Un hombre, en la vida,
¿qué más puede ganar
si se le revela
Dios-Naturaleza?
GOETHE
A menudo se me pregunta qué es lo que más me ha impresionado en mis experimentos con LSD, y si a través de estas experiencias he llegado a nuevos conocimientos.
Lo más importante fue para mí el reconocimiento, confirmado por todos mis experimentos con LSD, que lo que de común se denomina «realidad», incluida la realidad de la propia persona, de ningún modo es algo fijo, sino algo de múltiple significación, y que no existe una realidad, sino varias; cada una de ellas encierra una distinta conciencia del yo.
A esta conclusión también puede llegarse a través de consideraciones científicas. El problema de la realidad es y ha sido desde siempre una demanda capital de la filosofía. Pero es una diferencia fundamental la de si uno se enfrenta con este problema racionalmente, con el método de pensamiento de la filosofía, o si se impone emocionalmente a través de una experiencia existencial. El primer ensayo con LSD fue tan estremecedor y atemorizador, porque se disolvieron la realidad cotidiana y el yo que la experimentaba, que hasta ahora había tomado por los únicos verdaderos, y un yo extraño vivía una realidad extraña, distinta. También surgió la pregunta por ese yo superior, que, intocado por estas modificaciones exteriores e interiores, lograba registrar esta otra realidad.
La realidad es impensable sin un sujeto que la experimente, sin un yo. Es el producto del mundo exterior, del «emisor» y de un «receptor», de un yo en cuya mismidad más íntima se vuelven conscientes las irradiaciones del mundo exterior registradas por las antenas de los órganos sensoriales. Si falta uno de los polos no se concreta ninguna realidad, no resuena música de radio, la pantalla queda vacía.
Si se entiende la realidad como el producto del emisor y el receptor, se puede explicar el ingreso a otra realidad bajo el influjo del LSD diciendo que el cerebro, sede del receptor, es modificada bioquímicamente. Con ello el receptor es sintonizado en otra longitud de ondas que la que corresponde a la realidad cotidiana. Como a la infinita variedad y versatilidad de la creación corresponden infinitas longitudes de onda distintas, según la sintonía del receptor pueden ingresar infinitas realidades distintas —que incluyen el yo correspondiente— en la conciencia. Estas realidades o, mejor dicho, estos diversos estratos de la realidad no son mutuamente excluyentes; son complementarios y juntos forman una parte de la realidad universal, intemporal, trascendente en la que también está inscrito el núcleo inatacable de la conciencia del yo que registra las modificaciones del propio yo.
En la capacidad de sintonizar el receptor «yo» en otras longitudes de onda y así provocar modificaciones en la conciencia de realidad reside la verdadera significación del LSD y de los alucinógenos con él emparentados. Esta capacidad de hacer surgir nuevas imágenes de la realidad, esta potencia verdaderamente cosmogónica, vuelve también comprensible la adoración y el culto de las plantas alucinógenas como drogas sagradas.
¿En qué reside la diferencia esencial y característica entre la realidad cotidiana y las imágenes del mundo experimentables en la embriaguez de LSD? En el estado normal de la conciencia, en la realidad cotidiana, el yo y el mundo exterior están separados; uno se enfrenta al mundo exterior; éste se ha convertido en objeto. En la embriaguez de LSD desaparecen en mayor o menor medida, las fronteras entre el yo que experimenta y el mundo exterior, según la profundidad de la embriaguez. Tiene lugar un acoplamiento regenerativo entre el emisor y el receptor. Una parte del yo pasa al mundo exterior, a las cosas; éstas comienzan a vivir, adquieren un sentido distinto, más profundo. Ello puede sentirse como una transformación feliz, pero también como un cambio demoníaco, que conlleva una pérdida del yo familiar e infunde terror. En el caso feliz el nuevo yo se siente dichosamente unido a las cosas del mundo exterior y por tanto también al prójimo. Esta experiencia puede crecer hasta el sentimiento de que el yo y la creación constituyen una unidad. Este estado, que en condiciones favorables puede ser provocado por el LSD u otro alucinógeno del grupo de las drogas sagradas mejicanas, está emparentado con la iluminación religiosa espontánea, con la unión mística. En ambos estados, que muchas veces duran sólo un instante atemporal, se experimenta una realidad iluminada por un resplandor de la realidad trascendente. Pero que la iluminación mística y las experiencias visionarias inducidas por drogas no pueden ser igualadas sin más ni más, lo ha elaborado R. C. Zaehner con toda claridad en su libro Mystik religiös und profan («Mística religiosa y profana»), Editorial Ernst Klett, Stuttgart, 1957.
En su trabajo Provoziertes Leben («Vida provocada»), publicado en Limes, Wiesbaden, en 1949, Gottfried Benn habla de «la catástrofe esquizoide, la neurosis del destino occidental». Allí escribe:
En el sur de nuestro continente comenzó a formarse el concepto de la realidad. Lo formaron determinantemente el principio helénico-europeo de lo agonal, de la superación mediante el trabajo, la astucia, la perfidia, los dones, la violencia, en Grecia en la figura de la areté, en la Europa tardía en la figura del darwinismo y del superhombre. El yo sobresalía, aplastaba, luchaba, y para ello necesitaba recursos, materia, poder. Se enfrentaba a la materia de otro modo, se alejaba de ella en el plano de los sentimientos, pero se le acercaba en lo formal. La dividía, la probaba y escogía: arma, objeto de cambio, precio de rescate. La explicaba aislándola, la expresaba con fórmulas, arrancaba trozos de ella, la repartía. Era una concepción que pesaba como fatalidad sobre Occidente, una concepción contra la cual luchaba sin poder asirla, a la que ofreció holocaustos en hecatombes de sangre y suerte, y cuyas tensiones y rupturas no lograban acrisolar ya ninguna mirada natural ni conocimiento metódico alguno en la tranquilidad esencial de la unidad de las formas prelógicas del ser… Por el contrario, cada vez se manifestaba más claramente el carácter cataclismático de este concepto… Un Estado, un orden social, una moral pública, para los que la vida sea sólo vida aprovechable económicamente, y que no permite valer el mundo de la vida provocada, no puede enfrentarse a sus destrucciones. Una comunidad cuya higiene y cuyo cultivo de la raza se base como un ritual moderno en las vacías experiencias biológico-estadísticas, nunca puede sino defender el punto de vista exterior de las masas, por el cual puede hacer guerras interminables, pues para ella la realidad son las materias primas, pero su trasfondo metafísico le queda vedado.
Como Gottfried Benn lo ha formulado en estas oraciones, la historia espiritual europea ha sido determinada decisivamente por una conciencia de realidad que separa el yo del mundo. La experiencia del mundo como un objeto al que uno se enfrenta ha llevado al desarrollo de la moderna ciencia natural y de la técnica. Con su ayuda el hombre ha sojuzgado la tierra. Nosotros saqueamos la tierra, y a los maravillosos logros de la civilización técnica se le opone una destrucción catastrófica del medio ambiente. Este espíritu contradictorio ha avanzado hasta el interior de la materia, hasta el núcleo atómico y su escisión, y ha conquistado energías que amenazan la vida de todo el planeta.
Si el hombre no se hubiera separado de su medio ambiente, sino que lo hubiera experimentado como parte de la naturaleza viva y de la creación, este abuso del conocimiento y el saber habría sido imposible. Aunque hoy día se intente reparar los daños mediante medidas de protección del medio ambiente, todos estos esfuerzos no serán más que parches superficiales y sin esperanza, si no se produce una curación de —empleando palabras de Benn— la «neurosis de destino occidental». La curación significaría: vivencia existencial de una realidad más profunda que incluya al yo.
El medio ambiente muerto, creado por la mano del hombre, de nuestras metrópolis y zonas industriales dificulta esta vivencia. Aquí directamente se impone por la fuerza el contraste entre el yo y el mundo exterior. Sobrevienen sentimientos de alienación, soledad y amenaza. Ellos son los que modelan la conciencia cotidiana en la sociedad industrial de Occidente; prevalecen también en todos los sitios en los cuales se difunda la civilización técnica, y determinan en gran medida el arte y la literatura actuales.
El peligro de que se desarrolle una experiencia escindida de la realidad es menor en un medio natural. En el campo y en el bosque, y en el mundo animal que allí se guarece, ya en cada jardín, se hace visible una realidad que es infinitamente más real, antigua, profunda y maravillosa que todo lo creado por la mano del hombre, y que perdurará cuando el mundo muerto de las máquinas y el cemento armado haya desaparecido y se haya derrumbado y oxidado. En el germinar, crecer, florecer, tener frutos, morir y rebrotar de las plantas, en su ligazón con el sol, cuya luz son capaces de transformar bajo la forma de compuestos orgánicos en energía químicamente ligada, de la cual luego se forma todo lo que vive en nuestra tierra… en esta naturaleza de las plantas se revela la misma fuerza vital misteriosa, inagotable, eterna, que nos ha creado también a nosotros y luego nos vuelve a su seno, en el que estamos protegidos y unidos con todo lo viviente.
No se trata aquí de un sentimentalismo en torno a la naturaleza, de una «vuelta a la naturaleza» en el sentido de Rosseau. Esa corriente romántica, que buscaba los idilios en la naturaleza, también se explica, en realidad, a partir del sentimiento del hombre de haber estado separado de la naturaleza. Lo que hoy día hace falta es un revivir elemental de la unidad de todo lo viviente, una conciencia universal de la realidad, que cada vez surge menos espontáneamente, a medida que la flora y fauna originales tienen que ceder ante un mundo técnico muerto.
El concepto de la realidad como un mundo externo confrontado, enfrentado al hombre, comenzó a formarse, como dice Benn, en el sur de nuestro continente, en la antigüedad griega. Ya entonces los hombres conocían el dolor conectado con una conciencia de la realidad de esa índole, una conciencia escindida. El genio griego intentó la curación, completando la imagen apolínea del mundo que surge de esa escisión sujeto/objeto, rica en figuras, colores y sensaciones, pero también dolorosa, con el mundo dionisíaco de las experiencias, en el que esta escisión está suprimida en la embriaguez extática. Nietzsche escribe en El nacimiento de la tragedia:
Por la influencia de la bebida narcótica, de la que hablan todos los hombres y pueblos primitivos en sus himnos, o en el vigoroso acercarse de la primavera, que penetra sensualmente toda la naturaleza, se despiertan aquellas emociones dionisíacas, en cuya elevación lo subjetivo desaparece en el completo olvido de sí mismo… Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo vuelve a cerrarse la unión entre hombre y hombre; también la naturaleza enajenada, hostil o sojuzgada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre.
Con las celebraciones y fiestas en honor del dios Dionisio estaban estrechamente relacionados los misterios de Eleusis, que se celebraron durante casi dos mil años, desde aproximadamente el año 1500 a. C. hasta el siglo IV d. C. en cada otoño. Habían sido donados por la diosa agrícola Deméter como agradecimiento por el redescubrimiento de su hija Perséfone, a la que había robado Hades, el dios del averno. Otro regalo de agradecimiento fue la espiga de cereal, entregada por ambas diosas a Triptolemo, el primer sumo sacerdote de Eleusis. Le enseñaron el cultivo de los cereales, que luego difundió por toda la tierra. Pero Perséfone no podía quedarse siempre con su madre porque, en contra de la indicación de los dioses supremos, había aceptado comida de Hades. Como castigo debía pasar una parte del año en el averno. Durante ese tiempo, en la tierra imperaba el invierno, las plantas morían y se retiraban al reino de la tierra, para luego despertar a nueva vida en primavera, con el viaje de Perséfone a la superficie.
Sin embargo, el mito de Deméter, Perséfone, Hades y los otros dioses que participaban en el drama era sólo el marco exterior de lo que ocurría. El momento culminante de la celebración anual lo constituía la ceremonia iniciática nocturna. A los iniciados les estaba prohibido, so pena de muerte, revelar lo que habían averiguado y visto en la cámara más sagrada e interna del templo, en el Telesterion (meta). Jamás lo hizo ninguno de los innumerables hombres que fueron iniciados en el secreto de Eleusis. Entre los iniciados se cuentan Pausanias, Platón, emperadores romanos como Adriano y Marco Aurelio y muchos otros hombres famosos de la antigüedad. La iniciación debe de haber sido una iluminación, una contemplación visionaria de una realidad más profunda, una mirada a la eterna causa de la creación. Ello puede inferirse de las observaciones de los iniciados acerca del valor y la importancia de lo visto. Así se dice en un himno homérico: «¡Bienaventurado el hombre en tierras, que haya visto eso! Quien no ha sido iniciado en los sagrados misterios, quien no ha participado en ellos, será un muerto en una oscuridad sepulcral». Píndaro habla de la bendición de Eleusis en los siguientes términos: «Bienaventurado quien, después de haber visto esto, inicia el viaje hacia las regiones inferiores. Conoce el final de la vida y su comienzo dado por Zeus». Cicerón, otro famoso iniciado, testimonia igualmente qué esplendor arrojó Eleusis sobre su vida: «Allí no sólo hemos obtenido el motivo para vivir con alegría, sino también la causa de que muramos con una esperanza mejor».
¿Cómo puede convertirse en una experiencia tan consoladora, como lo testimonian los informes citados, la representación mitológica de un acontecer tan evidente, que se desarrolla todos los años ante nuestros ojos: la semilla que se hunde en la tierra y muere allí para dejar surgir a la luz una nueva planta, nueva vida? Cuenta la tradición que antes de la última ceremonia se daba una pócima, el kykeon, a los iniciados. También se sabe que el extracto de cebada y menta eran componentes del kykeon. Estudiosos de las religiones e investigadores de los mitos sostienen la opinión de que el kykeon contenía una droga alucinógena; por ejemplo Karl Kerényi de cuyo libro sobre los misterios de Eleusis están extraídos los datos citados, y con el que estuve en contacto en relación con el estudio de la bebida misteriosa[30]. Ello haría comprensible la experiencia extático-visionaria del mito de Demeter-Persefone como símbolo del ciclo de la vida y de la muerte en una realidad intemporal que abarque a ambas.
Cuando el rey godo Alarico irrumpió en el año 396 d. C. en Grecia desde el norte y destruyó los santuarios de Eleusis, ello no fue sólo el final de un centro religioso, sino que significó también el ocaso definitivo del mundo antiguo. Con los monjes que acompañaban a Alarico, el cristianismo entró en Grecia.
Es invalorable la importancia histórico-cultural de los misterios de Eleusis y su influencia en la historia espiritual europea. Aquí el hombre que sufría y estaba escindido por su espíritu racional y objetivador, encontró la curación en una experiencia mística totalizadora, que lo hacía creer en la inmortalidad en un ser eterno.
En el cristianismo primitivo esta creencia perduró, aunque con otros símbolos. Se encuentra como promesa incluso en algunos pasajes de los Evangelios, en su forma más pura en el Evangelio según San Juan, capítulo catorce, 16-20. Al despedirse de sus discípulos, Jesús les dice:
Y yo rogaré al padre, y él os dará otro asistente para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Pero vosotros lo conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros; dentro de poco el mundo ya no me verá; pero vosotros sí me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros.
Esta promesa constituye el núcleo de mi fe cristiana y de mi vocación para la investigación científica: que a través del espíritu de la verdad llegaremos al conocimiento de la creación y con ello al reconocimiento de nuestra unidad con la verdad más profunda y universal, con Dios.
Pero el cristianismo eclesiástico, determinado por el dualismo creador/criatura, con su religiosidad ajena a la naturaleza, ha extinguido en gran parte el legado eleusino-dionisíaco de la antigüedad. En el ámbito de la fe cristiana sólo unas pocas personas agraciadas testimoniaron una realidad confortante, intemporal, experimentada en la vivencia visionaria espontánea, a la que en la antigüedad tuvo acceso la élite de innumerables generaciones a través de la iniciación en Eleusis. Evidentemente, la unión mística de los santos católicos y la contemplación visionaria, como la describen representantes de la mística cristiana, Jakob Boehme, Meister Eckhardt, Angelus Silesius, Thomas Traherne, William Blake y otros en sus escritos, tienen una naturaleza similar a la iluminación de parada a los iniciados en los misterios eleusinos.
La importancia fundamental que una experiencia mística totalizadora tiene para la curación de un hombre que padece una imagen de mundo unilateralmente racional y materialista hoy día es puesta en primer plano no sólo por los adherentes a corrientes religiosas orientales como la del budismo zen, sino también por representantes destacados de la psiquiatría clásica. Hagamos referencia solamente a los libros del psiquiatra Balthasar Staehelin de Basilea, que ejerce en Zurich: Haben und Sein (1969), Die Welt als Du (1970), Urvertrauen und zweite Wirklichkeit (1973), Der finale Mensch (1976), todos publicados por TVZ (Editorial Teológica de Zurich)[31]. Muchos otros autores se ocupan en la misma problemática. Hoy día una especie de «metamedicina», «metapsicología» y «metapsiquiatría» comienza a incluir lo metafísico en el hombre, que se revela en la experiencia de una realidad más profunda y superadora del dualismo, como elemento fundamental en su práctica terapéutica.
Aun más significativo es el hecho de que no sólo círculos médicos, sino sectores cada vez más amplios de nuestra sociedad consideren que la superación del concepto dualista del mundo es la premisa y la base para la curación y la renovación espiritual de la civilización y cultura occidentales.
La meditación en sus diversas formas es hoy el camino principal para el reconocimiento de la realidad más profunda y abarcadora, en la que también está incluido el hombre que la experimenta. La principal diferencia entre la meditación y la oración tradicional fundada en el dualismo creador/criatura, reside en que la primera aspira a una superación de la barrera yo-tú a través de una fusión de objeto y sujeto, de emisor y receptor, de realidad objetiva y yo.
Este saber que capta la realidad objetiva y se extiende cada vez más, no necesita, empero, desacralizar. Al contrario: con tal de profundizar lo suficiente, choca inevitablemente con la causa primera e inexplicable de la creación, con el milagro, con el misterio —en el microcosmos del átomo, en el macrocosmos de las galaxias espirales, en la semilla de la planta, en el cuerpo y en el alma humanos— de lo divino.
La meditación comienza en aquella profundidad de la realidad objetiva, hasta la que han llegado el saber y el conocimiento objetivos. Por tanto, la meditación no significa un rechazo de la realidad objetiva, sino que, por el contrario, consiste en una penetración más profunda y cognoscitiva; no es la huida a un mundo onírico imaginario, sino que busca su verdad más abrumadora a través de una observación simultánea y estereoscópica de la superficie y la profundidad de la realidad objetiva.
De ello tendría que surgir una nueva conciencia de realidad. Ésta podría convertirse en el fundamento de una nueva religiosidad, que no se basara en la creencia en los dogmas de las diversas religiones, sino en el conocer a través del «Espíritu de la verdad». Me refiero a un conocer, un leer y entender del texto de primera mano «del libro que ha escrito el dedo de Dios» (Paracelso): de la creación.
La mudanza de la imagen de mundo objetiva en una conciencia de realidad más profunda y por tanto, religiosa, puede desarrollarse por etapas mediante una práctica prolongada de la meditación. Pero también puede ocurrir como iluminación repentina, en una contemplación visionaria; en ese caso sus efectos son especialmente profundos y felices. Pero, como escribe Balthasar Staehelin, una experiencia mística totalizadora de tal índole «no se puede forzar ni siquiera a través de décadas de meditación». Tampoco se le concede a cualquiera, pese a que la capacidad de la vivencia mística forma parte de la naturaleza de la espiritualidad humana.
Sin embargo, en Eleusis se le podía conferir a cada uno de los innumerables hombres iniciados en los misterios sagrados la contemplación mística, la experiencia sanadora y confortante en el sitio previsto, a la hora señalada. Esto podría explicarse con el uso de una droga alucinógena, como lo suponen, según hemos señalado ya, determinados estudiosos de la religión. El efecto característico de los alucinógenos, a saber, la supresión de las barreras entre el yo que experimenta y el mundo exterior en una experiencia extático-emocional, habría posibilitado provocar, con el concurso de una droga de esa índole y después de la correspondiente preparación interior y exterior, como se la lograba en Eleusis de modo perfecto, una experiencia totalizadora de forma, por así decirlo, programática.
La meditación es la preparación para el mismo objetivo ambicionado y alcanzado en los misterios eleusinos. Es dable pensar que en el futuro el LSD se puede aplicar más frecuentemente, para provocar una iluminación que corone la meditación.
En la posibilidad de apoyar con una sustancia la meditación dirigida a la experiencia mística de una realidad a la vez más elevada y más profunda, veo la verdadera importancia del LSD. Una aplicación de este cariz se corresponde por completo con la naturaleza y el tipo de acción del LSD como droga sagrada.