—¡Hay que alcanzarlo! —gritó Pete.
Pero «Lizzie» iba cada vez más de prisa. Corriendo más que un conejo asustado, Ricky pudo saltar al asiento del conductor. El coche zigzagueaba vertiginosamente, mientras el pequeño se esforzaba por controlarlo.
—¡Cuidado! —gritó Dave Meade, desde detrás—. ¡Ahí viene otro coche!
Ricky se retorció en el asiento del conductor y logró poner un pie sobre el freno. Esto le hizo rozar con la barbilla el volante. Pero el freno no funcionó. Desesperado, el pecoso se agachó hacia el freno de emergencia. Pero en el momento de tocarlo se rompió, igual que si fuera una fusta de jinete.
El pequeño conductor se pasó la lengua por los labios, y valerosamente cogió el volante y lo mantuvo bien sujeto; así logró pasar sin ningún problema junto al otro coche, cuyo conductor miró a Ricky con ojos desorbitados. Pero los apuros de Ricky aún no habían terminado. Al pie de la colina, la carretera cruzaba un estrecho puente. Otro coche descendía por la ladera opuesta… ¡en dirección al puente!
«Tengo que detener este coche», pensó Ricky. «Es absolutamente necesario que lo detenga».
Volvió un momento la cabeza para mirar por encima del hombro y vio que los otros chicos corrían tras él, pero iban quedando cada vez más alejados. La cuneta de su derecha era ahora una suave cuesta que llevaba a un huerto. El pequeño tomó una decisión. Valiéndose de todas sus fuerzas, hizo girar el volante. El «Ford» se desvió de la carretera, camino arriba, y fue a detenerse fuera de la carretera, a dos palmos de un manzano.
—¡Vaya! —exclamó Ricky, mientras bajaba del asiento.
Cuando llegaron a su lado, los demás chicos le dieron palmadas de afecto y admiración.
—¡Has estado imponente! —dijo Pete a su hermano.
—¡Magnífico! —añadió Dave.
Y los dos muchachitos mayores confesaron que habían olvidado probar los frenos.
—Tendremos que sostener a «Lizzie Hojalata» por detrás, el resto del camino —dijo Pete, y envió a Jimmy a enganchar el burro.
A los pocos minutos se había reanudado el viaje a Shoreham. Era casi hora de cerrar cuando los jóvenes aventureros llegaron al Centro Comercial. Unos cuantos clientes que salían miraron con asombro el burro que tiraba del viejo «Ford». La comitiva penetró por el callejón y dio la vuelta en la esquina, hasta la entrada posterior.
Pete bajó del asiento del conductor y entró a buscar a su padre.
—Tenemos una sorpresa para el desfile —dijo.
Por un momento, el señor Hollister quedó demasiado asombrado para poder hablar. Al poco, sonrió, preguntando:
—¿Cómo habéis logrado traerlo, muchachos?
—No ha sido fácil —repuso Dave, haciendo un guiño a sus compañeros.
Mirando los viejos neumáticos, el señor Hollister sacudió la cabeza y murmuró:
—Es un milagro que hayáis podido inflarlas.
Después ayudó a desenganchar a «Domingo» y le llevó al interior de la furgoneta. Después de dejar a cada uno de los amigos de sus hijos en sus respectivas casas, el señor Hollister condujo en dirección a su hogar. Cuando llegaron encontraron a «Indy» que acababa de llegar con la camioneta, para acompañar a las niñas.
A la hora de la cena, Pam y Holly hablaron de Joey, Will y las gallinas.
La señora Hollister se rió de tan buena gana que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Realmente ha sido una diablura, pero muy graciosa —dijo—. Confío en que las pobres gallinas que cayeron al suelo no se hicieran mucho daño.
—¡Ni un poquito! —aseguró Holly—. Sólo perdieron algunas plumitas de la cola.
—¡Canastos! ¿Verdad que ha sido buena idea la del «Ford»? —preguntó Ricky, cambiando de conversación—. Yo seré el conductor en el desfile. ¿Podré llevar un sombrero de paja y unos bigotazos, como en los tiempos antiguos?
—Creo que podré ayudarte en eso —prometió la señora Hollister, riendo.
—¿Y nosotras? —preguntó Pam—. ¿También Holly y yo podremos ir en coche?
—Yo iba a ser un monstruo peligroso —informó Holly—, pero ahora preferiría ser una señorita antigua.
—Yo también —confesó Pam.
Después de la cena llegó Dave, cargado con un enorme hato. El chico hizo una seña a Pete y los dos desaparecieron en el sótano. Mientras ayudaban a fregar y secar la vajilla, los demás niños pudieron oír cómo los dos chicos reían ahogadamente, abajo.
En cuanto quedaron limpios los platos, las niñas y Ricky subieron al desván, con su madre. Al bajar lo hicieron cargados de vestidos viejos. Holly llevaba tres sombreros en la cabeza.
Los niños Hollister desfilaron por la habitación de sus padres, donde Sue se había instalado en la cama, para contemplar cómo sus hermanos iban probándose las ropas. Con dedos ágiles, la señora Hollister iba poniendo alfileres y dando tijeretazos en los lugares precisos, para que lo vestidos ajustasen.
Cuando sonaron las nueve de la noche, Pam y Holly se encontraban ante el gran espejo de su madre, ataviadas con largas y amplias faldas de color rosa, y blusas de inmensas mangas, que se llamaban en otro, tiempo, «manga de jamón». Se cubrían las cabecitas con lindos sombreros de ala ancha, cubiertos de tules que se anudaban, vaporosamente, bajo la barbilla. Ricky se contoneaba, muy orgulloso, con sus pantalones largos, chaqueta de rayas y un elegante sombrero de paja.
El señor Hollister hizo girar vertiginosamente las niñas de sus ojos, al tiempo que daba un silbido de admiración.
—¡Caramba! ¿Qué es esto? Me hacéis sentir deseos de participar en el desfile, hijos.
Prometió proporcionar, al día siguiente, antifaces a las niñas y a Ricky un precioso bigote de guías. Todo ello lo encontraría en el Centro Comercial.
Sue empezó a dar alegres saltos en la cama, gritando:
—Sólo yo «sabo» de qué va a ser mi traje. Nadie lo sabe. ¡Viva, viva!
—Tampoco sabe nadie lo que Pete y Dave piensan ser —dijo el padre—. En el sótano está el gran secreto y no me han dejado bajar a verlo.
Holly estaba convencida de que no podía esperar a que llegase el día. Iba a ocurrirle algo si las horas no pasaban más de prisa. Aquel día la escuela terminó al mediodía y a las dos empezaba el desfile en la plaza del Ayuntamiento.
A la una y media, el señor Hollister hizo subir a «Domingo» en la parte trasera de la furgoneta, mientras Pam, Holly y Ricky, con sus lindos trajes antiguos, se instalaban en los asientos. En aquel momento, al ver abrirse la puerta principal de su casa, Holly dio un chillido penetrante.
¡Acababa de ver aparecer un burro con zapatos marrones y largas orejas de cartón!
El cuerpo lo formaba un gran pedazo de paño oscuro y sobre la cabeza iba una arpillera con grandes agujeros para los ojos. El extraño animal, que tenía un corto rabo de cuerda, que oscilaba constantemente, se puso torpemente a cuatro patas y trotó hacia la furgoneta.
—¡Son Pete y Dave! —exclamó Pam, con deleite, viendo que el lomo del burro se hundía y de debajo del paño oscuro surgía Dave, sonriendo ampliamente.
—Pete y yo ayudaremos a «Domingo» a tirar del carro —explicó Dave.
—¡Ja, ja! ¡Qué par de borricos! —exclamó Ricky, quitándose el sombrero, para hacer un cortés saludo.
Estaban todos riendo alegremente, cuando en el porche apareció la señora Hollister, llevando a Sue de la mano. La pequeña llevaba leotardos de color marrón y una blusa ajustada, adornada en los puños con una gran pulsera de hojas. Sobre la cabeza lucía una enorme maraña de hojas de colores. La chiquitina bajó las escaleras, corriendo, y una vez abajo levantó los brazos, anunciando a voces:
—¡Soy un árbol! ¡Soy un árbol!
Los demás rieron y aplaudieron.
—Mamita me hizo un sombrero de prueba y luego lo quemó, para que nadie supiera de qué iba a ser mi traje —exclamó la pequeñita con su vocecita cantarina.
—Además, me interesaba que hoy las hojas fuesen frescas —añadió la señora Hollister.
—¡De modo que se trataba de eso! ¡Muy ocurrente! —declaró Ricky, imitando a alguna persona mayor y luchando por hacer girar el sombrero entre sus dedos.
El señor Hollister condujo la furgoneta hasta el Centro Comercial, y aparcó en la parte posterior. A toda prisa entró en el establecimiento para tomar las máscaras y el bigote de guías. Mientras unos se adornaban con aquellos artículos, las dos partes del singular borrico se unieron a toda prisa. Una vez todo preparado, Sue abrió la marcha con «Domingo», y todos se encaminaron al lugar en donde se estaba formando el desfile.
Se oían tantos gritos alegres y tantas risas como si cien clases de párvulos hubiesen salido, juntas, al recreo. Fantasmas, duendes e infinidad de otros disfraces de vistosos colores, aparecían por todas partes.
Por encima de todos los chiquillos disfrazados destacaba una gran bruja, con máscara dorada y sombrero puntiagudo.
—Es la misma que vimos desde la ventana, aquella noche —recordó Ricky.
—El que va disfrazado así es Joey, con zancos —adivinó Pam.
—Es un disfraz muy bueno. Puede que gane el premio —admitió Pete.
Justamente detrás de la bruja iba el viejo «Ford», al que «Indy» acababa de empujar hasta su puesto. El señor Hollister enganchó a «Domingo» y al burro formado por los dos chicos, al coche, mientras Pam instalaba encima a Sue. Luego Pam, Ricky y Holly se colocaron en sus puestos.
Al sonar el silbato, los componentes del desfile se volvieron a mirar hacia la tribuna de los jueces, situada en el centro de la plaza. Hablando por un micrófono, el juez principal indicó a los niños que debían dar una vuelta alrededor de la plaza. Sonó de nuevo el silbato y empezó el desfile. Habían hecho la mitad del recorrido, cuando el burro humano que tiraba del «Ford» junto a «Domingo» sufrió un fuerte empellón, propinado por un domador que llevaba un tigre, sujeto con una cuerda.
—¡Eh, ten cuidado! —chilló la parte posterior del burro atacado.
Al fin todos se detuvieron y el juez principal dio un paso al frente, para decir, con voz sonora:
—El ganador es aquella enorme bruja. El premio consiste en una caja de caramelos, cedida por la casa comercial Sedax Shoppe.
Se rogó al ganador que se acercase. Cuando la bruja se volvió hacia la tribuna, el domador sacudió su látigo sobre las largas faldas que cubrían los zancos.
Dando un grito, la alta silueta de la bruja cayó de espaldas. La desgraciada bruja se sentó torpemente en el suelo. Su sombrero picudo había saltado por los aires y había resbalado la máscara de sus ojos.
—¡Pero si es Ann Hunter! —exclamó Pam—. Yo había creído que… ¡Tiene gracia!
Ann se echó a reír, viendo la cara de asombro de Pam. Declarando que no se había hecho daño, la bruja remangó sus largas faldas y acudió a la tribuna de los jueces. Estaba Ann solicitando su premio, cuando el domador se levantó la máscara y sacó la lengua a los Hollister.
—¡Es Will Wilson! Podíamos habérnoslo imaginado —dijo Ricky, de mal humor.
—¡Ja, ja, ja!
Estas carcajadas salían de la boca del tigre.
—Y éste es Joey —afirmó Pete—. Cuidado, tigre, o te cortamos el rabo.
Unos minutos más tarde, la bruja había vuelto a colocarse sobre sus zancos y el desfile se puso en marcha hacia la calle Mayor. Al final del itinerario esperaban el señor y la señora Hollister, acompañados de Indy. Se metió a «Domingo» en la camioneta y el indio se encargó de llevarle a casa.
Entre tanto, el señor Hollister enganchó al viejo «Ford» en la parte trasera de su furgoneta. Todos los niños que cupieron se colocaron muy juntos, alrededor de Pete, que iba al volante de «Lizzie Hojalata». Los otros, incluidos Joey y Will, que llegaron corriendo, en el último momento, entraron en la furgoneta.
Cuando la caravana llegó a la granja, el señor Johnson ayudó al señor Hollister y los chicos a desenganchar el «Ford», y entre todos lo llevaron al viejo granero. Pete desató a «Zip», que descendió alegremente por la cuesta, junto a su amo. Cuando llegaron al granero, de nuevo pudieron escuchar las exclamaciones de entusiasmo de los invitados, emocionados al ver el granero bañado en luz color naranja.
La señora Hollister y la granjera estaban sirviendo bandejas de buñuelos sobre la mesa y «Ardilla» colocaba garrafones de sidra. La joven dijo a Pam que tía Nettie llegaría más tarde con más bebida.
Al ver a Josiah Applegate echando manzanas en un gran barreño con agua, Pete y Ricky corrieron a ayudarle. En aquellos momentos las niñas estaban abriendo las cajas con los recuerdos; de las que sacaron unas lindas linternas, colgadas de un llavero. El tigre alargó una mano para cogerlas, y preguntó:
—¿Eso es todo lo que nos van a regalar?
—¿Qué esperabas, Joey? —contestó Pam, riendo—. ¿Un cuchillo de explorador?
—Muy graciosa —gruñó el chico, despectivo, alejándose de su domador.
Aunque casi todos los niños se habían quitado las máscaras, Joey continuaba con su cabeza de tigre. Al cabo de un rato, Pam notó que Will había desaparecido.
—Es raro —comentó la niña, con Holly y «Ardilla»—. Esperemos que no esté planeando alguna travesura.
Pam se acercó al tigre para preguntar:
—¿Dónde está Will?
Como el tigre no contestó, Pam, muy enfadada, le dijo:
—Te crees muy listo, Joey, pero te advierto que voy a estar vigilándote todo el tiempo.
Sin embargo, diez minutos más tarde, Pam se estaba divirtiendo tanto que se había olvidado completamente de Joey. De repente se acordó de los dos camorristas y les buscó por todas partes. ¡También el tigre había desaparecido!
Muy preocupada, Pam fue a decírselo a Pete, Holly y «Ardilla».
—Tú quédate aquí y sigue ocupándote de la fiesta —dijo «Ardilla» a Pete—. Tus hermanas y yo iremos a buscarles.
Cuando las tres salieron del granero, vieron aproximarse la luz de unos faros por el viejo camino de carros.
—Debe de ser tía Nettie —dijo Pam—. A lo mejor ella ha visto a Joey y a Will.
Las niñas se acercaron corriendo al camino, y el «jeep» se detuvo frente a ellas. Antes de que Pam hubiera tenido tiempo de hablar, tía Nettie soltó una risotada, diciendo:
—¡Chicas, tengo la vista peor cada día! ¡Habría jurado que he visto un gatazo montés, amarillo, entrando en el viejo granero!
—¡Estoy segura de que sí le ha visto usted, tía Nettie! —exclamó Pam.
Y después de pedir disculpas, apresuradamente, «Ardilla» y las dos niñas echaron a correr hacia el ruinoso edificio.
Pam y «Ardilla» abrieron la puerta de un empujón. En la semioscuridad pudieron ver al tigre hurgando en un montón de paja.
—¿Qué estás haciendo, Joey Brill?
El tigre giró en redondo. Echó a andar, lentamente, hacia las niñas y de repente, echó a correr, abriéndose paso a codazos. Ya estaba casi en la puerta cuando Pam y Holly le agarraron por la cola.
—¡No te muevas! —le ordenó Pam—. ¡Ahora te hemos atrapado!