UN CIERVO CARIÑOSO

Mientras los niños y Hans hablaban sobre el león desaparecido, el anciano tallista no había dicho una palabra. Pam le miró y se dio cuenta de que el «Schnitzelmeister» estaba entristecido y había dejado caer la cabeza sobre el pecho.

—No se preocupe, señor Fritz —dijo Pam, amablemente—. Nosotros le ayudaremos a que encuentre usted su león.

—Voy a informar del robo a la policía —decidió Pete.

—Yo te acompaño —dijo Hans, y los dos salieron del taller.

—Lo que ha pasado es incomprensible —murmuró el viejecito, con tristeza—. Hace poco estaban aquí el león y el desconocido, ahora los dos han desaparecido, pero el hombre no iba cargado con el león. ¿Cómo ha salido de aquí mi león? Es de madera… No anda…

Viéndole mover la cabeza con desespero, Holly intentó alegrarle y dijo:

—Nosotros sabemos tallar figuras en jabón.

—¿No podría usted enseñarnos a hacer animalitos como perros o gatos y cachorros de león en madera? —añadió Ricky.

Al oír aquello «Herr» Fritz se mostró algo más contento.

—«Ach, ja!» —exclamó con los ojos brillantes—. He enseñado a muchos niños a tallar madera. Mañana os daré una lección.

—Vendremos, si nos queda tiempo —contestó Pam—. Tenemos que hacer averiguaciones sobre el misterio del reloj de cuco.

—Y encontrar el león de usted —añadió Holly.

—Nosotros le ayudaremos —declaró Ricky, gravemente.

—Nos marcharemos ahora mismo para mirar por la calle. Puede que veamos a ese hombre —decidió Pam—. Y aunque él no se haya llevado el león, a lo mejor puede darnos una pista de alguna persona.

—En cuanto averigüemos algo, vendremos a decírselo —prometió Holly.

Sue le dio las gracias por el lindo patito y todos salieron rápidamente al pasadizo. Estuvieron mirando en todas las tiendas de ambos lados del pasillo, pero no vieron la menor huella del hombre alto.

—Hace casi una hora que salimos del hotel —recordó Pam a sus hermanos—. Papá y mamá nos estarán esperando.

Por el camino se Encontraron con Pete. Unos minutos más tarde los niños se reunían con sus padres en el vestíbulo del hotel y contaron su aventura de aquella mañana.

—De modo que en lugar de encontrar un león para Russ, lo que ha ocurrido es que se ha perdido una de esas hermosas tallas —comentó el señor Hollister.

—A lo mejor podemos encontrarlo otra vez, papá —dijo Holly, esperanzada.

—Lo mejor sería que hoy nos quedásemos aquí y buscásemos al hombre alto —opinó Pete.

Los padres estuvieron de acuerdo con él.

—Pero ¿no habíamos hablado de ir a buscar al señor Schmidt, de Hornberg? —preguntó Pam—. Es una pista para el reloj de cuco y no deberíamos perderla.

—¡Zambomba! ¿Cómo no he pensado en eso antes? Creo que haciendo lo que dice Pam trabajaríamos en los dos misterios a la vez. El hombre alto que quitó la nota de mi cartera era el mismo que vimos esta mañana en el taller del señor Fritz.

—A lo mejor fue al taller para hacer preguntas al señor Fritz sobre el mensaje misterioso —añadió Pam.

Todos se mostraron emocionados con la idea de buscar al señor alto y Pete propuso dividir el mapa de la población en tres partes.

—Mamá, Sue y yo podríamos buscar por una de las secciones. Papá y Ricky por otra, y Pam y Holly por la tercera.

Todo el mundo estuvo de acuerdo y al poco los tres grupos se ponían en marcha, después de acordar reunirse en el hotel para la cena.

Poco después de las seis, Ricky y su padre llegaron al hotel y encontraron a los demás detectives ya sentados. Nadie había descubierto la menor pista del hombre alto.

—No hemos encontrado a ese hombre, pero yo traigo una cosa —anunció Ricky, sacando de su bolsillo un ratón mecánico que había visto en una tienda.

—Yo también he comprado algo —dijo Holly, mostrando una muñeca de trenzas doradas.

Después que toda la familia comió con buen apetito un sabroso asado con patatas y salsa, la señora Hollister metió a Sue en la cama. Ricky y Holly se quedaron en el hotel, entretenidos con sus nuevos juguetes, y Pete y Pam salieron a pasear hasta los bosques próximos a la catarata.

—¿Por qué habrán querido robar ese león de madera? —preguntó Pam.

—Porque vale mucho dinero. Puede que doscientos o trescientos dólares.

Los dos hermanos encontraron un árbol caído cerca del arroyo y se sentaron en él. Pete apoyó la barbilla en la mano y quedó pensando en lo que había sucedido aquella mañana en el taller del tallista. El hombre alto había quedado un rato solo con el león, y el león había desaparecido. ¡Pero el desconocido había salido de la tienda con las manos vacías!

Mientras contemplaba las aguas del arroyo, Pete tuvo una idea luminosa. Y poniéndose en pie, de un salto, exclamó:

—¡Ya lo tengo, Pam! ¿Te acuerdas de lo otro que faltaba en el taller, además del león?

—Un poco de cordel.

—¡Eso es! Y me parece que sé cómo se llevó el ladrón el león que desapareció del taller. Ató la gruesa cuerda alrededor del león, abrió la ventana y lo bajó por ella.

—Pero el agua pasa rozando el muro de aquella casa —dijo Pam—. El león pudo haber caído al agua.

—Pero yo creo que el ladrón lo dejaría colgando sin llegar abajo —contestó el chico—. Luego cerraría la ventana, dejando la cuerda sujeta allí, pensando en dejar el león hasta la noche.

—De noche podía volver sin ser visto y recogerlo.

—Creo que sí, Pam.

Y Pete siguió diciendo que no era fácil que nadie hubiera visto el león colgando del muro de aquella casa vieja.

—Está oscureciendo, Pete. ¿Qué hacemos?

—Podemos ir a la parte trasera del taller, a ver.

—¿No sería mejor avisar primero a papá? —dijo la niña.

Pete echó una mirada a su reloj y repuso:

—Creo que no nos dará tiempo. Vámonos ya, que hay bastante distancia.

Por suerte, el camino era cuesta abajo. Los niños avanzaban, unos ratos caminando a paso largo y otras veces corriendo, a lo largo de la acera, hasta que llegaron ante la puerta roja.

A medida que se hacía de noche, el aire se iba enfriando y Pete y Pam, mientras subían el pasillo, empezaron a notar el agradable aroma de los pinos. Los gatos no estaban allí. Pete avanzó por la izquierda, cruzó el patio y descendió hacia la parte trasera del edificio junto al que corría el río.

Pete apenas se atrevía a asomar la cabeza por la esquina del edificio. Con mucha precaución asomó la nariz por el ángulo de piedra y miró el grisáceo paredón. El muchachito quedó sin aliento a causa de lo que estaba viendo. Allí, bamboleándose ligeramente, estaba el león de madera. Y debajo, con los brazos extendidos, intentando alcanzarlo, estaba el hombre alto. Pete retrocedió unos pasos y dijo a Pam:

—¡Está intentando apoderarse del león!

—¿Podremos detenerle? —preguntó Pam, nerviosísima.

—Si no vamos con mucho cuidado, podemos caer al agua, pero creo que debemos correr el riesgo. ¡Ven detrás de mí!

En el momento en que Pete apoyó los pies en el estrecho borde de tierra, entre el edificio y el agua del arroyo, en la ventana de arriba brilló una luz. Pete levantó la cabeza. El anciano tallista debía acabar de llegar de la calle. Y entonces, tan sonoramente como pudo, el muchachito gritó:

—¡«Herr» Fritz, abra la ventana!

El hombre alto y flaco volvió la cabeza hacia un lado y vio a los niños. Con voz agria, dijo algo en alemán y luego, poniéndose de puntillas, intentó otra vez apoderarse del león. Lo rozó con los dedos y la figura osciló hacia un lado.

—«Herr» Fritz! ¿Me ha oído? —volvió a gritar Pete—. ¡Abra la ventana!

Algo rechinó arriba y el panel de la ventana empezó a abrirse. Al momento la cuerda quedó suelta y el león cayó, golpeando al hombre en la cabeza. El hombre se tambaleó, perdió el equilibrio y fue a parar al agua.

—¡Se ahogará! —exclamó Pam, viendo que el agua se llevaba al hombre corriente abajo.

Pero el frío contacto de las aguas sirvió para reanimar al hombre que, unas casas más abajo, pudo salir a la orilla y, mientras los Hollister dejaban escapar un grito de indignación, él desapareció entre las casas.

—«Was geht da?» —había estado diciendo «Herr» Fritz, al asomar la cabeza por la ventana. Y de pronto, reconociendo a Pete y a Pam, preguntó:

—¿Qué estáis haciendo ahí? Es peligroso.

—¡Hemos encontrado su león! —contestó Pete a gritos—. Espere un momento que se lo llevaremos.

A la escasísima claridad que llegaba desde la ventana, los niños pudieron ver al león de madera, a pocos centímetros del agua.

A pesar de ser dos, los niños tuvieron que hacer un gran esfuerzo para rescatar la talla y llevarla corriendo hasta la esquina de la casa y luego hasta el pasadizo. Allí les salió al encuentro «Herr» Fritz que les ayudó a llevar la bonita figura hasta el taller. La gruesa cuerda seguía atada al león.

Pete estaba tan nervioso que le era difícil hablar con lentitud para que el anciano pudiese comprender lo que había sucedido.

—¿Y fuiste tú quien imaginó cómo podía haber sucedido? —preguntó el hombre, admirado—. «Ach». Eres inteligente, a pesar de tus pocos años.

El tallista colocó el león sobre el banco de carpintero y quedó mirándolo amorosamente. Al cabo de un rato, dijo:

—El ladrón ha huido. Pero puede volver y haceros algún daño a vosotros…, e incluso llevarse de nuevo el león. De modo que prefiero vendérselo a ese amigo vuestro de América.

—¡Zambomba! ¡Eso es estupendo! —dijo Pete.

Y Pam dio al viejecito un cariñoso abrazo. «Herr» Fritz les prometió que a la mañana siguiente encargaría a Hans que embalase el león y lo enviase al señor Spencer de Crestwood.

Pete y Pam salieron a toda prisa del taller para dar a los demás la buena noticia.

—¿El hombre que se cayó al agua —preguntó Ricky— era el mismo que vimos en el taller esta mañana?

—Era bastante alto —contestó Pete que, sin embargo, hubo de admitir que estaba demasiado oscuro para que él pudiera asegurarlo.

—¿Querréis decirme ahora, jóvenes detectives, qué planes tenéis para mañana? —preguntó el señor Hollister.

Pete propuso ir a Hornberg para hacer averiguaciones sobre el señor Schmidt. Al parecer él era el único que podía saber algo sobre el misterio del reloj de cuco.

—Pero yo quiero ver al señor «Schnitzel»… Bueno, al señor Fritz —protestó Ricky—. Necesito que me enseñe a ser un tallista.

También a Holly le ilusionaba recibir una lección del viejecito, de modo que se acordó que los dos pequeños se quedarían en Triberg con su padre, mientras que la señora Hollister iría en el coche con Pete, Pam y Sue al vecino pueblecito en donde estaba Cliff Jagger con sus abuelos.

—Estoy orgullosa de vosotros —dijo la señora Hollister a sus dos hijos mayores—. Una de las cosas que teníamos que hacer ha quedado resuelta, puesto que habéis conseguido el león.

—Y también resolveremos el otro misterio —aseguró Pete—. Muchas gracias por ayudarnos mañana, mamá.

Hornberg no estaba muy lejos de Triberg. A la mañana siguiente, la señora Hollister condujo el coche a las afueras de la población, en dirección norte. Llevaban un rato de camino, cuando Pete pidió a su madre que se detuviera a un lado de la carretera, mientras él hacía una fotografía de un inmenso valle que se extendía ante ellos.

Cuando salían del coche, Sue exclamó:

—¡Oooh! ¡Allí hay un ciervo «perciosísimo»!

En las lindes del bosque había un cervatillo tan bonito e inmóvil como una estatua.

—Puede que sea el ciervo del cuento —murmuró la pequeñita, ilusionada, y corrió hacia el animal, seguida de sus hermanos.

Sue se volvió y llamó a voces:

—Mira, mamita, ni siquiera se mueve. Ven, le podremos hacer una caricia.

Los Hollister se acercaron al gracioso animalito que dio media vuelta y se internó en el bosque.

—¡Yo «sabo» que es el ciervo mágico! —afirmó Sue—. Y nos va a llevar a donde está el príncipe.

El ciervo siguió avadando por un sendero hasta un claro del bosque. Allí la familia se detuvo con sorpresa. Sobre un montículo cubierto de césped había un pequeño castillo y desde la puerta un hombre hacía señas al ciervo para que se acercase.

—¿Veis? ¿Veis? —gritó Sue, con deleite—. ¡Ya os lo he «decido» yo!

—Esto es igual que un sueño —comentó Pam, viendo cómo el cervatillo se aproximaba al hombre. Éste vestía calzones hasta la rodilla y chaquetilla corta. Cuando el animal llegó a su lado él se inclinó para acariciarle la testuz.

—Hola, príncipe —saludó Sue, corriendo junto al hombre.

Él no hablaba bien el inglés, pero explicó a los Hollister, lo mejor que pudo, que era el guarda del castillo y que tenía varios ciervos domesticados.

—Y éste —dijo la señora Hollister, dirigiéndose a Sue— debe de ser un descendiente del ciervo del cuento.

Pete explicó que iban a visitar a Cliff Jagger y el guarda contestó que sabía quién era el muchacho. Vivía con sus abuelos en la casita gris que había en la primera calle del pueblo.

Los Hollister le dieron las gracias y volvieron a su coche. Era casi la hora de comer cuando Pete llamaba en la casa de los Jagger. El mismo Cliff salió a abrir y con una exclamación de alegría dio un apretón de manos a su amigo.

—¡De modo que me habéis localizado! Entren, entren todos, que les presentaré a mis abuelos.

Los abuelos de Cliff eran muy amables e invitaron a Hollister a que se quedaran a comer. Aceptaron y, al concluir Pete, preguntó a su amigo si conocía a un hombre llamado Schmidt.

—Claro —contestó el señor Jagger—. ¿Te refieres al que estuvo una temporada trabajando en Triberg? Me ayudaba como hornero, cuando yo todavía trabajaba. Os diré donde vive.

La señora Hollister y Sue se quedaron a hablar con los abuelos de Cliff, mientras éste acompañaba a Pete y Pam a visitar al ayudante del viejo tallista. Cuando se acercaron a la casa en que el hombre estaba hospedado, vieron salir a un hombre de rostro muy arrugado y curtido. Cliff le habló en alemán y el hombre le contestó.

—Este señor es «Herr» Schmidt —dijo Cliff que luego presentó a los Hollister.

—Pregúntale si sabe algo sobre la nota que había en la puerta del reloj de cuco —pidió Pete a su amigo.

Cuando Cliff tradujo aquella pregunta, los ojos de «Herr» Schmidt adquirieron una expresión de confusión y angustia.

—¡Sabe algo! ¡Sabe algo! —exclamó Pete.

Schmidt habló atropelladamente, al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro. Entonces Cliff dijo:

—Puedo responder de estos chicos. Son amigos míos de América.

Tradujo aquellas palabras al alemán y, al oírlas, el hombre se sentó, fatigoso, en las escaleras de la entrada. Dijo algo a Cliff, pero los Hollister no le entendieron. Entonces Cliff habló a sus amigos:

—Tenéis razón. Dice que sabe algo sobre ese mensaje misterioso.

—Pero, miradle —murmuró Pam—. ¡Está asustado! ¡Cómo tiembla!