UNA PISTA DUPLICADA

Los dos fugitivos pasaron a la tienda de al lado y siguieron corriendo por el otro callejón, seguidos de Pete, Pam y la señora Hollister. Al llegar a una esquina, Pete vio ponerse en marcha un coche aparcado junto a la acera. Aunque siguió corriendo tras el vehículo, pronto desaparecieron de su vista incluso las luces rojas de posición.

Volviendo junto a su madre y su hermana, que se habían quedado atrás, Pete explicó:

—Se han ido antes de que yo hubiese tenido tiempo de tomar el número de matrícula. Voy a avisar a la policía.

Fue al final de la calle, hasta una cabina de teléfono, y marcó el número del cuartelillo de policía. Se puso al aparato el teniente de guardia que le dijo:

—Tu amigo, el oficial Cal, está aquí. Le enviamos hacia allí inmediatamente.

Pete volvió al Centro Comercial, donde se reunió con su madre y su hermana y unos minutos después, en un coche policial llegó el oficial Cal Newberry. Cal era un joven guapo, de cabello rubio, que había ayudado a los Hollister a resolver varios misterios. Después de saludarse, Pete llevó a Cal a la parte posterior de la tienda para mostrarle por dónde habían intentado abrir la tienda los intrusos.

—No pudimos verles bien, porque ya había oscurecido —explicó la señora Hollister.

—Eran dos hombres bajos —añadió Pete.

Cal decidió:

—Lo primero que haremos será registrar bien por aquí, por si viéramos alguna pista.

El oficial enfocó su linterna en el suelo y miró atentamente, por si las personas que habían estado husmeando allí habían dejado alguna pista. Pero él y los Hollister dieron la vuelta tres veces al Centro Comercial y las tiendas vecinas sin encontrar nada.

—Hay un sitio donde todavía no hemos mirado —recordó Pete, que luego habló a Cal del coche que había visto marchar velozmente.

El muchachito llevó al oficial a la parte de la calle en que había estado aparcado el coche y miró la calzada, junto al bordillo.

—¡Zambomba! ¿Qué es esto? —exclamó Pete, agachándose a recoger un pedazo de papel.

Cuando Cal enfocó su linterna sobre el papel, la señora Hollister observó:

—Es una copia, en carbón, de una factura.

—¡Pero si lleva nuestro apellido! —dijo Pam, perpleja.

—Y es de Alemania —añadió Cal—. ¿Tiene eso algún significado para ustedes?

—¡Me parece que sí! —contestó Pete, muy nervioso, mientras miraba atentamente aquel duplicado de una factura.

En la parte superior se veía el apellido y la dirección de los Hollister y debajo de la palabra Shoreham, se leían las iniciales EE. UU. El nombre de la casa comercial que enviaba la factura se leía claramente, en letras muy grandes: «Karl Fritz, Kuckucksuhrenfabrikatio, Triberg, Schwarzwald».

—¡Zambomba! Puede que se le haya caído a uno de los hombres que se han escapado en el coche —dijo Pete.

Entre él y Pam contaron al oficial Cal lo que sabían sobre el misterio del reloj de cuco. Cuando los hermanos acabaron de hablar, Cal dijo:

—Apostaría algo a que esos hombres están intentando apoderarse de uno o todos los relojes de cuco.

—Vamos a mirar en seguida en la archivadora de la tienda —propuso Pam, muy nerviosa—. Estoy segura de que ese papel es el duplicado de la factura que enviaron a papá.

Con la llave que el señor Hollister les había dado, Pete abrió la puerta principal y todos entraron en la tienda. Pam encendió las luces y los cuatro pasaron a la oficina, donde había varios archivadores.

—Aquí está el que contiene los pedidos y facturas —indicó la señora Hollister.

A toda prisa abrió Pam un cajón y buscó el apartado donde se leía: Relojes Cuco. En un sobre encontró la factura que había llegado con el envío de Alemania.

—¡Oh! —exclamó Pam, mientras revisaba un determinado papel—. ¡Es el mismo! ¡Es el duplicado de esto lo que has encontrado, Pete!

El oficial Cal hizo comentarios de extrañeza, respecto al detalle de que aquel duplicado estuviera en América.

—Seguro que los hombres que husmeaban por aquí consiguieron nuestra dirección en esa factura —dijo Pete, hablando con el policía.

Pam sacó la misteriosa nota que guardaba en el bolsillo y se la enseñó al oficial, diciéndole la traducción.

El policía dejó escapar un silbido de admiración y dijo:

—No cabe duda de que habéis encontrado un mensaje muy importante y, ya que vais a ir a Alemania, tal vez podríais devolverle el duplicado a ese señor Karl Fritz.

—A lo mejor fue él quien metió la nota en el reloj y ahora la necesita —dijo Pam.

—¿Y crees que ha podido ser él quien ha enviado a esos dos hombres para que lo busquen? —preguntó Pete.

Antes de que Pam tuviera tiempo de contestar, el oficial Cal movió de un lado a otro la cabeza, diciendo que si el señor Fritz hubiera tenido necesidad de que se le devolviera uno de los relojes, seguramente habría escrito al Centro Comercial, pidiéndolo.

—Habría sido lo más sencillo —concluyó Cal—. Pudo enviar un nuevo surtido de relojes y pedir que, a cambio, se le devolviesen los que tenéis.

—Entonces, el que quiere encontrar la nota debe ser otra persona y no el señor Fritz —reflexionó Pete.

—Y para apoderarse de esa nota no duda en llegar al robo —añadió el policía, mientras Pam dejaba en su sitio la factura y cerraba el archivador.

Pete apagó las luces y los cuatro salieron del Centro Comercial. Antes de alejarse en el coche patrulla, Cal dijo:

—Mandaré a un hombre para que haga guardia, por si volvieran esos merodeadores.

A la mañana siguiente el oficial Cal telefoneó a los Hollister para decirles que los dos desconocidos no habían vuelto a aparecer por la tienda.

—Pero mantendré los ojos abiertos y todas las noches estacionaré a uno de mis hombres ante la tienda —prometió el policía.

Y después de despedirse de sus amiguitos con un «bon voyage», Cal colgó el auricular.

Los niños siguieron pensando en los dos hombres que habían estado rondando por el Centro Comercial y en la extraña pista que habían dejado, pero no tuvieron mucho tiempo para ocuparse del misterio.

Durante los dos días siguientes, casi no pudieron hacer otra cosa más que los preparativos del viaje. Donna Martin se había llevado a «Morro Blanco» y sus hijitos, después que Sue se hubo despedido de cada uno de los mininos dándoles un beso; Da ve Meade preparó una caseta de perro, especialmente para la visita de «Zip»; y en todos los dormitorios del hogar de los Hollister se veían maletas a medio llenar.

—Papá —dijo Pam, la noche antes de salir en avión—, voy a llevarme el mensaje escrito en alemán. Si el señor Fritz no lo ha escrito, a lo mejor puede decirnos quién lo ha hecho.

—Buena idea —contestó su padre.

—Podemos llevarnos también el reloj de cuco —propuso Pete—. A lo mejor el señor Fritz encuentra en ese reloj alguna pista que no hemos visto nosotros.

El señor Hollister admitió que tal vez fuese así; y dio permiso a Pete para que guardase el relojito de madera en una caja de cartón que ató sólidamente con un cordel blanco. Encima escribió: «Contenido: Reloj de cuco».

A la mañana siguiente era domingo y toda la familia fue a la iglesia. Por la tarde, Indy Roades les llevó en la furgoneta al aeropuerto de la población.

Mientras subían al avión, Holly gritó alegremente:

—¡Adiós, Shoreham! ¡Adiós, adiós!

Varias horas más tarde el avión aterrizaba en el aeropuerto internacional de Nueva York. Los Hollister tenían que aguardar a que llegase el gigantesco avión que les llevaría, por encima del océano Atlántico, hasta Frankfurt, Alemania.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Hollister, mientras bajaba las escalerillas del avión—. Esto es enorme. Parece que dentro hay una ciudad entera.

Las alegres voces de la gente que iba y venía se mezclaban con el zumbido de los motores, mientras los aviones, que parecían enormes pájaros plateados, planeaban por el cielo.

Cuando la familia entró en el gran edificio abovedado, Pam tomó a Sue y a Holly de la mano.

—Estad todos juntos, no vayáis a perderos —dijo—. Y tú, Ricky, sujeta bien el reloj.

—No te preocupes —replicó su hermano, cerrando con más fuerza los dedos que sujetaban el cordel.

Toda la familia fue tras un mozo que llevó sus equipajes en una carretilla al mostrador de la aduana. Allí un empleado pesaba todas las maletas y los niños miraron, fascinados, cómo cada maleta era colocada en una plataforma movible para desaparecer por la abertura de la pared del fondo.

—¿Nos «devuelverán» las maletas otra vez? —preguntó Sue, preocupada.

Pete aseguró a su hermanita que todas sus cosas les serían devueltas en cuanto llegasen a Frankfurt.

Después de mirar los billetes de los Hollister, otro empleado les indicó cuáles iban a ser los números de sus asientos en el avión.

Luego la familia se sentó en un gran banco, donde los pasajeros esperaban a que fueran llegando los distintos aviones en que cada uno tenía que viajar. Holly se sentó en un extremo del banco y empezó a sacudir las piernecitas acompasadamente, sin decir nada. Parecía muy pensativa.

—Te doy un penique si me dices lo que piensas, Holly —dijo Pam.

—Estaba pensando que ahora somos nativos y mañana seremos extranjeros.

La risa de la señora Hollister quedó cortada cuando en la sala resonó una voz, diciendo:

—El señor John Hollister, John Hollister, tenga la bondad de acudir al teléfono de la taquilla de este aeropuerto.

Los cinco hermanos se miraron unos a otros, llenos de asombro. ¿Qué habría ocurrido?

Mientras el señor Hollister cruzaba la sala para acudir al teléfono, Ricky descubrió una fuente cerca de allí.

—¿Puedo ir a beber, mientras papá va al teléfono? —preguntó a su madre.

La madre le dio permiso y el pecosillo, sin soltar la caja con el reloj de cuco, se deslizó alegremente sobre las relucientes baldosas de la sala, en dirección a la fuente.

Entre tanto, el padre llegó al teléfono y estuvo hablando unos momentos. Tenía una expresión muy seria cuando volvió a reunirse con su familia.

—¡Ha ocurrido algo malo! —adivinó la señora Hollister.

—Me temo que sí, Elaine. El que telefoneaba era Indy. Me ha dicho que han robado los otros dos relojes de cuco de nuestra tienda, mientras él nos acompañaba al aeropuerto.

—¡Qué horror! —se lamentó Pam.

—Lo policía sólo vigila la tienda durante la noche —comentó el padre.

—¡Zambomba! ¡Seguro que han sido aquellos dos hombres! ¿Sabes que este misterio está empezando a ser muy emocionante, papá? —dijo Pete.

—El mensaje que encontrasteis, hijos, debe de tener mucha mayor importancia de lo que suponemos —dijo el señor Hollister que miró entonces a su alrededor, preguntando—: ¿Dónde está Ricky?

—Por allí viene —contestó Holly. En seguida dio un grito apagado y exclamó con angustia—: ¡No tiene la caja!

Ricky corría hacia su familia con una cara tan compungida como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—¡Ha desaparecido!

—Pero ¿qué pasa? —preguntó el padre, mientras el pecoso sacudía nerviosamente las manos.

—He dejado en el suelo la caja con el reloj, para poder beber y, cuando he vuelto a agacharme para recogerlo, ya no estaba —explicó el travieso Ricky con desespero.