Pete volvió el sobre hacia abajo y lo sacudió pero, verdaderamente, el mensaje misterioso había desaparecido.
—Ahora Joey tiene la pista de todo —se lamentó Pam, entristecida. Luego contó a sus hermanos lo que había ocurrido cuando se encontraron con los camorristas.
A Holly se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡No debí hablarles de este misterio! —lloriqueó.
—Ni yo —añadió Sue, entre hipidos.
Pete dijo que Joey o Will debieron de quedarse disimuladamente con el mensaje, aparentando que volvían a meterlo en el sobre.
—Es una suerte que me haya aprendido de memoria la traducción que nos ha dicho el señor Elser —observó Pam.
—Desde luego, todo podía haber sido peor —admitió Pete—. Pero es una lástima que Joey y Will estén enterados.
Ricky, al oír esto, se puso muy nervioso y preguntó:
—¿Crees que podrán resolver el misterio antes que nosotros?
—Puede ser —admitió su hermano mayor—. Pero vamos a ver si podemos impedirlo. Tú y yo, Pam, tratemos de encontrar a Joey y a Will, y les obligaremos a que nos devuelvan el papel.
En ese momento entró en el Centro Comercial la señora Hollister. La madre de los Hollister era una señora guapa, morena y delgada. Aquel día había ido de compras al centro de la ciudad y dijo que ella se encargaría de llevar a casa a Ricky, Holly y Sue.
—¡Qué tengáis suerte con Joey y Will! —deseó Ricky a sus hermanos mayores, mientras él salía detrás de su madre y sus hermanas.
Los dos mayores también salieron de la tienda, y empezaron a caminar por Shoreham, con el deseo de encontrar a los malintencionados muchachos. Pero ni Joey, ni Will aparecían por ninguna parte.
—Seguramente están buscando a alguien que se lo traduzca —opinó Pam.
—Sí. Pero ¿a quién habrán recurrido? —preguntó Pete—. No se habrán atrevido a ir al señor Elser.
Cuando dieron la vuelta en una esquina, Pam se detuvo de repente y dijo a su hermano:
—¡Mira, acabo de verles entrar en Soda Shoppe!
Pete y Pam corrieron a la puerta de la conocida tienda de refrescos y dulces y miraron al interior de la sala. Joey y Will estaban sentados en sendas banquetas, ante el mostrador, y cuchicheaban sobre algo. En ese momento entraba en la tienda, hablando y riendo, un grupo de estudiantes de la Escuela Superior de Shoreham. Pete y Pam se mezclaron con el grupo y pudieron ir a sentarse, sin ser vistos, precisamente detrás de Joey y Will.
Los dos hermanos observaron con atención cómo los dos chicazos pedían unos helados. Cuando se los sirvieron, Joey se inclinó sobre el mostrador para preguntar al camarero:
—¿Entiende usted el alemán?
El hombre se echó hacia atrás el gorro blanco y examinó el papel que Joey le enseñaba.
—Oye, hijo ¿tengo yo aspecto de profesor? —preguntó, riendo. Devolvió en seguida el papel a los chicos y dijo—: Siento no poder ayudaros.
Pete y Pam sonrieron, algo tranquilizados.
—¿Qué haremos para conseguir que nos devuelvan ese papel? —preguntó la niña en voz baja, mientras Joey y Will miraban el papel.
Entonces, a la mesa de los Hollister se acercó un camarero que era cliente del Centro Comercial y conocía a los niños.
—¡Hola, Pete! ¿Qué tal, Pam? ¿Qué os sirvo hoy?
Al momento, Joey y Will se volvieron sobre sus banquetas giratorias y miraron amenazadores a los Hollister.
—¡De modo que nos estáis espiando! —gruñó Joey, con malos modos.
Pete se levantó de su asiento.
—¡Devolvedme esa nota! —pidió muy serio, acercándose a los dos chicos.
—¿Qué nota? —preguntó Will, haciéndose el inocente.
—La nota que nos habéis quitado. Hemos oído cómo preguntabais si os la podían traducir.
Pam se unió a su hermano, diciendo:
—Sí. Acabas de guardártela en el bolsillo, Joey. Yo lo he visto.
El camarero se inclinó sobre el mostrador, para gruñir:
—¡Eh, chicos! Nada de discusiones aquí. —Y dirigiéndose únicamente a Joey, añadió—: Quizá los maestros de la escuela superior puedan traducirte ese papel.
El chico se puso encarnado como un pimiento. Sin decir ni una palabra, él y Will saltaron de las banquetas y salieron corriendo de la tienda.
—¡Qué rabia! ¡Me gustaría darles un puñetazo en la nariz por haberse metido en nuestros asuntos! —dijo Pete con desespero.
Pam repuso, suspirando:
—Lo peor es que todavía tienen la nota.
Pete y su hermana fueron tras los dos chicos, teniendo la precaución de no dejarse ver por ellos. De modo que iban escondiéndose en los portales o detrás de los árboles.
—¡Mira! —exclamó Pete—. ¡Van a la escuela superior!
—¡Seguro que les traducirán la nota! —contestó Pam, de mal humor—. Hoy no tenemos suerte, Pete.
Cuando los chicos se aproximaron a la entrada, por las escaleras bajaban varias profesoras. Joey se acercó a una de ellas.
Pete y Pam vieron cómo Joey daba a la señora un papel blanco y le decía algo que no pudieron oír. Ella movió la cabeza, como diciendo que sí, miró la nota un momento y luego dijo algo echándose a reír. Joey y Will se marcharon a toda prisa.
—¡Ya está! —se lamentó Pete—. Ahora ellos saben nuestro secreto.
—Pero todavía no han resuelto el misterio —contestó Pam, deseosa de consolar a su hermano.
Camino de su casa, Pam repitió una y otra vez las palabras que les había traducido el carnicero. Cuando llegaron a su linda casita, situada a orillas del Lago de los Pinos, también Pete se sabía las palabras misteriosas.
La grande y acogedora casa de los Hollister lindaba por la fachada con la carretera y por la parte posterior con las aguas del lago. Delante tenía un bonito jardín y detrás, entre la casa y el lago, un gran trecho de prado y arboleda.
Habían llegado Pete y Pam al final del camino de coches de su jardín cuando Ricky, Holly y Sue, que habían estado jugando en el embarcadero, corrieron a su encuentro.
—¿No traéis la nota? —preguntó Ricky, sin aliento.
Pete movió negativamente la cabeza y, mientras entraba en la casa, seguido de todos los demás, dijo:
—Lo que traemos son malas noticias.
Los niños encontraron a su madre preparando bocadillos y limonada en la mesa de la cocina. Mientras comían, Pete y Pam contaron lo que les había sucedido. Al terminar la comida, la señora Hollister miró las cinco caritas compungidas de sus hijos y dijo:
—Vamos a preparar un postre especial. Esto os alegrará un poco.
Cuando acababa de pronunciar estas palabras, en el jardín sonó la bocina de un coche. Holly se asomó por la ventana y anunció a los demás:
—Es el señor Elser.
Los niños acudieron a saludar al carnicero que ya estaba bajando de su camioneta de reparto.
—Buenas tardes, señor Elser —saludó Pam—. ¿A que no sabe usted lo que nos ha ocurrido?
Y sin darle tiempo a contestar, Holly añadió:
—¡Es terrible!
—¡Es un chicote malo, muy malo! —afirmó Sue.
—Esperad —dijo Pete a sus hermanas—. Seguramente el señor Elser no sabe de qué le estáis hablando.
—«Jawohl» —dijo el carnicero, moviendo afirmativamente la cabeza—. Sé lo que ha pasado.
—¿Cómo? —preguntó Pam, extrañada.
El carnicero explicó que había visto a Joey y a Will dando vueltas alrededor de su tienda.
—¡Dios mío! —murmuró Pam—. ¿Y por qué no nos lo dijo usted?
—Sí —añadió Pete—. Porque nos han quitado el mensaje secreto y lo han traducido.
El señor Elser sonrió y su bigote se estremeció de alegría.
—¡Canastos! No tiene gracia —protestó Ricky.
—«Ja». Tiene gracia —aseguró el señor Elser, que tuvo que sostenerse el vientre con ambas manos, para evitar que siguiera saltando tan exageradamente a causa de la risa.
Cuando acabó de reír, sacó de su bolsillo un pedazo de papel blanco y se lo entregó a Pam.
—Aquí tienes la verdadera nota. Metí otro papel en el sobre que os di, porque me imaginé que esos latosos de Joey y Will podrían quitárosla.
Las expresiones de incredulidad de los cinco Hollister se convirtieron pronto en alegres sonrisas.
—¿Y qué metió usted en el sobre, señor Elser? —preguntó Pete.
El carnicero arqueó las cejas y volvió a reír de buena gana antes de decir:
—La lista de compras de la señora Meyer.
—¿Escrita en alemán? —preguntó Pam.
—«Ja». La señora Meyer escribe perfectamente el alemán —explicó el carnicero—. En el papel que puse en el sobre decía: «Apreciado señor Elser: Tenga la bondad de enviarme salchichas y dos libras de morcillas».
Los niños se echaron a reír, y Ricky dio unas zapatetas de felicidad. Luego se echó al suelo, dio tres volteretas seguidas y quedó tumbado de espaldas sobre el césped. ¡Los camorristas habían quedado embromados!
—«Ja». Si existe algún misterio en Alemania —dijo el señor Elser—, me gustaría que vosotros, los Hollister, lo resolvieseis. Tal vez Gerhart Elser, mi primo, podría ayudaros. Es capitán de un gran barco que viaja por el río Rhin. Se llama el «Eureka».
El simpático carnicero se acercó entonces a la furgoneta y sacó un paquete que dio a Pam.
—Una pequeñez para cada uno —dijo.
Luego se despidió y puso en marcha la furgoneta.
Pam desenvolvió el paquete, que estaba húmedo, con precaución. Dentro iban cinco gruesos pepinillos en vinagre.
—¡Hammm! —exclamó Holly—. Esto sí es un postre especial.
Los cinco niños corrieron a la casa saboreando ya los pepinillos que tanto les gustaban. Holly insistió para que su madre comiese un par de bocaditos del suyo mientras Pam contaba lo que había ocurrido con el mensaje. A la señora Hollister le brillaban los ojos de alegría.
—Veo que se han cambiado los papeles —comentó.
—¿Dónde están los papeles? —preguntó Sue, llena de asombro, empezando a buscar por todas partes.
Sonriendo, Pam explicó a su hermana:
—Lo que mamá ha querido decir es que, primero, Joey y Will nos engañaron a nosotros y ahora nosotros les hemos engañado a ellos.
Habían acabado de comer y de lavarse las manos cuando llamaron a la puerta. A través de la persiana que cubría la puerta se veía la alta silueta de un hombre.
—¿Puedo entrar? —preguntó el recién llegado.
—¡Tío Russ! —exclamaron a coro los cinco Hollister.
—¡Santo cielo! ¡Qué sorpresa! —dijo la madre—. ¡Cuánto me alegre verte!
Cuando el visitante entró en la sala todos los niños le rodearon, entusiasmados. Russ Hollister era el hermano menor de su padre, hacía historietas cómicas para varios periódicos y vivía con su mujer y sus dos hijos en la ciudad de Crestwood.
—Mientras iba por la autopista de peaje hacia Nueva York, se me ocurrió quedarme aquí a pasar la noche —explicó tío Russ.
Los niños jugaron toda la tarde con su tío favorito y no cesaron de hacerle preguntas sobre Crestwood, en donde antes habían vivido también ellos, y sobre sus primos Teddy y Jean.
Aquella noche, cuando estaban cenando, a Pete se le ocurrió preguntar:
—Tío Russ, ¿cómo está el señor Spencer, aquel señor tan simpático al que ayudamos a resolver el secreto de las monedas de la suerte?
—Muy bien —replicó su tío. Y guiñando un ojo, con aire de misterio, añadió—: En parte, él es el motivo de que yo esté aquí.
—¿Es que el señor Spencer tiene otro misterio? —preguntó, en seguida, Ricky.
—Algo de eso hay —fue la contestación que le dio su tío.
—¡Cuéntanos lo que es, tío Russ! —suplicó Holly.
Tío Russ dijo que en casa del señor Spencer se había declarado un incendio y en él había quedado destruido un león.
—¡Oooh! —exclamó Pam—. Yo no sabía que ese señor tuviera un león.
—Era de madera, naturalmente —explicó su tío, riendo—. Hace años, el padre del señor Spencer compró, en Alemania, un gran león tallado en madera. Pagó por ello un alto precio, ya que había sido tallado por un famoso «Schnitzelmeister».
—Un «Schnitzel»… ¿qué? —preguntó Pete, sin comprender.
El señor Hollister explicó que, en alemán, se llamaba «Schnitzelmeister» a un artista especializado en hacer tallas de madera.
—No quedan muchos artistas de esa especialidad —concluyó.
—Tienes razón, John —asintió tío Russ—. El caso es que al señor Spencer le gustaría conseguir otro león.
—¿De tamaño natural? —preguntó Ricky, mientras hacía desaparecer de un bocado un gran pedazo de pastel de chocolate.
—No tanto —contestó tío Russ, riendo—. Del tamaño de «Zip».
Y mientras hablaba señaló con el dedo al hermoso perro de aguas de los Hollister que les contemplaba desde la alfombra de la sala.
—Pero ¿cómo vamos a poder nosotros ayudar al señor Spencer a encontrar otro león? —preguntó Pam.
Por un momento, tío Russ pareció sorprendido, pero en seguida contestó:
—Durante nuestro viaje a Alemania.
Los cinco niños Hollister quedaron atónitos y se miraron unos a otros sin comprender.
—¿Un viaje… a… Alemania? —tartamudeó Pete, asombrado—. ¿Qué quieres decir, tío Russ?
El dibujante hizo un guiño y acabó cerrando los ojos, como esperando una reprimenda.
El señor Hollister sonrió y se inclinó a palmear el brazo de su hermano, diciendo:
—¡Vaya, Russ! ¡Ya has tenido que sacar el gato de la bolsa!