LA CORAZONADA DE RICKY

—¡Tenemos que alcanzar a ese hombre! —gritó Pete, levantándose del suelo—. Ha robado el reloj de cuco de oro.

—«Ja». Hay que ir en seguida a la policía —añadió el señor Klar.

Los niños y él corrieron al cuartelillo de policía. Allí, entre los tres, contaron lo ocurrido al teniente de policía, que era el mismo a quien Pete informó del robo de la cartera y del león de madera.

Pam dio al policía una explicación detallada de cómo era el ladrón y el teniente envió inmediatamente a dos hombres para que buscasen al fugitivo.

—No os entristezcáis —dijo amablemente el oficial, a los niños—. Podéis estar orgullosos de haber descubierto las pistas de esa nota misteriosa.

—Le ruego que me explique qué es todo esto —pidió el señor Klar.

Mientras el oficial daba explicaciones sobre el misterio al asombrado señor Klar, Pete y Pam volvieron al hotel.

Encontraron al resto de la familia en la habitación de los padres, hablando alegremente sobre cómo habían desorientado al hombre alto. Al oírles, Pam, casi llorando, murmuró:

—Pero no ha dado resultado, papá.

—Porque nosotros fuimos seguidos por el otro hombre hasta la casa en donde estaba escondido el reloj de cuco de oro —añadió Pete, entristecido—. Y él nos ha arrancado el tesoro de las manos.

Muy desilusionados, todos escucharon lo ocurrido.

—¡Pero no hay que rendirse! —declaró valientemente Ricky, abombando el pecho—. Detendremos a ese hombre y encontraremos el reloj.

Procurando no dejarse llevar por el desánimo, los Hollister bajaron al comedor, pero los dos niños mayores apenas probaron lo que se les sirvió.

Cuando salían del comedor vieron con asombro, que el teniente de policía entraba en el vestíbulo. El oficial dijo a los Hollister que la descripción dada por Pam había sido tan detallada que había podido identificar al ladrón inmediatamente.

—Utiliza el nombre de Herman Gotch y vive en un hotelito de este pueblo, al otro lado de la colina. Vive con él otra persona, un hombre alto…

—El que robó el mensaje y el león de madera —dijo Pete.

—Puede que vieran lo que hacíamos en nuestra habitación, utilizando gemelos —dijo Ricky—. Por eso supo el ladrón que teníamos la cartera en la cómoda.

—Es probable —contestó el oficial—. Por desgracia los dos hombres han salido de Triberg apresuradamente, hace poco rato.

—¿Y no hay posibilidad de arrestarles? —preguntó el señor Hollister.

—Tenemos una pista —respondió el policía—. Y voy a decírsela a ustedes, por si acaso quieren seguirles.

El teniente dijo que el director del hotelito en donde los dos hombres estuvieron hospedados había oído decir al hombre bajo que se marchaba a Estrasburgo.

—Pero si eso está en Francia —dijo la señora Hollister—. Es una gran ciudad a orillas del Rhin.

—Puede que piensen vender allí el reloj de cuco —reflexionó Pam.

—Pondremos sobre aviso a la policía de Estrasburgo —prometió el oficial—. Esos hombres tienen dos coches. Gotch se ha marchado en uno con un maletín y una caja de cartón.

—Donde lleva al reloj de cuco —apuntó Holly, muy nerviosa.

El oficial asintió, añadiendo:

—Su amigo, el alto, va en otro coche. Ignoramos a dónde se dirige.

—Hay que seguir en seguida a ese hombre que se llama Gotch —opinó Ricky.

Y todos sus hermanos asintieron.

—Nosotros detendremos al hombre malote y se lo traeremos a usted, señor policía —dijo Sue, cogiendo de la mano al teniente.

Él se echó a reír y dijo que no le sorprendería. Después de mostrarles en el mapa de carreteras de la señora Hollister cuál era el camino más corto para Estrasburgo, el teniente deseó buena suerte a la familia y se marchó.

—¿Quieres continuar la búsqueda del reloj de cuco, Elaine? —preguntó el señor Hollister a su esposa.

—Sí —contestó ella, levantando la cabeza, muy resuelta.

—¡Un hurra por mamá! —gritó Holly, dando un salto de alegría y palmoteando—. ¡Tenemos una mamá muy valiente!

Todos corrieron a sus habitaciones para hacer a toda prisa las maletas. Transcurrida media hora, los Hollister habían dicho adiós al señor Mueller y estaban en el «Mercedes-Benz», viajando camino de la frontera francesa.

Después de una hora de viajar en dirección oeste, los valles verdes y sombríos se transformaron en amplias planicies. A uno y otro lado de la carretera empezaron a verse grandes granjas y, desde lejos, los campesinos decían adiós con la mano a la familia americana que marchaba a toda velocidad.

A última hora de la tarde los viajeros llegaron a un gran puente que cruzaba el río Rhin. Al otro lado del puente los Hollister tuvieron que detenerse ante un empleado de Aduanas que revisó sus pasaportes. El empleado era un hombre joven y amable, uniformado de azul. Su sombrero, que a Pam le recordaba un queso de bola, con un pico de pájaro, le daba un grave aspecto oficial.

Cuando el oficial estaba a punto de despedirles, Pam le preguntó:

—¿Ha pasado por aquí esta tarde, un alemán que se llama Herman Gotch?

El rostro del empleado se iluminó.

—Acabo de revisar su pasaporte hace tres minutos —y dijo y volviéndose, señaló al final de la calle—. Allí está su coche. Probablemente está pidiendo indicaciones para seguir su camino. Y perdone que la rectifique, señorita, pero ese hombre no es alemán.

Pam dio al hombre las gracias y el señor Hollister puso inmediatamente el coche en marcha.

—¡Olé! ¡Viva! ¡Ya le tenemos, papá! —gritó Ricky, jubiloso.

—No te precipites, hijo —aconsejó el señor Hollister—. Será mejor que le sigamos, para averiguar a dónde va.

—Eres un buen detective —declaró Pete, sintiéndose muy orgulloso de su padre, que ahora conducía el coche junto al bordillo y fue a detenerlo a cierta distancia del coche del sospechoso, que estaba sentado dentro. Los niños pudieron ver que Gotch estaba estudiando un mapa que tenía extendido sobre el volante.

—Seguro que lleva en el coche el reloj de cuco —dijo Pam—. Si pudiéramos acércanos y quitárselo de improviso…

—Paciencia —dijo la madre—. Esta vez no hay que dejarle escapar.

El señor Hollister siguió al coche, pero hubo un momento en que lo perdió de vista, entre el abundan tráfico. Cuando volvieron a verlo estaba aparcado en un muelle, a orillas del agua. Allí estaba amarrada una blanca embarcación ribereña.

—Seguramente va a meterse en esa barca, papá —dijo Pam.

—Ya lo averiguaremos —contestó el padre, yendo a aparcar detrás del cochecito del sospechoso.

La embarcación era grande y ancha y tenía dos cubiertas. Una gran pasarela llevaba, desde el muelle, a la cubierta inferior. Acababan los Hollister de bajar del coche y se disponían a cruzar la pasarela, cuando Pam exclamó:

—¡Mirad! ¡Si es el «Eureka»!

—¿Es el barco del que nos habló el señor Elser? —preguntó Holly.

—¡Zambomba! —gritó Pete con entusiasmo—. Si Gerhart Elser es el capitán, podrá ayudarnos a capturar a Gotch.

El señor Hollister abrió la marcha y toda la familia cruzó la pasarela, hasta una especie de vestíbulo del barco. A un lado había un mostrador donde se vendían recuerdos y al otro, un salón de belleza. En frente se veía el mostrador del recepcionista y el camarote del capitán. Se abrió la puerta y por ella salió un hombre alto y elegante, con un bonito uniforme. Viendo las expresiones interrogativas de los recién llegados, el hombre preguntó:

—¿Puedo servirles en algo?

—¿Es usted Gerhart Elser? —preguntó el señor Hollister.

El hombre pareció sorprendido y dijo que sí. Cuando se enteró de que los Hollister eran amigos de su primo Otto, de América, sonrió muy alegre y estrechó a todos la mano.

—¿Cómo supieron que mi barco estaría amarrado esta noche en Estrasburgo? —preguntó.

Los Hollister contestaron que no lo sabían y que todo fue una feliz coincidencia.

—Tal vez usted pueda ayudarnos a encontrar al hombre que buscamos. Creemos que va como pasajero en el barco de usted —dijo Pam.

Y a continuación contó al capitán toda la historia relativa al hombre sospechoso, llamado Gotch.

Inmediatamente el capitán llevó a los Hollister a su oficina y consultó su registro de viajeros.

—Sí —dijo al fin—. Está a bordo y tiene planeado desembarcar en Düsseldorf.

Cuando se enteró de la extraordinaria historia del reloj de cuco, en oro, Gerhart dijo:

—¡Ajá! Entonces haré registrar su camarote. Como capitán, tengo derecho a hacerlo.

Salió para volver al poco rato moviendo la cabeza y diciendo:

—Ese hombre no lleva más que un pequeño maletín. No hay ningún otro paquete en su camarote.

—¿Y él está en el camarote? —preguntó Pete.

—No —contestó el capitán.

—Puede que esté escondido el reloj en alguna parte del barco —dijo Pete.

Y Ricky propuso:

—¿Por qué no llamamos a la policía de Estrasburgo y pedimos que le arresten?

—Porque no podrán arrestarle, a menos que se encuentre el reloj en su posesión —afirmó Pete.

—Es cierto —dijo el capitán—. Haré que la doncella y el mayordomo registren todo el camarote y busquen ese reloj de oro. De encontrarlo, ¿en dónde podríamos localizarles a ustedes, señor Hollister?

—Podíamos hacer un viaje por río con el capitán —dijo Holly, con entusiasmo.

—¡Sería estupendo! Pero ¿qué haríamos con el coche, papá? —preguntó Ricky.

El señor Hollister contestó que la agencia que le había alquilado el «Mercedes-Benz», podía encargarse de recoger el vehículo del muelle. Luego miró interrogativamente a su esposa que asintió muy seria.

—Debemos encontrar ese reloj, aunque para ello sea necesario viajar río abajo en esta embarcación —dijo la señora Hollister.

—Muy bien. Yo les proporcionaré acomodo —dijo el capitán Elser—. Zarparemos por la mañana.

Mientras se trasladaban los equipajes a la embarcación ribereña, el señor Hollister habló con la compañía de coches de alquiler para que fuesen a recoger el «Mercedes-Benz».

Los tres camarotes destinados a la familia se encontraban en la cubierta inferior. Una vez que hubieron deshecho sus maletas, Pete y Ricky se acercaron a la ventanilla para contemplar las aguas del río.

—Ésta es una gran aventura —declaró gravemente, Pete.

—¡Sí, pero yo estoy hambriento, canastos! —protestó el pelirrojo.

La familia fue llamada al comedor a las siete de la tarde. Se había preparado una mesa redonda, especialmente para ellos. ¡Qué sorpresa les esperaba en aquella cena! Sentado a una mesita cercana estaba el mismísimo Herman Gotch. El hombre estaba llevándose un vaso de agua a los labios cuando vio a los Hollister. El vaso estuvo a punto de caérsele de las manos y el agua se le atravesó en la garganta.

Mientras el resto de la familia se sentaba, el señor Hollister se acercó al sospechoso para decirle:

—Deseo que nos devuelva usted el reloj de oro. No le pertenece y usted lo sabe.

El hombre contestó con una ristra de atropelladas palabras en alemán. El camarero, que estaba junto a él, tradujo el significado al señor Hollister.

—Yo no le conozco a usted. No le he visto nunca, de modo que haga el favor de no molestarme.

La señora Hollister sacudió la cabeza cuando su marido se sentó a su lado.

—Gotch sabe muy bien quién eres y qué le has dicho. Pero está intentando aparentar ante los demás que no entiende el inglés.

—Tendremos que vigilarle bien —decidió Pete—. Ahora que nos ha visto, intentará salir del barco.

Pero Gotch se quedó en su camarote toda la noche. Pam tenía tanto miedo de que el hombre escapase mientras los demás dormían que el señor Hollister pidió al capitán que mantuviese al sospechoso vigilado.

A la mañana siguiente, cuando la embarcación estaba a punto de ponerse en marcha por las aguas del Rhin, el oficial informó de que Gotch estaba todavía a bordo.

Satisfechos de que el sospechoso no pudiera escapar hasta la próxima parada, los Hollister se acodaron en la borda y contemplaron el hermoso panorama de las tierras circundantes con el Rhin. El río serpenteaba a través de grandes extensiones de verdor. Muchas de las montañas ante las que pasaban quedaban rematadas por viejos castillos.

Durante el viaje, Pete y Pam averiguaron que llegarían a Düsseldorf, donde Gotch tenía que bajar, a las cuatro de la tarde siguiente. Pero antes se haría una escala, por la noche, en Rüdesheim. Cuando, a última hora de la tarde, se aproximaron a la ciudad, los niños vieron que las colinas estaban cubiertas de viñedos. Las hileras de cepas se extendían desde el río hasta lo alto de las faldas de las montañas.

—¡Qué bien cuidados los tienen! —dijo Pam, admirativa.

El capitán Elser hizo virar el barco hacia el centro de la corriente y fue a detenerlo ante la vieja ciudad de Rüdesheim.

—No permitiremos que Gotch se aleje de nuestra vista —aseguró Pete, mientras los pasajeros iban saliendo del barco para visitar la ciudad.

Gotch echó a andar por la pasarela, con la cabeza muy alta. No llevaba nada en las manos y no fue muy lejos. Pete, Pam y Ricky le vieron pasear por el paseo de la orilla del agua. Cuando los niños bajaron a tierra Gotch les miró por encima del hombro, pero no hizo más que fruncir el ceño y nada dijo.

Cuando se sentó en un banco situado frente al río, otro hombre se aproximó a él y se sentó a su lado. Era calvo y con un áspero bigote gris.

—Es el camarero de la mesa de Gotch —observó Ricky—. ¿Qué le estará diciendo?

El sospechoso se levantó apresuradamente y volvió al barco. Ricky corrió junto al camarero para preguntar:

—¿De qué le ha hablado ese hombre?

—«Das Wetter» —replicó secamente el camarero, volviendo al «Eureka».

Pete hizo un encogimiento de hombros.

—No ha habido suerte —murmuró, cuando el pecoso les transmitió lo que acababa de decirle el camarero—. Por lo visto el hombre le ha hablado del tiempo.

—No, Pete —dijo Ricky—. Yo creo que estaban hablando del señor «Donnerwetter».

Sin esperar a los otros, el pecosillo corrió tras el camarero. Cuando le alcanzó le dio un tirón de la manga y dijo:

—¿Estaban hablando ustedes del señor Wetter, el hombre malo?

El camarero quedó tan sorprendido que Pete y Pam sospecharon de la corazonada de Ricky. Los tres hermanos volvieron al barco a reunirse con los demás.

—Apuesto a que Gotch y el camarero están de acuerdo —dijo Pete a su padre.

—Ahora tenemos otro sospechoso al que vigilar —añadió Holly.

Pero ninguno de los dos hombres hizo nada sospechoso aquella noche. Cuando los niños se despertaron, por la mañana, la embarcación seguía su camino a lo largo del Rhin. La hermosa región granjera había quedado atrás, sustituida por zonas con fábricas en las que se veían grandes chimeneas. Por la tarde, apareció a la vista la gran ciudad de Düsseldorf y pronto la embarcación llegó al muelle.

Se acercaba la familia a la pasarela, cuando Gotch se aproximó, cargado con su maletín, se detuvo ante los Hollister, haciéndoles una reverencia, y dijo:

—«Auf Wiedersehen».

Inmediatamente después salió del barco.

—No lleva con él el reloj de cuco. El maletín es demasiado pequeño para que le quepa dentro. Pero puede que lo tenga el camarero —dijo Pete.

—Ahí viene el camarero —anunció Pam.

El calvo camarero caminaba a paso ligero por la pasarela, con una cesta de lechugas sobre su hombro.

—¡Espere! —gritó Pete, echando a correr.

Ricky siguió a su hermano, veloz como una centella. El camarero volvió la cabeza. Sus ojos tenían una expresión huraña. Pete y Ricky se lanzaron a detenerle, pero el hombre les dio un fuerte empellón.

¡Plas! ¡Los dos hermanos cayeron a las aguas del Rhin!