Entre Pam y «Ardilla» sujetaron al forcejeante tigre, mientras Holly le quitaba la cabeza del disfraz.
—Ahora, Joey Brill —empezó a decir la pequeña, mientras tiraba de la cabeza—, basta de broman y.
¡Pero el tigre no era Joey Brill!
—¡Señor Yagar! —exclamó Pam, atónita.
—¡Qué ha de ser Yagar! —protestó «Ardilla»—. ¡Su nombre no es ése!
—¿Acaso le conoce usted? —preguntaron a coro las dos hermanas Hollister.
«Ardilla» parecía muy disgustada.
—Es mi primo, Fred Ragay —dijo—. Ya puedes dejar de fingir, Fred.
El tigre dejó caer los hombros, anonadado, y Holly corrió a buscar a los demás. A los pocos minutos regresó, acompañada de sus hermanos y su padre, Dave, el señor Johnson y Applegate.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¡Pero si éste es el traje de tigre de Joey! ¿Cómo lo ha conseguido usted? ¿Dónde está Joey?
—¡Hable! —ordenó, severamente, el granjero Johnson.
Ragay tragó saliva y explicó que había visto a Joey en el desfile.
—Le llevé aparte y le ofrecí dinero para que me dejase ponérmelo durante la fiesta. Él y su amigo, el del traje de domador, estuvieron de acuerdo, pero se empeñaron en venir primero. Al cabo de un rato se escabulleron, y Joey me dio el traje de tigre.
Pam preguntó:
—¿Era usted a quien yo pregunté por Will?
Ragay asintió.
—No sé dónde pueden estar ahora esos chicos, ni por qué quisieron venir antes que yo a la fiesta.
—Yo lo sé —afirmó Pam—. No querían perderse los regalos.
—Y nosotros sabemos lo que tú querías —dijo Josiah Applegate a su nieto—. Querías la bruja dorada.
Ragay no fue capaz de mirar a su abuelo a la cara. Confesó que había estado intentando buscar la bruja dorada varias veces, en el granero.
—Pero siempre me interrumpieron —se lamentó—. Ayer, los críos estuvieron por aquí, poniendo adornos. Por la noche dejaban al perro. Por eso decidí que lo mejor era buscar, mientras todos estuvieran celebrando la fiesta en el otro granero. Si alguien me veía, con este traje, me creerían uno de los niños.
Josiah Applegate meneó la cabeza con tristeza.
—Freddie, cuando eras niño te hablé muchas veces de la bruja dorada. Nunca pensé que intenta rían robar el tesoro.
Pete se volvió a Ragay, para preguntar:
—¿Por qué no pidió usted ayuda a «Ardilla» y a su abuelo? Ellos tenían los archivos.
—¿Los tenían? —rezongó Ragay—. Yo no lo sabía. Me trasladé a Ohio mucho antes de que se cerrase la fábrica.
—Ustedes tres podían haber buscado junios el tesoro —reflexionó Pete—. Si su verdadero propietario no lo tenía ya, ustedes se lo habrían encontrado.
—Y habrían hecho una buena obra —añadió Pam—. Además, el dueño del tesoro les habría, dado una comisión.
—Yo quería todo el tesoro para mí —masculló Ragay.
—Siempre fuiste muy avaricioso —le reprochó «Ardilla».
Y Pam añadió:
—Debería darle vergüenza hablar así.
Holly lanzó la cabeza del tigre hacia Ragay, que la asió al vuelo y la sostuvo bajo el brazo. Luego quedó inmóvil y con su propia cabeza agachada.
—Nadie sabe cuánto he deseado encontrar esa bruja siempre —murmuró con amargura—. Hace un par de semanas me di cuenta de que no podía seguir esperando. Por eso vine aquí y empecé a buscar en los graneros viejos y en los tejados. Tuve que hacerlo secretamente, para que mi abuelo y mi prima no se enterasen de nada. Encontré una bruja en Clareton, pero no era la que me interesaba.
—También estuvo buscando en el almacén de la antigua fundición —recordó Pete.
Ragay se mostró sorprendido.
—¿También eso lo sabéis? —preguntó—. Pensé que allí estaban los archivos viejos. Pero no me llevé nada. Acababa de entrar por la ventana, cuando oí ruidos y tuve que salir por el mismo camino y a toda prisa.
—Nosotros fuimos los que entramos entonces —dijo Pete—. Y luego informamos de lo que ocurrió a la policía.
—Sí. Ya me dijo el recepcionista del hotel que un policía había hecho preguntas sobre mi identidad. Eso me preocupó. De modo que me trasladé a un motel y cambié de nuevo mi nombre.
Con una risilla, Ricky dijo:
—Supongo que sería un nombre mejor que Yagar. ¡Canastos! ¡Si es Ragay, leído al revés! ¡Qué tontería!
Ragay tuvo que aguantar la broma y siguió diciendo:
—Para conseguir que la policía me perdiese la pista, devolví mi coche alquilado y alquilé una motocicleta.
Pete y Pam se miraron significativamente.
—¿Fue usted quien estuvo a punto de chocar con nuestro carro, anteanoche? —preguntó Pam.
Ragay asintió con la cabeza, murmurando al mismo tiempo:
—No lo hice con intención. Como no llevaba, faros, no os vi hasta el último momento.
—¡Pero si la moto tenía faros! —repuso Pete—. ¿Por qué no los encendió usted?
—No quería atraer sobre mí la atención de nadie, más de lo necesario. Me dirigía a la casa de las Mazorca para buscar la bruja otra vez. Había estado allí la noche antes y trepé al tejado para ver si la veleta había caído allí.
—Nos lo imaginamos —dijo Pete—. Y también imaginamos que fue usted el que estuvo merodeando por la granja de «Ardilla». Usted oyó a Pam decir que Fineas Mazorca había comprado la veleta, ¿verdad?
El hombre tuvo que admitir que era así.
—¿Qué hacías, rondando alrededor de mi casa? —preguntó «Ardilla», muy enfadada.
—Tuve la intención de entrar a verte —le contestó su primo—. Mi búsqueda de la bruja no me llevaba a ninguna parte, y pensé que tú podrías tener alguna pista. Pero temía que descubrieses lo que yo intentaba.
Como los jóvenes detectives siguieron atosigándole a preguntas, el detenido tuvo que confesar que en su segunda visita a casa de las señoritas Mazorca había dejado estacionada la motocicleta entre los árboles de un lado de la carretera, desde donde se deslizó sigilosamente hasta el granero. Las hermanas estaban entonces fuera de la casa, metiendo las gallinas en el cobertizo, para que pasasen la noche.
—Las pobres mujeres estaban tan nerviosas —añadió Ragay— que no cesaron de hablar sobre el secreto que os habían confiado a vosotros. Por eso supe que la vieja veleta tenía que estar en alguna parte de este granero. ¡Y pensar que ya lo había estado buscando aquí, hace dos domingos!…
—Entonces, ¿fue usted quien tocó la bocina? —adivinó Holly.
—Sí. Tuve la corazonada de que la veleta debía haber caído en el viejo «Ford». Me senté en él para buscar y, sin querer, rocé la bocina. Entonces oí que alguien se acercaba y hui.
—Apuesto a que era usted el fantasma que Pam y yo vimos sentado en el «Ford» —dijo Dave.
—Sí. Tan pronto como oí a las hermanas Mazorca decir que Adam Cornwall había comprado la bruja, cogí las herramientas de mi motocicleta y vine a pie, a este granero. Tenía intención de buscar centímetro a centímetro. Incluso desmontar el coche, si era necesario.
—Aquella noche, Pam y yo le seguimos a usted —dijo Dave— creyendo que los ruidos que usted hacía eran de Ricky y Holly.
Ragay movió la cabeza afirmativamente.
—Creí que os había despistado, pero se me cayó la llave inglesa sobre la cubierta del motor. Esto debió de delatarme, porque en seguida oí que intentabais abrir la puerta. Como no tenía posibilidad de escapar, decidí asustaros.
Cuando acabó de explicarse, Ragay fue mirando con angustia al rostro de cada uno de los presentes.
—¿Qué van a hacer ahora conmigo? —preguntó.
—Entregarle a la policía, como es natural —contestó el señor Hollister, muy indignado—. En primer lugar, usted entró en la fundición por una ventana, sin permiso para hacerlo.
Ragay se puso muy pálido.
—Yo no soy un ladrón —murmuró—. ¡Nunca he sido arrestado!
Y, mientras se lamentaba con aquellas frases, re torcía una contra otra sus zarpas de tigre. Viéndolo a ni Pam dijo dulcemente:
—No se ha llevado nada, papá.
—Lo que ha hecho es peor —interrumpió el señor Johnson—. Por citar un detalle, estuvo a punto de provocar un accidente, yendo sin luces y a toda velocidad, cuando pasó junto a vosotros.
—La verdad es que nosotros tampoco llevábamos luces —declaró Pete, deseoso de querer ayudar al desgraciado.
—¿Y qué nos dice de la veleta que destruyó usted en Clareton? —preguntó Dave.
—La pagaré con mucho gusto —contestó, roncamente, Ragay—. Lamento infinito todo lo que ha ocurrido.
Holly se acercó a su hermana mayor para decirle al oído:
—Ese hombre está igual que un tigre de juguete con el relleno salido.
—¡Chiist!
—Muy bien —dijo el señor Johnson—. Le llevaré al cuartelillo de policía. Cuénteles lo ocurrido y prometa ser más sensato en adelante. Creo que no serán muy duros con usted.
Ragay asintió con un triste cabeceo.
—Entre tanto, nosotros buscaremos la bruja un este granero —decidió alegremente Ricky—. Todos los invitados pueden ayudar.
Holly corrió a llamar a los demás niños y el señor Johnson agarró a Ragay por una manga.
—Me gustaría quedarme a ayudarles —murmuró el joven—. De lo contrario nunca sabré qué era el tesoro.
—Déjenle que se quede —pidió la compasiva Pam, y todos accedieron.
En seguida volvió Holly con todos los alegres invitados detrás. Diminutos haces de luz iluminaron todos los rincones, mientras los jóvenes buscadores enfocaban la linternitas que acababan de recibir como recuerdo de la fiesta.
—Puede que esa bruja esté en la parte de fuera.
Pero Pete estaba convencido de que la veleta cayó dentro del granero, al hundirse la techumbre.
Sue intentó escarbar en la pila de paja.
—«Nesecito» una herramienta —dijo a Ricky.
Y muy decidida, empezó a buscar una. A los pocos minutos volvió junto a Ricky y empezó a tirar de él, llevándole hasta el pesebre. Incrustada entre la pared del granero y la parte posterior del pesebre había una barra de hierro.
Ricky la sacó, de un fuerte tirón y Sue la iluminó con su linterna.
—¡Canastos! —exclamó el chiquillo—. Aquí hay una uve doble. ¡Mirad! ¡Sue ha encontrado un hierro de marcar vacas!
—No seas tontín —dijo Sue—. Aquí no hay vaqueros.
—Eso no es un hierro de marcar. ¡Es un trozo de una veleta! —dijo Pete—. ¿Dónde la habéis encontrado?
Sue y Ricky le mostraron el lugar y Pete puso boca abajo un cubo viejo, se subió en él y enfocó el haz de la linterna en el espacio que había entre la pared y el pesebre.
—¡Vaya! ¡Parece que está aquí! —gritó, al tiempo que sacaba un objeto metálico, muy polvoriento, cabalgando sobre una escoba.
El rostro de Pam se iluminó de alegría.
—¡Pete! ¿Es… es la bruja? ¿La bruja dorada?
Su hermano se apresuró a frotar la figura con su manga y todos la vieron relucir, inmediatamente.
—¡Es la bruja dorada! ¡La bruja dorada! —canturreó eufóricamente Holly.
—¡Y la ha encontrado Sue! —exclamó Pum—. ¡La profecía de la losa ha resultado cierta!
Pam abrazó con fuerza a su hermanita y todos los invitados empezaron a bailotear.
—Ésta es la barra de hierro que estuve a punto de sacar, el otro día, cuando exploraba el granero —dijo Holly.
Por encima de la barahúnda que acababa de formarse, se oyó la voz del señor Johnson, gritando:
—¡Atención todos! Llevaremos esa bruja al otro granero y la abriremos. Tengo herramientas allí.
—Yo haré ese trabajo —se ofreció Josiah Applegate.
Pete, con la bruja en sus manos, abrió la marcha y todos se encaminaron al cálido y bien iluminado granero nuevo, donde se apresuraron a instalarse en torno al banco de carpintero.
Mientras el viejo fundidor trabajaba hábilmente, derritiendo la soldadura que sujetaba unidas las dos mitades de la bruja, los Hollister miraban fijamente con el corazón latiéndoles de inquietud y esperanza. Ragay consiguió colarse delante de tía Nettie, para mirar desde primera fila.
—Vamos a ver —dijo al poco el señor Applegate, dejando a un lado el ardiente soldador.
Con toda precaución colocó la bruja en el tablero, sobre uno de los lados, y levantó el otro como si se tratase de una tapa.
¡En el picudo sombrero había una brújula! Y en cada uno de los cuatro extremos resplandecía una gema: un diamante, un rubí, una esmeralda y un zafiro.
De los labios de los presentes salió un coro de exclamaciones de asombro.
—¡Oooh! ¡Aaah!
Con mucha precaución, Pam sacó del sombrero el tesoro.
—¡Qué lindo es! —murmuró.
—Así que era una brújula… —dijo Holly.
Pam dio la vuelta al objeto.
—¡Hay una inscripción! —anunció. Y leyó en voz alta—: «Para Adam Cornwall del maharajah de Himalayapore».
—Seguro que le hizo ese regalo al señor Cornwall por haberle salvado la vida —dijo Ricky a los niños, quienes no estaban enterados de nada y les habló de los recortes de periódico que hablaban de Adam Cornwall, el marinero.
Pam entregó al señor Johnson la brújula, diciendo:
—Usted es, ahora, su propietario, porque estaba en sus propiedades.
—Pero vosotros, los Hollister, la habéis encontrado, gracias a vuestra gran labor detectivesca. Os merecéis una recompensa. ¿Qué os parece la bruja dorada?
—Será un regalo de Todos los Santos —dijo la esposa del granjero.
Sue palmoteo, diciendo:
—¡Papaíto puede poner la, bruja en lo alto de nuestro garaje, para que todo el mundo pueda verla!
—¡Una gran idea! —vociferó la bonachona tía Nettie—. Propongo tres burras.
Mientras los demás gritaban alegremente, el señor Johnson acompañó al ceñudo Ragay fuera del granero. Los Hollister se acercaron a la puerta y vieron el abatido tigre que caminaba lentamente junto al granjero. Cuando los dos hubieron desaparecido en la oscuridad, Pete y Pam entraron en el granero. Holly y Ricky empezaban a cerrar la puerta cuando se oyeron ruidos, junto al corral de las gallinas. Entre las sombras pudieron verse dos siluetas que se aproximaban.
—¡Eh! —llamó Joey, tímidamente.
Holly se puso en jarras y dijo:
—Tú no entrarás, Joey Brill. Y tú tampoco, Will Wilson.
—Estamos muy arrepentidos —murmuró Will—. Y aquí fuera hace un frío…
—Espera, Holly —intervino el pecoso—. Yo creo que debemos perdonarles.
—Buee… bueno. Como quieras —accedió Holly.
El diablillo pelirrojo abrió de par en par la puerta, diciendo:
—Adelante, chicos. Pasad a pescar manzanas.