Pam dio un grito y echó a correr, seguida de Dave. Ninguno de los dos se detuvo hasta llegar al camino de carros, en donde Pam se apoyó en un árbol, jadeando.
—Lo siento, Dave. No he debido de ser tan cobarde, pero aquello tenía un aspecto tan horrible…
—¿Cómo voy a creerte yo cobarde, si he huido tan de prisa como tú? —contestó Dave.
—Parecía un fantasma, pero sé que no podía serlo —declaró Pam, mientras su respiración se iba normalizando.
—Tiene que haber sido una persona viva —concordó Dave—. Debemos volver y ver quién es.
—Ya sé que deberíamos volver, pero a mí todavía me tiemblan las rodillas.
—A mí también. De todos modos, esa persona ya ha debido de marcharse. Ha tenido que oír tu grito.
Utilizando la linterna de Dave, los dos niños echaron a andar por el camino para reunirse con los demás. Al cabo de un rato oyeron voces en el bosque, a su izquierda, y se encaminaron allí a toda prisa. Frente a ellos pudieron ver los haces de muchas linternas enfocadas junto al arroyo.
—¿Qué pasa? —preguntó Pam al acercarse, seguida de Dave.
—¡Chist! —contestaron varias voces.
—¡Miren! —exclamó Pete, al tiempo que el grupo se separaba, para dejarle paso.
Bajo un gran árbol se encontraban Ricky y Holly, profundamente dormidos. El dócil ciervo «Ambrosio» les servía de cálida almohada.
La señora Hollister sacudió dulcemente a los exhaustos pequeños y «Zip» ladró varias veces, antes de que ellos se despertasen.
—¡Mamita! —gritó Holly, apresurándose a abrazar a su madre.
—¡Qué contentos estamos de veros! —añadió Ricky, mientras se ponía en pie y miraba a su alrededor, adormilado—. ¡Canastos! ¡Si está aquí toda la ciudad!
Después que el señor y la señora Hollister se aseguraron de que ninguno de los dos pequeños se había herido, el oficial Cal dijo:
—Fue una buena idea la de dejar caer los corchos en el arroyo, Ricky.
—Me alegro de que haya servido. ¡Holly y yo teníamos un miedo de que no nos encontrasen…!
—¿Y por qué no bajasteis por la orilla del arroyo, hasta la laguna? —preguntó el señor Johnson.
—Pensamos hacerlo —contestó Holly, mientras acariciaba a «Ambrosio»—. Pero todo estaba muy oscuro y oíamos miles de ruidos raros…
—Por eso creímos que era mejor quedarnos junto a este árbol y esperar a que nos encontrasen.
«Ardilla» cogió a «Ambrosio» por el collar.
—Ven aquí —dijo, con un suspiro—. Ya has provocado bastantes complicaciones por esta noche.
—Todo listo. ¡En marcha! —llamó Cal.
—También nosotros hemos pasado un buen susto —dijo Pam.
Y mientras el grupo se encaminaba al camino, ella y Dave contaron lo que les había ocurrido en el granero.
Cuando llegaron al claro todo el mundo aguardó mientras el oficial Cal y los otros policías buscaban en el ruinoso granero y el bosque circundante. No había signo alguno del intruso.
—Tengo la corazonada de que ha sido Yagar —dijo Pete—. Se habrá enterado de que la bruja dorada estuvo en el granero de Cornwall.
—¿Cómo se enteraría? —preguntó Pam.
—Las hermanas Mazorca no se lo habrían dicho por nada del mundo —opinó Ricky—. Por poco no nos lo dicen ni a nosotros…
—Es verdad —tuvo que admitir Pete.
Entonces, viendo la mirada interrogante de los Johnson, Pete habló al matrimonio sobre el tesoro.
—¡Precisamente en nuestra granja! —exclamó la señora Johnson—. ¡Qué emocionante! Convendrá que empecemos a buscar mañana mismo, porque, si Yagar lo sabe, tal vez nos tome la delantera.
—No podemos buscar mañana —dijo Pam, preocupada—, porque tenemos que adornar el granero para la fiesta. Y al día siguiente es víspera de todos los Santos y no tendremos tiempo tampoco.
El oficial Cal se echó a reír, diciendo:
—No creo que ese intruso se atreva a venir en busca de la bruja cuando esté todo esto invadido de chiquillos.
Pete propuso que se atase a «Zip» a la entrada del viejo granero, hasta que se hubiera encontrado el tesoro.
—Ladrará, avisándonos, si Yagar vuelve por aquí —aseguró el muchacho.
—No cabe duda de que lo hará —concordó el señor Hollister, que llevaba en brazos a la adormilada Sue.
Todos fueron marchándose a sus casas, pero antes de despedirse de «Ardilla» y tía Nettie, Pam las invitó a la fiesta.
—Que venga también su abuelo —añadió Pam.
—Le gustará mucho venir —afirmó «Ardilla»—. Y a mí también.
—Yo no faltaré —vociferó la amable tía Nettie—. Y traeré sidra.
—Vamos a tener muchos invitados —comentó alegremente, Pam.
—Y mucha sidra, también —declaró tía Nettie—. Tendremos cántaros y cántaros de mi estupenda sidra.
—¡Y montones de buñuelos! —ofreció la señora Johnson, dando unas palmadas a Pam—. Yo los haré.
Los niños dieron las gracias a las dos mujeres y la señora Hollister prometió contribuir a la fiesta con grandes cantidades de helado.
Mientras «Ardilla» colocaba a «Ambrosio» en el pesebre del burro, Pete ató a «Zip» en el granero viejo, junto a la puerta. Dejó al lado del perro un cazo con agua, unas galletas para perro, y extendió en el suelo la manta de «Domingo», para que pudiese dormir sobre ella.
—Vigila bien, muchacho —dijo al perro y «Zip» dio un gruñido de asentimiento.
Luego Pete fue a reunirse con su familia, que ya le estaba esperando en la furgoneta. En la parte posterior se habían colocado las bicicletas de los niños.
Durante el trayecto a casa, Ricky y Holly quedaron dormidos y se despertaron tan sólo los minutos necesarios para desvestirse y meterse en la cama.
Por la mañana, la señora Hollister les sirvió de desayuno montones de pestiños, untados con mantequilla y bañados en almíbar. Ricky y Holly comieron tres veces más que los otros.
—Es a cambio de la cena de anoche —explicó el pelirrojo.
Mientras iban a la escuela, los Hollister hicieron planes con sus amigos para decorar aquella tarde el granero de los Johnson. Además de Dave, Pete reclutó como ayudantes a Ned Quinn y a Jimmy Cox, que tenían la edad de Ricky. Durante la comida, la señora Hollister dijo a sus hijos que «Indy» se encargaría de llevarles en coche hasta la granja.
Un cuarto de hora después de haber sonado el timbre de salida, los emocionados niños se encontraban en el camino del jardín de los Hollister, acomodados en la furgoneta. Sue y la madre les despidieron desde el porche.
—No os olvidéis de nuestras cinco calabazotas —les recordó a voces la pequeñita.
—¡Dios mío! ¡Si no lo dices tú, ya no vuelvo a acordarme!
«Indy» detuvo la furgoneta y Pam y sus hermanos corrieron al garaje para recoger las calabazas, que colocaron en la parte trasera de la furgoneta, junto a tres grandes cajas de cartón donde se leía «Adornos», y otra caja alargada en la que decía «Recuerdos».
—¡Canastos! Me gustaría saber qué hay ahí dentro —declaró Ricky, impaciente.
—¿Por qué no viene Sue?
La pequeñita y su madre movieron negativamente la cabeza.
—Tenemos que hacer mi traje —informó Sue.
—¿Para quemarlo otra vez? —preguntó Pete.
En la carita de la sonriente Sue se formaron dos graciosos hoyuelos. Al mismo tiempo, la señora Hollister repuso:
—No. Éste lo conservaremos.
Los Hollister saltaron a la furgoneta que en seguida salió del jardín. El aire cortante y la emoción de la próxima fiesta hicieron que los niños llegasen a la granja con las mejillas sonrosadas.
—Volveré a buscaros a las cinco y media —anunció «Indy», mientras los viajeros saltaban de la furgoneta.
A toda prisa descargaron las cajas y calabazas y el indio se marchó en el vehículo.
Holly corrió inmediatamente al granero viejo para acariciar a «Zip», mientras Pam ayudaba a Ann a transportar las cajas de caramelos que el señor Hunter había regalado para la fiesta. Los chicos se encargaron de trasladar las cajas grandes y las calabazas al granero nuevo.
—Escuchadme todos —gritó Ricky—. Tengo una buena idea para «Lizzie Hojalata».
—Yo también —afirmó Pete—. ¿No sería estupendo sacarla mañana en el desfile de la fiesta?
—¡Canastos! ¡Eso mismo iba a decir yo! —declaró el pecoso—. ¿Podré ser yo el conductor?
—¿Por qué no? —contestó Dave Meade.
Ricky prorrumpió en un penetrante silbido y dio una voltereta, mientras los otros chicos hablaban atolondradamente sobre el modo de llevarse el viejo «Ford» a la ciudad.
—«Domingo» puede tirar de él como si fuese un carro —propuso Jeff Hunter.
—Está bien —concordó Pete—. Sin embargo, tendremos que ayudarle. Ya sabéis que el pobre es pequeño.
—Hoy podremos ayudarle. Pero ¿cómo tirará del coche mañana? —preguntó Ann Hunter.
Pete sonrió al responder:
—Tengo una idea.
Luego se acercó a murmurar algo al oído de Dave, los dos estallaron en carcajadas y se alejaron a todo correr. Encontraron al señor Johnson cerca del puesto de la carretera, donde acababa de colocar una gran cesta con pollos vivos.
—El hombre que los ha comprado vendrá de un momento a otro a recogerlos con su camioneta —explicó el granjero—. ¿Qué queréis, muchachos?
A toda prisa le explicó Pete su plan para «Lizzie Hojalata», y él y Dave aguardaron la respuesta con gran nerviosismo.
El señor Johnson quedó un momento pensativo y luego dijo:
—Muy bien. Puede resultar divertido y poco peligroso si conseguís hinchar los neumáticos. Encontraréis una bomba de aire en el granero. —Y añadió con una risilla—: ¡Ojalá tengáis suerte!
Los dos chicos se encaminaron al viejo granero, y por el camino llamaron a las niñas.
Pero ellas estaban demasiado ocupadas, para prestar atención al coche viejo. Pam, subida en una escalera, iba colgando de la viga papeles rizados, de muchos colorines, que Ann se encargaba de darle. Holly se afanaba inflando globos.
A un lado se veía una mesa que había improvisado el señor Johnson con dos caballetes y una puerta vieja. Después de cubrirlo con un bonito mantel de papel, Donna empezó a abrir sobre el tablero las grandes bolsas de confeti anaranjado y negro.
—No hagas eso todavía —aconsejó Ann—. Se desparramará por todo el suelo.
—Puedes llenar de caramelos los cucuruchos de papel, y doblar las servilletas, Donna —indicó Pam.
—¿Por qué no abrimos las cajas de las sorpresas? —propuso Holly—. Me muero de ganas de saber lo que hay dentro.
—Eso no lo haremos hasta el momento de la fiesta —contestó Pam—. ¿Por qué no recortáis gatos?
—Está bien —asintió Holly—, pero nos gustaría tener un caramelo en la boca, mientras trabajamos.
—Podéis tomarlo, pero sólo uno —advirtió Ann.
Cuando Holly fue pasando una cajita de caramelos ante cada una de las niñas, Donna se puso muy encarnada.
—Yo ya he tomado dos —confesó.
—¡Muy bien! Entonces a nosotras nos tocan tres —decidió Holly, aprovechando la ocasión.
—Y ni uno más —ordenó Pam.
Mientras el caramelo se fundía en su boca, dejándole un delicioso sabor a licor, Holly dibujó dos grandes gatos sobre una cartulina y empezó a recortarlos. Les hizo luego unos espléndidos ojos oblicuos y les dio unas pinceladas de goma arábiga. De ese modo los dos animalitos quedaron relucientes y Holly los sujetó, con chinchetas, a dos postes del granero.
Entre tanto, Pam y Ann estaban cambiando todas las bombillas del granero por otras anaranjadas que les había dado el señor Hollister.
Por último, todas las niñas se retiraron a una pared para ver el efecto que hacía su trabajo.
—Hace falta poner algo fantasmal —opinó Pam.
—Sí. Algo como una bruja feísima —añadió Holly.
Pam arqueó las cejas y dijo, en seguida:
—Eso me da una idea. Ven, Holly.
Las dos hermanas salieron corriendo y volvieron al poco rato cargadas con un maniquí de sastre, sin cabeza, y unos trozos de tela negra.
—Se me ocurrió pensar que la señora Johnson podía tener uno de estos maniquíes en su desván —dijo Pam, con voz entrecortada por el cansancio de la carrera que acababa de hacer.
—¡Servirá para hacer una bruja preciosa! —exclamó Pam.
—Usaremos una de las calabazas como cabeza —declaró Holly, que ya había empezado a dibujar una horrible cara en la más grande de las calabazas.
Mientras tanto, Pam hizo un alto y puntiagudo gorro de cartulina y entre Ann y Donna colocaron al maniquí una larga camisa y una toquilla.
Al poco rato, junto a la puerta del granero, como preparada para dar la bienvenida a los invitados, había una espantosa bruja que reía maléficamente, mostrando sus dientes afilados.
—¡Uff! —exclamó Holly, feliz—. ¡Qué horrorosa es!
—Va a servir para que todo el mundo se asuste y se vaya —declaró Donna, entre alegres risitas.
—¡Ahora haremos otras cuatro carotas cómicas y todo listo! —dijo Pam.
Las laboriosas niñas dibujaron extrañas caras en las calabazas, que luego vaciaron.
—Yo voy a hacer una que parezca malísima —notificó Holly.
Y frunciendo el ceño, gravemente, empezó a dibujar una boca con las comisuras hacia abajo.
—Y yo también —afirmó Donna.
Cuando las carotas estuvieron concluidas, Pam cogió un puñado de caramelos y fue llenándolas.
—Las pondremos en hilera —propuso Ann.
Las dos calabazas sonrientes quedaron colocadas en una estantería cerca de la puerta, con las calabazas enfadadas en medio.
—A la mía la llamaré Joey —anunció Holly, con una risita traviesa.
—Y el mío será Will —informó Donna, y las dos pequeñas rieron alegremente.
De repente se oyó un fuerte golpeteo en la puerta. Pam abrió.
¡En el umbral estaban Joey y Will, cargados con una cesta!
Los ojitos de Holly giraron vertiginosamente en sus órbitas, haciendo una indicación a Donna, tras lo cual se posaron, fijamente, en las calabazas. Donna fue poniéndose roja, roja como un pimiento morrón, mientras se esforzaba por contener la risa.
—Traemos unas manzanitas para la fiesta —dijo Joey, al tiempo que él y Will apartaban a codazos a Pam y entraban.
Dejaron la cesta en el suelo y se inclinaron sobre ella. A toda prisa Joey rompió las ligaduras de la tapa con su navaja.
—¿Qué haces? —protestó Holly—. Eso no son…
De repente, cuando los chicos levantaron la tapa, el granero se llenó de sonoros cacareos. De la cesta salieron, precipitadamente, infinidad de gallinas. Will sacudió los brazos, gritando:
—¡A divertirse, gallinitas!
Y las aves revolotearon enloquecidas y se enredaron en los lindos colgantes de papel.
Una gallina aterrizó en la cabeza de Donna, que gritó, aterrada. Otras se subieron a las vigas. Una dio un tropezón y fue a caer sobre la mesa, produciendo una rociada de confeti.
Holly corrió al exterior para llamar a sus hermanos y a Dave, pero los chicos no estaban por allí. Fue el señor Johnson quien respondió a los gritos de socorro de Holly. El granjero se presentó en el granero y cogió por el cuello de la camisa a Joey y a Will. Dio una orden tajante, reconvino a los intrusos y les obligó a recoger a las asustadas gallinas.
—Y ahora ayudaréis a las niñas a arreglar los adornos —dijo severamente.
Los camorristas hicieron lo que se les había ordenado y luego se fueron. Pero Pam creyó adivinar que Joey se sonreía burlón.
Entre tanto, los chicos se encontraban con el viejo coche a medio camino de Shoreham. Mientras el burro tiraba del «Ford», Pete y Dave empujaban por detrás, Ricky empujaba con Ned por uno de los lados, y Jeff hacía lo mismo por el otro. A Jimmy le había llegado el turno de ir al volante.
Los muchachitos daban soplidos de cansancio, cuando llegaron a lo alto de la colina.
—Debemos detenernos —ordenó Pete.
Y Jimmy utilizó el volante para dirigir el vehículo a un lado de la carretera. Luego saltó del coche y fue a sentarse en la cuneta, diciendo alegremente:
—¡A ver si me dejáis conducir en paz!
Sus compañeros se echaron a reír y fueron a sentarse a su lado, mientras Pete y Dave desenganchaban el burro, antes de iniciar el descenso. Estaba Dave llevándose a «Domingo» hacia la cuneta, cuando tropezó en una piedra y cayó, dándose un golpe contra el coche.
«Lizzie Hojalata» empezó a moverse.
—¡Eeeeh! —gritó Pete, y todos los muchachos se abalanzaron en dirección al coche.
Pero a pesar de su vejez, el viejo «Ford» ganó velocidad y empezó a descender por la colina.