LA MARCA DEL CABO

Y un segundo más tarde este enorme lunático me estaba sacudiendo como si fuera un perro sacudiendo a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», chillaba. Por todos los santos, es espeluznante oír a un loco en un lugar solitario y a medianoche pronunciar el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

(La Fábula del Estibador)

—Esta es la marca de piedras que buscas —dije, pasando la mano con cautela sobre una de las ásperas rocas que formaban el montículo de extraña simetría.

Un ávido interés hervía en los oscuros ojos de Ortali. Paseó la mirada por el paisaje hasta posarla de nuevo en la enorme construcción de grandes pedruscos erosionados por el clima.

—¡Qué lugar más extraño y desolado! —dijo—. ¿Quién hubiera pensado encontrar semejante sitio en este emplazamiento? A excepción del humo que se eleva allí, ¿quién podría ni tan siquiera soñar que tras el cabo hay una gran ciudad? Desde aquí no se divisa ni una mísera cabaña de pescadores.

—Las gentes evitan la marca —respondí—, tal y como llevan haciéndolo desde hace siglos.

—¿Por qué?

—Ya me preguntaste lo mismo antes —repliqué impaciente—. Sólo puedo decirte que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaron por conocimiento.

—¡Conocimiento! —rió con sorna—. ¡Supersticiones, más bien!

Lo miré seriamente sin disimular mi desprecio. Difícilmente se podrían encontrar dos hombres tan distintos entre sí. Él era delgado, sobrio, de indudable origen latino, con ojos oscuros y aire sofisticado. Yo soy corpulento, torpe y con pinta de oso, con fríos ojos azules y enmarañado pelo rojo. Eramos compatriotas simplemente por el hecho de haber nacido en la misma tierra; pero las patrias de nuestros antepasados estaban tan alejadas como el norte del sur.

—Superstición nórdica —insistió—. No puedo imaginarme que ningún latino pudiera permitir que semejante misterio quedase sin resolver durante tantos años. Los latinos son demasiado prácticos… o si lo prefieres, demasiado prosaicos. ¿Estás seguro acerca de la antigüedad de esta marca?

—No he encontrado mención sobre ella en ningún manuscrito anterior al año 1014 —gruñí—, y he leído todos los manuscritos existentes de ese tipo, y en sus volúmenes originales. MacLiag, poeta del rey Brian Boru, menciona la construcción de la marca de piedras justo después de la batalla, y no hay duda de que se refiere a esta misma marca. Se menciona brevemente en las últimas crónicas de Los Cuatro Maestros, también en el Libro de Leinster, compilado a finales de la década de 1150, y de nuevo en el Libro de Lecan, compilado por los MacFirbis alrededor de 1416. Todo la relaciona con la batalla de Clontarf[3], sin mencionarse en ningún pasaje por qué fue construida.

—Bueno, ¿y cuál es el misterio? —preguntó él—. No es de extrañar que los derrotados nórdicos quisieran marcar el lugar donde cayó algún importante jefe durante la batalla.

—En primer lugar —respondí—, hay un misterio en torno a su existencia. La construcción de este tipo de promontorios de rocas sobre los muertos era una costumbre nórdica, no irlandesa. Sin embargo, según los cronistas, no fueron nórdicos los que construyeron esta marca. ¿Cómo iban a poder construirla inmediatamente después de una batalla en la que fueron masacrados y forzados a huir precipitadamente tras las puertas de Dublín? Sus líderes yacieron en el mismo lugar en el que cayeron abatidos, y los cuervos picotearon sus huesos. Fueron manos irlandesas las que apilaron estas piedras.

—Bueno, ¿y qué hay de extraño? —insistió Ortali—. En la Antigüedad los irlandeses apilaban rocas antes de entrar en batalla y cada hombre colocaba una piedra en el montículo; tras la batalla, los vivos volvían a coger sus piedras, lo que permitía realizar un sencillo recuento de las bajas contando las piedras que quedasen.

Negué con un movimiento de la cabeza.

—Eso era en épocas anteriores, no durante la batalla de Clontarf. En primer lugar, había más de veinte mil guerreros, y cuatro mil murieron aquí; esta marca no es lo suficientemente grande para reflejar el número de bajas en la batalla. Además, la construcción es muy simétrica. A pesar del paso de los siglos no falta casi ninguna piedra. No, fue construido para cubrir algo.

—¡Supersticiones nórdicas! —volvió a exclamar el hombre en tono de burla.

—¡Cómo no! ¡Serán supersticiones si así deseas llamarlo! —encendido por su tono de burla, pronuncié estas últimas palabras con tanta pasión que él retrocedió involuntariamente, deslizando al mismo tiempo su mano al interior del abrigo—. Nosotros, los europeos del norte, teníamos dioses y demonios ante los cuales las pálidas mitologías del sur parecían un juego de niños. En los días en que tus antepasados dormitaban sobre mullidos cojines de seda entre los ruinosos pilares de mármol de una civilización en decadencia, mis antepasados construían su propia civilización soportando todo tipo de vicisitudes y librando batallas contra enemigos humanos e inhumanos.

»Aquí mismo, en estas llanuras, la Edad Oscura acabó y la luz de una nueva era amaneció tímidamente en un mundo de odio y anarquía. Aquí, como incluso tú mismo sabes, en el año 1014 Brian Boru y sus guerreros armados con hachas acabaron con el poder de los paganos nórdicos para siempre… nos libraron de aquellos siniestros saqueadores anárquicos que obstaculizaron el progreso de la civilización durante siglos.

»Era mucho más que una lucha entre gaélicos y escandinavos por la corona de Irlanda. Era una guerra entre el Cristo blanco y Odín, entre cristianos y paganos. Fue la última lucha de los paganos… de las gentes de la Antigüedad y su sórdida cultura. Durante trescientos años el mundo agonizó bajo el yugo de los vikingos, y aquí en Clontarf aquel azote fue exterminado para siempre.

«Entonces, como ahora, el significado de aquella batalla fue minusvalorado por los gentiles escritores e historiadores latinos y románicos. Los educados y sofisticados habitantes de las civilizadas ciudades del sur no estaban interesados en las batallas de los bárbaros de aquella recóndita y norteña esquina occidental del mundo… un lugar y unas gentes cuyos nombres conocían vagamente. Sólo sabían que de repente los terribles ataques de los reyes del mar habían dejado de azotar sus costas, y un siglo después la violenta era de saqueo y matanzas casi había sido olvidada… y todo gracias a que unas gentes toscas y a medio civilizar que apenas cubrían sus cuerpos desnudos con pellejos de lobo se rebelaron contra los conquistadores.

»¡Aquí tuvo lugar Ragnarok, la caída de los Dioses! Aquí verdaderamente fue donde cayó Odín y donde su religión sufrió un golpe mortal. Fue el último dios pagano en sucumbir frente al Cristianismo. Por un tiempo pareció que sus hijos podrían vencer al mundo y condenarlo de nuevo a la oscuridad y el salvajismo. Antes de Clontarf, cuenta la leyenda, Odín se aparecía con frecuencia a sus adoradores, veían su figura borrosa entre el humo de los sacrificios de víctimas humanas desnudas que morían gritando, o lo veían cabalgando sobre las nubes desgarradas por el viento, con sus salvajes mechones flotando al viento, o ataviado como un guerrero nórdico, propinando atronadores mandobles en la primera línea de innumerables batallas. Pero después de Clontarf nunca más fue visto; sus adoradores lo invocaron en vano con enloquecidos cantos y terribles sacrificios. Perdieron la fe en él, porque les había fallado en el peor momento; sus altares se desmoronaron, sus sacerdotes empalidecieron y murieron, y los hombres se sometieron… a su conquistador, el Cristo blanco. El reino de sangre y hierro fue olvidado; las épocas de los sangrientos reyes del mar pasaron. El sol naciente, lenta y débilmente, iluminó la noche de la Edad Oscura, y los hombres olvidaron a Odín, el cual nunca más regresó a la tierra.

»¡Sí, sí, ríete si quieres! Pero quién sabe qué abominables formas han brotado en la oscuridad, en la fría penumbra, y en los negros golfos del Norte barridos por el viento. En las tierras del Sur el sol brilla y los capullos florecen; bajo cielos de algodón los hombres se ríen de los demonios. Pero en el Norte, ¿quién sabe cuántos malignos espíritus elementales habitan bajo las fieras tormentas y la oscuridad? Bien podría ser que propiciados por esos demonios de la noche, los hombres desarrollasen el culto a los siniestros Odín y Thor, y a su horrible linaje.

Ortali permaneció en silencio durante unos segundos, como si estuviera desconcertado por mi vehemencia; luego rió.

—¡Bien dicho, mi filósofo norteño! Ya discutiremos de estas cuestiones en otra ocasión. Difícilmente podía esperar encontrarme con un descendiente de bárbaros nórdicos libre de los sueños y el misticismo de su raza. Pero no esperes que me conmueva… por tus fabulaciones. Sigo sin creerme que este montículo de piedras esconda más secreto que la marca del lugar donde un jefe nórdico cayó durante la batalla… realmente, todas esas locuras sobre diablos nórdicos no tienen nada que ver con este asunto. ¿Me ayudarás a destapar la marca?

—No —respondí secamente.

—Unas cuantas horas de trabajo bastarán para dejar al descubierto lo que pudiera esconder —continuó diciendo, como si no me hubiera oído—. A propósito, hablando de supersticiones, ¿no se cuenta también una absurda historia sobre el acebo y este montículo?

—Una antigua leyenda cuenta que todos los árboles con acebo fueron talados en un radio de cinco kilómetros alrededor de la marca, por motivos desconocidos —respondí hoscamente—. Ese es otro misterio. El acebo era un elemento importante en las artes mágicas nórdicas. El libro de Los Cuatro Maestros menciona a un anciano nórdico de barba blanca y aspecto salvaje, aparentemente sacerdote de Odín, que fue asesinado por los nativos mientras intentaba colocar una rama de acebo sobre la marca, un año después de la batalla.

—Bueno —rió él—, he traído una ramita de acebo… ¿la ves?… Me la pondré en la solapa; quizás así me proteja de los demonios nórdicos. Estoy más que seguro de que la marca oculta a un rey del mar, y éstos siempre eran enterrados con todas sus riquezas; copas de oro y empuñaduras de espada con piedras preciosas, y armaduras de plata. Tengo la sensación de que esta marca encierra riqueza, una riqueza sobre la que torpes campesinos irlandeses han estado deambulando durante siglos, mientras vivían en la miseria y morían de hambre. ¡Bah! Volveremos aquí a medianoche para asegurarnos de no ser interrumpidos… y tú me ayudarás a excavar.

La última frase fue punteada en un tono que hizo que un ansia de sangre me invadiera el cerebro. Ortali se giró y comenzó a inspeccionar la marca mientras hablaba, y casi involuntariamente mi mano se extendió sigilosamente y se cerró sobre un afilado trozo de piedra dentada que se había desgajado de una de las rocas. En ese instante me convertí en un asesino en potencia, si es que hubo alguno sobre la tierra. Un golpe rápido, silencioso y salvaje, y me libraría para siempre de una esclavitud igual de amarga que la que conocieron mis antepasados celtas bajo el yugo de los vikingos. Como si me leyese los pensamientos, Ortali se dio la vuelta y me miró. Deslicé rápidamente la piedra en mi bolsillo, sin saber si se había percatado de la acción. Pero debió de detectar el rojo instinto asesino que ardía en mis ojos, porque de nuevo se encogió y volvió a acercar la mano al revólver escondido. Pero tan sólo dijo:

—He cambiado de idea. No desmontaremos la marca esta noche. Mañana por la noche, quizás. Podrían espiarnos. Ahora me iré al hotel.

No respondí nada, pero le di la espalda y me alejé malhumorado en dirección a la costa. El comenzó a subir la cuesta del cabo tras el cual se extendía la ciudad. Cuando volví a mirarlo, estaba cruzando la cresta, su figura claramente perfilada contra el brumoso cielo. Si el odio pudiera matar, él habría caído fulminado en ese mismo instante. Lo vi tras una neblina rojiza, y los latidos en mis sienes retumbaban como golpes de martillo.

Seguí hacia la costa, y me detuve repentinamente. Absorto en mis negros pensamientos, me había aproximado a tan sólo unos metros de distancia de una mujer sin haberme percatado de su presencia. Era alta y de complexión fuerte, con un sobrio y marcado rostro surcado por profundas arrugas y azotado por el clima como las laderas de las colinas. Vestía de una forma que me resultaba extraña, pero no me paré a pensar en ello, conociendo los curiosos estilos de ropa de algunas de nuestras gentes más atrasadas.

—¿Qué hacíais junto a la marca? —preguntó con una voz profunda y poderosa.

La miré sorprendido. Hablaba en gaélico, que por sí mismo no era un hecho extraño, pero el gaélico que ella empleó se suponía que había desaparecido como lengua hablada; era el gaélico de los eruditos, puro y con un aroma claramente arcaizante. Una mujer procedente de alguna remota región de montaña, pensé, donde la gente conservaba la lengua no adulterada de sus antepasados.

—Discutíamos sobre su misterio —respondí en la misma lengua, pero titubeante porque, aunque dominaba totalmente el gaélico moderno que se enseñaba en las escuelas, ponerme a su nivel lingüístico suponía un esfuerzo añadido a mis conocimientos del idioma. Ella negó lentamente con la cabeza.

—No me place el botarate moreno que estaba con vos —dijo ella lúgubremente—. ¿Quién sois vos?

—Soy americano, aunque nacido y criado aquí —respondí—. Mi nombre es James O’Brien.

Una extraña luz brilló en los gélidos ojos de la mujer.

—O’Brien… Vos sois de mi clan. Yo nací O’Brien. Me casé con uno de los MacDonnal, pero mi corazón siempre permaneció fiel a las gentes de mi propia sangre.

—¿Vive cerca de aquí? —inquirí, todavía dándole vueltas a su extraño acento.

—Sí, señor, viví aquí en otra época —respondió ella—, pero he estado fuera durante mucho tiempo. Todo ha cambiado. No habría regresado, pero fui atraída de nuevo a este lugar por una llamada que vos no entenderíais. Decidme, ¿os atreveríais a destapar la marca?

Me sobresalté y la miré detenidamente, concluyendo que de alguna forma había oído nuestra conversación.

—No me corresponde a mí decidirlo —le contesté amargamente—. Ortali, mi acompañante… él la destaparía sin dudarlo, y yo estoy obligado a ayudarle. Yo no la profanaría por voluntad propia.

Sus fríos ojos se introdujeron en mi alma.

—Los idiotas corren a ciegas hacia su muerte —dijo lúgubremente—. ¿Y qué sabe ese hombre de los misterios de esta vetusta tierra? Hazañas han tenido lugar aquí de las cuales el mundo entero se hizo eco. Más allá, hace mucho, cuando el Bosque de Tomar se perfilaba oscuro y susurrante frente a la llanura de Clontarf, y las murallas danesas de Dublín se alzaban al sur del río Liffey, los cuervos se saciaron con los caídos y el sol poniente iluminó lagos ensangrentados. Allí el rey Brian, vuestro antepasado y el mío, rompió las lanzas del Norte. Vinieron desde todos los rincones, y de las islas más allá del mar; llegaron con refulgente malla y sus cascos astados dibujaron largas sombras sobre la tierra. Los dragones de sus proas se multiplicaron en las olas y los sonidos de sus remos eran como el retumbar de una tormenta.

»En aquella llanura los héroes cayeron como trigo maduro bajo la mano del segador. Allí cayó Jarl Sigurd de los Ornkey, y Brodir de Man, el último de los reyes del mar, y todos sus jefes guerreros. Allí cayó, también, el príncipe Murrough y su hijo Turlogh, y muchos líderes gaélicos, y el mismo rey Brian Boru, el monarca más poderoso de Erin.

—¡Cierto! —mi imaginación siempre se disparaba con las historias épicas de la tierra de mi nacimiento—. Sangre de mi sangre fue derramada aquí y, a pesar de haber vivido la mayor parte de mi vida en tierras lejanas, hay lazos de sangre que unen mi alma con esta costa.

Ella asintió lentamente con la cabeza, y de debajo de sus ropajes sacó algo que brilló tenuemente bajo el sol poniente.

—Tomad esto —dijo entonces—. Como prueba de lazo de sangre, os lo doy a vos. Presiento el misterio de hechos venideros extraños y monstruosos, pero esto os mantendrá alejado del mal y las criaturas de la noche. Está más allá de la comprensión humana, es sagrado.

Lo tomé, maravillado. Era un crucifijo extrañamente tallado en oro, y con incrustaciones de piedras preciosas. Había sido elaborado con una artesanía extremadamente arcaica e inconfundiblemente celta. Y en mi mente surgió el vago recuerdo de una reliquia desaparecida hace mucho tiempo, pero descrita por olvidados monjes en oscuros manuscritos.

—¡Por todos los cielos! —exclamé—. Éste es… debe de serlo… ¡no puede ser otro que el crucifijo perdido de San Brandon el Bendecido!

—Así es —dijo ella inclinando su siniestra cabeza—. La cruz de San Brandon, diseñada por las manos del santo hace mucho tiempo, antes de que los bárbaros nórdicos convirtieran Erin en un infierno rojo… en los días en los que la paz y la santidad reinaban en la tierra.

—¡Pero mujer! —exclamé con furia—. ¡No puedo aceptar este regalo! ¡Debes desconocer su importancia! Su valor intrínseco equivale a una fortuna; como reliquia es de un valor incalculable…

—¡Ya basta! —su voz profunda me hizo callar—. Ya basta de hablar de esa manera, es sacrílega. La cruz de San Brandon está por encima de cualquier precio. Nunca fue manchada por el dinero; tan sólo como regalo gratuito ha cambiado de manos. Yo os la doy para que os protejáis de los poderes malignos. No digáis nada.

—¡Pero ha estado desaparecida durante trescientos años! —exclamé—. Cómo… yo… aquí…

—Un hombre santo me la dio hace mucho tiempo —respondió—. Yo la escondí en mi regazo, y durante mucho tiempo la guardé allí, junto a mi pecho. Pero ahora os la doy, porque se acercan monstruosos acontecimientos en el viento, y os servirá de espada y protección contra las criaturas de la noche. Algo antiguo y maligno se agita en su prisión, algo que ciegas franjas de locura podrían liberar. Pero más fuerte que esa maldad es la cruz de San Brandon, la cual ha acumulado poder y fuerza a lo largo de los tiempos desde que ese olvidado demonio vino a parar a la tierra.

—Pero ¿quién es usted? —exclamé.

—Soy Meve MacDonnal —respondió.

Se dio la vuelta sin pronunciar ninguna otra palabra y se alejó adentrándose en la creciente oscuridad crepuscular mientras la veía marchar totalmente atónito; luego la vi cruzar el cabo y desaparecer de mi vista, girando hacia el interior al llegar a la cresta. Luego, tembloroso como si me acabara de despertar de un sueño, subí lentamente la cuesta y crucé el cabo. Al rebasar la cresta fue como si pasara de un mundo a otro: a mis espaldas se extendía la brutalidad y desolación de una extraña época medieval; ante mí latían las luces y el estruendo del moderno Dublín. Tan sólo había un toque arcaico en la escena que se desplegaba ante mí: a alguna distancia hacia el interior se alzaban las líneas irregulares y destartaladas de un antiguo cementerio, abandonado hacía mucho tiempo, invadido por la maleza y apenas visible en la oscuridad. Al mirar en aquella dirección vi una alta figura que se movía fantasmalmente entre las tumbas ruinosas y sacudí la cabeza perplejo. Meve MacDonnal debía de haber perdido la cabeza, viviendo en el pasado, como si intentara resucitar la llama entre las cenizas de los muertos del ayer. Reanudé mi camino hacia los reflejos en las ventanas del vibrante océano de luces que era Dublín.

De regreso al hotel en las afueras en el que Ortali y yo teníamos nuestras habitaciones, no le mencioné la cruz que la mujer me había dado. Esto al menos no lo iba a compartir con él: me quedaría con el crucifijo hasta que ella me pidiera que se lo devolviese, lo cual estaba seguro que haría. En esos momentos, al recordar su apariencia, volví a pensar en lo extraño de su indumentaria y en especial en un objeto que se había quedado grabado en mi subconsciente al verlo, aunque no lo había registrado conscientemente. Meve MacDonnal llevaba en los pies un tipo de sandalias que no se usaban en Irlanda desde hacía siglos. Bueno, quizás fuera normal que debido a su naturaleza retrospectiva imitase incluso los accesorios e indumentaria de una época que parecía obsesionarla.

Examiné con veneración la cruz que tenía en las manos. No había duda de que era la misma cruz que tantos anticuarios habían estado buscando en vano durante siglos, hasta que finalmente negaron su existencia, desanimados. El religioso erudito Michael O’Rourke, en un tratado escrito alrededor de 1690, describió la reliquia con todo detalle, relató su origen exhaustivamente, y afirmaba que lo último que se supo de ella es que estaba en manos del obispo Liam O’Brien, el cual, al morir en 1595, la dejó en herencia a una mujer de su propia familia; pero nunca se supo quién era esa mujer, y O’Rourke sostenía que ella guardó la cruz en secreto y que ahora yacía enterrada con ella en su tumba.

En otro tiempo mi euforia al descubrir la reliquia habría sido extrema, pero en aquellos momentos mi mente estaba demasiado llena de odio y de abrasadora furia. Me guardé la cruz en el bolsillo y me puse a meditar de mala gana sobre mi relación con Ortali, relación que dejaba perplejos a mis amigos, pero que era bastante simple.

Hacía algunos años, de forma humilde, yo había estado conectado con una universidad de cierta importancia. Uno de los catedráticos para el cual trabajaba, un hombre llamado Reynolds, mostraba un carácter inaguantablemente autoritario hacia quienes consideraba sus inferiores. Yo era un estudiante pobretón que luchaba por conseguir un lugar en un sistema que hacía precaria la mera existencia de un erudito. Soporté los ataques del catedrático Reynolds tan bien como pude, pero un día explotamos.

El motivo no importa; era lo suficientemente trivial. Pero debido a que me atreví a responder a sus insultos, Reynolds me golpeó y yo lo noqueé dejándole sin sentido.

Ese mismo día se aseguró de que me expulsaran de la universidad. Enfrentado no sólo a un repentino final de mi trabajo y estudios, sino también a la indigencia, quedé sumido en una profunda desesperación, y me dirigí al estudio de Reynolds esa noche con la intención de darle una paliza y dejarlo medio muerto. Lo encontré a solas en su estudio, pero en el momento en que entré, saltó sobre mí y me acorraló como una bestia salvaje, amenazándome con una daga que usaba de sujetapapeles. No le golpeé; ni tan siquiera le toqué. Al apartarme hacia un lado para evitar su embestida, una pequeña alfombra se deslizó bajo sus pies en movimiento. El cayó de cabeza y, para mi horror, en su caída la daga que sostenía en la mano se le clavó en el corazón. El hombre murió al instante. Inmediatamente fui consciente de mi situación; se sabía que había discutido con él, y que incluso habíamos intercambiado unos cuantos golpes. Tenía todos los motivos para odiarle. Si me encontraban en el estudio con el muerto, ningún jurado del mundo creería que yo no lo había asesinado. Me alejé rápidamente por el mismo camino por el que había venido, creyendo que nadie me había visto. Pero Ortali, el secretario del hombre muerto, sí lo hizo. Regresaba de un baile cuando me vio entrar en el edificio; me siguió y fue testigo de todo lo ocurrido a través de una ventana. Pero esto no lo supe hasta más tarde.

El casero encontró el cuerpo del catedrático y se levantó un gran revuelo, como es natural. Las sospechas me apuntaban a mí como autor del crimen, pero la falta de pruebas evitó que fuera acusado, y esta misma falta de pruebas propició que el caso se cerrase con un veredicto de suicidio. Todo ese tiempo Ortali se mantuvo callado. Pero finalmente acudió a mí y me reveló lo que sabía. Sabía, claro está, que yo no había matado a Reynolds, pero podía probar que yo había estado en el estudio cuando el catedrático murió, y yo sabía que Ortali era capaz de cumplir su amenaza de jurar ante un tribunal que me había visto asesinar a Reynolds a sangre fría. Y de esta forma comenzó un chantaje sistemático.

Me atrevo a afirmar que nunca existió un chantaje más extraño. Yo no tenía dinero por aquel entonces; Ortali apostaba por mi futuro, porque tenía mucha confianza en mis habilidades. Me adelantó dinero y, tirando astutamente de ciertos hilos, me consiguió una plaza en una universidad importante. Luego se sentó a esperar los frutos de su plan, y desde luego que recuperó con creces las semillas que plantó. Llegué a ser considerado una eminencia en mi especialidad. Pronto disfruté de un enorme salario fruto de mi trabajo diario, y recibí cuantiosos premios y galardones por investigaciones de complicada naturaleza, y de todo esto Ortali se llevó la mayor parte… al menos en cuanto al dinero. Yo parecía estar bendecido por el toque de Midas. Sin embargo, del licor de mi éxito tan sólo pude beber los restos.

Apenas tenía un centavo a mi nombre. El dinero que pasaba por mis manos iba a enriquecer a mi amo, un desconocido para el resto del mundo. Siendo un hombre con unas dotes extraordinarias, Ortali podría haber llegado hasta lo más alto en cualquier especialidad, pero un extraño rasgo de su carácter, así como una descontrolada naturaleza avariciosa, lo convertían en un parásito, en una sanguijuela que chupaba la sangre de su víctima.

Este viaje a Dublín era como unas vacaciones para mí. Estaba agotado por el estudio y el trabajo. Pero él había oído hablar de la Marca de Grimmin, como la denominaban y, semejante a un buitre que huele carne muerta, se imaginó a sí mismo en busca de un tesoro escondido. Una sola copa de oro habría sido para él suficiente recompensa por el trabajo de destapar el montículo piedra a piedra, y suficiente razón para profanar o incluso destruir la vetusta marca. Era un cerdo cuyo único dios era el oro.

Bueno, pensé lúgubremente mientras me desvestía para acostarme, todas las cosas acaban, las buenas y las malas. La vida que yo había vivido era insoportable. Ortali había colgado la horca ante mis ojos durante tanto tiempo que finalmente había dejado de aterrorizarme. Hasta ahora había soportado aquella carga por amor a mi trabajo, pero la resistencia humana tiene sus límites. Mis manos se cerraron en dos puños de acero al pensar en Ortali a mi lado a medianoche ante aquella solitaria marca. Un golpe, con una piedra similar a la que había cogido, y mi agonía acabaría. Aquella vida y esperanzas y carrera y ambiciones también acabarían, eso no podría evitarlo. ¡Ah, qué triste final para todos mis ansiados sueños! ¡Una soga y la caída a través de la negra trampilla cortarían de raíz una honrosa trayectoria y una vida útil! Y todo por culpa de un vampiro humano que volcaba su podrida ansia sobre mi alma, y que me obligaba a matar y arruinarme la vida.

Pero yo sabía que mi destino estaba grabado a fuego en los libros del funesto destino. Más pronto o más tarde me revolvería contra Ortali y lo mataría, fueran cuales fueran las consecuencias. Había llegado al final de mi camino. Creo que la tortura continuada me había hecho enloquecer parcialmente. Sabía que en la Marca de Grimmin, cuando trabajáramos allí de noche, mataría a Ortali con mis propias manos, aunque así echara a perder mi propia vida.

Algo cayó de mi bolsillo y lo recogí. Era la esquirla de piedra afilada que había cogido del montículo. Mirándola con desgana, me pregunté qué manos extrañas la habrían tocado en la Antigüedad, y qué siniestros secretos habría ocultado en el escarpado cabo de Grimmin. Apagué la luz y me quedé tumbado en la oscuridad, con la piedra olvidada aún en la mano, absorto en mis negras cavilaciones. Y me deslicé gradualmente hacia un profundo sueño.

Al principio era consciente de que estaba soñando, como le ocurre normalmente a la gente. Todo estaba borroso y en penumbra, y me di cuenta de que se relacionaba por algún extraño motivo con el trozo de piedra que sostenía en la mano. Escenas gigantescas, caóticas, y paisajes y acontecimientos pasaban delante de mis ojos como nubes rodando y tropezando en un vendaval.

Lentamente estas imágenes fueron estabilizándose y se cristalizaron en un paisaje reconocible, familiar y a un mismo tiempo insólito. Vi una extensa llanura que limitaba con el mar gris por un lado, y con un bosque oscuro y rumoroso por el otro; esta llanura se hallaba surcada por un río serpenteante, y más allá del río vi una ciudad… una ciudad que jamás había visto despierto: desnuda, negra, enorme, de una adusta arquitectura en concordancia con una época más temprana y brutal. En la llanura observé, como entre brumas, una fiera batalla. Las tropas apiñadas avanzaban y retrocedían, el acero brillaba como un mar bajo el sol, y los hombres caían como trigo maduro bajo las hojas de metal. Vi a hombres cubiertos con pieles de lobo, brutales y melenudos, blandiendo hachas ensangrentadas, y altos hombres con cascos astados y brillante armadura, de ojos fríos y azules como el mar. Y me vi a mí mismo.

Sí, en mi sueño me vi y me reconocí a mí mismo, como si estuviera parcialmente separado de mi cuerpo. Era alto y esbeltamente poderoso; lucía melena y estaba desnudo a excepción de un pellejo de lobo que me cubría la entrepierna. Corría por entre las tropas gritando y repartiendo golpes con un hacha empapada en sangre; y la sangre me brotaba de heridas en los costados de las que ni tan siquiera era consciente. Mis ojos eran de un azul glacial y mi enmarañada melena y barba eran rojas.

En ese momento, y durante unos instantes, fui consciente de mi doble personalidad; comprendí que era el salvaje que corría pegando mandobles con la truculenta hacha, y también el hombre que dormitaba y soñaba muchos siglos después. Pero esta sensación pronto se desvaneció. Ya no era consciente de ninguna otra personalidad diferente a la del bárbaro en plena batalla. James O’Brien había dejado de existir; yo era Red Cumal, kern[4] de Brian Boru, y mi hacha goteaba sangre de mis enemigos.

El estruendo de la batalla iba apagándose, aunque aquí y allá grupúsculos de guerreros aún salpicaban la llanura.

Más abajo, en el río, grupos de nativos semidesnudos y metidos hasta la cintura en aguas enrojecidas desgarraban y asestaban hachazos a guerreros con cascos y armaduras de malla que no eran lo suficientemente fuertes para protegerlos del hacha dalcasiana[5]. Al otro lado del río una ensangrentada y caótica horda entraba tambaleante por las puertas de Dublín.

El sol se ponía lentamente en el horizonte. Había estado luchando todo el día hombro a hombro con los jefes. Había visto caer a Jarl Sigurd bajo la espada del príncipe Murrogh. Vi al propio Murrogh morir en el momento de la victoria, a manos de un terrible gigante con armadura de malla y cuyo nombre nadie conocía. Vi en la huida del enemigo a Brodir y al rey Brian caer juntos a la entrada de la tienda del gran rey.

Oh, sí, fue un festín para los cuervos, una roja riada de masacre, y supe que ya nunca más la flota con proas de dragones volvería desde el Norte azul a arrasar con fuego y destrucción estas tierras. A lo largo y ancho de la llanura, los vikingos yacían con sus brillantes armaduras, como trigo maduro tras la siega. Entre ellos yacían también miles de cuerpos ataviados con pieles de lobo típicas de las tribus, pero los muertos de las gentes del Norte sobrepasaban con mucho los muertos de Erin. Me encontraba agotado y asqueado por el hedor de la sangre. Había saciado mi alma con la masacre; ahora ansiaba el botín que pudiera obtener. Y lo encontré… sobre el cuerpo de uno de los jefes nórdicos ricamente ataviado y que yacía cerca de la orilla. Le arranqué el peto de escamas de plata y el casco astado. Me los puse y pareció que hubieran estado hechos para mí, y caminé altivo entre los muertos, llamando la atención de mis salvajes compañeros para que admirasen mi nueva apariencia, aunque la armadura me resultaba extraña, porque los gaélicos despreciaban la armadura y luchaban casi desnudos.

En mi búsqueda de riquezas me había adentrado bastante a través de la llanura, alejándome del río, pero seguía habiendo cadáveres con armaduras densamente apiñados, porque el choque entre las tropas había dispersado a fugitivos y perseguidores por todo el campo, desde el oscuro y rumoroso bosque de Tomar, hasta el río y la costa. Y en la pendiente que daba al mar del Cabo de Drumna, apartada de la ciudad y de la llanura de Clontarf, repentinamente tropecé con un guerrero moribundo. Era corpulento, de gran altura, y llevaba una armadura gris. Estaba tumbado parcialmente sobre una amplia capa negra, y su espada estaba rota junto a su poderosa mano derecha. Un casco astado había caído de su cabeza y los rubios mechones de elfo flotaban al viento que soplaba desde el oeste.

En una de las cuencas donde debería haber habido un ojo tan sólo había un orificio vacío, y el otro ojo brillaba frío y siniestro como el Mar del Norte, aunque en ese brillo se adivinaba la proximidad de la muerte. La sangre manaba de un tajo en su peto. Me acerqué a él temeroso, embargado por un extraño y gélido terror que no podía llegar a entender. Con el hacha en alto y preparada para aplastarle los sesos, me incliné sobre él y reconocí en su rostro al jefe que había acabado con la vida del príncipe Murrough, y que había segado la vida de innumerables guerreros gaélicos como una guadaña. En donde había luchado, los nórdicos prevalecieron, pero en el resto del campo de batalla, los gaélicos habían sido invencibles.

Ya continuación me habló en lengua nórdica, y le entendí, porque ¿no era cierto que me había dejado la piel trabajando como esclavo entre las gentes del mar durante largos y amargos años?

—Los cristianos han vencido —jadeó con una voz cuyo timbre, aunque bajo, me produjo un curioso escalofrío que me atravesó el cuerpo; había en esa voz un matiz de olas gélidas azotando la costa norte, como de vientos helados susurrando bajo los pinos—. La muerte y las sombras marchan sobre Asgaard, y aquí ha tenido lugar Ragnarok. No podía estar en todos los rincones del campo de batalla al mismo tiempo, y ahora estoy herido de muerte. Una lanza… una lanza con una cruz grabada en la hoja; ninguna otra arma podría herirme.

En ese momento me di cuenta de que el jefe, viendo entre la bruma mi barba roja y la armadura nórdica que llevaba puesta, supuso que yo era uno de los de su propia raza. Pero un terror reptante y oscuro asomó en las profundidades de mi alma.

—Cristo Blanco, aún no nos has vencido —murmuró delirante—. Levántame, hombre, y permíteme que hable contigo.

Y entonces, por algún extraño motivo, obedecí. Y mientras lo movía para incorporarlo, sentí un escalofrío y se me puso la carne de gallina al tocarlo, y es que su piel era tan suave como el marfil, su carne más dura de lo que normalmente es en los humanos, y más fría que la de un muerto.

—Muero como mueren los hombres —susurró—. He sido un loco al asumir los atributos humanos, incluso aunque fuera para ayudar a los que me adoraron. Los dioses somos inmortales, pero la carne puede perecer, incluso cuando recubre a un dios. Date prisa y tráeme una rama de la planta mágica, una rama de acebo, y pósala en mi pecho. Sí, aunque no sea más grande que la punta de una daga, logrará liberarme de esta prisión carnal que adopté cuando vine a guerrear con los hombres y con sus propias armas. Y me desharé de esta piel y volveré una vez más a pasear por las nubes tormentosas. ¡Malditos sean todos los hombres que no se arrodillen ante mí! Rápido: esperaré tu vuelta.

Su cabeza de león cayó hacia atrás y, tras palpar tembloroso bajo el peto, no sentí latido alguno. Estaba muerto, como mueren los hombres, pero yo sabía que, encerrado bajo aquella apariencia de cuerpo humano, permanecía adormecido el espíritu de un demonio del hielo y la oscuridad.

Sí señor, lo conocía: Odín, el Hombre Gris, el Tuerto, el dios del Norte encarnado en el cuerpo de un guerrero para luchar por su gente. Al asumir la forma humana estaba sometido a muchas de las limitaciones de la humanidad. Todos los hombres conocían esta particularidad de los dioses, que los dioses vagaban frecuentemente por la tierra disfrazados de hombres. Odín, con apariencia humana, podía ser herido con ciertas armas, e incluso podía ser matado, pero un simple roce de misterioso acebo le permitiría levantarse de nuevo resucitado. Y ésta era la tarea que me había encargado, sin saber que yo era el enemigo; en forma humana tan sólo podía emplear habilidades humanas, y éstas estaban mermadas por la proximidad de la muerte.

Se me puso el cabello de punta y la piel de gallina. Me arranqué la armadura nórdica, y luché por aplacar un pánico brutal que me empujaba a salir corriendo a través de la llanura. Sentía náuseas por el miedo, recogí piedras y las apilé formando un tosco colchón, y sobre él, temblando y totalmente aterrado, levanté el cuerpo del dios nórdico. Y mientras el sol se ponía y las estrellas asomaban silenciosamente, trabajé con fiera energía, apilando enormes rocas sobre el cadáver. Otros soldados se acercaron y les revelé lo que estaba enterrando, y que esperaba que fuera para siempre. Y ellos, temblando por el pavor que les causaron mis palabras, decidieron ayudarme. Ninguna ramita de acebo mágica debía posarse en el pecho del terrible Odín. Bajo aquellas toscas piedras el demonio del Norte debía permanecer dormido hasta el tronar del Día del Juicio Final, olvidado por un mundo que en el pasado lloró bajo su puño de acero. Y sin embargo no fue totalmente olvidado, porque mientras trabajábamos duramente colocando las rocas, uno de mis compañeros dijo: —Este lugar ya nunca más será el Cabo de Drumna, a partir de ahora será el Cabo de Gray Man[6].

Aquella frase estableció una conexión entre mi personalidad onírica y mi personalidad adormecida. Me desperté sobresaltado de mi sueño exclamando:

—¡El Cabo de Gray Man!

Miré a mi alrededor aturdido; los muebles de la habitación tenuemente iluminados por la luz de las estrellas que se colaba por las ventanas me resultaron extraños y desconocidos, hasta que lentamente pude situarme en el tiempo y el espacio.

—El Cabo de Gray Man —repetí—. Gray Man… Graymin… Grimmin. ¡El Cabo de Grimmin! ¡Dios Santo, la cosa bajo el montículo! Me levanté de un salto, conmocionado, y en ese momento fui consciente de que aún sostenía el trozo de roca de la marca. Es bien sabido que los objetos inanimados retienen asociaciones psíquicas. Una piedra redondeada de las llanuras de Jericó fue colocada en la mano de una médium hipnotizada, y ésta inmediatamente reconstruyó en su mente la batalla y el asedio de la ciudad, y el derrumbe atronador de sus murallas. No dudé entonces de que este fragmento había actuado sobre mí como un imán que había arrastrado mi mente a través de la niebla de los siglos, hasta una vida que yo mismo había conocido anteriormente.

La conmoción que sentí está más allá de las palabras, y es que todo este fantástico asunto encajaba demasiado bien con ciertas vagas sensaciones relacionadas con la Marca que habían estado rondando en el fondo de mi mente, como para tratarse simplemente de un sueño inusitadamente vivido. Sentí que necesitaba una copa de vino, y recordé que Ortali siempre guardaba vino en su cuarto. Me vestí apresuradamente, abrí la puerta y crucé el pasillo. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando vi que estaba ligeramente abierta, como si hubiera quedado así por descuido. Entré y encendí la luz. La habitación estaba vacía.

Y entonces fui consciente de lo que había ocurrido. Ortali desconfiaba de mí; no quería arriesgarse a estar a solas conmigo en un paraje solitario a medianoche. El aplazamiento de la visita a la Marca no era más que un engaño.

Mi odio por Ortali estaba en esos momentos totalmente ahogado por un terror bestial ante la idea de lo que podría suceder si se destapaba la marca. Porque ya no dudaba de la autenticidad de mi sueño. No había sido un sueño; fue un fragmento de memoria en el que reviví aquella otra vida mía.

El Cabo de Gray Man… El Cabo de Grimmin, y bajo aquellas toscas piedras se encontraba aquel espantoso cadáver, humano en apariencia pero… Era inútil confiar en que, impregnado por la imperecedera esencia de un espíritu elemental, aquel cuerpo se hubiera deshecho convertido en polvo a lo largo de los años.

Bien poco recuerdo de mi desesperada carrera saliendo de la ciudad y cruzando aquellos parajes desolados. La noche era como una capa de horror a través de la cual las estrellas espiaban como ojos maliciosos de bestias extrañas, y mis pisadas provocaban un eco tan resonante que en varias ocasiones creí que algún monstruo me pisaba los talones.

Las luces parpadeantes quedaron atrás y entré en la región del misterio y el horror. No era de extrañar que el progreso avanzase por la derecha y por la izquierda, sin detenerse en este lugar, un ciego remolino hacia el ayer invadido por sueños de duendes y recuerdos de pesadilla. Realmente era bueno que pocos sospechasen de su existencia.

Vi el cabo entre brumas, pero el miedo me dominaba y me mantenía distante. Tuve la vaga y absurda idea de ir a buscar a la anciana Meve MacDonnal. Ella tenía larga experiencia en los secretos y tradiciones de la misteriosa tierra. Podría ayudarme, si efectivamente el ciego idiota de Ortali desataba sobre la tierra el demonio olvidado que en la Antigüedad se adoró en el Norte.

Súbitamente la figura de un hombre apareció bajo la luz de las estrellas, me choqué contra él, y a punto estuve de derribarlo. Una voz entrecortada con fuerte acento local protestó con la irritabilidad de la embriaguez. Era un corpulento estibador que regresaba a su cabaña seguramente tras correrse una juerga en alguna taberna. Lo sujeté y lo sacudí por los hombros, con un brillo salvaje en la mirada a la luz de las estrellas.

—¡Estoy buscando a Meve MacDonnal! ¿La conoces? ¡Dímelo, idiota! ¿Conoces a la anciana Meve MacDonnal?

Pareció como si mis palabras lo hubieran sacado de su estado de embriaguez tan súbitamente como si le hubieran lanzado un cubo de agua helada en la cara. A la luz de las estrellas pude ver su rostro brillando níveo; su garganta se había bloqueado por el miedo. Rápidamente hizo ademán de persignarse con mano insegura.

—¡Meve MacDonnal! ¿Está loco? ¿Y qué querría hacer con ella?

—¡Dime! —grité, sacudiéndolo salvajemente—. ¿Dónde está Meve MacDonnal…?

—¡Allí! —jadeó él, señalando con su mano temblorosa hacia algún lugar bajo la penumbra de la noche donde algo se alzaba en las sombras—. Por todos los santos, váyase, fuera de aquí loco o demonio, ¡y deje en paz a un hombre honesto! Allí, allí encontrará a Meve MacDonnal… donde la dejaron, ¡hace trescientos años!

Escuchando a medias sus palabras, lo empujé a un lado dejando escapar una fiera exclamación y, al atravesar corriendo la llanura llena de maleza, pude oír el sonido de su torpe huida. Medio cegado por el pánico, llegué hasta la baja edificación que había señalado el hombre. Luchando por mantenerme en pie entre la maleza, con los pies medio hundidos en el húmedo moho, me quedé petrificado al comprobar que había ido a parar al antiguo cementerio en el que había visto desaparecer a Meve MacDonnal esa misma tarde. Me encontraba junto a la entrada del panteón más grande y, embargado por un espeluznante presentimiento, me acerqué para leer la inscripción profundamente grabada. En parte alumbrado por la tenue luz de las estrellas, y en parte trazando las letras con los dedos, pude finalmente distinguir las palabras y las fechas en el gaélico medio olvidado de hace trescientos años: Meve MacDonnal, 1556-1640.

Con un grito de horror me encogí y, sacando el crucifijo que ella me había dado, hice ademán de lanzarlo a la oscuridad… pero entonces noté como si una mano invisible me sujetara la muñeca. Sería tal vez la locura y la demencia… pero no podía dudarlo: Meve MacDonnal había acudido a mí desde la tumba en la que había yacido durante trescientos años para darme la antiquísima reliquia que le fue confiada hace tanto tiempo por su familiar religioso. Sus palabras retornaron a mi mente, así como el recuerdo de Ortali y el Hombre Gris. De un terror menor pasé a un terror mucho mayor, y corrí raudo hacia el cabo que se recortaba borrosamente contra el horizonte de estrellas sobre el mar.

Al cruzar la cresta vi la marca bajo la luz de las estrellas, y la figura de gnomo que trabajaba sobre ella. Ortali, con su habitual y casi sobrehumana energía, había retirado la mayoría de las piedras; y mientras me acercaba, temblando con aterrorizada expectación, vi cómo apartaba la última capa y pude oír su salvaje grito de triunfo, que hizo que me parase en seco unos metros detrás de él y me quedase observándole desde la pendiente. Un fulgor pagano salía de la marca, mientras al norte la aurora aparecía repentinamente con terrible belleza, haciendo palidecer a las estrellas. Alrededor de la marca titilaba una extraña luz, bañando la superficie de las toscas piedras de gélida y reluciente plata, y en este resplandor pude ver cómo Ortali, haciendo caso omiso del peligro, dejó a un lado el pico y se inclinó sobre la abertura regodeándose por su hallazgo…

Y entonces vi la cabeza cubierta con casco, reposando en el colchón de piedras que yo, Red Cumal, había construido siglos atrás. Vi el terror y belleza inhumanos de aquel rostro increíblemente esculpido, en el cual no se percibía ninguna debilidad humana, ni piedad ni misericordia. Pude ver el sobrecogedor brillo del único ojo, totalmente abierto, como si estuviera aterradoramente vivo. Todo el contorno de la alta figura con armadura de malla brillaba y despedía fríos rayos de luz glacial; como las luces que centelleaban en los temblorosos cielos del Norte. Sí, señores, el Hombre Gris yacía como yo mismo lo había dejado hacía más de novecientos años, sin rastro de óxido, putrefacción o descomposición.

Y a continuación, al inclinarse hacia delante para examinar su hallazgo, Ortali dejó escapar un grito ahogado… porque la ramita de acebo que llevaba en la solapa a modo de desafío de las «supersticiones nórdicas» cayó del ojal y en el extraño fulgor pude ver claramente que se posaba sobre el poderoso pecho de malla donde ardió súbitamente con un brillo demasiado deslumbrante para ojos humanos. Mi grito fue seguido por el grito de Ortali. La figura se movió; los fuertes miembros se flexionaron, apartando a un lado las brillantes piedras. Una nueva luz iluminó el terrible ojo, y una oleada de vida inundó y animó aquellas facciones talladas.

Se levantó y salió de su lecho, y las luces del Norte se enredaron terriblemente a su alrededor. En ese momento el Hombre Gris cambió sufriendo una horrible transmutación. Los rasgos humanos se desvanecieron como si se despojase de una máscara; la armadura cayó de su cuerpo y se desmenuzó convertida en polvo al caer; y el maligno espíritu de hielo y escarcha y oscuridad que los hijos del Norte adoraron como Odín, se alzó desnudo y terrible ante las estrellas. Alrededor de su espeluznante cabeza se desataron relámpagos y los estremecedores reflejos de la aurora. Su impresionante forma antropomórfica era negra como las sombras y refulgente como el hielo; su horrible cresta se alzó colosalmente hacia la bóveda celeste.

Ortali se encogió aterrado, gritando inarticuladamente, cuando las deformes manos como garras se extendieron hacia él. En el oscuro e indescriptible semblante de la Cosa no había rastro alguno de gratitud hacia el hombre que lo había liberado, tan sólo un regodeo demoníaco, y un odio demoníaco por todos los hijos de los hombres. Vi los negros brazos dispararse para asestar un golpe. Oí a Ortali gritar una sola vez… un único e insoportable alarido que cesó abruptamente en su punto más agudo. Y una décima de segundo después un fulgor cegador explotó a su alrededor, iluminando sus convulsionados rasgos y sus ojos en blanco; luego su cuerpo salió disparado hacia atrás como si hubiera recibido una descarga eléctrica, impactando tan brutalmente que pude oír con toda claridad la fractura de sus huesos. Pero Ortali ya estaba muerto antes de tocar el suelo… muerto, marchito y ennegrecido, exactamente como un hombre alcanzado por un rayo. Esta fue la causa con la que explicaron más tarde su muerte.

El babeante monstruo que acabó con su vida en ese momento comenzó a avanzar atronadoramente hacia mí, oscuro, con los brazos como tentáculos totalmente estirados. La pálida luz de las estrellas había convertido su enorme ojo inhumano en una charca refulgente, y sus terribles garras rebosaban de desconocidas fuerzas elementales que le permitían destrozar los cuerpos y las almas de los hombres.

Pero no me amilané, y en ese instante dejé de tenerle miedo, a él y a su aterradora apariencia y a la amenaza de ineludible muerte de sus relámpagos. Porque encendiéndose en mi cerebro como una cegadora llamarada blanca comprendí por qué Meve MacDonnal había regresado de su tumba para traerme la antigua cruz que había permanecido sobre su pecho durante trescientos años, reuniendo durante ese tiempo en su interior fuerzas invisibles de bondad y luz, en eterna lucha contra las formas de locura y oscuridad.

Al sacar bruscamente la vetusta cruz, sentí que se arremolinaban gigantescas e invisibles formas en el aire a mi alrededor. Yo no era más que un peón en el juego, simplemente la mano que sostenía la reliquia sagrada que era el símbolo de los poderes eternamente en liza con los demonios de la oscuridad. Mientras la sostenía en alto, brotó de ella un rayo de luz blanca, una luz intolerablemente pura y blanca, como si todas las sobrecogedoras fuerzas de la Luz se hubieran combinado en un símbolo y se hubieran liberado en una flecha de ira concentrada contra el monstruo de la oscuridad. Con un horripilante alarido el demonio se tambaleó hacia atrás, marchitándose ante mis ojos. A continuación, dándose un fuerte impulso con unas alas similares a las de los buitres, se elevó hacia las estrellas, menguando más y más entre el remolino de fuego y resplandores del cielo embrujado, volando de regreso al oscuro limbo que lo engendró Dios sabe cuántos eones atrás.