UN PÁJARO TÍMIDO

Pete corrió tras el hombre que huía en dirección al señor Hollister.

—¡Detenle, papá! —pidió Pete, a voces.

Varias personas se colocaron hombro con hombro con el señor Hollister, para poder atrapar así al fugitivo, pero el hombre, apretando contra su pecho el bolso de Pam, se abalanzó, como si fuera a echarse al agua, entre las piernas del señor Hollister, rodó por el suelo y luego, levantándose, siguió corriendo.

Pete se abrió paso entre las atónitas personas mayores y, haciendo un gran esfuerzo, casi alcanzó al ladrón del bolso. De repente, el perseguido, dio la vuelta hacia la izquierda y tiró el bolso al otro lado de una cerca metálica.

Mientras el fugitivo descendía por una larga rampa de piedra, Pete y los demás corrieron hasta la cerca y miraron abajo. El bolso había caído sobre la hierba de un húmedo jardín que se encontraba a unos quince metros de distancia, al pie de la torre. Un hombre bajo y ancho se acercó rápidamente a cogerlo.

—¡Es el señor Wetter! —exclamó Pete.

En aquel momento, un guarda que apareció por la arcada, viendo el bolso, se acercó y lo tomó antes de que lo hubiera podido apresar el otro hombre.

—¡Ese bolso es nuestro! —chilló Ricky—. ¡No se lo dé a él!

—¡Detenga a ese hombre! —añadió Pete.

El guarda levantó la vista hacia la multitud reunida ante la baranda, y se colocó una mano tras la oreja, para intentar comprender lo que le decían.

—¡No nos entiende! —se lamentó la señora Hollister.

Reconociendo a los Hollister, el señor Wetter huyó a través de la arcada.

—¡Oh! ¡Deténgale! ¡Deténgale! —gritaron Pam y Holly a un tiempo.

Alguno de los presentes gritó al guarda unas explicaciones en alemán. El hombre uniformado asintió e hizo señas a los Hollister para darles a entender que les devolvería el bolso.

—¡Esto es el colmo! —exclamó la señora Hollister—. Si pudiéramos hacer comprender a ese guarda que el señor Wetter es el verdadero ladrón…

Todos los Hollister estaban convencidos de que el hombre bajo y corpulento había alquilado al ratero para que se apoderase del bolsito de Pam y lo arrojase al jardín en donde él estaría esperando.

—Podemos tomarnos el «apfelsaft» mientras esperamos —dijo el señor Hollister, y él y su familia se encaminaron al quiosco de refrescos.

Estaban acabando de saborear la deliciosa bebida cuando el guarda se acercó a ellos. Pam le dio las gracias cuando él le entregó el bolso y con la ayuda de la vendedora le hizo comprender que aquel señor Wetter estaba siguiendo y molestando a toda la familia desde que salieron de América.

El guarda pidió disculpas por no haber detenido al hombre, y prometió informar de todo a la policía.

—¡Ese malísimo señor Donnerwetter! —murmuró Holly—. Ahora que casi le habíamos atrapado…

Mientras volvían al hotel, la señora Hollister dijo a sus hijos que se sentía inquieta. Y añadió:

—El secreto del reloj de cuco debe de ser muy importante, cuando el señor Wetter está tan empeñado en conseguir esa nota.

—Yo creo que la verdadera pista del misterio la encontraremos en Triberg —opinó Pete—. Cuanto antes vayamos allí, mejor.

—Saldremos para la Selva Negra mañana temprano —hizo saber el señor Hollister a sus hijos.

—Bien —contestó Pam, mientras entraban en el viejo hotel—. Pero ahora iremos con los ojos muy abiertos por si vemos al señor Wetter. Puede que vuelva a intentar quitarnos la nota.

Al día siguiente, antes de salir del hotel, mientras estaban en el vestíbulo, Pam dio a su hermano Pete el mensaje misterioso.

—A ti nadie querrá robarte el bolso —dijo la niña.

Pete se guardó el papelito en la cartera, guardó ésta en el bolsillo de la cadera y cerró la tapita del bolsillo con el botón.

En seguida salieron para instalarse en el coche, que se puso en marcha a lo largo de la Autobahn, en dirección a Triberg. Recorridos unos cuantos kilómetros, a la izquierda de la carretera apareció un espeso bosque de pinos.

—Éste es el principio de la Selva Negra —dijo a su familia el señor Hollister.

—Creo que ya sé por qué la llaman así. Esos árboles tan oscuros, parecen negros desde lejos —reflexionó Pete.

Holly se estremeció de emoción y afirmó que aquellos bosques debían de estar llenos de gnomos y brujos de carne de membrillo.

—Y de pajaritos —añadió Sue—. Yo «querería» cazar un cuco.

—¿Y meterlo en un reloj? —preguntó el bromista de Ricky.

—Eso. Y le daría de comer miguitas, cada vez que asomase a cantar las horas.

La carretera tenía ahora, cada dos kilómetros, aproximadamente, unos tramos amplios en los laterales, en donde se podía aparcar. Al cabo de casi una hora de camino, el señor Hollister detuvo el coche junto a otros automóviles europeos, más pequeños. Las puertas del coche de los Hollister se abrieron de par en par y los niños salieron, alborozados, a respirar el aire puro.

—¡Mirad! ¡Allí hay un coche americano! —advirtió Pam, señalando un vehículo detenido a poca distancia.

—Hay un sello de Illinois en la ventanilla —observó Pete, mientras él y Pam se acercaban.

Sentados en banquetas campestres, al lado del coche, encontraron a un hombre y una mujer jóvenes y a una niña que tendría la edad de Pam.

—Buenos días —saludó amablemente Pete—. ¿Son ustedes americanos?

—Claro que lo somos —contestó muy contenta, la niña—. ¡Qué alegría da oír a alguien de nuestra tierra!

La simpática niña se presentó a los Hollister, diciendo que era Gladys Renner. Tenía el cabello corto, de color castaño y unos bonitos ojos azules.

—Vivimos en Alemania porque papá trabaja aquí —explicó Gladys—. Ahora tenemos unas vacaciones y vamos camino de Suiza.

Mientras los dos hermanos mayores hablaban con Gladys, Sue se acercó tímidamente, seguida de Ricky y Holly.

—Estamos buscando pajaritos cucos —informó Sue.

—Pues lo estáis haciendo en el lugar más adecuado —afirmó el señor Renner, señalando al bosque—. Por aquí hay muchos, pero son muy tímidos. Con suerte, podréis oír cantar alguno, pero no veréis ninguno.

—Dicen que si se oye cantar a un cuclillo y se tiene al mismo tiempo, una moneda en el bolsillo, da buena suerte —explicó Gladys.

—A nosotros nos convendría mucho un poco de buena suerte —sonrió Pete y Pam se dio cuenta de que él estaba pensando en el misterio del reloj.

En ese momento se oyó decir al señor Hollister:

—Pete, ¿quieres echarme una mano? Tenemos un neumático flojo y creo que tendré que cambiarlo.

Pete corrió junto al «Mercedes-Benz», seguido de Ricky.

—Sí, papá. Te ayudaremos los dos —se ofreció el pelirrojo.

La señora Hollister que había estado revisando un mapa de carreteras, salió del coche y siguió estudiándolo, mientras los tres hombres de su familia se ocupaban de cambiar el neumático.

Cuando el neumático de repuesto estuvo bien colocado, Ricky miró en dirección a las niñas. Pero no estaban ahora junto al coche de Illinois, ni se las veía en parte alguna. Ricky corrió junto al señor Renner para preguntarle:

—¿Dónde están las chicas?

—Han ido a dar un paseo por el bosque —contestó el señor—. Están buscando un cuclillo. Estarán de regreso dentro de un par de minutos.

Ricky lamentó de verdad no haber acompañado a las niñas. Metiendo las manos en los bolsillos del pantalón fue a reunirse con Pete, que se estaba limpiando las manos en un trapo. El pecoso explicó a su hermano lo que el señor Renner le había dicho y Pete comentó:

—Me parece una ocurrencia de cuclillo irse a buscar un pájaro, cuando tenemos prisa por seguir el viaje.

Entretanto Pam y Gladys, seguidas por Sue y Holly, avanzaban por un sendero que se internaba en el pinar. De vez en cuando se paraban a escuchar. ¡Silencio!

—Yo no oigo nada —protestó Holly—. Puede que los pajaritos sólo canten cuando tienen que dar la hora.

Las dos niñas mayores se echaron a reír y Pam dijo:

—Hemos llegado al final del camino sin oír a ningún pájaro.

—Creo que será mejor volver —dijo Gladys.

¡Cu-cú, cu-cú, cu-cú!

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Holly, asombrada.

—¿Has oído ese ruido, Pam? —preguntó Sue.

El rostro de la hermana mayor se iluminó de alegría.

—Estoy segura de que era el cuclillo, niñas.

Las cuatro se detuvieron y escucharon. De la profundidad de los bosques volvió a llegar claramente el alegre gritito: ¡Cu-cú!

—Suena igual que nuestros relojes —dijo Holly, emocionada, cerrando su manita en torno a una moneda alemana que llevaba en el bolsillo—. ¡Vaya! ¡Tenemos suerte! ¡Tenemos suerte!

Y para sus adentros, la niña pensó: «Ahora sí resolveremos el misterio. Estoy segura».

El pajarito volvió a cantar. Esta vez parecía estar más cerca.

—¡Cómo me gustaría ver ese pájaro! —dijo Pam.

—Pues ¿por qué no vamos a verle? —propuso Holly—. Tiene que estar muy cerquita.

Pam miró a su alrededor para guardar en su memoria los detalles del paisaje.

—Está bien. Nos meteremos en el bosque, pero no iremos demasiado lejos.

Con las manos enlazadas, las cuatro niñas caminaron entre los gigantescos pinos, moviéndose muy despacio para no asustar al cuclillo. Miraban atentamente a todas las ramas, pero no pudieron descubrir pájaro alguno.

—¡Lo he oído otra vez! —exclamó, de pronto Gladys, pero esta vez el canto parecía llegar de más lejos.

—Pobrecito. Debe de ser un pájaro vergonzoso, como yo —sonrió Holly.

También Pam sonrió, diciendo:

—Nunca he oído que las niñas traviesas como tú sean tímidas, Holly. Ahora será mejor que volvamos. El cielo se está poniendo negro y parece que va llover.

—Espera, Pam. Vamos un poquito más lejos; sólo un poquito más —suplicó Holly—. A papá y mamá no les importará.

—Está bien —accedió Pam—. Otros cien pasos y en seguida volvemos.

Mientras caminaban, el viento empezó a soplar entre las ramas más altas de los abetos. En cambio el pajarito había quedado silencioso.

—Puede que se haya ido a su nido, porque sabe que va a «lluever» —dijo Sue, muy seria.

—Noventa y ocho, noventa y nueve, cien —dijo Gladys, acabando de contar los pasos—. Ahora, volvamos —decidió.

Gladys parecía ahora un poco asustada. Las cuatro niñas dieron media vuelta y empezaron a caminar por donde habían llegado. El viento silbaba entre los árboles. Unos nubarrones negros se extendían por el cielo, muy bajos, tocando casi las copas de los abetos.

—¡Canastos! —exclamó Holly, imitando a su hermano—. Si no vamos de prisa, puede que encontremos un gnomo de caramelo, en vez del pájaro cuco.

Sue y Holly se separaron de las otras y Pam las llamó inmediatamente.

—¡Por ahí, no! Es por el otro lado. Vais en dirección contraria.

—Éste es el camino por donde hemos venido —afirmó Holly, muy convencida—. Lo sé seguro, segurísimo.

Pero Holly obedeció a su hermana mayor y las cuatro corrieron por el sombrío bosque.

Cuando se encontraron demasiado lejos para saber volver al lugar que Holly había dicho, a Pam le empezó a latir el corazón con fuerza. Miró a todas partes. No había ningún camino, ni se veía carretera, ni coches… La mayor de las hermanas Hollister quedó unos momentos muy quieta, escuchando. Luego llamó a gritos:

—¡Mamá! ¡Papá!

Nadie contestó.

—¡Dios mío! ¡Nos hemos perdido! —murmuró, muy apurada.

—¡Qué miedo! Seguramente hemos estado andando en círculo —añadió Gladys.

—Todas las direcciones parecen iguales —lloriqueó Holly, mirando a un lado y a otro, entre la arboleda.

Las niñas no sabían qué hacer.

Sue tomó la mano de Pam y la oprimió con fuerza. El viento aullaba ahora, furiosamente entre los árboles y las niñas corrían, angustiadas, por el bosque tenebroso. Al cabo de un rato, Pam decidió:

—Creo que debemos quedamos quietas. Así no podremos perdernos más de lo que estamos.

¡Cucú, cucú, cucú! El canto llegaba desde un pequeño claro que había a la izquierda de las niñas.

—¡Es un pájaro! —exclamó Holly.

—Debe de haber un nido llenote de pájaros —calculó Sue y, en aquel mismo momento, una gruesa gota se estrelló en su mejilla.

También Pam y Gladys estaban muy intrigadas con aquellos cantos de pájaro y echaron a andar hacia el lugar de donde procedían.

El canto fue haciéndose más sonoro a medida que las niñas se aproximaban a un pequeño barranco. Abajo, en el pequeño claro, había una tiendecita de campaña y delante de ella se veía a dos niñas y un niño. Tenían las manos colocadas ante la boca a modo de trompetas y decían a gritos:

—¡Cucú, cucú, cucú!

—¡Vaya pájaros! —murmuró Holly, poniendo una cara muy agria.

Las cuatro resbalaron con precaución por la pared del barranco y se aproximaron a los niños de la tienda de campaña. Los tres hablaban alemán y Gladys conversó con ellos unos momentos en el mismo idioma.

—¿Qué están haciendo ellos aquí? —preguntó Pam a su nueva amiga americana.

Gladys explicó que los tres niños habían salido de excursión con sus padres, los cuales se habían ido a la ciudad en busca de provisiones. Por eso ellos imitaban el canto del cuclillo.

—Diles que nos quedaremos con ellos y no sucederá nada malo —dijo Pam, queriendo arreglarlo todo.

Gladys hizo las presentaciones de las hermanas Hollister a los niños alemanes y todos juntos entraron en la tienda de campaña. El viento soplaba con mayor fuerza y golpeaba la lona de la tienda como si fuese un látigo. Todos los niños mayores tragaron saliva, disimulando su miedo, y procuraron sonreír. Sue se abrazó a Pam.

—«Mutti», «mutti» —murmuró la más pequeñita de las niñas alemanas, de unos cinco años.

—No te preocupes, guapa. Tu mamá nos encontrará a todos —la consoló Pam.

—Claro que sí —afirmó Holly—. Tenemos mucha suerte porque hemos oído cantar a un…

¡Uuuuh! ¡Una fuerte ráfaga de viento sopló contra la lona y la hizo caer sobre los niños!