ARRESTO EN LA VIEJA CIUDAD

—¡Saquen a mis hermanitos! —gritó Sue, aterrada, mientras los dos chicos sacaban la cabeza a la superficie, tosiendo y escupiendo agua.

Al instante, el señor Hollister y el capitán Elser cogieron unos salvavidas y los arrojaron al agua, va que había demasiada altura desde el agua al muelle, para que los chicos pudieran trepar.

Pete y Ricky se sujetaron a los aros salvadores y, chorreando agua, se vieron elevados hasta la pasarela.

—¿Han podido escaparse? —fue lo primero que preguntó Pete.

Miraron a su alrededor, pero el camarero no estaba en ninguna parte. También habían desaparecido Pam y su madre. Aunque el pecosillo rezumaba agua por todas partes, Sue se abalanzó a abrazarle y dijo:

—Mami y Pam han ido a detener al hombre malote.

—Es lo que me imaginaba —dijo el padre que en seguida, añadió—: ¡De prisa, muchachos! Id a poneros ropa seca.

Mientras Pete y Ricky iban dejando un reguero de agua por el pasillo que llevaba a su camarote, la señora Hollister y Pam corrían hacia la parte antigua de la ciudad, situada a orillas del agua.

—¡Va por ahí! ¡Y todavía lleva la canasta de lechugas! —dijo Pam, viendo al fugitivo desaparecer por una esquina.

—¡Estoy segura de que el reloj de oro va en esa canasta! —afirmó la madre—. ¡Date prisa, Pam!

Madre e hija siguieron al camarero que tenía tanta prisa que ni siquiera podía volverse a comprobar si le perseguían. De repente se detuvo ante un restaurante, miró el letrero colocado sobre la puerta, y entró.

—Tú espérate, por si acaso sale, mamá, que yo iré a buscar a los otros —dijo Pam.

Cuando llegó al barco, los dos muchachitos ya se habían puesto ropas secas y estaban en cubierta.

—¡Le hemos encontrado! —anunció Pam—. ¡Venid en seguida!

El señor Hollister tomó a Sue en brazos, el capitán Elser llamó a un policía del muelle y todos siguieron a Pam a través de varias calles, hasta el restaurante.

—El camarero todavía está dentro —dijo la señora Hollister.

—Apostaría algo a que Gotch también está ahí —comentó Pete.

El capitán habló en alemán con el policía, y luego se volvió a los otros.

—Yo me estacionaré en la puerta trasera. Convendrá que usted, señora Hollister, vaya en busca de otros dos policías, por si nos hacen falta. Los demás entren, para identificar a esos hombres.

La señora Hollister tomó a Sue de los brazos de su marido y marchó a toda prisa, con la pequeñita asida de la mano.

Los niños y su padre siguieron al oficial, al interior del restaurante. Como era todavía demasiado pronto para la cena, el local se encontraba aún vacío. Pero, en una mesa mal alumbrada, del fondo, se sentaban cuatro hombres, cuyos rostros no se veían. Cuando el policía se encaminó a ellos a buen paso, los cuatro retiraron sus sillas de la mesa, mostrándose asustados. En el centro de la mesa redonda, estaba el reloj de cuco, hecho en oro. El oficial les habló severamente en alemán.

—¡Ahí está «Donnerwetter»! —exclamó Holly.

El hombre grueso y bajo, que se encontraba entre Gotch y el hombre alto, miró a los recién llegados con ojos encendidos. Junto al hombre alto estaba el camarero.

—¡Otra vez esos Hollister! —gritó enfurecido el señor Wetter, que en seguida tomó en sus brazos el reloj de cuco y corrió hacia la salida.

Pete y Ricky casi le habían dado alcance, cuando el capitán Elser cerró el paso al fugitivo en la puerta. Pete tomó el reloj y él y su hermano volvieron a la mesa.

Entre tanto, el policía había puesto las esposas a Gotch y al camarero, mientras el señor Hollister sujetaba con fuerza al hombre alto.

Entonces llegaron al restaurante la señora Hollister, Sue y dos policías. Los oficiales interrogaron a los prisioneros y, cuando hubieron acabado, se volvieron a los Hollister.

—Es una historia muy extraña —dijo uno de los policías que hablaba inglés—. ¿Es verdad que han venido ustedes desde América, para detener a estos hombres?

Los hermanos Hollister dijeron inmediatamente que sí, mientras los padres sonreían orgullosos. El oficial les dijo que habían hecho un gran trabajo detectivesco y les explicó todo lo que aquellos hombres habían confesado.

Durante la guerra, Andreas Freuling había encontrado el reloj en las ruinas del museo de Leipzig. Andreas había huido de la ciudad bombardeada y se llevó con él el reloj de cuco, para que no se estropease. Algo más tarde unos hombres se enteraron de ello y decidieron robar el reloj. Pero cuando encontraron en Triberg la pista de Andreas, éste ya había muerto. Schmidt encontró las indicaciones cifradas y estuvo intentando localizar a Peter Freuling.

—Seguro que sus preguntas llamaron la atención de la banda —dijo Pete.

—Luego —razonó Pam—, cuando los ladrones encontraron a Schmidt en el taller del señor Fritz, intentaron apoderarse del mensaje.

—Tenéis razón —replicó el policía—. Primero, se ofrecieron a comprárselo, pero, cuando Schmidt rehusó, le amenazaron. Convencido de que el mensaje tenía mucho valor, Schmidt escondió el papel en la portezuela del reloj de cuco.

El policía hizo una pausa y añadió luego:

—Por equivocación, el reloj fue enviado a América. Los ladrones se enteraron de esto y forzaron a Schmidt a que les diera el duplicado de la dirección de los Hollister. Entonces Wetter y Gotch fueron a Estados Unidos para recobrar la nota.

—¡Canastos! —dijo Ricky—. Ese reloj tan viejo debe de valer un montón de dinero.

—Es de un valor incalculable —dijo el capitán.

Y añadió que la caja de oro de aquel reloj había sido hecha por uno de los más famosos artesanos de Alemania.

—El pueblo alemán les da a ustedes las gracias por haberle devuelto esta valiosa pieza —dijo.

Pete hizo más preguntas y se enteró de que los ladrones se habían turnado en el trabajo de ir siguiendo a la familia. Primero Wetter les había seguido al aeropuerto, mientras Gotch robaba los dos relojes en el Centro Comercial, por si en uno de los relojes estaba la nota. El hombre ancho y bajo estuvo vigilando a los Hollister hasta Heidelberg, donde contrató a un ratero para que quitase el bolso a Pam.

Luego, se ocupó de la vigilancia el hombre alto, que se llamaba Zorsky y, al regresar de América, Gotch se unió a él. Entre tanto, Wetter había ido a Düsseldorf para hacer los preparativos de venta del reloj de oro.

—¿Y el camarero? —preguntó Pete—. ¿Era de la banda?

—No —repuso el oficial—. Gotch le sobornó para que escondiese el reloj y lo llevase al barco.

Wetter habló amargamente en alemán. Y el policía tradujo:

—Dice que Zorsky fue un imbécil al robar el reloj después que los niños le vieron en el taller de Fritz. Desde entonces, la policía tuvo su descripción y estuvo buscándole.

—Y ahora todos ustedes han sido descubiertos y se les juzgará con mucha severidad —dijo el capitán Elser a los ladrones.

—¿Y qué pasará con el reloj de cuco? —quiso saber Holly.

—Será devuelto al museo —dijo el policía, tomando el lindo reloj bajo el brazo.

Una vez más, los policías dieron las gracias a los Hollister y se llevaron a los detenidos.

—Creo que nosotros ya hemos terminado nuestro viaje por el río —dijo el señor Hollister, volviéndose al capitán del «Eureka».

—Ha sido un placer —contestó el capitán—. ¿Serán ustedes tan amables de dar recuerdos míos a mi primo Otto?

Los Hollister pasaron la noche en el barco y al día siguiente alquilaron un coche para volver a Triberg. Allí fueron saludados afablemente por el señor Fritz, que se sintió contentísimo al enterarse de que los ladrones habían sido capturados.

—Esta noche celebraremos una fiesta y habrá «singen» y «tanzen».

—Canto y baile —tradujo Holly, alegremente.

—Ahora —dijo el viejecito— os daré algo para que no os olvidéis de vuestra aventura en la Selva Negra.

Señaló a los niños el reloj de cuco que ellos habían traído de América, y que ahora colgaba de la pared.

—Lo he arreglado. ¡Mirad! ¡Mirad! —repitió el viejecito, con los ojos chispeantes de alegría.

Cuando tuvo que dar la hora, asomó el pájaro, diciendo: ¡Cucú! Y todos pudieron ver que… ¡Los ojos del animalito se encendían y se apagaban! Al verlo, los niños Hollister dieron gritos de alegría.

—Éste es el secreto de que os hablé —explicó «Herr» Fritz.

De pronto Pam se dio cuenta de que Ricky parecía mirar a algún punto muy lejano.

—Te doy un penique por saber tus pensamientos —dijo la hermana mayor, con una simpática risita.

—Voy a mandar una postal de recuerdo a Joey Brill —anunció el travieso Ricky.

—¡Cómo! ¿Qué has dicho? —se asombró Pete.

—¡Canastos! ¿No os dais cuenta de que, si Joey no hubiera roto el reloj, nosotros nunca habríamos podido descubrir este misterio?

—Tienes razón —concordó Pam—. Envía a Joey una postal y mándale recuerdos de todos nosotros. Dile que es…

—¡Cucú! ¡Cucú! —canturreó alegremente la voz dulce de Sue.