Las múltiples irradiaciones del LSD me pusieron en contacto con las más diversas personas y los más variados grupos. En el terreno científico fueron colegas, químicos, además de farmacólogos, médicos, micólogos, con los que me encontré en universidades, congresos, conferencias, o con los que me relacioné a través de publicaciones. En el campo literario-filosófico se produjeron contactos con escritores; sobre las relaciones más significativas para mí en este respecto he escrito en los capítulos anteriores. El LSD también me llevó a una colorida serie de encuentros personales con figuras del mundo de las drogas y círculos hippies, que quiero describir aquí brevemente.
La mayor parte de estos visitantes provenían de los Estados Unidos. En general se trataba de jóvenes, a menudo en viaje al Lejano Oriente, a la búsqueda de sabiduría oriental o de un gurú; o esperaban conseguir allí las drogas con más facilidad. Su destino solía ser también Praga, porque entonces se podía conseguir allí con facilidad LSD de buena calidad. Una vez que estaban en Europa querían aprovechar la oportunidad para conocer al «padre del LSD», «el hombre del famoso trip de LSD en bicicleta».
Pero tuve también visitas con intenciones más serias. Querían informar sobre sus propias experiencias con LSD y discutir en la fuente, por así decirlo, sobre su sentido o su importancia. Raras veces el verdadero fin de su visita se reveló como la intención de conseguir LSD; este deseo solían formularlo en los términos de que les gustaría experimentar alguna vez con la sustancia pura sin lugar a dudas, con el LSD original.
También llegaban visitas de Suiza y otros países europeos; eran de carácter muy diverso y formulaban los más variados deseos. En los últimos tiempos estos encuentros son menos frecuentes, lo que puede tener que ver con el paso del LSD a un segundo plano en el mundo de las drogas. Cada vez que me fue posible he recibido a tales visitas o concurrido a una cita establecida. Lo he considerado un deber que surgió para mí a partir de mi papel en la historia del LSD y he intentado ayudar esclareciendo y aconsejando.
A veces no se llegaba a una verdadera conversación. Por ejemplo con un joven que llegó un día con su motocicleta. Era tan tímido que no me quedó clara la intención de su visita. Me miraba fijamente, como preguntándose: el hombre que ha descubierto algo tan impresionante como el LSD, ¿puede tener un aspecto tan común y corriente? Con él, igual que con otros visitantes parecidos, tuve la sensación de que en mi presencia se resolviera de algún modo el enigma del LSD.
De un carácter muy distinto fueron encuentros como con un joven de Toronto. Me invitó a comer a un restaurante exclusivo. Tenía un aspecto imponente; era alto, delgado, comerciante, dueño de una importante empresa industrial en Canadá, un espíritu brillante. Me agradeció la creación del LSD, que según él le había dado a su vida otra orientación: había sido un businessman cien por cien, totalmente materialista; el LSD le había abierto los ojos para los dominios espirituales de la vida, había despertado su sentido del arte, de la literatura y de la filosofía, y desde entonces se ocupaba intensivamente en cuestiones religiosas y metafísicas. Ahora quería hacer acceder a su joven mujer a la experiencia del LSD en un marco adecuado y esperaba también en ella una mudanza bienhechora similar.
Menos profundos, pero liberadores y afortunados fueron los efectos de experimentos con LSD sobre los que me informó un joven danés con mucho humor y fantasía. Venía de California, donde había sido doméstico en casa de Henry Miller en Big Sur. Se marchó a Francia con el plan de comprar allí una casa campestre semi-destruida que quería arreglar (era carpintero). Le pedí que me consiguiera un autógrafo de su antiguo empleador para mi colección y, efectivamente, después de un tiempo obtuve un escrito original —en ambos sentidos— de Henry Miller.
Me visitó una mujer joven para contarme sus experiencias con LSD, que habían sido muy importantes para su evolución interior. Siendo una teenager superficial, dedicada a la diversión y de la que los padres se preocupaban poco, comenzó a tomar LSD por curiosidad y sed de aventuras. Durante tres años emprendió muchos viajes con LSD. Éstos la llevaron a una profundización extraña hasta para ella misma. Comenzó a buscar el sentido más profundo de su existencia, el cual, según decía, finalmente se le reveló. Luego reconoció que el LSD no podía hacerla avanzar más, y pudo dejar la droga de lado sin dificultades ni un gran esfuerzo de voluntad. Ahora estaba en condiciones de seguir moldeándose sin auxiliares artificiales. Era ahora una persona feliz e íntimamente consolidada.
Esta joven me contó su historia porque suponía que a menudo era atacado por personas que sólo veían unilateralmente los daños que el LSD ocasiona a veces entre los jóvenes. El motivo inmediato de su visita había sido una conversación escuchada por casualidad en un viaje en tren. Un hombre hablaba mal de mí porque lo sublevaba la manera en que yo había tomado posición ante el problema del LSD en un reportaje periodístico. A su juicio, debería de haber rechazado de plano el LSD como obra del diablo y reconocer públicamente mi culpa.
Nunca he visto directamente a personas con un delirio de LSD que hubieran justificado una condena tan apasionada. Tales casos, que debían atribuirse a un consumo de LSD en condiciones irresponsables, a sobredosis o a una disposición psicótica, en general terminaban en la clínica o en la estación de policía. Siempre se les brindaba una gran publicidad.
Una visita que recuerdo como ejemplo de consecuencias trágicas del LSD fue la de una joven americana. Fue durante la pausa de mediodía que solía pasar en mi oficina estrictamente enclaustrado, sin visitas y con la secretaría cerrada. De pronto alguien golpeó discreta pero insistentemente mi puerta, hasta que por fin la abrí. Apenas daba crédito a mis ojos: delante de mí había una joven hermosa, rubia, de grandes ojos azules, con un largo vestido hippie, una cinta en la frente y sandalias. «Soy Jane, vengo de Nueva York. ¿Es usted el Dr. Hofmann?». Un poco desconcertado le pregunté cómo había logrado atravesar los dos controles, a la entrada del área de fábrica y la portería, porque a las visitas sólo se las dejaba entrar después de una consulta telefónica, y esta hija de las flores debería haber llamado especialmente la atención. I am an angel and can pass everywhere (soy un ángel y puedo pasar por cualquier parte). Venía con una misión elevada, me explicó después. Tenía que salvar a su país, a los Estados Unidos, indicándole el camino correcto en primer lugar al presidente (entonces L. B. Johnson). Eso sólo podía ocurrir motivándolo a ingerir LSD. Así se le ocurrirían las ideas adecuadas para sacar al país de la guerra y de las dificultades internas. Ella había acudido a mí para que le ayudara a realizar su misión de darle LSD al presidente. Su nombre —Jane— Juana, ya lo decía: era la Juana de Arco de los Estados Unidos. No sé si pudieron convencerla mis argumentos, formulados con toda consideración por su celo sagrado, de por qué su plan, por causas psicológicas y técnicas, internas y externas, no tenía ninguna posibilidad de éxito. Se marchó decepcionada y triste. Unos días después me llamó por teléfono. Me pidió que le ayudara, porque sus recursos económicos estaban agotados. La llevé a la casa de un amigo en Zurich, donde podía vivir y conseguir un trabajo. Jane era maestra y además pianista de bar y cantante. Durante un tiempo tocó y cantó en un restaurante elegante de Zurich. Los comensales burgueses no deben de haber tenido idea de qué clase de ángel estaba sentado al piano con un vestido negro de noche y los animaba con una música sensitiva y una voz dulce y sensual. Muy pocos deben de haber prestado atención a la letra de los songs; en su mayor parte eran canciones hippies, y en algunas se alababan ocultamente las drogas. La tournée de Zurich no duró mucho tiempo; unas pocas semanas después mi amigo me informó que Jane había desaparecido súbitamente. Tres meses más tarde recibió un saludo en una postal desde Israel. Allí habían internado a Jane en una clínica psiquiátrica.
Para finalizar quiero relatar un encuentro en el que el LSD sólo cumplió un papel indirecto. La señorita H. S., secretaria de dirección en un hospital, me pidió una entrevista personal por escrito. Vino a la hora del té. Explicó su visita con que había encontrado en un informe sobre una experiencia con LSD la descripción de un estado que había vivido siendo una joven, y que seguía intranquilizándola; pensaba que tal vez podría ayudarle a comprender aquella experiencia.
Había participado como aprendiza comercial en una excursión de la empresa. Pernoctaron en un hotel en la montaña. H. S. se despertó muy temprano y abandonó sola la casa para contemplar la salida del sol.
Cuando las montañas comenzaron a relumbrar en el mar de rayos, la atravesó una sensación de dicha desconocida, que aún duraba al encontrarse con los demás participantes de la excursión en la capilla para el servicio religioso matutino. Durante la misa todo se le apareció con un brillo supraterrenal, y la sensación de dicha creció tanto, que tuvo que llorar en alta voz. La llevaron al hotel y la trataron como a una enferma de los nervios.
Esta experiencia determinó en gran medida su vida posterior. La misma H. S. temía no ser del todo normal. Por una parte tenía miedo de lo que le habían explicado como depresión nerviosa y por otra añoraba una repetición de aquel estado. Internamente escindida, llevaba una vida inestable. Consciente o inconscientemente buscaba en sus frecuentes cambios de puesto de trabajo y en relaciones personales poco duraderas aquella feliz contemplación del mundo, que le había proporcionado tanta dicha una vez.
Pude calmar a mi visitante; lo que había vivido entonces no había sido un proceso psicopatológico ni una depresión nerviosa. Lo que muchas personas tratan de alcanzar mediante el LSD: la contemplación visionaria de una realidad más profunda, le había sido concedido espontáneamente como gracia. Le recomendé el libro de Aldous Huxley La filosofía eterna, en el que se recogen testimonios de una visión iluminada de todos los tiempos y culturas. Huxley escribe que no sólo los místicos y los santos, sino también muchas más personas de lo que habitualmente se supone, experimentan tales instantes de dicha, pero que la mayoría de ellas no reconoce su significación y los reprimen porque no caben en el mundo de la razón cotidiana, en vez de considerarlos como lo que son, momentos providenciales.