Al oír las palabras de Pam, «Ardilla» y los otros giraron sobre sus talones, mudos de asombro.
—¡Aquí está! —siguió gritando Pam—. ¡La anotación de la venta! La bruja dorada la compró un hombre que se llamaba Fineas Mazorca, de Shoreham.
—¡No nos gastes bromas! —dijo Ricky, acercándose.
—¿Fineas, qué? —preguntó Holly, mientras se sentaba en cuclillas, junto a su hermana.
—Fineas Mazorca —repitió Pam—. Mirad aquí.
Con letra enrevesada y de rasgos muy delgados estaba registrada en el libro de entradas la venta de una bruja con un baño dorado; debajo se veía otro cobro especial por el trabajo de encerrar un objeto en la veleta.
—¡Es esto! ¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¡No podíamos haber encontrado una pista mejor!
—Puede que Fineas Mazorca ya no viva, pero podríamos encontrar a alguien de su familia —dijo Pam—. ¿Conoce usted a algún Mazorca, «Ardilla»?
—No, pero quizá mi abuelo sí. Se lo preguntaré cuando le vea, el martes.
—¿No está en casa, todavía? —preguntó Holly, impaciente, mirando al teléfono colocado en una mesita cercana.
La joven explicó que su abuelo no regresaba hasta el lunes por la noche.
—Y hasta el martes por la mañana no podré hablar con él.
—Está bien —dijo Pete—. Nosotros empezaremos a trabajar ahora mismo sobre esa pista, si usted nos permite que usemos su teléfono.
—Claro que sí. Entre tanto, os prepararé algo para tomar.
La amable joven desapareció en la cocina y, cuando volvió con galletas y leche, Pete estaba en el escritorio, rodeado de sus hermanos.
—Hemos encontrado cuatro Mazorcas en el listín telefónico —anunció Pam.
—Pete ya ha llamado a dos, pero ninguno era el que nosotros buscamos —explicó Ricky.
—¡Chist! —dijo Holly, viendo que Pete pedía silencio—. Está comunicando con otro.
Todos escucharon sin aliento, mientras el mayor de los Hollister preguntaba si el que contestaba era de la familia de Fineas Mazorca. Se oyó una risa al otro extremo del hilo, luego una contestación áspera y por fin el auricular al ser colgado violentamente.
—¿Qué te han dicho? —inquirió, inmediatamente, Holly.
Pete hizo un gesto de malhumor al contestar:
—Ha dicho: «Aquí no vive ningún Fineas Mazorca, pero tenemos a su hermano, Mazorca de Maíz».
Todos prorrumpieron en exclamaciones de descontento.
—¡Qué bromista tan pesado!
—Querrás decir tan «panochoso» —se burló Holly, intentando hacer cosquillas a su hermano.
Los dos corrieron alrededor de una silla, riendo, divertidos.
—Basta ya —reprendió Pete—. No hemos solucionado nada todavía.
—Aún falta un número —les recordó Pam—. Ése puede ser el que buscamos.
Pete hizo otra llamada telefónica, pero esta vez nadie contestó.
—Tendremos que probar mañana, otra vez —dijo el muchachito, mientras colgaba.
—Creía que estábamos muy cerca del final y ahora me parece que está muy lejos —dijo Pam, con un suspiro—. Es muy difícil esperar.
Mientras los cuatro hermanos comentaban cuál podría ser el tesoro escondido en la veleta, «Ardilla» les hizo comer pastelillos de avena mojados en leche. Acababa Ricky de saborear el último pastelillo «extra» cuando llegó el señor Hollister en la furgoneta.
A la mañana siguiente, Sue fue la primera en bajar a desayunar. Después apareció Holly que corrió a abrazar a su hermanita.
—¿Habéis hecho mamá y tú un vestido para la fiesta?
—Sí, claro —contestó Sue.
—Vamos a verlo.
—Lo hemos quemado.
—Vamos, Sue —dijo Pam, mientras subía a su hermanita en volandas para sentarla en la silla—. Ya sabes que no es verdad.
—Sí, es verdad. Sí, es verdad —insistió la pequeña—. Lo hemos quemado, ¿verdad, mamita?
—Verdad —asintió la madre—. Hasta el último trocito.
—¿No os gustó? —preguntó Ricky, arrugando con incredulidad su nariz pecosa.
—Nos gustó mucho —aseguró la señora Hollister, mientras colocaba sobre la mesa, una fuente llena de tostadas con mantequilla—. Y ya podéis dejar de hacer preguntas, porque no vais a enteraros de nada más.
—Bueno… —rezongó Ricky, sin el menor enfado—. Tiene que ser alguna broma. Seguro.
Pero Sue no hizo más que sonreír dulcemente.
Camino del colegio, los cuatro hermanos no hacían más que pensar en lo que podía querer decir aquel juego de palabras de la hora del desayuno.
Cuando llegaron al patio del colegio, vieron que Joey Brill y Will Wilson les estaban esperando en la esquina del edificio.
—¡Eeeh! —llamó Joey—. Queremos deciros una cosa.
—Pero es posible que nosotros no queramos oír esa cosa —replicó Pete, fríamente.
—Deberíais estar avergonzados por haber atado aquel pobre cabrito al árbol —les reconvino Pam, muy seria.
—¿No sabéis acaso aguantar una broma? —preguntó Will, con una sonrisa burlona.
Holly, roja dé indignación, repuso:
—No es ninguna broma hacer daño a un pobre animal.
—Bueno. Es una lástima, porque lo que queríamos deciros es que habíamos decidido ir a vuestra fiesta —dijo Joey.
—Eso es —añadió Will—. Creímos que seríais más tratables.
Tomados por sorpresa, los Hollister miraron a los camorristas con incredulidad. Al fin, fue Pam la primera en hablar para decir:
—Está bien. Os invitamos y no vamos a rectificar.
—Pero os lo advierto —añadió Pete, muy serio—. Nada de bromas pesadas.
Más tarde, durante el recreo, Pam y Holly contaron a Ann Hunter lo que les había sucedido en la granja y la sorpresa que habían tenido al saber que Joey y su amigo aceptaban la invitación.
—Ann, ¿por qué crees tú que esos chicos habrán cambiado de idea? —preguntó Pam.
—No lo sé. A lo mejor Jeff sabe algo. Ahí está. ¡Eh, Jeff!
El niño se acercó a ellas y contestó en seguida a la pregunta de su hermana.
—Claro que lo sé. Joey y Will quieren ir a la fiesta porque Jimmy Cox les ha dicho que habría regalos para todos.
—¿Y por qué ha dicho eso? —preguntó Pam, empezando a preocuparse.
—No lo sé. Yo lo único que le dije a Jimmy es que el padre de Holly iba a regalar cuchillos de explorador a todos los chicos.
—¡Cuchillos de explorador! —repitió Holly, furiosa y roja como un tomate maduro—. ¡Yo no te he dicho nunca eso, Jeff! Sólo te contesté: Ya veremos.
—Cómo se exageran las cosas en cuanto las repiten dos personas —murmuró Pam, malhumorada.
Al mediodía, los Hollister corrieron a su casa, impacientes por llamar al número con el que no pudieron comunicar la noche anterior. Esta vez había en casa una mujer que dijo a Pam que no había nadie con aquel nombre en su familia.
—Tenemos un Felipe y un Francisco —dijo con voz risueña—, pero sintiéndolo mucho, no tenemos ningún Fineas.
—Gracias —dijo Pam. Y colgó. Se volvió a sus hermanos con el ceño fruncido, para decir—: Tiene que haber otros Mazorca en Shoreham. Podemos preguntar a tía Nettie y a los Johnson si conocen a alguien con ese apellido.
Después del colegio, los primeros en volver a casa fueron Ricky y Holly, deseosos de llegar cuanto antes a la granja. Cuando, un poco después llegaban Pete y Pam, encontraron detenido, a la entrada de la casa un coche de la policía. Ricky y Holly estaban apoyados en la ventanilla del conductor.
—¡Zambomba! ¿Qué habrá pasado? —exclamó Pete.
Él y Pam se acercaron al coche y vieron que la persona con quien hablaban los pequeños era su amigo, el oficial Cal.
—Ya me he enterado de que estuviste a punto de ser arrestado en Clareton —dijo el policía, sonriendo.
—Ya lo creo. Gracias por responder por mí.
—Le hemos contado todo lo de los archivos viejos al oficial —anunció Holly.
Y Pete preguntó al policía:
—¿Conoce usted a alguien que se llame Mazorca?
—Conozco a dos solteronas con ese apellido. Viven a una milla más arriba del lagar de tía Nettie.
—¡Es estupendo que usted las conozca! —dijo, con alegría, Pam—. Seguro que no tienen teléfono.
El oficial contestó que no y luego se ofreció a llevar a los niños a la granja en su coche, ya que tenía que hacer un viaje en aquella dirección. Pete y Pam corrieron a la casa a dejar sus libros.
Al verles marchar, la señora Hollister dijo:
—En el vestíbulo hay una botella de sidra vacía. Hacedme el favor de devolvérsela a los Johnson.
Pam llamó a «Zip» y todos entraron en el coche de la policía. Cuando los cuatro hermanos estuvieron instalados en el vehículo, el oficial Cal sonrió, diciendo:
—Es una suerte que hoy no viaje en motocicleta.
Durante el trayecto, los Hollister pusieron al corriente al policía de todas las pistas que habían encontrado. El oficial les escuchó con mucha atención y, finalmente, dijo:
—Procuraremos localizar de nuevo a ese Yagar.
—Yo pienso que a lo mejor vuelve a ponerse en contacto con nosotros —dijo Pete.
—Espero que no —fue la contestación del oficial—. Puede ser un hombre peligroso. Bueno. Ya hemos llegado a la granja.
Los niños encontraron al señor Johnson en el granero, colocando un montón de botellas de sidra, vacías, en el carro de «Domingo». «Zip» ladró alegremente, saludando al burro, y luego corrió al prado, con las cabras.
Mientras ayudaba al granjero a cargar sacos de manzanas en el carro, Pete explicó al señor Johnson que deseaban hacer una visita a las señoritas Mazorca y le dijo por qué motivos.
Mientras Pam metía su botella de sidra en una de las alambreras para botellas, el granjero repuso:
—Está bien. Podéis visitarlas, pero sin entreteneros mucho.
Los niños subieron al carro, el señor Johnson dio una palmadita a «Domingo»; y carro, burro y niños se pusieron todos en camino.
Mientras el carro traqueteaba por el caminillo, a través de los árboles, Holly dijo alegremente:
—¡Pronto sabremos dónde está la bruja dorada!
—No estés tan segura —le aconsejó Pete—. Puede que éstos no sean los Mazorca que buscamos.
Pero la verdad era que también él se sentía emocionado con aquella nueva pista.
Cuando llegaron al lugar, Pete y Ricky transportaron las cestas de manzanas al cobertizo, mientras Pam y Holly se encargaban de descargar las botellas vacías y llevarlas al interior del edificio. Allí estaba tía Nettie, con la blusa remangada, llenando botellas con la sidra de un gran barril.
—¡No puedo entretenerme! —dijo a gritos—. Tengo dos docenas más de botellas por llenar. —Colocó una botella bajo la espita del barril, la abrió y brotó un chorro de dorada sidra—. Me alegra que me hayáis traído botellas vacías.
—Y manzanas también —informó Ricky.
—Bien —contestó la mujer con su voz de trueno—. ¿Os apetece tomar un poco de sidra? Tomad aquellos cubiletes grandes que están en la estantería.
—Gracias, pero no podemos quedarnos —dijo Pam.
Pero Ricky no quiso perderse la sidra.
—Yo me quedo —declaró, yendo a buscar un cubilete.
—Y yo también —dijo Holly, caminando tras el pecoso—. ¿Podemos ayudarle a llenar botellas, tía Nettie? A mí me gustaría mucho abrir ese grifo.
Quedó acordado que los dos pequeños se quedasen a trabajar con tía Nettie, mientras que Pete y Pam irían a casa de las señoritas Mazorca.
—La encontraréis fácilmente —dijo tía Nettie, que estaba llenando el cubilete de Holly—. Es una casa pintada de verde oscuro, con las persianas blancas, que se encuentra a la izquierda del camino. Hay una granja al lado.
—¡Qué raro que «Ardilla» no supiera nada de las Mazorca! —comentó Ricky, con los ojos fijos en el cubilete que se estaba llenando.
—Ricky se refiere a la señorita Ardina —explicó Pam a tía Nettie.
—Es que la pequeña Ardina se crió al otro lado de Shoreham —contestó la amable mujerona—. Hace sólo seis meses que vive aquí. Además —añadió tía Nettie, con una risilla—, las hermanas Mazorca son muy reservadas.
Pete y Pam se marcharon a toda prisa, preguntándose cómo serían aquellas hermanas. Pete cogió las riendas de «Domingo» y, en cuanto hubieron recorrido una milla, vieron la casita verde. Pete detuvo al burro frente al porche y él y su hermana se acercaron a la puerta.
Cuando Pete levantó una mano para oprimir el timbre, una voz gritó:
—¡Fuera!
Pete y Pam intercambiaron miradas de perplejidad. La voz parecía llegar desde detrás de los visillos de la ventana inmediata a la puerta. Pam se acercó a la ventana y dijo en voz alta:
—Nosotros no venimos a vender nada. Sólo queremos hablar.
—¡Nadie en casa! ¡Nadie en casa! —dijo la voz ronca.
—Un momento —cuchicheó Pete a su hermana.
Se acercó, apoyó la cara en el cristal, y miró tras los visillos.
—¡Es un loro! —anunció al momento.
También Pam miró a través de los cristales y pudo ver un gran pájaro verde y rojo, metido en una jaula. Pete volvió a tocar el timbre varias veces, hasta convencerse de que el pájaro tenía razón. No había nadie en la casa.
Desencantados, los dos hermanos subieron al carro y regresaron al lagar. A la puerta les esperaban Ricky y Holly con tía Nettie.
—Id inmediatamente a casa —dijo la mujer a Pete—. Se os ha hecho muy tarde. No deberíais cruzar los bosques después de anochecido.
Pete prometió regresar a toda prisa. Pero, cuando llegaron a lo alto del montículo, toda claridad diurna había desaparecido. Aún cantaban algunos pajaritos en las copas de los árboles. Sin embargo, mientras descendían por el otro lado de la montaña, los bosques fueron quedando totalmente silenciosos. A ambos lados del estrecho camino se elevaban los árboles, semejando tremebundos gigantes. Los niños fueron dejando de hablar y todos, secretamente, empezaron a temer el momento en que iban a tener que pasar ante el granero viejo.
Se estaban acercando al destruido edificio cuando, de improviso, una silueta surgió en el camino.
—¡Alto! —ordenó una voz áspera.