UN MONTÓN DE LIBROS

—Holly, no debiste dejarte la puerta abierta anoche —reprendió Pete a su hermana.

—¡Te aseguro que no la dejé abierta!

—Entonces, ¿cómo ha podido desaparecer la cabra? —preguntó Ricky.

—En lugar de discutir, yo creo que lo que hay que hacer es buscar a ese animal —dijo, sensatamente Pam.

Mientras Holly y Ricky miraban alrededor del granero, Pete y Pam subieron por la ladera cubierta de escarcha, hasta el principio de los bosques. Abajo, a lo lejos, varios patos se movían lentamente en las aguas de la pequeña laguna, camino de la orilla, donde se elevaban grandes sauces. Cantó sonoramente un gallo, y Pete y Pam se detuvieron a escuchar; hacía tanto frío que el aliento se transformaba en vapor, al salir de sus bocas.

Un momento después pudieron ver a Ricky y Holly apareciendo por la esquina del granero. Los dos pequeños iban abrigados con sus chaquetas rojas y azules. Casi al mismo tiempo que los pequeños, en la ladera se vio aparecer una silueta, corriendo.

—¿Qué es eso? —preguntó Pete.

—La cabra.

—Mira. Ricky está señalando la laguna.

—No puedo ver nada —repuso Pam, guiñando los ojos para protegerse del sol.

Pete y Pam corrieron ladera abajo, llegando a la laguna unos momentos después de que lo hicieran Ricky y Holly.

—Los ruidos sonaban aquí —dijo el pecoso, rascándose la cabeza—. Pero ¿dónde está la cabra?

En aquel momento, el balido sonó directamente sobre las cabezas de los Hollister. Asombrados, los niños levantaron la cabeza y pudieron ver a un cabritillo, atado en una rama, a varios palmos del suelo.

—¡Oh! —murmuró Pam, compasiva—. ¡Pobrecito!

Con la ayuda de Ricky, Pete trepó y desató al animal. Luego, con todo cuidado, tendió el animalito a los tres pares de brazos levantados en alto.

—Hay una nota en su collar —dijo Pam, mientras dejaba al animal en el suelo. Entonces desdobló el papel y leyó el siguiente mensaje, mal garabateado—: «Esto es lo que os habéis merecido por asustarnos».

—¡Han sido Joey y Will! —exclamó Ricky—. Debieron de oírnos reír, después de que les gastamos la broma.

—Por eso los animales estaban tan alborotados anoche —dijo Pete—. Joey y Will debieron de estar husmeando por el granero, antes de llevarse el cabrito.

—Joey no pudo esperar mucho para vengarse —fue el comentario de Pam, mientras conducía al animal hasta el granero.

—Para él cualquier cosa es un motivo del que tiene que vengarse —dijo Ricky—. ¡Pero nosotros le enseñaremos!

Después de dar de comer a los animales, los Hollister se cambiaron de ropa y fueron a la iglesia con los Johnson. Más tarde, Pete, que estaba sentado, permaneció un largo rato silencioso. Pasado un tiempo, se decidió a decir:

—Señor Johnson, creo que si Pam y yo fuésemos hoy a Clareton nos enteraríamos de si merece la pena seguir buscando la bruja dorada.

—¿De qué modo?

—Si Yagar fue quien aserró la veleta negra, seguramente no tardó en averiguar si dentro estaba o no el tesoro.

—¿Quieres decir que rompería la bruja allí mismo? —preguntó el granjero.

—Es una buena deducción, Pete —afirmó la señora Johnson, admirativa—. ¿Quieres más pastel de chocolate, Ricky?

El señor Johnson golpeteó suavemente la cucharita contra la taza de té y dijo, pensativo:

—¿Crees que los trozos de la veleta estarán caídos cerca de donde fue robada?

—Sí. Y, si los encontramos, veremos si ésa era la bruja dorada, pintada de negro. Si lo es, el tesoro ya lo tiene Yagar.

—Pero, si no es más que una bruja de hierro —intervino Pam—, podemos seguir buscando.

Holly arrugó el entrecejo.

—¿Y qué hacemos con el paquete misterioso del granero? —preguntó—. ¿Cuándo vamos a ir a buscarlo?

—¡Canastos! —gritó el alborotador Ricky—. Nos habíamos olvidado de eso.

—Vosotros sí, pero yo no —declaró Holly, echando hacia atrás la cabeza con aire de superioridad.

—No hay problema —dijo la señora Johnson—. Yo llevaré a Pete y Pam a Clareton, mientras los demás vais a ver qué contiene ese paquete misterioso.

Media hora más tarde, la señora Johnson aparcaba su coche en la calle Doyster. Pete y Pam cruzaron hasta el terreno cubierto de hierba, que bordeaba la casa de la esquina.

Pam observó una fuerte enredadera que llegaba casi hasta el tejado.

—Por ahí debió de trepar el ladrón —dijo.

Mientras la señora Johnson se quedaba en el coche, mirándoles, los dos hermanos avanzaron entre la hierba, hasta llegar a un seto desde el que pasaron al patio interior. Tampoco dentro había nadie.

Pete y Pam caminaron de arriba abajo y de abajo arriba, como perros de caza siguiendo la pista de un conejo. De pronto, Pam distinguió una pieza de negro hierro en el suelo.

—¡Es la mitad de la figura de una bruja! —anunció alegremente, sosteniendo en alto la pieza encontrada.

—¡Aquí está la otra mitad! —anunció Pete.

El chico sacó un cortaplumas de su bolsillo y arañó la superficie de la veleta. Pero, aunque repitió los arañazos en varios lugares, no apareció ningún color dorado por parte alguna.

—¡Tenemos que seguir buscando el tesoro! —exclamó Pam con alegría.

Y los dos hermanos bailotearon grotescamente, como dos indios salvajes. Después de entregar los dos trozos de la veleta de hierro en el ayuntamiento, ambos detectives volvieron a la granja con la señora Johnson.

Allí encontraron a Ricky, Holly, «Zip» y el granjero sentados en la sala en medio de un montón de periódicos viejos. Holly tenía en su regazo un gran libro de recortes de periódico.

—¡Todo esto es lo que había en el paquete! —anunció Ricky.

El pequeño sostenía en alto un periódico amarillento, donde se leía este encabezamiento: «Lindy vuela sobre el océano».

—Adam Cornwall coleccionaba periódicos con títulos de noticias históricas —explicó el granjero, poniéndose en pie.

—Y éste es un libro con recortes de periódico —dijo Holly—. Hay muchos recortes que hablan de los barcos en que el señor Cornwall viajó.

—Cornwall era marinero —dijo el granjero.

—¿Habéis encontrado alguna pista? —preguntó Pete, arrodillándose junto a sus hermanas.

Holly sacudió la cabeza, indicando que no.

—No hay nada que hable de tesoros, ni de brújulas voladoras —contestó.

—Escuchad esto —pidió Pam, empezando a leer en voz alta un recorte de periódico, en el que explicaba que el marinero se había lanzado a las aguas, infestadas de tiburones, del Océano Indico, para salvar a un hombre que se estaba ahogando y que resultó ser un maharajah.

—¡Canastos! Eso es como un rey, ¿verdad? —preguntó Ricky.

—Adam Cornwall debió de ser un hombre muy valiente —comentó Pete—. Y ese maharajah tuvo suerte.

—¡Y qué suerte! —contestó Pam, que contó lo que les había ocurrido aquella mañana.

—Y puede que encontremos una buena pista en casa de «Ardilla», esta noche —dijo Holly, mientras con los demás recogía los periódicos y recortes.

Esto recordó a Pete que debía llamar a su padre para decirle que fuese a buscarles a las nueve a la granja de ciervos, en lugar de ir a casa de los Johnson.

Después de una cena deliciosa, la señora ayudó a los niños a sacar al porche sus maletines.

«Zip» siguió a sus amos, moviendo alegremente la cola.

—Señora Johnson, ¿podría llevarme a «Zip» a hacer una pequeña visita a casa? —pidió Holly.

—Naturalmente. Puedes llevártelo.

—Lo traeremos mañana —prometió la niña, mientras «Zip» saltaba al asiento trasero del coche de los Johnson.

—¿Podremos llevarnos también algunas manzanas al lagar? —preguntó Ricky.

Le contestaron que podía llevarlas.

En casa de «Ardilla», el porche estaba encendido y la joven llevó a sus visitantes a su coquetona salita.

—Quitaos las chaquetas y nos pondremos a trabajar sobre ese misterio vuestro —dijo «Ardilla», señalando una hilera de libros, colocados en un ángulo del escritorio—. Los he sacado de la buhardilla esta mañana.

Cada uno de los Hollister tomó un grueso libro y empezó a buscar alguna anotación indicadora de que la fundición había recibido el encargo de fabricar una bruja dorada.

—¡Ojalá supiera yo cuándo fue hecha! —dijo «Ardilla»—. Pero no lo sé. De modo que tendremos que mirar libro tras libro, hasta que encontremos lo que nos interesa.

—¡Zambomba! Esta caligrafía de hace años es difícil de entender —dijo Pete.

Encontraron varias entradas de cobros hechos sobre brujas de hierro, pero ninguna hablaba de una veleta cuya bruja tuviese un baño de oro. Estuvieron largo rato hojeando libros y libros, hasta que se empezaron a fatigar.

De pronto, el silencio que todos guardaban quedó roto por un sonoro ladrido de «Zip», que corrió a la puerta.

—¿Qué le pasará? —se extrañó Pete.

—Puede que haya alguien fuera —dijo «Ardilla».

Pam levantó la cabeza del libro, arrugó la frente, y volvió a la lectura. Sus hermanos y «Ardilla» acudieron junto a «Zip», pero Pam siguió enfrascada en el libro de entradas, donde intentaba descifrar una extraña escritura.

Pete sujetó a «Zip» por el collar, mientras «Ardilla» abría la puerta. La luz de la sala iluminó un trecho del exterior, pero el resto estaba envuelto en sombras. «Zip» dio un salto hacia delante y gruñó, agresivo.

—Suéltale —pidió el pecoso a su hermano mayor—. Si hay alguien escondido, «Zip» le encontrará.

—¡No! —protestó Holly—. ¡Podrían hacerle daño al pobre «Zip»!

Antes de que el pelirrojo pudiera contestar, se oyó gritar a Pam:

—¡La bruja! ¡Aquí está! ¡Lo he encontrado!