Ricky se vio lanzado de cabeza sobre el lomo de «Domingo» y por fin cayó al suelo. Mientras se levantaba, se frotó la nariz, y Pam pudo ver que el pequeño llevaba allí un arañazo. Joey y Will, entre tanto, ya corrían en sus bicicletas, pero Pete salió tras ellos, agarró el guardabarros de la bicicleta de Joey y obligó a detenerse al camorrista.
—¡Suelta! —gritó Joey, sacudiéndose de encima la mano de Pete.
Ya «Zip» llegaba a toda prisa por la carretera y, viendo la actitud de los dos muchachos, empezó a ladrar, frenéticamente.
—¡Baja de tu «bici», Joey! —ordenó Pete—. Voy a darte un puñetazo.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y has traído tu perro, para que me muerda?
—«Zip» no te hará nada.
—Pelearé contigo en cualquier sitio, menos aquí —protestó el chicazo.
Por encima de los ladridos del perro y de los gritos de los niños, se oyó la vocecita de Sue que declaraba:
—Joey tiene miedo de mi hermano.
—¡No! ¡No tengo miedo! —protestó Joey, dando otra sacudida, para soltarse de las manos de Pete.
—Déjale marchar, o llegaremos tarde a la granja del señor Johnson.
Joey pedaleó, desesperadamente para reunirse con Will, que se había detenido a media manzana de distancia.
—Será mejor volver a casa para que mamá cure a Ricky la nariz —opinó Holly, acercando su cara a la nariz del pecosillo, para verle mejor la herida.
—¡Pero si casi no duele, canastos! —contestó Ricky—. Vamos, que tengo ganas de recoger calabazas.
Subió al carro y cogió las riendas, mientras Holly llamaba a «Zip» para que subiese a su lado. El pelirrojo hizo que «Domingo» marchase al trote y todos se encaminaron a la granja de los Johnson.
—Me tranquiliza mucho que «Zip» nos cuide —declaró Holly, mientras pasaban por el trecho en donde habían tenido el encontronazo con las calabazas.
Muy pronto se encontraron en la entrada principal de la granja. Ricky llevó al burro hacia un caminillo lateral y fue a dejarle en la parte trasera de la casa. Todos bajaron del carro.
La señora Johnson salió a ^recibirles y, al ver la nariz despellejada de Ricky y enterarse de lo ocurrido, se llevó al pequeño al interior de la casa. Le lavó la cara y le aplicó un trocito de esparadrapo en la herida.
Cuando se reunió con sus hermanos, Ricky lucía muy orgulloso la tira de esparadrapo atravesándole la nariz. Y Holly le dijo:
—Pareces un héroe, Ricky.
—Yo también «quero» una vendita —solicitó Sue.
De modo que la señora Johnson no tuvo más remedio que cortar otro pedacito de esparadrapo y colocarlo en la naricilla de Sue. La pequeña se sintió tan feliz que se irguió de puntillas para dar un beso de agradecimiento a la amable señora. La granjera dijo a los Hollister que su marido había ido a llevar algunas gallinas al mercado. Luego les mostró un campo de calabazas, diciendo:
—Algunas irán al puesto de la carretera y tendremos que hacer una cara cómica como anuncio.
—Yo le ayudaré a hacerla —se ofreció inmediatamente, Holly.
—Gracias —repuso, sonriendo, la señora Johnson—. Tú y Sue podríais quedaros conmigo, mientras los demás recogen las calabazas.
Mientras los tres mayores llevaban el burro hacia el campo, las dos hermanas menores entraron en la cocina, en cuya mesa encontraron una calabaza gigantesca. Holly tomó un lápiz y dibujó con todo esmero una nariz triangular, dos grandes ojos y una boca riendo, en la corteza del fruto. Luego la señora Johnson cortó un trozo circular en la parte del tallo y las tres se turnaron en el trabajo de ir vaciando el interior de la calabaza con unas grandes cucharas.
Cuando estuvieron recortadas las facciones de la calabaza, la señora Johnson propuso:
—¿Qué os parece si convertimos esta calabaza en algo extraespecial?
—¿Cómo? —preguntó Holly.
La señora desapareció en la despensa y regresó con una gruesa zanahoria, un gran pimiento rojo y un puñado de perejil. Las niñas prorrumpieron en alegres risas cuando la mujer colocó a la calabaza una nariz de zanahoria.
—Ya sé para qué es el pimiento —anunció Holly—. Para las orejas.
—Eso es —contestó la señora Johnson, partiendo en dos trozos el pimiento. Después, con unos palillos, clavó las extrañas orejas en la calabaza—. Y ahora, un poco de pelo —concluyó la señora, colocando el perejil en la parte alta de la calabaza.
Cuando fueron a llevar la graciosa carota al puesto de la carretera, Pete, Pam y Ricky llegaban con la primera carga de calabazas. Las colocaron en el suelo, formando hileras; las más pequeñas delante y las gruesas detrás. Estaban ocupados en aquello cuando se detuvo un coche y de él salieron un señor y una señora.
—¡Oh, qué hermosa calabaza para Todos los Santos! —exclamó, entusiasmada. Y volviéndose a su marido, preguntó—: George, ¿crees que nosotros sabremos hacer una igual?
El hombre asintió, sonriendo, y eligió una gruesa calabaza.
—Ésa vale un dólar —dijo la señora Johnson, cogiendo el billete que el señor le entregaba.
—¡Hurra! Estamos haciendo un negocio gordísimo —gritó Ricky, antes de marcharse en el carro con Pete y Pam, para recoger más calabazas.
—Esta vez llevaremos una carga mayor —propuso Pete, y al ver que otros dos coches se detenían ante el puesto del camino, exclamó—: ¡Zambomba! Vamos a tener que darnos mucha prisa recogiendo calabazas.
Mientras el paciente «Domingo» esperaba, los niños fueron arrancando el fruto de las matas y cargándolo en el carro.
—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Os acordáis de aquella vez que papá se subió en ese extremo del carro y «Domingo» quedó volando por los aires?
—Tuvo mucha gracia —dijo Pam.
—¿Por qué no lo hacemos otra vez? —preguntó Ricky, mientras levantaba del suelo dos calabazas, cogiéndolas por el tallo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pete.
—Que podemos ver por cuántas calabazas vale el peso de papá —replicó Ricky.
—Si el carro no se rompe —murmuró Pam, preocupada.
—No lo creo —repuso Pete, tranquilizador.
Se apresuraron a colocar calabazas en la parte posterior del carro y, cuando Pete puso un enorme fruto sobre la pila que ya se había formado, se realizaron los deseos de Ricky.
—¡Ya está! ¡Ya está! —gritó el pelirrojo, viendo que «Domingo» quedaba con las pezuñas a varios centímetros del suelo.
—¡Aaaah! —protestó «Domingo».
—No ocurre nada, «Domingo» —dijo Pete, apresurándose a bajar al suelo la última calabaza.
Después de contar la carga, Pam anunció a carcajadas:
—El peso de papá es igual a veinticuatro calabazas. ¿Estás satisfecho, Ricky?
La respuesta fue una amplia sonrisa en la cara del chiquillo, mientras conducía a «Domingo» hacia el puesto de calabazas.
—¡Dios mío! ¡Qué enorme carga! —exclamó la señora Johnson cuando las calabazas estuvieron alineadas en tierra.
—Estamos ganando mucho dinero para el señor Johnson —declaró, muy orgullosa, Holly.
—Todos habéis trabajado mucho por hoy —dijo la granjera—. ¿No queréis jugar un rato?
—Sue y yo preferimos quedarnos atendiendo el puesto —decidió Holly—. Puede usted dejarnos solas, si tiene trabajo.
—Gracias. Os dejaré un ratito, mientras preparo la cena.
Mientras ella se alejaba por el camino, Pete llevó aparte a Pam y a Ricky, para decirles:
—¿Por qué no vamos a inspeccionar ese pequeño cementerio, para ver si encontramos alguna pista del tesoro?
—A mí ese sitio me parece muy «fantasmoso» —confesó Ricky, algo inquieto.
—No puede pasarnos nada —aseguró Pete—. Vamos a ver.
Estaba anocheciendo cuando los niños llegaron al pequeño cementerio. ¡Qué silencioso estaba!
Pete y Pam separaron las altas hierbas para mirar atentamente la losa.
—Será mejor que volvamos en seguida —opinó Ricky, medroso.
—No seas bobo —dijo Pam—. No hay nada de que tener miedo.
Ricky se acercó a sus hermanos mayores para echar una ojeada a la lápida. De repente se oyó un murmullo entre los arbustos, a espaldas de los tres niños. Y luego, ¡crag!
—¡Huuy! —exclamó Ricky, aterrado—. Es un fantasma.
También Pete y Pam se asustaron un poquito y volvieron la cabeza lo suficiente para ver a «Zip» que estaba persiguiendo un conejo por entre los matorrales.
Todavía con el corazón latiéndole apresuradamente, Pete se echó a reír, diciendo:
—¿Por qué estaremos tan nerviosos?
Todos rieron apagadamente y Ricky, sintiéndose más valeroso, se arrastró a cuatro pies hasta el otro lado de la losa.
—¡Pete, Pam! ¡Mirad esto! Hay algo más inscrito.
—¿Dónde?
—Aquí.
El otro extremo de la losa quedaba al norte y un extremo de ella estaba desgastado por la lluvia y el sol. Pero, a pesar de todo, se podía identificar el descubrimiento de Ricky como un círculo provisto de alas.
—Es muy raro —comentó Pete, arrodillándose para ver mejor la inscripción—. ¿Qué son esas marcas de ahí, Pam?… ¿Puedes reconocerlas?
La niña observó unos momentos el círculo y, al fin dijo:
—Me parece que es una brújula. ¡Claro que sí!
Y pudo comprobar que las letras inscritas eran: N, S, E, W.
—Es verdad. Son los cuatro puntos cardinales. La uve doble quiere decir «oeste» —dijo Pete—. Pero ¿qué quieren decir las alas?
—¿La brújula está volando como un ángel? —preguntó Ricky, riendo.
—¿Crees que podría ser el tesoro en el aire de que habla el verso? —preguntó Pam, poco convencida.
—¿Cómo va a ser un tesoro una cosa tan tonta como una brújula? —se burló Ricky.
—¡Zambomba! Me gustaría saber lo que puede ser —murmuró Pete, mientras seguía estudiando la extraña pista.
Pero, en aquel momento, unos gritos interrumpieron sus reflexiones.
—Es Holly —dijo Ricky.
—¿Qué pasará ahora? —se lamentó Pam, mirando hacia el camino.
Los gritos de Holly iban en aumento y ahora se oía también chillar a Sue.
—¡Vamos! —exclamó Pete, echando a correr.
Atravesó las hierbas, aplastando sin querer un cardo lechero que invadió el aire de burbujitas blancas. Pam y Ricky seguían a su hermano a toda velocidad.
Al llegar al camino comprendieron lo que sucedía. Joey y Will habían llegado en sus bicicletas al puesto de calabazas. En la parte posterior de la bicicleta de Joey se había colocado una cesta de alambre y dentro de la cesta se veía una gruesa calabaza. Holly estaba luchando por sacar de allí la calabaza, mientras Joey y Will empujaban a la niña, queriendo apartarla de allí.
—¿Qué ocurre? —gritó Pete.
—¡Esta calabaza es mía! —afirmó Joey.
—Apartad las manos de mi hermana —ordenó Ricky.
—Ha pagado por la calabaza —afirmó Will.
Sue levantó la mano para mostrar un billete.
—¡Es dinero falso! ¡Falsísimo! —gritó la pequeñita.
Pam examinó el billete y dijo, en seguida:
—Es dinero de broma, Pete.
—¡Entonces, la calabaza no te pertenece, Joey! —declaró Pete, tomando al chicazo por la espalda y obligándole a volverse.
—¡Déjame en paz! —vociferó Joe, soltándose dé las manos de Pete y aferrando la calabaza.
Pete intentó arrebatársela. Los dos muchachos forcejearon, hasta ponerse colorados como pimientos. De improviso, Joey arrancó la calabaza de los brazos de Pete y retrocedió, tambaleándose, hacia la graciosa cara que habían hecho la señora Johnson, Holly y Sue en la calabaza gigantesca.
—¡Cuidado! —gritó Will.
Pero ya era demasiado tarde. Joey quedó sentado sobre la calabaza que, con un sonoro crujido, quedó hecha pedazos. Al mismo tiempo, Joey soltó su botín y Pete se apoderó definitivamente de él. Cuando el camorrista se levantó del suelo, la parte trasera de sus pantalones estaba cubierta de una blanca masa de calabaza. Todavía estaba el chico quitándose furiosamente pepitas y tiras pegajosas de la calabaza, cuando llegó la señora Johnson a ver a qué se debía tanto alboroto.
—¡Joey tiene pantalones de calabaza! —dijo Sue a gritos y con los ojitos brillantes de risa—. ¿Verdad que es gracioso, señora Johnson?