A Pam le latía el corazón aceleradamente, mientras cambiaba miradas significativas con Pete. ¿Quién podía estar siguiéndoles a través de los bosques?
Los pasos se reanudaron tan rápidamente como habían empezado. Pam rodeó con un brazo los hombros de Sue y estrechó a su hermanita contra ella, mientras una mancha roja aparecía entre los árboles.
Y de pronto, una mujer joven, con chaqueta escarlata, se detuvo en el camino, junto a los Hollister.
—¡Qué sorpresa! No esperaba ver un carro y un burro —dijo la mujer.
—¡Zambomba! También nosotros estamos sorprendidos —dijo Pete, con un suspiro de alivio.
Y en seguida se fijó en que la joven era baja y tenía el cabello negro, igual que la mujer a quien él y Pam habían visto andando furtivamente por la granja del señor Johnson.
—Hemos preguntado «¿Quién anda ahí?» —dijo Pam—. ¿No nos ha oído usted?
—Me pareció oír algo, pero no estaba segura.
Mientras hablaba, la joven se acercó a «Domingo». Entonces los dos hermanos pudieron ver en la chaqueta de ella un ciervo amarillo y debajo las palabras: «Granja de ciervos Ardina».
—¡Qué burro tan lindo! —dijo la joven, acariciando al animal detrás de las orejas—. Veo que vais camino del lagar. Yo también voy por aquí.
Pete se había quedado inmóvil, junto a «Domingo», con los ojos fijos en la extraña chaqueta. La joven se dio cuenta de la expresión recelosa de Pete y, al mirar a Pam, sentada en el carro, vio que también la niña se mostraba suspicaz.
—¿Ocurre algo malo?
—Es que… Nosotros la hemos visto a usted antes —dijo Pete.
—¿Sí? ¿Dónde?
—El domingo, en el granero viejo de la granja Johnson.
—Y en aquel cementerio pequeño —añadió Pam— la llamamos y usted echó a correr.
La mujer miró los rostros serios de los niños y contuvo la risa al decir:
—No me miréis así. No he hecho nada malo.
—Pues actuó usted de un modo muy sospechoso —dijo Pete.
—Es verdad que debí contestaros. Pero, en aquel momento, vi a «Ambrosio», entre los árboles, y corrí a buscarlo.
—¿Y quién es «Ambrollo»? —preguntó Sue, haciendo reír a todos.
—Es mi ciervo —contestó la joven, apoyando una mano a cada lado de la cabeza, a modo de cuernos.
Ahora los tres Hollister rieron de buena gana.
—Veréis. Yo tengo una granja donde crío ciervos, frente al lagar. «Ambrosio» es mi ciervo doméstico, pero le gusta escaparse de casa. El domingo yo estaba buscándole.
—¿Lo encontraste? —preguntó Sue.
—Sí, pero esta tarde ha vuelto a escaparse y ya me tenéis aquí, buscándole.
Mientras el carro marchaba colina abajo, los niños dieron sus nombres a la joven, quien les dijo que ella era Katherine Ardina.
Al oír esto, los ojitos de Sue giraron repetidamente en las órbitas, y muy intrigada, preguntó:
—¿Y tienes orejas tiesas y rabo, señorita «Ardilla»?
Katherine Ardina rió alegremente.
—¡Qué apodo tan simpático! ¿Por qué no me llamáis todos «Ardilla»?
—Está bien, «Ardilla» —contestó Pam, muy tranquilizada al ver que la joven era tan amable.
Mientras se dirigían al lagar, ella habló a los Hollister de los ciervos.
—Tenemos muchos visitantes que acuden a ver y jugar con los ciervos. En realidad, nos está haciendo falta un terreno más grande.
—¿Y por qué no habla con el señor Johnson? Él dice que quiere vender una parte de sus tierras —dijo Pete.
—¿Es verdad? Gracias por decírmelo. Le telefonearé.
La joven explicó que, si tuviera más espacio, pondría en la granja una zona dedicada a animalitos recién nacidos.
—Tendría pollitos, patitos, corderos y cabritas. Y vendería biberones con leche para que los niños que nos visitan pudiesen alimentar a los pequeñuelos.
Sue palmoteo con entusiasmo.
—Y nosotros «irimos» a acariciar a los corderitos de lana blandísima.
Por fin el camino llegó a un trecho llano y pronto salieron a un claro. A un lado había una casita de madera, pintada de rojo y detrás un cobertizo lleno de cestas de manzanas. Cerca de allí se veía un «jeep».
Aquí os dejo —dijo «Ardilla». Y señalando a un extremo del camino que llevaba al molino, explicó—: Mi granja está allí, a dos pasos de la carretera, a la derecha. Venid a verme en cuanto podáis.
—¡Espere un momentito! —pidió Pam.
Y a media voz preguntó a la joven si había sido ella quien tocó la bocina del automóvil antiguo, el día que la vieron junto al granero viejo.
—No —repuso «Ardilla»—. No fui yo. ¿Por qué me lo preguntas?
Confiando ya en su nueva amiga, Pam le habló del misterio del tesoro.
—Siento no poder ayudaros —dijo «Ardilla», amablemente.
Luego se despidió, dando a Sue un beso, y se marchó a toda prisa. Al pasar ante el lagar, llamó a la puerta, diciendo:
—¡Nettie, salga! Tiene usted clientes.
Un momento después se abría la puerta y por ella salía una mujer muy alta y ancha, con un delantal amarillo. La mujer se aproximó al carro, mientras Pam saltaba de él.
—Ya sé quiénes sois. El señor Johnson me ha llamado para decirme que veníais —dijo la mujer con voz potente y, después de ajustarse los lentes, extendió sus poderosos brazos y bajó a Sue del carro.
—Vosotros sois los niños Hostiller, ¿verdad? —dijo la dueña del lagar, empezando a bajar del carro las canastas de manzanas.
—Hollister —rectificaron los tres hermanos a un tiempo.
—Nunca había oído ese nombre —dijo tía Nettie—. Llevo viviendo aquí muchos años y creía conocer a todo el mundo. Pero no sabía nada de los Hostiller.
Sue abrió la boca para protestar de aquel nombre, pero Pam le indicó, por señas, que se callase. Ella y Pete tuvieron que hacer grandes esfuerzos para disimular la risa. De repente, Pete tuvo una idea.
—Si ha vivido aquí mucho tiempo —dijo el chico—. Habrá oído hablar de una veleta en forma de bruja dorada.
—¿Una veleta? —repitió tía Nettie con asombro—. ¡Una bruja dorada! No puedo decir que haya visto semejante cosa. Pero esperad. Hay una veleta dorada en el asta de la bandera del colegio viejo.
—¿Es una bruja?
Tía Nettie se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió—. Nunca he visto bien a distancia y tampoco me he fijado.
—¿Dónde está la escuela? —preguntó Pam.
—A una media milla de aquí, camino abajo —repuso la mujer, señalando a la izquierda.
Rápidamente, Pete y Pam decidieron ir a ver aquella veleta. Sue quería ver el interior del lagar y tía Nettie se ofreció a vigilarla hasta que sus hermanos regresasen.
Pete y Pam se marcharon a toda prisa y por el camino pasaron ante muy pocas casas. Por fin llegaron a un edificio blanco que se levantaba en un prado y estaba rematado por una cúpula de madera. Sobre la puerta se veía un viejo cartel donde decía:
ESCUELA MUNICIPAL DE CLARETON
—Aquí debe de ser —dijo Pam—. ¿Dónde está el asta de la bandera?
—Ahí. Detrás de esos arbustos. En la parte posterior de la escuela.
Los dos hermanos avanzaron entre unos arbustos, para llegar a la parte en que estaba el asta de la bandera, formada por un tubo de acero.
Pete y Pam miraron arriba. Y pudieron ver un resplandor dorado, pero no distinguieron de qué figura se trataba.
—Si es una bruja, resulta muy ridícula —dijo Pete—. Tendré que trepar a ver cómo es.
Pete empezó a trepar, mientras Pam sostenía el largo tubo, pero no podía impedir que el asta se bambolease.
De repente, cuando Pete estaba llegando al extremo más alto, el asta se inclinó peligrosamente hacia el edificio de la escuela.
—¡Se va a romper! —gritó Pam.
Pete siguió colgado donde estaba y luego fue descendiendo hacia el tejado del colegio. Cuando aterrizaba sobre las tejas, el asta se partió y el objeto dorado del extremo salió disparado como una piedra desde un tirador.
Pam corrió al lateral de la escuela.
—¿Estás bien? —preguntó a su hermano.
—Yo sí, pero la veleta ha desaparecido —contestó Pete, colocándose una mano a modo de visera para mirar a lo lejos, sin que le molestase el sol—. Aunque veo brillar algo por allí.
Mientras Pete la orientaba, diciéndole «frío» o «caliente», según se acercaba o se separaba del objeto brillante, Pam llegó hasta tocar una pieza metálica.
—Es un águila dorada —anunció Pam a gritos—. Pero no es una veleta. Parece sólo una figura de adorno.
Desencantado, Pete bajó al suelo por el desagüe del tejado y fue a ver qué era lo que llevaba su hermana.
—¡Zambomba! Ni siquiera tiene cabeza. ¿Qué vamos a hacer con esto?
—Ya no podemos dejarlo donde estaba.
Por lo tanto, Pam propuso que el sábado llevasen la figurilla al Ayuntamiento de Clareton. Pete estuvo de acuerdo con su hermana y, en seguida, emprendieron los dos el regreso al lagar. Cuando llegaron, reinaba la semioscuridad de esa hora que oscila entre la noche y el día y olía a hojarasca húmeda.
—Me gusta el otoño —dijo Pam, respirando profundamente.
En seguida se dieron cuenta de que ni «Domingo», ni el carro estaban a la vista. Pero no tardaron en oír la voz de su hermanita, desde el cobertizo de las manzanas.
—¡«Domingo», no comas tanto! —reñía Sue.
Pete y Pam corrieron hasta la esquina del cobertizo. Y vieron a «Domingo», todavía sujeto al carro, con el morro hundido en un pilón de algo que parecía una masa de periódicos, empapados en lluvia. Sue, valiéndose de sus reducidas fuerzas, intentaba apartarle de allí, pero el burro seguía comiendo.
—¡Zambomba! ¿Qué es eso? —preguntó Pete.
Y la tía Nettie, que se acercó por detrás de los niños, contestó:
—Es bagazo de manzanas. Lo que queda de las manzanas, después que han sido prensadas para hacer la sidra. A todos los animales herbívoros, y especialmente a los ciervos, les gusta.
—Sentimos mucho que «Domingo» se haya comido tanto —se disculpó Pam, siempre educada.
—No os preocupéis —dijo tía Nettie—. Tengo montones de bagazo. Os puedo dar una cantidad para que «Domingo» coma toda una semana.
Con la ayuda de Pete, la mujer llenó a paletadas dos barriles con bagazo de manzana. Después de darle las gracias, los niños subieron al carro. Pete tomó las riendas y se pusieron en camino a través de los bosques.
Era casi completamente de noche cuando se acercaron al derruido granero. A pesar de ser un muchacho valiente, Pete se estremeció al ver el granero y sacudió un poco las riendas para obligar a «Domingo» a caminar más de prisa. Al cabo de un momento, Pam alargó una mano hasta su hermano, diciendo:
—¡Escucha!
Pete detuvo el carro. Y entonces la puerta del granero viejo se abrió lentamente.
El «Ford» antiguo avanzó a través del umbral, pero… ¡no había nadie sentado en el asiento del conductor!