grandes caserones anticuados que cobijaban a la poco cultivada aristocracia de aquella tosca democracia. Todas las familias «hacendadas» vivían «en la ciudad». «El campo» se hallaba ocupado por sus arrendados y por una pequeña cantidad de granjeros independientes, blancos y negros.
Había una pequeña cabaña de maderos en la carretera al borde del bosque. Unas voces salieron de ella; sonaban amenazantes, y una figura alta y desgarbada, rifle en mano, permanecía de pie en la puerta.
—¡Buenas, Esau! —nos saludó el hombre—. ¡Que me aspen si no es Kirby Buckner en persona! Me alegro de verte, Kirby.
—¿Qué ocurre, Dick? —preguntó McBride.
—Tengo a un negro ahí dentro en la choza; estoy intentando hacerle hablar. Bill Reynolds lo vio escabullándose a las afueras de la ciudad a plena luz del día y le echó el guante.
—¿Quién es? —pregunté.
—Tope Sorley. John Willoughby se ha ido a por un blacksnake[8].
Reprimí una maldición mientras descabalgaba de un salto y entraba en la choza seguido por McBride.
Media docena de hombres con botas y cartucheras se apelotonaban alrededor de una figura patética encogida de miedo sobre una vieja litera rota. Tope Sorley (sus antepasados adoptaron el apellido de la familia a la que servían en tiempos de esclavitud) tenía un aspecto lamentable en ese momento. Su piel tenía un tono ceniciento, los dientes le castañeteaban espasmódicamente, y sus ojos parecían querer girar totalmente en sus cuencas hasta desaparecer dentro de su cabeza.
—¡Aquí está Kirby! —gritó uno de los hombres mientras me abría paso entre el grupo—. ¡Qué te apuestas a que hace hablar a esta rata negra!
—¡Aquí viene John con el blacksnake! —gritó alguien, y un escalofrío recorrió el tembloroso cuerpo de Tope Sorley.
Aparté a un lado la empuñadura del feo látigo que me ofrecían.
—Tope —dije—, tú has trabajado en una de las granjas de mi padre durante años. ¿Alguna vez te ha tratado injustamente algún Buckner?
—No, señor —respondió débilmente.
—Entonces, ¿qué temes? ¿Por qué no hablas? Algo está ocurriendo en los pantanos. Tú lo sabes, y quiero que nos cuentes por qué los negros de la ciudad han huido, por qué Ridge Jackson fue asesinado, por qué los negros del pantano actúan tan misteriosamente.
—¡Y qué tipo de maldad está tramando ese maldito Saúl Stark a orillas del Tularoosa! —gritó uno de los hombres.
Tope pareció encogerse aún más ante la mención de Stark.
—No me atrevo —se estremeció—. ¡Me meterá en el pantano!
—¿Quién? —pregunté—. ¿Stark? ¿Es Stark un brujo?
Tope hundió la cabeza entre las manos y no respondió. Le puse una mano en el hombro.
—Tope —le dije—, sabes que si nos lo cuentas nosotros te protegeremos. Si no hablas, no creo que Stark vaya a hacerte mucho más de lo que podrían hacerte estos hombres. Ahora, habla. ¿Qué está pasando?
Alzó una mirada desesperada.
—Todos ustedes tienen que dejar que me quede aquí —se estremeció—. Y protegerme, y darme dinero para que pueda marcharme cuando acabe todo.
—Lo haremos —acepté inmediatamente—. Puedes quedarte en esta cabaña hasta que estés listo para marcharte a Nueva Orleans, o donde quieras ir.
Al final cedió. Se derrumbó, y las palabras brotaron de sus labios lívidos.
—Saúl Stark es un brujo. Vino aquí porque es un lugar remoto y perdido en el campo. Quiere eliminar a todos los blancos de Canaan…
Un aullido se alzó entre el grupo de hombres, un aullido como el que brota espontáneamente de las gargantas de una manada de lobos que presiente el peligro.
—Pretende convertirse en el rey de Canaan. Esta mañana me ordenó venir aquí y averiguar si el señor Kirby había logrado llegar. Envió a unos hombres para que lo asaltaran en la carretera, pues sabía que el señor Kirby regresaba a Canaan. Hay negros haciendo vudú a orillas del Tularoosa desde hace semanas. Ridge Jackson iba a avisar al capitán Sorley; así que los negros de Stark lo siguieron y lo asesinaron. Esto hizo que Stark se volviera totalmente loco. El no quería matar a Ridge, quería meterlo en el pantano con Tunk Bixby y los otros.
—¿De qué hablas? —pregunté.
Lejos, en el bosque, se oyó un extraño y agudo alarido, como el chillido de un pájaro. Pero ningún pájaro semejante se había oído jamás en Canaan. Tope gritó, como respondiéndole, y se enroscó sobre sí mismo. Se hundió en la litera totalmente paralizado por el terror.
—¡Eso era una señal! —dije abruptamente—. Que alguien salga ahí fuera.
Media docena de hombres salieron corriendo obedeciendo mis órdenes, y volví a la tarea de intentar que Tope retomara su confesión. Fue inútil. Un miedo paralizante había sellado sus labios. Permaneció temblando como un animal herido y ni siquiera parecía oír mis preguntas. Nadie sugirió que utilizara el blacksnake. Cualquiera podía ver que el negro se hallaba paralizado por el terror.
Finalmente los que salieron a explorar volvieron con las manos vacías. No habían visto a nadie, y la espesa alfombra de hojas de pino no mostraba ninguna huella. Los hombres me miraron expectantes. Como hijo del Coronel Buckner, esperaban que yo liderara.
—¿Qué piensas, Kirby? —preguntó McBride—. Beckinridge y los otros acaban de regresar. No han podido encontrar al negro que acuchillaste.
—Había otro negro al que golpeé con una pistola —dije—. Quizás regresó al claro y ayudó a su compañero —seguía sintiéndome incapaz de mencionar a la chica mulata—. Dejad a Tope en paz. Quizás se recupere del susto dentro de un rato. Será mejor que dejemos un guarda en la cabaña todo el tiempo. Los negros del pantano podrían intentar matarle, como hicieron con Ridge Jackson. Lo mejor es que exploremos las carreteras que rodean la ciudad, Esau; puede que algunos de ellos anden escondidos en el bosque.
—Yo lo haré. Supongo que querrás ir a tu casa ahora, a ver a tu gente.
—Sí. Y también quiero cambiar estos dos juguetes por un par del calibre 44. Luego saldré con el caballo y avisaré a la gente del campo para que vengan a Grimsville. En caso de que haya un alzamiento, no sabemos cuándo comenzará.
—¡No irás solo! —protestó McBride.
—No me ocurrirá nada —respondí impaciente—. Todo esto puede que no sirva para nada, pero es mejor prevenir. Ésa es la razón de que vaya a buscar a la gente del campo. No, no quiero que nadie venga conmigo. En caso de que los negros estén tan locos como para atacar la ciudad, necesitaréis a todos los hombres que tenéis. Pero si puedo atrapar a algunos de los negros del pantano y hablar con ellos, no creo que se produzca ningún ataque.
—No les verás el pelo —predijo McBride.
Aún no era mediodía cuando salí del pueblo en dirección oeste por la vieja carretera. Fui engullido rápidamente por espesos bosques. Densas paredes de pinos me escoltaban a ambos lados, abriéndose ocasionalmente a campos circundados por cercas de estacas dispersas, con las cabañas de madera de los arrendados o propietarios en las inmediaciones y el habitual jaleo de niños rubios despeinados y podencos de pelo lacio.
Algunas de las cabañas estaban vacías; algunas pertenecieron a blancos que marcharon a Grimsville, otras a negros que se trasladaron a los pantanos o huyeron al amparo de los negros de la ciudad, según fueran sus filiaciones. En cualquier caso, el vacío de sus casuchas provocaba reminiscencias siniestras.
Un silencio tenso se cernía sobre los pinares, roto tan sólo por la ocasional llamada lastimera de un granjero. Mi avance no era rápido, ya que de vez en cuando me desviaba de la carretera principal para dar aviso a alguna cabaña solitaria agazapada a orillas de un torrente entre matorrales. La mayoría de estas granjas estaban situadas al sur de la carretera; los asentamientos de blancos no se adentraban muy al norte porque en esa dirección se extendía el torrente del Tularoosa con sus zonas pantanosas recubiertas de jungla y que se derramaba hacia el sur en vías de agua como dedos estirados.
El aviso era breve; no era necesario discutir o dar explicaciones. Bastaba con avisarles desde la montura:
—Vayan a la ciudad; se está montando jaleo en el Tularoosa.
Los rostros palidecían y la gente dejaba lo que estuviera haciendo: los hombres cogían las armas y soltaban las muías de los arados para atarlas a los carros, las mujeres apilaban las pertenencias necesarias y llamaban a los niños para que dejaran de jugar. Mientras cabalgaba podía oír los cuernos sonando de un extremo al otro de los torrentes, convocando a los hombres de las tierras más distantes… sonando como no habían sonado desde hacía una generación, un aviso y al mismo tiempo un desafío que sabía que llegaría a los oídos atentos en los límites de los pantanales. El campo se vaciaba tras de mí, derramándose en estrechos pero continuos hilos de gente dirigiéndose a Grimsville.
La luz del sol oscilaba entre las ramas más altas de los pinos cuando llegué a la cabaña de los Richardson, la cabaña «blanca» más occidental en Canaan. Más allá se encontraba el Neck, el ángulo de tierra formado por la unión del Tularoosa con Río Negro, una extensión selvática tan sólo ocupada por chozas de negros dispersas.
La señora Richardson me habló con voz ansiosa desde los escalones del porche.
—¡Vaya, señor Kirby, qué alegría verle de nuevo por Canaan! Hemos estado oyendo los cuernos toda la tarde. ¿Qué ocurre? No será…
—Será mejor que tú y Joe recojáis a los niños y os vayáis a Grimsville —respondí—. Aún no ha ocurrido nada, y puede que no ocurra, pero más vale prevenir. Se están yendo todos.
—¡Nos iremos ahora mismo! —exclamó alterada, empalideciendo al tiempo que se quitaba el delantal—. Dios mío, señor Kirby, ¿cree que nos atraparán antes de que lleguemos a la ciudad?
Negué con la cabeza.
—Atacarán de noche, en todo caso. Tan sólo queremos asegurarnos. Probablemente no ocurra nada.
—Me apuesto lo que sea a que se equivoca, Kirby —predijo ella, entrando en frenética actividad—, llevo escuchando los tambores en la cabaña de Saúl Stark desde hace una semana. También sonaron los tambores durante la Gran Rebelión. Papá me hablaba de ellos muchas veces. Los negros despellejaron vivo a su hermano. Los cuernos sonaban de un lado al otro de los torrentes, y los tambores sonaban más alto aún. Regresará con nosotros al pueblo, ¿verdad, señor Kirby?
—No, voy a explorar la senda un trecho.
—No se aleje mucho. Podría toparse con el viejo Saúl Stark y sus demonios. ¡Dios mío! ¿Dónde está este hombre? ¡Joe! ¡Joe!
Su voz aguda me persiguió mientras me alejaba por la senda, puntuada por el miedo.
Más allá de la granja de los Richardson los pinos daban paso a los robles. La maleza se hacía más fétida. Un aroma a vegetación putrefacta impregnaba las ráfagas intermitentes de aire. Ocasionalmente divisaba una cabaña de negros, medio escondida bajo los árboles, pero siempre silenciosa y desierta. Las cabañas de negros vacías tan sólo podían significar una cosa: los negros se estaban agrupando en Goshen, unas millas al este del Tularoosa; y esa reunión tan sólo podía significar una cosa.
Mi objetivo era la choza de Saúl Stark. Tomé la decisión al escuchar la absurda historia de Tope Sorley. No cabía la menor duda de que Saúl Stark era la figura dominante en toda esta red de misterio, con Saúl Stark era con quien tenía intención de negociar. El hecho de que pudiera estar arriesgando la vida era una posibilidad que todo hombre que asume la responsabilidad del liderazgo debe aceptar.
El sol se inclinaba a través de las ramas más bajas de los cipreses cuando llegué allí… una cabaña de troncos se recortaba contra un fondo de sombría jungla tropical. Unos pasos más allá comenzaba el lago inhabitable en el que el Tularoosa derramaba sus turbias aguas en el cauce de Río Negro. Un hedor a decadencia flotaba en el aire; una capa de musgo grisáceo recubría los árboles, y enredaderas venenosas se enroscaban formando hediondas marañas.
—¡Stark! ¡Saúl Stark! ¡Sal aquí fuera! —grité.
No hubo respuesta. Un silencio primigenio se cernía sobre el pequeño claro del bosque. Desmonté, até la montura y me acerqué a la tosca y pesada puerta. Quizás pudiera encontrar en la cabaña alguna pista sobre el misterio de Saúl Stark, o al menos las herramientas y la parafernalia de su perverso oficio. De repente la débil brisa cesó. La quietud se hizo tan intensa que golpeaba los sentidos como si fuera algo físico. Me detuve, sobrecogido; fue como si un instinto secreto me estuviera gritando alguna urgente advertencia.
Me erguí y sentí cada músculo de mi cuerpo temblando ante aquel aviso del subconsciente; algún oscuro y profundo instinto percibía el peligro, como el que presiente un hombre ante la presencia de una serpiente de cascabel en la oscuridad, o de una pantera de manglar agazapada entre los matorrales. Saqué una pistola, apartando ramas y arbustos, pero no percibí ninguna sombra o movimiento que delatara la emboscada que andaba temiendo. Pero mi instinto era innegable; lo que sentía no estaba agazapado en el bosque a mi alrededor; estaba dentro de la cabaña… esperando. En un intento de alejar esos pensamientos y molesto por un vago recuerdo que resonaba incesante al fondo de mi cerebro, volví a avanzar. Y de nuevo, me paré en seco, con un pie sobre uno de los diminutos escalones y una mano a medio camino del pomo con la intención de abrir. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, una sensación como la que experimenta un hombre al que el destello de un relámpago revela el negro abismo que se abre ante sus pies. Por primera vez en mi vida supe el significado del miedo; supe que un horror negro me esperaba dentro de aquella sombría cabaña bajo cipreses musgosos… un oscuro horror contra el que se revelaban aterrados todos los instintos primitivos que había heredado.
Y aquel insistente recuerdo indefinido tomó cuerpo repentinamente. Era el recuerdo de cuentos que relataban cómo los hombres vudú dejaban al ausentarse de sus chozas a un poderoso espíritu yuyu para que provocase la demencia y la muerte a cualquiera que osara entrar. Los hombres blancos achacaban dichas muertes al miedo supersticioso y a la sugestión hipnótica. Pero en ese preciso instante comprendí la sensación de peligro que me acechaba; entendí el horror que manaba como una niebla invisible de aquella choza maldita. Sentí la realidad de la existencia del yuyu, espíritu que los hombres vudú representaban simbólicamente en grotescas figuras de madera y colocaban en sus chozas.
Saúl Stark se había ido; pero había dejado una Presencia para que vigilase su choza.
Retrocedí con las palmas de las manos empapadas de sudor. Ni por una bolsa de oro me habría asomado a las ventanas cerradas o habría tocado aquella puerta. El arma pendía de mi mano, sabía que era inútil contra aquella Cosa en el interior de la cabaña. No sabía qué era, pero sabía que era algo brutal y desalmado salido de los negros pantanos e invocado por la magia del vudú. El hombre y los animales no son los únicos seres sensibles que vagan por este planeta. Hay Cosas invisibles… oscuros espíritus procedentes de los profundos pantanos y el limo del lecho de los ríos… los negros los conocen…
Mi caballo temblaba como una hoja y se arrimó a mí como si buscara seguridad en el contacto físico. Monté y me alejé intentando reprimir el pánico para no espolear la montura y salir pitando alocadamente por el sendero.
Se me escapó un suspiro involuntario de alivio cuando el lúgubre claro quedó oculto a mis espaldas y se perdió de mi vista. En esta ocasión no me recriminé por ser un tonto crédulo. La experiencia había sido demasiado real. No fue cobardía lo que me impulsó a alejarme de aquella choza vacía; fue el instinto natural de supervivencia, como el que mantiene alejada a una ardilla del nido de una serpiente cascabel.
El caballo relinchó y respingó violentamente. Ya tenía la pistola en la mano antes de vislumbrar lo que me había sobresaltado. Y de nuevo una risa musical y llena de matices atrajo mi atención.
Ella estaba recostada contra el tronco de un árbol, con las manos entrelazadas tras su lustrosa cabeza, posando y mostrando insolentemente su figura sensual. La salvaje fascinación que provocaba no disminuía a la luz del día; en todo caso, la aumentaba al resplandor de los rayos oblicuos.
—¿Por qué no entraste en la cabaña del yuyu, Kirby Buckner? —dijo en tono burlón bajando los brazos y separándose del árbol con insolentes movimientos.
Iba vestida como jamás había visto ataviada a mujer alguna del pantano, o a cualquier otra mujer. Sandalias de piel de serpiente en los pies adornadas con diminutas caracolas jamás vistas en este continente. Una falda corta de seda de color rojo fuego moldeaba sus voluptuosas caderas, sujeta con un cinturón ancho adornado con abalorios. Unas primitivas tobilleras y pulseras entrechocaban al moverse, con elaborados ornamentos de oro toscamente labrados de un origen tan africano como el peinado recogido en alto que lucía. Nada más llevaba, y en el pecho, entre los sinuosos senos, divisé débiles líneas de tatuajes sobre su piel trigueña.
Posaba en actitud burlona ante mis ojos, no seductora sino con sorna. Una malicia triunfal relucía en sus oscuros ojos; los rojos labios mostraban una mueca de cruel regocijo. Al mirarla, me resultaba fácil creer en todos aquellos cuentos que había oído sobre torturas y mutilaciones infligidas por mujeres de razas salvajes a sus enemigos heridos. Resultaba una figura extraña incluso para estos parajes primitivos; hubiera necesitado un escenario aún más lúgubre, más bestial, un escenario de jungla humeante y negros pantanos hediondos, llameantes fuegos, festines caníbales y altares sangrientos dedicados a abismales dioses tribales.
—¡Kirby Buckner! —parecía acariciar las sílabas con su lengua encarnada, y sin embargo la entonación sonaba a oscuro insulto—. ¿Por qué no entraste en la cabaña de Saúl Stark? ¡No estaba cerrada! ¿Tuviste miedo de lo que podías encontrar dentro? ¿Temías salir de allí con los cabellos blancos como los de un viejo y los labios babeantes de un idiota?
—¿Qué hay en la choza? —inquirí.
Ella se rió en mi cara, y chascó los dedos con un curioso movimiento.
—Es uno de los que aparecen como niebla negra de la noche cuando Saúl Stark toca el tambor yuyu y dirige los oscuros encantamientos a los dioses que se arrastran sobre sus estómagos en el fondo del pantano.
—¿Qué hace Stark aquí? Los negros del lugar estaban tranquilos hasta que él llegó.
Sus rojos labios se curvaron con desprecio.
—¿Esos perros negros? Son sus esclavos. Si le desobedecen, él les mata, o los echa al pantano. Hemos buscado desde hace mucho tiempo un lugar para iniciar nuestro reinado. Hemos elegido Canaan. Vosotros los blancos debéis marcharos. Y como sabemos que no se puede obligar a los blancos a que abandonen sus tierras, debemos mataros a todos.
Ahora era mi turno para reírme siniestramente.
—Ya lo intentaron en 1945.
—Pero entonces no tenían a Saúl Stark para liderarlos —contestó ella calmadamente.
—Bueno, supongamos que ellos ganan. ¿Piensas que ahí acabaría todo? Otros hombres blancos vendrían a Canaan y les darían caza a todos ellos.
—Tendrían que venir atravesando el agua —respondió ella—. Podemos defender los ríos y torrentes. Saúl Stark tendrá por entonces muchos siervos en los pantanos que harán todo lo que les ordene. El será el rey del Canaan negro. Nadie puede cruzar las aguas para atacarle. Gobernará a su tribu, como sus padres gobernaron sus tribus en la Tierra Antigua.
—¡Está loca de atar! —murmuré. Luego la curiosidad me incitó a seguir preguntando—. ¿Y quién es ese lunático? ¿Qué relación tienes tú con él?
—Es el hijo de un cazador de brujas del Congo, y es el sacerdote vudú más grande de toda la Tierra Antigua —respondió, riéndose de mí otra vez— ¿Yo? Sabrás quién soy esta noche en el pantano, en la Casa de Damballah.
—¿Sí? —gruñí—. ¿Y qué me impide llevarte conmigo a Grimsville? Conoces las respuestas a todas las preguntas que deseo formular.
Su risa fue como el latigazo de una fusta de terciopelo.
—¿Tú me vas a arrastrar al pueblo de los blancos? Ni siquiera la muerte y el infierno podrían evitar que acuda a la Danza de la Calavera esta noche en la Casa de Damballah. Tú ya eres mi prisionero —se rió con sorna al ver cómo me estremecía y miraba alarmado a las sombras de mi alrededor—. Nadie se oculta allí. Estoy sola, y tú eres el hombre más fuerte de Canaan. Incluso Saúl Stark te teme, por eso me envió con tres hombres para matarte antes de que llegases al pueblo. Y sin embargo tú eres mi prisionero. Sólo tengo que hacer una señal, así —arrugó un dedo desdeñosamente—, y tú acudirás a las hogueras de Damballah y a los cuchillos de los torturadores.
Me reí de ella, pero mi risa sonaba hueca. No podía negar el increíble magnetismo de esta hechicera mulata; fascinaba y atraía, arrastrándome a ella, venciendo mi fuerza de voluntad. No podía negar este poder, al igual que no podía negar el peligro que manaba de la choza yuyu.
Debió notar mi nerviosismo, porque sus ojos brillaron con un triunfo depravado.
—Los negros son idiotas, todos menos Saúl Stark —se rió—. Los blancos también son idiotas. Soy la hija de un blanco que vivió en la cabaña de un rey negro y que copuló con sus hijas. Conozco la fuerza de los hombres blancos, pero también sus debilidades. Ayer noche fracasé cuando nos encontramos en el bosque. ¡Pero ahora no puedo fracasar! —su voz vibró con una exultación salvaje—. Con la sangre de tus venas te he atrapado. El cuchillo del hombre al que mataste te hirió en una mano… ¡Siete gotas de sangre que cayeron sobre la hojarasca me han dado tu alma! Tomé esa sangre, y Saúl Stark me ofreció al hombre que escapó. Saúl Stark odia a los cobardes. Con su corazón aún caliente y palpitante y las siete gotas de tu sangre, Kirby Buckner, realicé un encantamiento en las profundidades de los manglares que tan sólo una novia de Damballah puede realizar. ¡Ya sientes su llamada! ¡Oh, eres fuerte! El hombre al que atacaste con tu cuchillo murió en menos de una hora. Pero no puedes luchar contra mí. Tu sangre te ha convertido en mi esclavo. Te he lanzado un conjuro.
¡Por todos los cielos! ¡No era simple demencia lo que esta mujer afirmaba! Hipnotismo, magia, llámenlo como gusten, sentí su violento ataque en mi cerebro y mi voluntad… un impulso ciego e inconsciente que parecía arrastrarme contra mi voluntad hasta el borde de un abismo innombrable.
—¡Te he lanzado un encantamiento al que no podrás resistirte! —gritó—. ¡Cuando te llame, acudirás! Me seguirás hasta el confín de los pantanos. Verás la Danza de la Calavera y serás testigo del final del pobre diablo que intentó traicionar a Saúl Stark… que soñó con resistirse a la llamada de Damballah cuando la escuchó. Hoy será enviado al pantano, como Tunk Bixby y los otros cuatro idiotas que se opusieron a Saúl Stark. Podrás ser testigo de ello. Conocerás y comprenderás tu propio destino. ¡Y luego tú también serás enviado al pantano, a la oscuridad y el silencio profundo, como la oscuridad del África noctívaga! Pero antes de que te engulla esta oscuridad experimentarás afilados cuchillos y pequeños fuegos… ¡Oh, sí, suplicarás por tu muerte, incluso suplicarás por la muerte que hay más allá de la muerte!
Con un grito ahogado desenfundé la pistola y apunté directamente a su pecho. Estaba amartillada y mi dedo en el gatillo. A esa distancia no podía fallar. Pero ella miró directamente al cañón negro y se rió… se rió y rió con carcajadas salvajes que me helaron la sangre en las venas.
¡Me quedé allí petrificado como una estatua, apuntando con una pistola que no era capaz de disparar! Una terrorífica parálisis me atrapó. Sabía con aturdida certeza que mi vida dependía de que lograra apretar ese gatillo, pero era incapaz de curvar el dedo… no podía, a pesar de que todos los músculos de mi cuerpo temblaban por el esfuerzo y el sudor comenzaba a manar de mi rostro en gotas frías. En ese momento dejó de reír y se quedó quieta mirándome de una forma indescriptiblemente siniestra.
—No puedes dispararme, Kirby Buckner —dijo calmadamente—. He esclavizado tu alma. No puedes entender mi poder, pero te ha atrapado. Es el hechizo de la Novia de Damballah… La sangre que mezclé con las aguas de África reclama la sangre de tus venas. Esta noche vendrás a mí, a la Casa de Damballah.
—¡Mientes! —mi voz sonó como un graznido antinatural explotando en mis labios resecos—. Me has hipnotizado, malvada, por eso no puedo apretar el gatillo. Pero no puedes arrastrarme a ti por los pantanos.
—Eres tú el que mientes —contestó con calma—. Sabes que mientes. Regresa a Grimsville o a donde te plazca, Kirby Buckner. Pero cuando se ponga el sol y las oscuras sombras repten desde los pantanos, me verás llamándote, y me seguirás. Llevo mucho tiempo planeando tu fin, Kirby Buckner, desde la primera vez que oí a los blancos de Canaan hablar de ti. Fui yo quien hizo correr la voz río abajo que te trajo de regreso a Canaan. Ni siquiera Saúl Stark conoce mis planes.
»A1 amanecer, Grimsville arderá, y las cabezas de los blancos rodarán por las calles ensangrentadas. Pero esta noche es la Noche de Damballah, y el sacrificio de un blanco será ofrecido a los dioses negros. Escondido tras los árboles, podrás ver la Danza de la Calavera… y entonces te llamaré para que vengas… ¡a morir! Y ahora, ¡vete, idiota! ¡Corre tan lejos y tan rápido como quieras! A la puesta de sol, estés donde estés, ¡dirigirás tus pasos a la Casa de Damballah!
Y saltando como una pantera desapareció entre el espeso follaje, y al desaparecer ella la extraña parálisis dejó mi cuerpo. Con una maldición ahogada disparé a ciegas contra ella, pero tan sólo me llegó flotando una risa burlona.
Luego, aterrorizado, desaté mi caballo y lo espoleé por el sendero. La razón y la lógica se habían esfumado momentáneamente de mi cerebro, dejándome a merced de un miedo ciego y primitivo. Me había enfrentado a una magia que mi fuerza no podía resistir. Había sentido cómo mi voluntad era subyugada por el hipnótico embrujo de los ojos de una mulata. Y ahora me embargaba un ansia torrencial… un deseo salvaje de poner tanta distancia como pudiera antes de que el sol desapareciera por el horizonte y las negras sombras llegaran arrastrándose desde los pantanos.
Y sin embargo no podía librarme del amenazador espectro. Era como un hombre que corría en una pesadilla, intentando escapar de un fantasma monstruoso que seguía mis pasos a pesar de mi desesperada velocidad.
No había llegado aún a la cabaña de los Richardson cuando por encima del repiqueteo de mi montura oí cascos de caballos delante de mí, y unos segundos más tarde, tras una curva en el sendero, a punto estuve de arrollar a un tipo alto y enjuto montado sobre un caballo igual de flaco que su jinete.
Gritó y reculó mientras yo tiraba hacia atrás de las riendas de mi caballo, lo alzaba sobre sus ancas y le colocaba la pistola a la altura del pecho.
—¡Cuidado, Kirby! ¡Soy yo, Jim Braxton! ¡Cielo santo, tienes aspecto de haber visto un fantasma! ¿Qué es lo que te persigue?
—¿Adonde vas? —pregunté, bajando el arma.
—Te estaba buscando. La gente empezó a preocuparse porque ya era tarde y no habías vuelto con los refugiados, de modo que les propuse que saldría yo a buscarte. La seña Richardson dijo que te dirigiste hacia el Neck. ¿Dónde demonios has estado?
—En la cabaña de Saúl Stark.
—Te has arriesgado mucho. ¿Qué encontraste allí?
La visión de otro hombre blanco por algún motivo calmó mis encrespados nervios. Abrí la boca para relatarle mi aventura, pero me estremecí al oírme a mí mismo decir:
—Nada. No estaba allí.
—Me pareció oír un disparo hace un rato —afirmó echándome una curiosa mirada de reojo.
—Disparé a una víbora de cabeza cobriza —respondí, y volví a estremecerme.
Esta reticencia a hablar de la mujer morena era imperiosa; no podía hablar de ella, al igual que no pude apretar el gatillo de la pistola con que la apuntaba. Y no puedo describir el horror que se apoderó de mí cuando reparé en este hecho. Ahora me daba cuenta asqueado de que los conjuros que tanto temían los negros no eran mentira; los demonios con forma humana realmente existían y eran capaces de esclavizar la voluntad y la mente de los hombres.
Braxton me miraba extrañado.
—Es una suerte que los bosques no estén llenos de negras víboras de cabeza cobriza —dijo—. Tope Sorley se ha largado.
Logré calmarme con esfuerzo.
—¿Qué quieres decir? —dije.
—Sólo eso. Tom Beckinridge estaba en la cabaña con él. Tope no había dicho ni una sola palabra desde que tú hablaste con él. Se quedó tumbado en aquella litera temblando de miedo. Entonces una especie de aullido comenzó a sonar en el bosque y Tom fue hacia la puerta con su rifle, pero no vio nada. Bueno, pues mientras estaba allí de pie le dieron un porrazo en la cabeza desde atrás, y mientras caía al suelo vio a ese negro loco de Tope saltando sobre él y huyendo al bosque. Tom le disparó, pero falló. ¿Qué te parece?
—¡La llamada de Damballah! —susurré, y un sudor gélido me empapó el cuerpo—. ¡Dios mío, pobre demonio!
—¿Uh? ¿Qué ocurre?
—¡Por todos los santos, ya está bien de perder el tiempo aquí parloteando! ¡El sol se pondrá pronto!
En un ataque de impaciencia hundí las espuelas en mi montura para que se apresurase por la senda. Braxton me siguió, obviamente sorprendido. Con tremendo esfuerzo logré controlarme. ¡Qué demencia tan fantástica: Kirby Buckner temblando a merced de un terror irracional! Era tan ajeno a mi naturaleza que no era de extrañar que Jim Braxton no fuera capaz de comprender qué me afligía.
—Tope no se marchó por voluntad propia —dije—. Esa llamada era una invocación que no pudo resistir. Hipnotismo, magia negra, vudú, llámalo como quieras; Saúl Stark tiene alguna clase de poder maldito que esclaviza la voluntad de los hombres. Los negros están reunidos en algún lugar del pantano para asistir a una especie de ceremonia vudú endemoniada, y tengo motivos para creer que culminará con el asesinato de Tope Sorley. Debemos llegar a Grimsville si podemos. Creo que habrá un ataque de madrugada.
Braxton empalideció bajo la tenue luz. No me preguntó cómo había averiguado todo eso.
—Los machacaremos cuando vengan; pero será una masacre.
No respondí. Tenía los ojos fijos en el sol poniente, con una intensidad salvaje, y al desaparecer entre los árboles fui sacudido por un escalofrío helado.
En vano me decía a mí mismo que ningún poder oculto podría arrastrarme contra mi voluntad. Si ella hubiera podido atraerme, ¿por qué no me obligó a acompañarla en el claro de la cabaña yuyu? Un truculento susurro parecía anunciarme que tan sólo jugaba conmigo, como un gato permite a un ratón que intente escapar, sólo para lanzarse sobre él una vez más.
—Kirby, ¿qué te ocurre? —casi no oía la ansiosa voz de Braxton—. Estás sudando y temblando como si te hubiera entrado el baile de San Vito. ¿Qué?… Eh, ¿por qué te detienes?
No tiré de las riendas conscientemente, pero mi caballo se detuvo temblando y relinchando delante del inicio de un angosto camino que zigzagueaba en ángulos rectos alejándose de la carretera en la que estábamos. Un camino que llevaba hacia el norte.
—¡Escucha! —siseé con voz tensa.
—¿Qué es?
Braxton desenfundó una de sus pistolas. El breve crepúsculo en los pinares se tornaba oscuro con el anochecer.
—¿No lo oyes? —farfullé—. ¡Tambores! ¡Tambores en Goshen!
—No oigo nada —murmuró con desasosiego—. Pero si estuvieran sonando los tambores en Goshen no podrías oírlos desde tan lejos.
—¡Mira allí! —mi agudo y repentino grito le hizo dar un respingo.
Le estaba señalando el camino en penumbra, donde una figura se erguía en la oscuridad a menos de cien metros de nosotros. Estaba allí en la penumbra, incluso pude distinguir el brillo de sus extraños ojos, la sonrisa burlona en sus labios rojos.
—¡La chica morena de Saúl Stark! —grité, echando la mano hacia la vaina de mi cuchillo—. Dios mío, ¿estás totalmente ciego, hombre? ¿No la ves?
—¡No veo a nadie! —susurró, lívido—. ¿De qué hablas, Kirby?
Con los ojos ardiendo disparé hacia el sendero, y disparé una vez más, y otra más. En esta ocasión ninguna parálisis se apoderó de mi brazo. Pero el rostro sonriente todavía se burlaba de mí desde las sombras. Con un fino y torneado brazo en alto, movió un dedo llamándome imperiosamente; luego desapareció y un segundo después azuzaba a mi montura por la estrecha senda, ciego, sordo y mudo, con la sensación de estar atrapado en una marea negra que me arrastraba hacia un destino que estaba más allá de mi comprensión.
Escuché fugazmente los gritos de advertencia de Braxton, y luego me alcanzó con un repiqueteo de cascos y sujetó mis riendas, haciendo que mi montura reculara sobre sus ancas. Recuerdo que le golpeé con la empuñadura de mi pistola, sin ser consciente de lo que estaba haciendo. Todos los ríos negros de África se arremolinaban y hervían en mi conciencia, derramándose en un torrente que me arrastraba hacia un océano de perdición.
—Kirby, ¿te has vuelto loco? ¡Este sendero lleva a Goshen!
Agité la cabeza aturdido. La espuma de las aguas caudalosas giraba en mi cerebro, y mi voz sonó muy lejana.
—¡Regresa! ¡Vuelve a Grimsville! Yo voy a Goshen.
—Kirby, ¡estás loco!
—Loco o cuerdo, voy a ir a Goshen esta noche —respondí débilmente. Estaba totalmente consciente. Sabía lo que estaba diciendo, y lo que estaba haciendo. Era consciente de la tremenda locura de mis acciones, y también de mi incapacidad por evitarlas. Algún resto de cordura me llevó a seguir ocultando la espantosa verdad a mi compañero, a buscar una razón racional a mi locura—. Saúl Stark está en Goshen. El es el responsable de todo este jaleo. Voy a ir a matarlo. Eso parará el alzamiento antes de que comience.
Temblaba como un hombre con fiebre de malaria.
—Entonces voy contigo.
—Debes regresar a Grimsville y avisar a la gente —insistí, aferrándome a la poca cordura que me quedaba, pero al mismo tiempo sintiendo cómo una fuerte urgencia se apoderaba de mí, un ansia irresistible a ponerme en movimiento, a cabalgar en la dirección hacia la que me arrastraban de forma tan horrible.
—Estarán sobre aviso —dijo testarudamente—. No necesitarán ningún aviso. Voy contigo. No sé qué es lo que te ha ocurrido, pero no voy a dejar que mueras solo en estos negros bosques.
No discutí. No podía. Ciegos ríos me arrastraban… más y más. Y por el sendero, tenue en la penumbra, divisé una figura sinuosa, alcancé a ver el brillo de unos ojos extraños, la curva de un dedo en alto… En ese instante me puse en movimiento, galopando por el sendero, y oí el repiqueteo de los cascos del caballo de Braxton tras de mí.
La noche cayó y la luna brillaba a través de los árboles; rojo sangre tras ramas negras. Se estaba haciendo difícil controlar a los caballos.
—Tienen más sentido común que nosotros, Kirby —murmuró Braxton.
—Una pantera, quizás —contesté ausente, escrutando con los ojos la oscuridad del sendero delante de nosotros.
—No, no lo es. Cuanto más cerca estamos de Goshen, peor se ponen los caballos. Y cada vez que vadeamos un torrente caracolean apartándose y resoplando.
El sendero aún no había atravesado ninguno de los estrechos y farragosos torrentes que surcan aquellos parajes de Canaan, pero en varias ocasiones se aproximaba tanto a una de estas corrientes que llegábamos a divisar la línea negra de agua brillando tenuemente entre las sombras de la espesa maleza. Y en cada ocasión, recordé más tarde, los caballos mostraban signos de temor.
Pero en aquellos momentos apenas era consciente de nada, ocupado como estaba luchando contra la truculenta compulsión que me arrastraba. Recuerden que no era un hombre en trance hipnótico. Era totalmente consciente de lo que hacía. Incluso el aturdimiento que sufrí cuando me pareció oír el rugir de ríos negros había desaparecido, dejando mi mente totalmente despejada y mis pensamientos lúcidos. Y eso era lo peor de todo: ser clara y envenenadamente consciente de ello, pero incapaz de vencerlo. Me daba cuenta de que cabalgaba hacia la tortura y la muerte ineludiblemente, y de que arrastraba conmigo a esa misma muerte a un leal amigo. Pero seguí cabalgando. Mis esfuerzos por romper el hechizo que me tenía atrapado casi me despojaron de las riendas de mi cordura, pero seguí cabalgando. No puedo explicar esta compulsión, al igual que no puedo explicar por qué un trozo de metal es atraído a un imán. Era un poder oscuro que estaba más allá de los campos de conocimiento del hombre blanco; algo primigenio y elemental, del cual el hipnotismo formal no suponía más que unas míseras migajas derramadas al azar. Un poder que superaba mi voluntad me atraía hacia Goshen, y más allá; pero no lo puedo explicar, al igual que un conejo no podría explicar por qué los ojos de una cimbreante serpiente le atraen hacia sus mandíbulas entreabiertas.
No nos hallábamos lejos de Goshen cuando el caballo de Braxton tiró a su jinete, y mi propio caballo comenzó a soplar y brincar.
—¡No quieren acercarse más! —jadeó Braxton, luchando con las riendas.
Desmonté y lancé las riendas sobre el borrén delantero de la silla.
—¡Regresa, por amor de Dios, Jim! Voy a continuar a pie.
Le oí gimiendo una maldición, luego su caballo galopando tras el mío, y él siguiéndome a pie. La idea de que fuera a compartir mi fatal destino me asqueaba, pero no pude disuadirlo… y delante de mí una figura sutil danzaba en las sombras, arrastrándome más y más lejos…
No malgasté más balas contra aquella silueta burlona. Braxton no podía verla, y yo sabía que era parte de mi encantamiento. No era una mujer real de carne y hueso, sino un fuego fatuo surgido del infierno que se burlaba de mí y me arrastraba a través de la noche hacia una muerte terrible. Un «enviado», como los orientales, gente más sabia que nosotros, lo llaman.
Braxton ojeaba con mirada nerviosa por entre las paredes de bosque negro que nos rodeaban, y yo percibía que todo su cuerpo se agitaba por el temor de que de pronto nos reventaran a tiros con rifles recortados desde las sombras. Pero la emboscada de metal o plomo que temíamos aún no se había producido cuando salimos al claro iluminado por la luna donde se levantaban las cabañas de Goshen.
Las dos filas de cabañas de madera enfrentaban sus fachadas a ambos lados de una polvorienta calle. Una de las hileras daba la espalda a la orilla del torrente del Tularoosa. Los escalones traseros casi colgaban sobre las negras aguas. Nada se movía bajo la luz de la luna. No se veían luces, ni humo saliendo de las chimeneas de cañas y barro. Tenía el aspecto de una ciudad muerta, desierta y olvidada.
—¡Es una trampa! —susurró Braxton, con los ojos como dos líneas ardientes. Se inclinó hacia delante como una pantera al acecho, con una pistola en cada mano—. ¡Están acechándonos dentro de las cabañas!
Luego maldijo, pero me siguió el paso cuando avancé por la calle. Ningún saludo a las silenciosas chozas. Sabía que Goshen estaba desierto. Sentí su vacío. Sin embargo, también tenía una contradictoria sensación de ojos que nos espiaban fijamente. No perdí tiempo intentando reconciliar certezas tan contradictorias.
—Se han marchado —murmuró Braxton, nerviosamente—. No los huelo. Siempre puedo oler a los negros, si hay muchos, o si tengo a varios cerca. ¿Crees que habrán ido a atacar Grimsville?
—No —susurré—. Están en la Casa de Damballah.
Me lanzó una rápida mirada.
—Es un cuello de tierra en el Tularoosa, a unos cuatro kilómetros de aquí hacia el oeste. Mi abuelo solía hablarme de ese lugar. Los negros celebraban sus ritos paganos allí en los años de esclavitud. No estás pensando en… Kirby… tú…
—¡Escucha! —limpié el gélido sudor de mi rostro—. ¡Escucha!
A través del negro bosque, un débil latido de tambor llegó susurrante en el viento que rizaba las sombrías orillas del Tularoosa.
Braxton tembló.
—Son ellos, seguro. Pero, por Dios, Kirby, ¡ten cuidado!
Soltando un juramento, saltó hacia las casas situadas a orillas del arroyo. Le di alcance justo a tiempo para divisar una forma que subía a rastras o se desplomaba torpemente por la orilla en pendiente. Braxton desenfundó su larga pistola; luego la bajó, maldiciendo atónito. Un débil chapoteo marcó la desaparición de la criatura. La brillante superficie negra se quebró en ondas concéntricas.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté.
—¡Un negro a cuatro patas! —perjuró Braxton. Tenía el rostro extrañamente pálido bajo la luz de la luna—. Estaba acurrucado entre aquellas cabañas de allá, ¡espiándonos!
—Debe de haber sido un caimán…
¡Qué misterio tan desconcertante es la mente humana! Intentaba argumentar con cordura y lógica, yo, la víctima ciega de una compulsión que estaba más allá de toda cordura y lógica.
—Un negro habría necesitado sacar la cabeza para respirar —añadí.
—Nadó bajo el agua y se acercó entre las sombras de la maleza donde no podíamos verle —insistió Braxton—. Ahora irá y pondrá a Saúl Stark sobre aviso.
—¡No importa! —notaba la sangre palpitándome de nuevo en las sienes, la espuma de las aguas creciendo irresistiblemente en mi mente—. Voy a cruzar por en medio del pantano. ¡Por última vez, regresa!
—¡No! ¡Loco o cuerdo, voy contigo!
El latido del tambor era irregular, pero se hacía más nítido a medida que avanzábamos. Nos abrimos paso con dificultad por la densa maleza boscosa, tropezando constantemente con nudos de enredaderas retorcidas mientras nuestras botas se hundían en una ciénaga asquerosa. Estábamos llegando al borde del pantano, que se hacía más profundo y denso hasta culminar en un pantanal inhabitable por el que el Tularoosa fluía hacia Río Negro, juntándose unos kilómetros más hacia el oeste.
La luna aún no se había puesto, pero se veían negras sombras bajo las ramas entrelazadas con musgo colgante. Nos adentramos en el primer torrente que debíamos cruzar, una de las muchas corrientes que desembocaban en el Tularoosa. El agua tan sólo nos llegaba hasta los muslos, y el lecho cubierto de vegetación era bastante firme. Mi pie sintió el borde de una pendiente bastante pronunciada, y advertí a Braxton:
—Cuidado, hay un profundo agujero aquí; mantente justo detrás de mí.
Su respuesta fue ininteligible. Respiraba agitadamente, pegándose a mi espalda. Cuando llegué a la ribera en desnivel y me icé ayudado por viscosas raíces que sobresalían, el agua se agitó violentamente detrás de mí. Braxton gritó incoherentemente y se lanzó hacia la orilla, casi haciéndome caer. Me giré, con la pistola en la mano, pero tan sólo vi el agua negra bullendo y arremolinándose tras su apresurada huida.
—¿Qué demonios, Jim?
—¡Algo me ha agarrado! —jadeó—. Algo que salió de las profundidades del agujero. Logré zafarme y corrí hacia la orilla. Te lo juro, Kirby, ¡algo nos está siguiendo! Algo que nada bajo el agua.
—Quizás fue aquel negro que viste. Estas gentes del pantano nadan como peces. Quizás buceó bajo el agua para intentar ahogarte.
Negó con la cabeza, mirando fijamente hacia el agua negra, y con la pistola en la mano.
—Olía a negro, y lo poco que pude ver tenía la apariencia de un negro. Pero no daba la impresión de ser ningún tipo de ser humano.
—Bueno, entonces era un caimán —murmuré abstraidamente mientras me giraba. Como siempre ocurría cuando me paraba, incluso si lo hacía por unos segundos, el rugido de ríos apremiantes e imperiosos sacudió los cimientos de mi cordura.
Jim chapoteó tras de mí sin ningún otro comentario. Inmundos charcos empapaban nuestros tobillos y tropezábamos continuamente con raíces de cipreses recubiertas de musgo. Delante de nosotros surgió otro torrente más ancho y Braxton me cogió del brazo.
—¡No lo hagas, Kirby! —susurró—. ¡Si nos metemos en esas aguas, nos atrapará seguro!
—¿El qué?
—No lo sé. Lo que se cayó en aquella ribera… allí en Goshen. La misma cosa que me agarró en aquel torrente un poco más atrás. Kirby, regresemos.
—¿Regresar? —reí con amarga agonía—. ¡Ojalá pudiera! Debo continuar. Antes de que amanezca, uno de los dos, Saúl Stark o yo, ha de estar muerto.
Se mojó sus resecos labios y susurró:
—Continuemos entonces; voy contigo, ya sea al cielo o al infierno —volvió a enfundar su pistola y sacó un largo y afilado cuchillo de una de sus botas—. ¡Adelante!
Bajé por la pendiente de la orilla y me adentré en el agua que me llegaba hasta la cadera. Las ramas de unos cipreses se inclinaban sombrías en un arco de musgo colgante por encima del torrente. El agua estaba tan oscura como la medianoche. Braxton era una figura borrosa que avanzaba detrás de mí. Llegué al primer repecho de la orilla opuesta y me paré, con el agua hasta las rodillas, para mirar a Jim.
Todo sucedió en cuestión de segundos. Vi a Braxton pararse en seco, mirando fijamente algo en la orilla a mis espaldas. Gritó, sacó la pistola y disparó, justo en el instante en que me giraba. Iluminada por la detonación de la pistola pude distinguir una fina silueta tambaleándose hacia atrás, un rostro moreno terriblemente crispado. En ese momento, en la ceguera momentánea que siguió al fogonazo del disparo, oí gritar a Jim Braxton.
Mi visión y mi cerebro se aclararon a tiempo para poder ver un repentino remolino de agua cenagosa, un objeto redondo y negro rompiendo la superficie del agua a espaldas de Jim, y a continuación Braxton dejó escapar un grito ahogado y desapareció bajo el agua chapoteando y revolcándose frenéticamente. Con un grito incoherente me abalancé al torrente, tropecé y caí sobre mis rodillas, casi sumergiéndome por completo. Mientras me levantaba vi la cabeza de Braxton, ahora chorreando sangre, emergiendo en la superficie durante un instante, y me lancé hacia él. Desapareció bajo el agua y en su lugar apareció otra cabeza, una extraña cabeza negra. Intenté apuñalarle ferozmente, pero mi cuchillo tan sólo cortó las negras aguas al tiempo que la cosa desaparecía de mi vista sumergiéndose en la negrura.
Me tambaleé por el propio impulso del ataque, y cuando logré erguirme el agua estaba quieta a mi alrededor. Grité el nombre de Jim, pero no obtuve ninguna respuesta. Un gélido pánico me atenazó, y corrí chapoteando hacia la orilla, sudando y temblando. Con el agua hasta las rodillas, me detuve y esperé, aunque no sabía el qué. Pero finalmente, a poca distancia torrente abajo, pude distinguir la borrosa silueta de un objeto que yacía sobre el agua poco profunda cercana a la orilla.
Caminé hacia allí atravesando el pegajoso barro y las enredaderas. Era Jim Braxton, y estaba muerto. No había sido la herida en la cabeza lo que le había matado. Probablemente se golpeó contra una piedra sumergida cuando fue arrastrado bajo el agua. Pero podían apreciarse las marcas negras de dedos estranguladores en la garganta. Al contemplar esas marcas un horror indescriptible manó del oscuro pantano y se enroscó pegajosamente alrededor de mi alma… yes que un dedo humano jamás habría dejado semejantes marcas.
Había visto una cabeza emergiendo del agua, una cabeza que parecía la de un negro, aunque no había podido distinguir los rasgos en la penumbra. Pero ningún hombre, blanco o negro, tenía unos dedos semejantes a los que habían arrebatado la vida a Jim Braxton. El tambor zumbó en la distancia burlonamente.
Arrastré el cuerpo por la orilla y lo dejé allí. No podía entretenerme por más tiempo, porque la demencia volvía a hervir en mi cabeza, arrastrándome con las espuelas al rojo vivo. Pero al escalar la orilla encontré sangre sobre unos arbustos, y me estremecí pensando en lo que podía significar esa visión.
Recordé la figura que había visto tambalearse iluminada por el disparo de Braxton. Ella había estado allí, esperándome en la orilla. Entonces… ¡no se trataba de un espejismo espectral, sino de la propia mujer en carne y hueso! Braxton disparó y la alcanzó. Pero la herida no había sido mortal, ya que no encontré ningún cadáver entre la maleza, y el terrible maleficio hipnótico que me forzaba a continuar avanzando no se había debilitado. Aturdido, me pregunté si algún arma humana realmente podría acabar con ella.
La luna se había puesto. La luz de las estrellas traspasaba débilmente las ramas entrelazadas. Ningún otro torrente se interponía ya en mi camino, tan sólo riachuelos poco profundos que crucé chapoteando con sudorosa urgencia. Sin embargo, no esperaba ser atacado. En dos ocasiones el habitante de las profundidades había pasado por mi lado para atacar a mi acompañante. Con gélida desesperación supe que me estaban reservando para un final más truculento. Cada corriente que atravesaba podría estar ocultando al monstruo que mató a Jim Braxton. Todos aquellos torrentes estaban conectados en una red de serpenteantes vías fluviales. Podía seguirme fácilmente. Pero el terror que me provocaba era menor que el terror al magnetismo selvático que acechaba en los ojos de una bruja.
Mientras avanzaba tambaleante a través de la enrevesada vegetación, oí el tambor rugiendo delante de mí, cada vez más alto, burlándose diabólicamente. Entonces una voz humana se mezcló con su murmullo, un largo grito de terror y agonía que hizo que todos los poros de mi piel se estremeciesen compasivos. El sudor me corría por la piel fría; pronto mi propia voz brotaría de igual manera, al ser sometido a torturas innombrables. Pero continué, y mis pies se movían como los de un autómata, separados de mi cuerpo y controlados por una voluntad ajena a la mía.
El sonido del tambor aumentó, y una hoguera ardía brillante entre los negros árboles. Finalmente, agazapado entre los matorrales, miré al otro lado de las negras aguas que me separaban de una escena de pesadilla. Mi decisión de parar fue tan imperiosa como lo habían sido el resto de mis acciones. Vagamente supe que el escenario del terror ya estaba preparado, pero el turno de mi entrada aún no había llegado. Cuando llegase ese momento, recibiría la llamada.
Una isleta baja hecha de leños dividía el oscuro torrente, y se conectaba con la orilla opuesta mediante una franja estrecha de tierra. En su extremo más bajo el torrente se dividía en una red de canales que se abrían camino por entre mamblas de hojas, troncos podridos y grupos de árboles cubiertos de musgo. Directamente enfrente de mi escondite, la orilla de la isla se abría en una profunda entrada de agua. Arboles musgosos rodeaban un pequeño claro y ocultaban parcialmente una cabaña. Entre la cabaña y la orilla ardía un fuego en el que se retorcían extrañas llamas verdes de fuego como lenguas de serpiente. Había docenas de negros sentados bajo las ramas colgantes. Cuando el fuego verde iluminaba sus rostros, les daba la apariencia de cadáveres ahogados.
En medio del claro se erguía un gigante negro, una sobrecogedora estatua de mármol negro. Iba ataviado con unos pantalones andrajosos, pero sobre su cabeza lucía una diadema de oro bruñido con una enorme piedra roja incrustada, y en sus pies llevaba unas primitivas sandalias. Sus rasgos reflejaban una vitalidad titánica, al igual que su enorme cuerpo. Pero también pude ver las anchas fosas nasales, los gruesos labios y la piel de ébano de los negros. Supe que estaba mirando a Saúl Stark, el hechicero.
Prestaba atención a algo que yacía sobre la arena delante de él, algo oscuro y grande que gemía débilmente. Poco después, levantando la cabeza, recitó una sonora invocación hacia las negras aguas. Del grupo de negros apiñados bajo las ramas emergió una respuesta estremecedora, como una ráfaga de viento aullando por entre las ramas de medianoche. Tanto la invocación como la respuesta estaban pronunciadas en una lengua desconocida; un idioma gutural primitivo.
De nuevo volvió a realizar la invocación, pero esta vez mediante un curioso lamento agudo. Una sobrecogedora visión paralizó a los negros. Todos los ojos se hallaban clavados en las oscuras aguas. Y a continuación algo se alzó de las profundidades. Un temblor repentino me recorrió la espalda. Parecía la cabeza de un negro. Una tras otra, la primera figura fue seguida por otras similares, hasta que cinco cabezas asomaron por encima de las negras aguas bajo la penumbra de los cipreses. Podrían haber sido cinco negros sumergidos hasta el cuello, pero de alguna manera sabía que no lo eran. Había algo diabólico en ellos. Su silencio, su quietud, toda su apariencia era antinatural. Desde los árboles llegaron los lloros histéricos de las mujeres, y alguien susurró el nombre de un hombre.
En ese instante Saúl Stark levantó las manos, y las cinco cabezas se hundieron silenciosamente hasta perderse de vista. Como un susurro fantasmal me parecía oír la voz de la bruja africana: ¡Los mete en el pantano!
La voz profunda de Stark me llegó a través del angosto arroyo:
—¡Y ahora la Danza de la Calavera, para asegurar el hechizo!
¿Qué es lo que había dicho la bruja? ¡Escondido entre los árboles observarás La Danza de la Calavera!
El tambor volvió a sonar, gimiendo y zumbando. Los negros se balanceaban sobre sus piernas, farfullando un canto sin palabras. Saúl Stark dio unos cuantos pasos alrededor de la figura sobre la arena, describiendo con los brazos movimientos crípticos. Luego se giró dirigiendo la mirada al otro lado del claro. A continuación, con un juego de manos, cogió una sonriente calavera humana, que lanzó sobre la húmeda arena más allá del cuerpo.
—¡Novia de Damballah! —tronó—. ¡El sacrificio espera!
Hubo una pausa expectante; los cantos cesaron. Todos los ojos estaban clavados en el extremo más alejado del claro. Stark permaneció de pie esperando, y lo vi fruncir el ceño como si estuviese desconcertado. Cuando abrió de nuevo los labios para repetir la llamada, una figura primitiva salió de entre las sombras.
Al verla, un escalofrío gélido me recorrió el cuerpo. Durante unos instantes permaneció inmóvil; sus adornos de oro reflejaban la luz del fuego y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Reinaba un tenso silencio y vi a Saúl Stark mirándola fijamente. Ella parecía de alguna manera ajena, indiferente a lo que la rodeaba, y con la cabeza extrañamente torcida.
Después, como si recobrase la vida, comenzó a balancearse a un ritmo espasmódico, para acabar girando en los laberintos de una danza tan antigua como los tiempos en los que el océano ahogó a los reyes negros de la Atlántida. No puedo describirlo. Era la animalidad y lo demoníaco hechos movimiento, encarnados en un enrevesado y oscilante remolino de posturas y gestos que hubieran hecho palidecer a cualquier bailarina de los Faraones. Y aquella maldita calavera bailaba con ella; castañeteando y brincando sobre la arena, y rebotaba y giraba como un ser vivo al compás de los saltos y movimientos de la bruja.
Pero algo andaba mal. Podía sentirlo. Los brazos le colgaban inertes, su cabeza inclinada se balanceaba. Sus piernas se doblaban y temblaban, haciéndola tambalearse ebria y a destiempo. Un murmullo se alzó entre la gente, y el desconcierto asomó en el negro rostro de Saúl Stark. Y es que el control de un hechicero pende de un fino hilo. Cualquier mínimo cambio en la fórmula o ritual puede interrumpir por completo la red de su encantamiento.
En cuanto a mí, sentí cómo el sudor se me congelaba en la piel mientras observaba la lúgubre danza. Los grilletes invisibles que me sometían a aquella diablesa danzante me ahogaban, aprisionándome. Presentí que se acercaba al clímax, al momento en que me llamaría para que saliera de mi escondite y nadara a través de las negras aguas hasta la Casa de Damballah, directo a mi final.
A continuación dio un último giro indeciso y paró, y al hacerlo se aupó sobre los dedos de los pies y giró el rostro hacia el lugar donde me escondía, y supe que podía verme tan claramente como si hubiera estado de pie al descubierto; también supe, de alguna manera, que sólo ella conocía mi presencia. Sentí que me tambaleaba al borde del abismo. Elevó la cabeza y pude ver fuego en sus ojos, incluso a aquella distancia. Su rostro ardía con una terrible expresión de triunfo. Lentamente levantó la mano y sentí cómo mis miembros se sacudían en respuesta a aquel terrible magnetismo. Abrió los labios…
Pero de aquella boca entreabierta tan sólo brotó un gorgoteo ahogado, y de repente sus labios se tintaron de rojo. Y sin previo aviso, sus rodillas se doblaron y se desplomó de cabeza sobre la arena.
Y cuando ella cayó, también yo me sentí caer y hundirme en el cenagal.
Algo explotó en mi cabeza con una llamarada. A continuación me agaché entre los árboles, débil y tembloroso, pero con tal sensación de libertad y ligereza en los miembros como jamás soñé que un hombre pudiera experimentar. El negro maleficio que me tenía cautivo se había roto; el diabólico espíritu abandonó mi alma. Era como si la luz hubiera irrumpido violentamente en medio de una noche más oscura que la medianoche africana.
Cuando la bruja se desplomó hubo una explosión de gritos salvajes, y los negros se pusieron de pie de un salto, temblando y al borde del pánico. Pude ver sus blancos ojos girando frenéticamente, y sus dientes descubiertos brillando al resplandor de la hoguera. Saúl Stark había moldeado sus primitivas naturalezas hasta el punto de la locura, con la intención de transformar ese frenesí, en el momento adecuado, en furia para la batalla. Pero todo eso podía transformarse fácilmente en histeria aterrada. Stark les gritó enérgicamente.
Justo en ese instante, en su último estertor, la mujer rodó por la húmeda arena y las llamas iluminaron un agujero redondo entre sus pechos, el cual aún supuraba líquido rojo. La bala de Jim Braxton había dado en el blanco.
Desde un principio había intuido que no era del todo humana; que algún negro espíritu selvático la poseía, otorgándole la abismal vitalidad infrahumana que la hacía ser así. Ella había dicho que ni la muerte ni el infierno podrían evitar que asistiera a la Danza de la Calavera. Y moribunda, con un disparo en el corazón, había acudido a través del pantano desde el torrente en el que había recibido la mortal herida hasta la Casa de Damballah. La Danza de la Calavera había sido su danza de la muerte.
Aturdido como un condenado que acaba de recibir el indulto, en un principio fui incapaz de comprender el significado de la escena que ahora se desarrollaba ante mis ojos.
Los negros gritaban y corrían histéricos. Veían en la repentina e inexplicable muerte de la sacerdotisa un terrible augurio. No podían saber que ya estaba muriéndose cuando entró en el claro. Para ellos, su profetisa y sacerdotisa había sido aniquilada ante sus propios ojos por una muerte invisible. Esa magia era aún más oscura que la brujería de Saúl Stark… y obviamente más hostil para ellos.
Salieron corriendo en estampida como un rebaño despavorido.
Aullando, gritando, agarrándose unos a otros, dando tumbos por entre los árboles, dirigiéndose hacia la franja de tierra que unía la orilla opuesta. Saúl Stark permaneció paralizado, haciendo caso omiso de la algarabía y mirando fijamente a la mujer morena, al fin muerta. Súbitamente recuperé el movimiento, impulsado por una renacida hombría que se manifestaba en una fría furia y ansias de matar. Desenfundé la pistola y disparé, apuntando a la incierta luz de la hoguera. Tan sólo oí un chasquido. La pólvora de la recámara se había mojado.
Saúl Stark alzó la cabeza y se humedeció los labios. Los sonidos de la estampida se esfumaron en la distancia, y permaneció de pie y a solas en el claro. Sus ojos giraron de un lado al otro de los negros bosques que le rodeaban. Se inclinó, agarró el objeto con forma humana que yacía en la arena y lo arrastró a la cabaña. En el instante en que desapareció, comencé a acercarme a la isla, nadando a través de los estrechos canales de la zona baja. Casi había alcanzado la orilla cuando una pila de maderos me arrastró y caí en un profundo agujero.
Inmediatamente el agua se arremolinó a mi alrededor, y una cabeza surgió junto a mí… y vi un rostro sombrío cerca del mío… el rostro de un negro… el rostro de Tunk Bixby. Pero ahora era un rostro inhumano, tan inexpresivo y carente de alma como el de un siluro, el rostro de un ser que había dejado de ser humano y ya no recordaba su origen.
Unos dedos pegajosos y deformes me rodearon la garganta, y en ese momento clavé el cuchillo en su boca ajada. Los rasgos desaparecieron en una mancha inmunda de sangre; la cosa se sumergió silenciosamente desapareciendo de mi vista y lancé mi cuerpo hacia la orilla, arrastrándome bajo unos densos arbustos.
Stark había salido de la cabaña con una pistola en la mano. Escrutaba con expresión salvaje los alrededores, alarmado por el ruido que acababa de oír, pero yo sabía que no podía verme. Su piel cenicienta brillaba empapada de sudor. Aquel que había dominado mediante el miedo era ahora dominado por el miedo. Temía la mano desconocida que había asesinado a su amante; temía a los negros que le habían abandonado; temía el pantano abismal que le había cobijado y las monstruosidades que él mismo había creado. Pronunció una extraña invocación que vibró con pánico. Volvió a pronunciar la invocación yen esta ocasión tan sólo cuatro cabezas surgieron del agua, pero llamó en vano.
Las cuatro cabezas comenzaron a moverse hacia la orilla y el hombre permaneció allí, aturdido. Después empezó a dispararles, una tras otra. No hicieron ningún esfuerzo por evitar las balas. Se aproximaron en línea recta, derrumbándose una tras otra. Había disparado seis veces antes de que la última cabeza desapareciera. Los disparos ahogaron el ruido de mis pasos al acercarme. Me encontraba muy cerca, a su espalda, cuando finalmente se giró.
Sé que me reconoció. Un reconocimiento que inundó su rostro y barrió cualquier rastro de temor al saber que en esta ocasión tendría que hacer frente a un ser humano. Con un chillido me lanzó su pistola sin munición y después corrió tras ella blandiendo en alto un cuchillo.
Esquivé el arma, bloqueé su ataque y le respondí con un puñetazo que le llegó hasta lo más profundo bajo las costillas. Me cogió de la muñeca y me aferré a la suya, y en esa postura mantuvimos la tensión, pecho contra pecho. Sus ojos eran como los de un perro loco bajo la luz de las estrellas, y sus músculos como cuerdas de acero tensadas.
Pisoteé con el talón su pie descalzo y le machaqué el empeine. Aulló de dolor y perdió el equilibrio; en ese momento liberé la mano que sostenía el cuchillo y le descerrajé una cuchillada en el estómago. La sangre salió a borbotones y el maldito Stark me arrastró al suelo con él. Sacudiéndome salvajemente, logré soltarme, y me puse en pie justo en el momento en que se incorporó sobre un codo y me lanzó su cuchillo. Me pasó silbando junto a la oreja, tras lo cual le propiné una patada en el pecho. Sus costillas cedieron bajo mi talón. En una vorágine asesina me arrodillé, estiré su cabeza hacia atrás y lo degollé rajándolo de oreja a oreja.
Había una bolsa de pólvora seca en su cinturón. Antes de continuar recargué las pistolas. Luego entré en la choza con una antorcha. Y allí comprendí el final que la bruja mulata tenía previsto para mí. Tope Sorley yacía gimiendo sobre una litera. La transmutación que debía convertirlo en un morador del agua, descerebrado, sin alma y semihumano aún no se había completado, pero había perdido la cabeza. Algunos de los cambios físicos ya habían tenido lugar… no sé ni quiero saber mediante qué magia blasfema procedente del negro abismo de África. Su cuerpo se había redondeado y alargado, y sus piernas menguado; los pies se habían aplanado y ensanchado, y los dedos ahora se veían más largos y palmeados. El cuello era unos centímetros más largo de lo que debiera ser. Su rostro no había cambiado, pero la expresión ya no era más humana que la de un enorme pez. Pero allí, gracias a la lealtad de Jim Braxton, se encontraba Kirby Buckner. Apoyé el cañón de la pistola contra la cabeza de Tope sintiendo una terrible compasión y apreté el gatillo.
Y así acabó la pesadilla, y no me gustaría alargar más la truculenta narración de los hechos. Los blancos de Canaan nunca hallaron nada en la isla a excepción de los cuerpos de Saúl Stark y la mulata. Aún creen que un negro del pantano asesinó a Jim Braxton tras matar a la mulata, y que yo impedí la revuelta al acabar con Saúl Stark. Les dejé que así lo creyeran. Nunca conocerán las sombras que esconden las negras aguas del Tularoosa. Ese es un secreto que comparto con los asustados y aterrados negros de Goshen, del cual ni ellos ni yo hemos hablado jamás.