COSITAS FLOTANTES

En aquel momento, en lo alto de la ladera boscosa, Ricky y Holly se detenían para mirar al fondo de una pequeña hondonada de abajo. Y creyeron distinguir la silueta de un pequeño ciervo.

—Está ahí —dijo Holly, jadeando—. ¡Es «Ambrosio»!

En silencio, los dos pequeños fueron bajando por la ladera. El ciervo volvió la cabeza, al oír que se aproximaban, pero no intentó huir. Cuando estuvo a pocos pasos del animal, Ricky alargó una mano y cogió al ciervo por la cadena.

—Ya lo tengo —anunció el pecoso.

—¡«Ambrosio», guapito! —murmuró, tiernamente, Holly, mientras el animal le lamía la mano. Y luego advirtió—: Está cansado el pobre.

—Yo también. ¡Canastos, cuánto hemos corrido!

Tropezando y tambaleándose, los niños condujeron al ciervo fuera de la hondonada. Una vez en el camino decidieron ir directamente a la granja de los Johnson y devolver el animalito a «Ardilla» al día siguiente.

—Ya es de noche —murmuró Ricky, con acento de culpabilidad—. Todos estarán preguntándose en dónde nos hemos metido.

—Sí. Vamos a tener una regañina, y todo por culpa tuya, «Ambrosito» —regañó Holly.

El ciervo caminaba dócilmente junto a los niños y se detuvo cuando Holly preguntó:

—¿Cuál es la dirección de la granja, Ricky?

El pequeño se rascó la cabeza, algo inquieto.

—¿Es por ahí? —preguntó, señalando a la izquierda.

—Soy yo quien lo pregunta —dijo Holly—. Yo no lo sé.

—Ni yo —tuvo que admitir Ricky—. Hemos dado tantas vueltas…

Los niños permanecieron inmóviles y silenciosos, buscando algo conocido, que les sirviese de pista para encontrar el camino. En alguna parte se oía el gorgoteo de agua, pero no había camino entre los árboles para llegar hasta el lugar de donde llegaba el murmullo. Súbitamente empezó a soplar un viento cortante que arrastró una lluvia de hojarasca sobre los niños, y los pinos se estremecieron, produciendo ruidos semejantes a quejidos y suspiros. Estremecida, Holly cerró entre los dedos los bordes de sus mangas.

Ricky quiso proteger sus manos del frío, metiéndolas en los bolsillos, pero éstos se encontraban llenos de corchos.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Holly.

—Déjame pensar un momento —repuso su hermano, haciendo un esfuerzo para que no se notase temblor en su voz.

—Nos hemos perdido —gimoteó, de repente, Holly—. ¡Nunca van a encontrarnos!

Pero, de repente, Ricky tuvo una idea.

—No llores —dijo, consolador—. Ya sé lo que podemos hacer.

—¿Qué? —preguntó la niña, sin poder contener los hipidos.

Ricky tomó la mano de su hermana, diciendo:

—Toma a «Ambrosio» y vamos; tengo un plan.

Mientras tanto, en la granja Pete había telefoneado a su casa y a los amigos de los Hollister, para averiguar si los dos pequeños estaban allí. Cuando se supo que nadie les había visto, por teléfono se organizó un grupo de búsqueda. Antes de transcurridos quince minutos empezaron, a brillar faros de coche en las tierras de los Johnson y los exploradores fueron aparcando sus coches en el patio de la granja.

Llegó el oficial Cal con otros dos policías a los que presentó, diciendo que se llamaban Roberts y Mullaney. Éstos se llevaron aparte a Pete y Pam y les hicieron varias preguntas rápidas.

¿Cuándo habían visto a Ricky y Holly por última vez? ¿En qué dirección iban? ¿Estaban familiarizados con los bosques? ¿Llevaban linternas?

Cuando todas las preguntas estuvieron contestadas, Pete se separó de los policías y fue a acercarse a sus padres, que estaban hablando con los señores Hunter y los Meade. Sue se asía fuertemente a la mano de su madre.

—¿Cómo creen que debemos iniciar la búsqueda? —preguntó el señor Meade.

El oficial Cal se encargó de dar la respuesta:

—Ascenderemos a la colina por parejas. —Miró entonces a los presentes y añadió—: Roberts y Mullaney; Pam y Dave Meade; Pete y Ann Hunter; Jeff irá con su padre; los señores Meade y los Johnson pueden ir juntos.

El policía hizo una pausa para recobrar el aliento, y después de pasar la mirada por los presentes de nuevo preguntó:

—¿Quién falta? ¡Ah, sí!

Dijo que podían formar otro grupo la señora Hunter y el matrimonio Martin con Donna, que, según hacían suponer sus ojitos enrojecidos, había estado llorando.

—Señora y señor Hollister, ustedes y Sue vendrán conmigo.

Los grupos fueron alineándose con una distancia entre cada uno de metro y medio. «Zip», que había sido sacado del granero, estaba al lado de Pete.

—Que cada uno vaya bien cerca de su compañero. No nos interesa que nadie más se desvíe y haya que buscarle —dijo Cal, con voz sonora.

Mientras él hablaba se oyó rugir un motor en la ladera. Dos faros iluminaron el viejo camino de carros, efectuando luego una desviación para atravesar los pastos y llegar al patio. Con fuerte rechinar de frenos, un «Jeep» fue a detenerse en medio de los coches. Del vehículo salieron tía Nettie y «Ardilla», que se unieron a las gentes preparadas para efectuar la búsqueda.

—Nosotras vamos con ustedes —anunció el vozarrón de tía Nettie—. Yo puedo valer menos que un comino, pero tengo fuerte la voz.

—Muy bien. Ustedes formarán otro grupo —decidió Cal—. Hay algo que quiero advertirles a ustedes. A veces, la gente perdida en el bosque se deja dominar por el pánico y pierde la habitual sensatez. Se han dado casos en que han huido de las personas que acudían a salvarles. Debemos tener mucho cuidado de no asustar a los niños y provocar que huyan de nosotros.

Luego, a una orden de Cal, todos iniciaron la búsqueda. Cada uno de los grupos llevaba una linterna.

Mientras subían por el caminillo de coche, el señor Meade enfocó la linterna arriba y abajo de la ladera. Y cuando el haz de la luz pasó sobre el estanque, Sue gritó:

—¡Mirad! ¡Hay un montón de cosas chiquitinas!

La señora Hollister, que estaba demasiado preocupada para prestar atención, repuso:

—Puede que sean patos.

—No, mamita. Son cosas chiquitinas, que «foltan» —afirmó la pequeña, apretando la mano de la señora Hollister.

Al oír a Sue, el señor Meade volvió a enfocar su linterna sobre la laguna.

—No es nada, hijita —dijo, entonces, la señora Hollister—. Sólo un montón de corchos.

Pero Pete y Pam, que también acababan de ver los corchos, se acercaron a mirar, con sus respectivos acompañantes.

—¡Son los corchos de Ricky! —exclamó Pete.

Y Pam añadió:

—Se los regaló tía Nettie.

—Es cierto. Yo le dije que los tomara —recordó la mujerona. Y alzando su potente voz, ordenó—: ¡Que se detenga todo el mundo!

Todos los presentes se reunieron en torno al agua.

—Estos corchos no estaban aquí al atardecer —aseguró el señor Johnson.

Pete señaló varios corchos que descendían por el arroyo, yendo a parar a la laguna, y dijo:

—Van llegando de arriba. Ricky debe de estar tirándolos al arroyo para darnos una pista. Seguramente él y Holly están en alguna parte de la orilla de este riachuelo.

—Tu deducción es sensata —afirmó el policía Cal—. Avanzaremos por la orilla del agua.

El grupo empezó a ascender por ambas orillas del pequeño río. Pronto penetraron en el bosque y el ascenso fue resultando más penoso. Poco a poco, empezó a hacerse más grande la separación entre cada grupo, pues era preciso dar rodeos en torno a peñascos y precipicios.

Pam y Dave iban los últimos, cuando el chico se detuvo y enfocó la linterna en un estrecho arroyuelo lateral.

—Podría ser que tus hermanos estuviesen en alguna parte de este afluente —dijo.

—¿Por qué no vamos a ver? —propuso Pam.

Durante un rato, los dos avanzaron con dificultad por la orilla rocosa. Pero pronto comprobaron que el arroyo desaparecía bajo tierra.

—Bueno… Se acabaron las esperanzas —murmuró Dave, desilusionado.

—¡Chist! Creo que he oído algo —murmuró Pam.

Quedaron un momento inmóviles, escuchando, pero los únicos sonidos que distinguieron fueron el aullido del viento y las exclamaciones de los otros grupos que buscaban a los pobres pequeños.

Dave dio media vuelta, dispuesto a regresar, pero Pam le asió por la manga, diciendo:

—¡Escucha! ¡He vuelto a oírlo!

Esta vez, también Meade lo oyó. A poca distancia de ellos se produjo una sacudida de ramas.

—¡Ricky! ¡Holly! —llamó Pam.

Pero se levantó una fuerte ráfaga de viento y los niños esperaron, en vano, una respuesta de los pequeños.

—Vamos. ¡Hay que acercarse más! —dijo Dave, avanzando con toda la velocidad posible.

Pam corrió tras él, tambaleándose.

—¡Dios quiera que sean Ricky y Holly! —murmuró Pam, temblando.

—No te hagas muchas ilusiones —respondió Dave—. Puede que sólo haya sido un animal.

Pronto volvieron a detenerse a escuchar. Y una vez más oyeron sacudidas de hojas ante ellos. Pam y Dave gritaron al unísono:

—¡Ricky! ¡Holly!

El ruido cesó. Los niños volvieron a llamar a voces. Y entonces se produjo de nuevo el ruido, esta vez alejándose.

Dave y Pam intercambiaron miradas de alarma.

—Si son Ricky y Holly, se han asustado y huyen, como ha dicho el oficial Cal.

Dave admitió que era posible.

—Iremos tras ellos con todo el sigilo que sea posible.

Durante un cuarto de hora los niños siguieron en la dirección de aquellos sonidos, procurando no hacer ruido. Dave llevaba la linterna enfocada verticalmente y la cubría con la mano para disimular el resplandor. Pronto niño y niña se encontraron en el viejo camino de carros. Todo estaba silencioso.

—¿Qué dirección seguimos ahora? —preguntó Pam.

La respuesta llegó del otro lado del camino, donde se oyeron crujir hojas y ramas, como si alguien anduviese a paso rápido, sobre ellas.

De nuevo reanudaron los niños la persecución, deslizándose entre los árboles. A los pocos minutos, Pam tomaba del brazo a Dave y señalaba un lugar, situado en frente. A través del arbolado podía distinguirse el oscuro contorno del granero viejo.

Dave apagó la linterna y los niños se acercaron a toda prisa hasta el borde de un claro, iluminado por la luna. Estaban escuchando cuando, de repente, se oyó rechinar algo metálico, dentro del medio derruido edificio. Esto hizo que Pam se sintiese muy tranquilizada.

—Tienen que ser Ricky y Holly —afirmó, hablando en un murmullo—. Ningún animal habría podido abrir la puerta. Es muy pesada.

Pam y su compañero atravesaron el claro a todo correr, hasta llegar a la desvencijada puerta, Entonces Dave apoyó las dos manos en el herrumbroso picaporte, lo que hizo que su linterna se golpease sonoramente contra el hierro. El muchachito empujó y la puerta quedó abierta de par en par.

Pam se disponía a entrar, mientras el chico sostenía la puerta, cuando se detuvo en seco y dio un grito ahogado. Dave, por su parte, quedó mudo y como clavado en el suelo.

La luz de la luna penetraba por la rota techumbre, iluminando el «Lizzie Hojalata». En el asiento del conductor había una silueta, sentada muy erguida. En aquel momento, sin decir una palabra la silueta se puso en pie.