Gordon Wasson, con quien mantenía relaciones amistosas desde las investigaciones sobre las setas mágicas mejicanas, nos invitó a mi esposa y a mí en el otoño de 1962 para que participásemos en una expedición a Méjico. El objetivo de la empresa era la búsqueda de otra planta mágica mejicana.
En sus viajes a través de las montañas del sur de Méjico, Wasson se había enterado de que los mazatecas aplicaban en prácticas religioso-medicinales el jugo exprimido de las hojas de una planta, llamadas hojas de la Pastora u hojas de María Pastora, y, en mazateca, Ska Pastora o Ska María Pastora. Su empleo era parecido al de las setas del teonanacatl y al de las semillas del ololiuqui.
Se trataba de averiguar, pues, de qué planta provenían estas «hojas de la Pastora María», y de determinar botánicamente esta planta. Además teníamos la intención de reunir, si era posible, una cantidad suficiente de material de estas plantas para posibilitar una investigación química de las sustancias activas alucinógenas que contenían.
Con este fin mi esposa y yo volamos el 26 de septiembre de 1962 a Ciudad de Méjico, donde nos encontramos con Gordon Wasson. Éste ya había hecho todos los preparativos para la expedición, de modo que al día subsiguiente ya pudimos iniciar el viaje hacia el sur. Se había unido a la excursión la señora Irmgard Johnson-Weitlaner, la viuda de Jean B. Johnson, uno de los pioneros del estudio etnográfico de las setas mágicas mejicanas, muerto en el desembarco de los aliados en África del Norte. Su padre, Robert J. Weitlaner, había emigrado de Austria a Méjico y colaborado en el redescubrimiento del culto de las setas. La señora de Johnson trabajaba como experta en textiles indígenas en el Museo Etnológico Nacional de Ciudad de Méjico.
Después de un viaje de dos horas en un Landrover espacioso a través de la meseta, pasando al lado del Popocatepetl nevado, por Puebla, bajando al valle de Orizaba con su hermosa vegetación tropical, luego con una balsa cruzando el Popoloapán (río de las mariposas), siguiendo por la antigua guarnición azteca de Tuxtepec, llegamos al punto de partida de nuestra expedición, el pueblo mazateca Jalapa de Díaz, situado en una colina.
A nuestra llegada a la plaza del mercado en el centro de la población dispersada a lo lejos en el desierto, hubo un agolpamiento. Hombres viejos y jóvenes, que habían estado sentados o de pie en tabernas semiabiertas y en tiendas de ventas, se acercaron desconfiados, pero curiosos, a nuestro Landrover, la mayoría de ellos descalzo, pero todos con sombrero. No se veían mujeres ni muchachas. Uno de los hombres nos dio a entender que lo siguiéramos. Nos condujo hasta la casa del presidente del lugar, un mestizo obeso que tenía su despacho en una casa de una planta con techo de chapa ondulada. Gordon le mostró nuestros pases del gobierno civil y militar de Oaxaca, en los que se explicaba que nuestra estancia respondía a fines científicos. El presidente, que probablemente no sabía leer, estaba visiblemente impresionado por los documentos de gran tamaño, provistos de sellos oficiales. Nos hizo asignar un alojamiento en un espacioso granero.
Di una vuelta por el pueblo. Casi fantasmales se alzaban las ruinas de una iglesia grande, antaño seguramente muy hermosa, de la época colonial, en la parte del pueblo que se elevaba sobre una ladera. Ahora vi también mujeres que, con sus vestidos largos, blancos, con bordados rojos, y con sus trenzas de pelo negro azulado, asomaban temerosas de sus chozas para observar a los extraños.
Nos dieron de comer en casa de una vieja mazateca, que comandaba a una joven cocinera y a dos ayudantes. Vivía en una de las típicas chozas mazatecas. Se trata de construcciones rectangulares simples con tejados a dos aguas de paja y muros de pilares de madera enfilados, sin ventanas; los huecos entre los pilares ofrecen suficientes posibilidades de mirar hacia afuera. En el centro de la choza, en el suelo de barro apisonado, se encuentra un hogar abierto, construido con barro disecado o con piedras y elevado. El humo sale por grandes aberturas en las paredes debajo de ambas cumbreras. Como lechos usan unas esteras de librillo que se encuentran en un rincón o a lo largo de las paredes. La choza se comparte con los animales caseros, con cerdos negros, pavos y pollos. Nos dieron de comer pollo frito, habas negras y, en vez de pan, una tortilla de harina de maíz. Bebimos cerveza y tequila, un aguardiente de agaves.
A la madrugada siguiente se formó nuestro grupo para la cabalgata a través de la Sierra Mazateca. De la caballeriza del pueblo se habían alquilado mulas junto con un grupo de acompañantes. Guadalupe, el mazateca que conocía los caminos, asumió la conducción en el animal de guía. Gordon, Irmgard, mi esposa y yo fuimos en el medio, montados en nuestras mulas. El final de la columna la formaban Teodosio y Pedro, llamado Chico, dos muchachos que iban a pie al lado de las dos mulas que llevaban nuestro equipaje.
Pasó un rato hasta que pudimos acostumbrarnos a las duras sillas de madera. Pero luego esta forma de transporte resultó la mejor manera de viajar que he conocido. Las mulas seguían al animal guía una tras otra con paso regular. No necesitaban ninguna indicación por parte del jinete. Con una habilidad sorprendente elegían los mejores pasos del sendero mal transitable, en parte rocoso, en parte pantanoso, y que a veces cruzaba arroyos y seguía por laderas escarpadas. Liberados de toda preocupación por el camino podíamos dedicar toda nuestra atención a la belleza del paisaje y de la vegetación tropical: selva virgen con árboles gigantescos rodeados de lianas, luego claros con arboledas de plátanos o plantaciones de café entre grupos de árboles aislados, flores a la vera del camino, sobre las que bailoteaban unas mariposas bellísimas. Hacía mucho calor y el aire estaba húmedo. Ya subiendo, ya bajando, nuestro camino siguió a lo largo del ancho lecho del río Santo Domingo valle arriba. De pronto, un fuerte chaparrón tropical, del cual nos protegieron muy bien los largos y amplios ponchos de hule de que nos había provisto Gordon. Nuestra compañía india se protegió del chaparrón con hojas enormes con forma de corazón, que cortaron velozmente en la orilla del camino. Teodosio y Chico parecían grandes langostas verdes cuando corrían cubiertos con hojas al lado de sus mulas.
Ya comenzaba a oscurecer cuando llegamos a la primera población, a la finca «La Providencia». El patrón, don Joaquín García, cabeza de una familia numerosa, nos recibió hospitalario y digno.
Gordon y yo colocamos nuestros sacos de dormir al aire libre debajo del sobretecho. A la mañana siguiente me desperté cuando un cerdo gruñó sobre mi cara.
Después de otro día de viaje en los lomos de nuestras fieles mulas llegamos al poblado mazateca de Ayautla, muy repartido en la ladera de una colina. En el camino me habían deleitado en los matorrales los cálices azules de la enredadera ipomoea violacea, la planta madre de las negras semillas de ololiuqui. Aquí crece salvajemente, mientras que en nuestros jardines se la conoce sólo como planta de adorno.
En Ayautla nos quedamos varios días. Nos alojábamos en la casa de doña Donata Sosa de García. Doña Donata llevaba la voz cantante en una gran familia, y también se le sometía su enfermizo esposo. Además dirigía las plantaciones de café de la región. En un edificio vecino estaba el sitio de recolección de los granos de café recién cosechados. Era un cuadro bonito ver a las jóvenes indias con sus vestidos claros, adornados con bordados de colores, cuando regresaban al anochecer de la cosecha llevando los sacos de café en la espalda y sujetados con cintas en la frente.
A la noche, a la luz de la vela, doña Donata, que además del mazateca hablaba el castellano, nos contaba de la vida en el pueblo. En cada una de esas chozas, que parecían tan tranquilas, se había desarrollado ya una tragedia. En la casa de al lado, que ahora está vacía, vivía un hombre que había asesinado a su mujer y que ahora cumple cadena perpetua. Un yerno de doña Donata, que tenía una relación con otra mujer, había sido asesinado por celos. El presidente de Ayautla, un joven mestizo hercúleo, ante quien nos habíamos presentado a la mañana, sólo se atreve a andar el corto trecho de su choza a su «oficina» en la casa comunal con techo acanalado en compañía de dos hombres fuertemente armados. Tiene miedo de que lo fusilen, pues exige pagos ilegales.
Gracias a las buenas relaciones de doña Donata obtuvimos de una anciana las primeras muestras de la planta buscada, unas hojas de la Pastora. Pero como faltaban las flores y las raíces, no era todavía un material adecuado para la determinación botánica. Tampoco tuvieron éxito nuestros esfuerzos en averiguar dónde crecía esta planta y cómo se utilizaba en esta región.
Después de dos días de cabalgata, habiendo pernoctado en el pueblecito de montaña San Miguel Huautla, situado a gran altura, llegamos a Río Santiago. Aquí se nos agregó doña Herlinda Martínez Cid, una maestra de Huautla de Jiménez. Había venido a caballo por invitación de Gordon Wasson, quien la conocía de sus expediciones anteriores, para que actuara de intérprete mazateco-castellana. Además podía ayudarnos a iniciar contactos con curanderos y curanderas que utilizaran las hojas de la Pastora, por intermedio de sus numerosos parientes repartidos en esa región. Debido a nuestro retraso en llegar a Río Santiago, doña Herlinda, que conocía los peligros de la zona, había estado preocupada por nosotros y temido que pudiéramos habernos despeñado o haber sido asaltados por ladrones.
Nuestra estación siguiente fue San José Tenango, situado en un valle profundo; un poblado en medio de vegetación tropical, con naranjos, limoneros y platanares. Aquí, de nuevo el típico cuadro de pueblo: en el centro una plaza de mercado con una iglesia semiderruida de la época colonial, dos o tres tabernas, una tienda de ramos generales y cobertizos para caballos y mulas.
En la ladera del monte descubrimos en la densa selva virgen una fuente, cuya hermosa agua fresca invitaba a bañarse en una piscina natural en las rocas. Fue un goce inolvidable, después de tantos días sin poder lavarnos con comodidad. En esta gruta vi por primera vez a un colibrí en medio de la naturaleza, una joya que centelleaba con un azul verdoso metálico y mariposeaba entre las flores de las lianas que formaban el techo de hojas.
Con la ayuda de las relaciones de parentesco de doña Herlinda se produjo el contacto con curanderos, por ejemplo, con don Sabino. Pero éste, por motivos poco claros, se negó a recibirnos para una consulta de las hojas. Una curandera vieja, muy respetable, con un vestido mazateca de una belleza fuera de lo común, quien respondía al nombre de Natividad Rosa, nos regaló todo un ramo de ejemplares en flor de la planta buscada, pero tampoco ella aceptó realizar la ceremonia con las hojas para nosotros. Alegó que estaba demasiado vieja para el esfuerzo del viaje mágico, en el que habría que recorrer largos caminos a determinados sitios: a un manantial en el que las mujeres sabias reúnen sus fuerzas, a un lago en el que cantan los gorriones y en el que las cosas obtienen su nombre. Natividad Rosa tampoco nos reveló dónde había recogido las hojas. Dijo que crecían en un valle boscoso muy, muy lejano; y que, donde quitaba una planta, ponía un grano de café en la tierra, como agradecimiento a los dioses.
Teníamos ahora plantas enteras, con flores y raíces, adecuadas para la determinación botánica. Se trataba evidentemente de un representante de la especie salvia, pariente del conocido amaro. Esta planta tiene flores azules coronadas por un casco blanco, ordenadas en una espiga de unos 20 a 30 centímetros de largo y cuyo pedúnculo acaba azul.
Al día siguiente Natividad Rosa nos trajo toda una cesta llena de hojas, por las que se hizo pagar cincuenta pesos. El negocio parecía haberse difundido, pues otras dos mujeres nos trajeron ahora más hojas. Como sabíamos que en la ceremonia se bebe el jugo exprimido de las hojas y que, por tanto, es éste el que debe de contener el principio activo, exprimimos las hojas secas en un mortero y las estrujamos luego sobre un paño. El jugo, diluido con alcohol como conservante, lo colocamos en botellas, para que se lo pudiera analizar más adelante en el laboratorio de Basilea. En esta tarea nos ayudó una niña india, acostumbrada a usar el metate o mortero de piedra con el que los indios muelen el maíz desde tiempos inmemoriales.
El día antes de partir, cuando ya habíamos abandonado la esperanza de poder asistir a una ceremonia, pudo establecerse un contacto con una curandera que estaba dispuesta «a servirnos». Un hombre de confianza de la parentela de Herminda, que había promovido este contacto, nos llevó al caer la noche por un sendero secreto a la choza de la curandera, situada más arriba del poblado en la ladera de la montaña. Nadie del pueblo debía vernos o enterarse de que éramos recibidos en esa choza solitaria. Evidentemente se consideraba una tradición punible hacer participar a extraños, a blancos, de los usos y costumbres sagrados. Ése debe de haber sido también el verdadero motivo por el que los demás curanderos se habían negado a permitirnos el acceso a una ceremonia con las hojas de María Pastora.
Durante nuestro ascenso nos acompañaron en la oscuridad unos extraños cantos de pájaros y ladridos de perros por todas partes.
La curandera Consuela García, una mujer de unos cuarenta años, descalza como todas las indias en esta zona, nos hizo entrar recelosa en su choza y en seguida obstruyó la entrada con pesados maderos. Nos mandó acostarnos en las esteras de librillo en el suelo de barro apisonado. Herlinda traducía las instrucciones de Consuela, que sólo hablaba mazateca. En una mesa, en la que además de todo tipo de trastos había también algunas estampas de santos, la curandera encendió una vela. Luego comenzó a maniobrar silenciosa y diligente. De pronto hubo unos ruidos extraños y un traqueteo en el cuarto… ¿Había algún extraño oculto en la choza, cuyas dimensiones y ángulos no podían reconocerse a la luz de la vela? Visiblemente intranquila, Consuela recorrió el recinto con la vela. Pero parecían haber sido únicamente ratas que cometían sus abusos. A continuación la curandera encendió una fuente de copal, una resina parecida al incienso, cuyo aroma pronto llenó todo el ambiente. Luego preparó prolijamente el filtro mágico. Consuela preguntó quiénes de nosotros queríamos beber con ella. Gordon levantó la mano. Yo no podía participar, porque padecía un fuerte malestar estomacal. Me reemplazó mi esposa. La curandera preparó para sí misma seis pares de hojas. El mismo número le asignó a Gordon. Anita recibió tres pares. Igual que con las setas, las dosis siempre se dan de a pares, lo cual debe de tener un significado mágico. Las hojas fueron estrujadas con el metate y luego exprimidas a través de un colador fino; el jugo caía en un vaso. Luego se enjuagaron el metate y el contenido del colador con agua. Finalmente las copas llenas fueron ahumadas con un gran ceremonial sobre la pila de copal. Consuelo, antes de alcanzarles sus vasos a Anita y a Gordon, les preguntó si creían en la verdad y en el carácter sagrado de la ceremonia. Después que lo hubieron confirmado y bebido solemnemente el filtro muy amargo, se apagó la vela. Acostados en las esteras de librillo, a oscuras, aguardábamos los efectos.
Unos veinte minutos más tarde Anita me susurró que veía extrañas formaciones con un borde claro. También Gordon sentía el efecto de la droga. De la oscuridad resonaba la voz de la curandera, mitad hablando, mitad cantando. Herlinda tradujo al castellano: si creíamos en la santidad de los ritos y en la sangre de Cristo. Después de nuestro «creemos» prosiguió la ceremonia. La curandera encendió la vela, la colocó en el suelo delante del «altar», cantó y rezó oraciones o fórmulas mágicas, colocó la vela nuevamente debajo de las estampas de santos. De nuevo, oscuridad y silencio. Luego comenzó la verdadera consulta. Consuela nos preguntó cuáles eran nuestros deseos. Gordon quiso saber cómo estaba su hija, que poco antes de que él viajara había debido ser internada en una clínica de Nueva York (su hija estaba por tener un niño, pero la internación había sido prematura). Obtuvo la respuesta tranquilizadora de que la madre y el niño se encontraban bien. Nuevos cantos y oraciones y manipulaciones con la vela en el «altar» y en el suelo sobre la pila de sahumerio.
Al terminar la ceremonia, la curandera nos invitó a descansar un rato más en nuestras esteras de librillo. De pronto estalló una tormenta. A través de las rendijas de las paredes de maderos la luz de los relámpagos resplandecía en la oscuridad de la choza, acompañada de pavorosos truenos, mientras un aguacero tropical golpeaba con furia en el techo. Consuelo expresó su preocupación de que no pudiéramos abandonar su choza en la oscuridad, sin ser vistos. Pero la tormenta se calmó antes de la madrugada, y bajamos al valle con la luz de nuestras linternas haciendo el menor ruido posible para llegar a nuestra barraca de chapa ondulada. Los habitantes del poblado no nos notaron, aunque los perros siguieron ladrando por doquier.
La participación en esta ceremonia fue el punto culminante de nuestra expedición. Nos confirmó que los indios utilizaban las hojas de la Pastora con el mismo fin y en el mismo marco ceremonial que el teonanacatl, las setas sagradas. Además teníamos ahora las suficientes plantas auténticas no sólo para la determinación botánica, sino también para el planeado análisis químico. El estado de embriaguez que habían experimentado Gordon Wasson y mi esposa con las hojas, había sido poco profundo y de corta duración, pero su carácter era indiscutiblemente alucinógeno.
A la mañana siguiente, después de esta noche llena de aventuras, nos despedimos de San José Tenango. El guía Guadalupe y los muchachos Teodosio y Pedro aparecieron con las mulas delante de nuestra barraca a la hora establecida. Pronto habíamos hecho nuestros paquetes y comido, y luego nuestro grupo comenzó a moverse nuevamente valle arriba a través del paisaje feraz y resplandeciente de sol después del chubasco nocturno. Pasamos por Santiago y llegamos al atardecer a nuestra última estación en el país de los mazatecas, a su pueblo principal Huautla de Jiménez.
Desde aquí habíamos previsto el regreso a Ciudad de Méjico en automóvil. Con una última cena conjunta en la entonces única posada de Huautla, llamada Rosaura, nos despedimos de nuestra escolta india y de las buenas mulas que nos habían llevado tan segura y agradablemente a través de la Sierra Mazateca.
Al día siguiente ofrecimos nuestros respetos a la curandera María Sabina, que se había hecho famosa por las publicaciones de Wasson. Había sido en su choza donde en 1955 Gordon Wasson había probado las setas sagradas en el marco de una ceremonia nocturna, seguramente el primer hombre blanco que lo hacía. Gordon y María Sabina se saludaron cordialmente como viejos amigos. La curandera vivía alejada en la cuesta de la montaña por arriba de Huautla. La casa en la que había tenido lugar la sesión histórica con Gordon Wasson había sido incendiada, probablemente por habitantes enfurecidos o por un colega envidioso porque ella había revelado el secreto del teonanacatl a un extraño. En la choza nueva en la que nos encontrábamos ahora reinaba un desorden inimaginable, probablemente igual que el que había habido en su choza anterior. Iban corriendo niños semidesnudos, pollos y cerdos por la casa. La vieja curandera tenía un rostro inteligente y con expresiones sumamente cambiantes. Se notó que le impresionó nuestra afirmación de que habíamos logrado retener el espíritu de las setas en pastillas, y de inmediato se declaró dispuesta a «servirnos» con estas pastillas, es decir, a concedernos una consulta. Combinamos que ésta tendría lugar a la noche siguiente en la casa de doña Herlinda.
En el curso del día di un paseo por Huautla de Jiménez, que se extiende a lo largo de una calle principal en la ladera de la montaña. Luego acompañé a Gordon en su visita al Instituto Nacional Indigenista. Esta organización estatal tiene la tarea de estudiar los problemas de la población nativa, es decir, de los indios, y ayudarles a resolverlos. Su director nos informó sobre las dificultades que había en ese momento en el sector de la política del café. El presidente de Huautla quien, en colaboración con el Instituto Nacional Indigenista, había intentado lograr un precio más ventajoso para los productores indios de café mediante la supresión de la intermediación, había sido asesinado en junio de ese año. Su cadáver había sido mutilado.
En nuestro paseo llegamos también a la iglesia catedral, de la que salía canto gregoriano. El anciano padre Aragón, con quien Gordon había hecho amistad en sus estancias anteriores, nos invitó a beber una copa de tequila en la sacristía.
Cuando volvimos a la casa de Herlinda, ya había llegado María Sabina con una compañía numerosa: con sus dos bonitas hijas Apolonia y Aurora, dos curanderas novicias, y con una sobrina; todas ellas además venían con niños. Cuando el niño de Apolonia se ponía a llorar, ella le daba el pecho una y otra vez. Al final apareció también el viejo curandero don Aurelio, un hombre imponente, tuerto, con un serape (abrigo) con dibujos negros y blancos. En la veranda sirvieron cacao y pasteles dulces. Recordé el informe de una antigua crónica, en la que se cuenta que antes de la ingestión de teonanacatl se bebía chocolatl.
Al anochecer nos dirigimos todos a la habitación en la que iba a tener lugar la ceremonia. Se cerró la habitación bloqueando la puerta con la única tabla de madera que había. Se dejó sin cerrojo únicamente una salida de emergencia hacia el jardín trasero para las necesidades inevitables. Ya era cerca de la medianoche cuando comenzó la ceremonia. Hasta ese momento toda la gente había estado aguardando los acontecimientos por venir, durmiendo o expectante en las esteras repartidas en el suelo en medio de la oscuridad. De cuando en cuando María Sabina arrojaba un trozo de copal a la brasa de una pila de carbón, con lo cual el aire viciado del abarrotado cuarto se volvía un poco más soportable. Por intermedio de Herlinda, que de nuevo participaba como intérprete, le había dicho a la curandera que cada píldora contenía el espíritu de dos pares de setas (eran comprimidos con 5,0 miligramos de psilocybina sintética).
Cuando llegó el momento, María Sabina repartió —previa ahumación solemne— pares de pastillas a los adultos presentes. Ella misma cogió dos pares, que correspondían a 20 mg de psilocybina. Les dio la misma dosis a su hija Apolonia, que también debía oficiar de curandera, y a don Aurelio. A Aurora le dio un par, igual que a Gordon, mientras que mi esposa e Irmgard tomaron cada una, una sola pastilla.
A mí una de las niñas, una muchacha de unos diez años, me había preparado, según las instrucciones de María Sabina, el jugo prensado de cinco pares de hojas frescas de María Pastora. Quería yo recuperar esta experiencia que se me había escapado en San José Tenango. Dicen que la pócima es especialmente eficaz cuando la prepara un niño inocente. La copa con el jugo también fue ahumada, y María Sabina y don Aurelio pronunciaron unas palabras antes de dármela.
Todos estos preparativos y la ceremonia misma transcurrieron de un modo muy parecido al de la consulta a la curandera Consuela García en San José Tenango.
Una vez repartida la droga y apagada la vela en el «altar», se esperó el efecto a oscuras.
Apenas transcurrida media hora, la curandera comenzó a murmurar; también sus hijas y don Aurelio se intranquilizaron. Herlinda tradujo y nos explicó lo que pasaba. María Sabina había dicho que a las píldoras les faltaba el espíritu de la seta. Comenté la situación con Gordon, quien yacía a mi lado. Nos resultaba obvio que la resorción de la sustancia activa de las pastillas, que tienen que disolverse en el estómago, tarda más que cuando se mastican las setas, con lo cual una parte de la sustancia activa se asimila a través de la mucosa bucal. Pero ¿cómo podíamos presentar en semejante situación una explicación científica? En vez de explicar, decidimos actuar. Repartimos píldoras adicionales. Las dos curanderas y el curandero recibieron cada uno un par más. Ahora habían ingerido una dosis total de 30 mg de psilocybina.
Unos diez minutos después comenzó a desplegarse efectivamente el espíritu de la pastilla; su acción se prolongó hasta la madrugada. Las oraciones y el canto de María Sabina era contestados apasionadamente por sus hijas y por don Aurelio, con su voz grave. Los quejidos lánguidos y voluptuosos de Apolonia y Aurora daban la impresión de que la experiencia religiosa de las jóvenes durante la embriaguez estaba conectada con sensaciones sexo-sensuales.
En el centro de la ceremonia se produjo la pregunta de María Sabina respecto de nuestra consulta. Gordon volvió a inquirir sobre la salud de su hija y su nieto. Obtuvo la misma respuesta positiva que la de la curandera Consuela. Efectivamente, madre e hijo se encontraban bien cuando Gordon regresó a Nueva York, lo cual, desde luego, no constituye ninguna demostración de los poderes proféticos de las dos curanderas.
Probablemente a consecuencia de los efectos de las hojas, un rato me encontré en un estado de hipersensibilidad y de un experimentar con intensidad las cosas, pero sin que estuviera acompañado por alucinaciones. Anita, Irmgard y Gordon vivieron un estado de embriaguez eufórica, codeterminada por la atmósfera extraña y mística. Mi esposa se quedó impresionada con la visión de muy determinados dibujos de líneas extrañas.
Más sorprendida y turbada estuvo, cuando vio luego estas mismas figuras en los ricos adornos sobre el altar de una antigua iglesia cerca de Puebla. Ello ocurrió durante el regreso a Ciudad de Méjico, cuando visitamos iglesias de la época colonial. Estas iglesias son especialmente interesantes desde una perspectiva histórico-cultural, porque los artesanos y artistas indios que colaboraron en su construcción introdujeron de contrabando elementos estilísticos indios. Sobre una posible influencia del arte indio en América Central debido a las visiones de la embriaguez de psilocybina, Klaus Thomas, en su libro «Die künstlich gesteurte Seele» («El alma artificialmente dirigida»), Edit. Ferdinand Enke, Stuttgart, 1970, escribe: «Una mera comparación, desde el punto de vista de la historia del arte, de las antiguas y nuevas creaciones artísticas de los indios, ha de convencer al observador desprejuiciado… de su coincidencia con las imágenes, formas y colores de una embriaguez de psilocybina». Esta relación podrían indicarla también el carácter mejicano de las escenas que vi en mi primer ensayo con psilocybe mexicana disecada, así como el dibujo de Li Gelpke después de una embriaguez de psilocybina.
Al clarear la mañana, cuando nos despedimos de María Sabina y su clan, la curandera señaló que las píldoras tenían la misma fuerza que las setas, y que no había ninguna diferencia. Esto fue una confirmación, y del sector más competente en la materia, de que la psilocybina sintética es idéntica al producto natural. Como regalo de despedida la dejé a María Sabina un frasquito con pastillas de psilocybina. A lo cual le declaró radiante a nuestra intérprete Herlinda, que ahora podría atender consultas también en los períodos en los que no hubiera setas.
¿Cómo debemos evaluar el comportamiento de la curandera María Sabina, que le permitió el acceso a la ceremonia secreta a un extraño, al hombre blanco, y le hizo probar la seta sagrada?
Es meritorio que con ello haya abierto las puertas a la investigación del culto de la seta mejicana en su forma actual y al estudio botánico y químico científico de las setas sagradas. De allí ha surgido una sustancia activa valiosa, la psilocybina. Sin esta ayuda, quizás, o muy probablemente, este saber antiquísimo y las experiencias ocultas en estas prácticas secretas habrían desaparecido en la civilización occidental sin dejar rastros ni dar frutos al progreso que iba penetrando.
Desde otro punto de mira, la conducta de esta curandera puede considerarse una profanación de usos y costumbres sagradas, incluso una traición. Una parte de sus compatriotas tuvo esa opinión, lo cual se tradujo en acciones de venganza y, como decíamos, en el incendio de su choza.
La profanación del culto de las setas no se detuvo en la investigación científica. Las publicaciones sobre las setas mágicas produjeron una invasión de hippies y drogadictos al país de los mazatecas. Muchos extranjeros se comportaron muy mal y algunos incluso de forma criminal. Otra consecuencia desagradable fue el surgimiento de un verdadero turismo a Huautla de Jiménez, con lo cual se destruyó en gran medida el carácter original y primitivo del pueblo.
Estas comprobaciones y consideraciones rigen para la mayoría de las investigaciones etnográficas. Dondequiera que los investigadores y científicos busquen y esclarezcan los restos cada vez más escasos de antiguos usos y costumbres, se pierde su originalidad. Esta pérdida se ve únicamente compensada hasta cierto punto, cuando el resultado de la investigación constituye una ganancia cultural duradera.
De Huautla de Jiménez fuimos primero en un viaje en camión sumamente peligroso a Teotitlan, por un camino parcialmente desmoronado. De allí seguimos a Ciudad de Méjico en un cómodo viaje en automóvil. Así llegamos al punto de partida de nuestra expedición, en la que perdí algunos kilogramos de peso, pero gané experiencias y conocimientos imponderables.
La determinación botánica de las muestras de hojas de la Pastora en el Instituto Botánico de la Universidad de Harvard en Cambridge (Estados Unidos), llevada a cabo por Carl Epling y Carlos D. Játiva dio por resultado que se trataba de una variedad no descrita hasta entonces de la especie salvia, y que estos autores denominaron salvia divinorum.
La investigación química del jugo exprimido de la salvia mágica en el laboratorio de Basilea no tuvo éxito. El principio psicoactivo de esta droga parece ser una sustancia poco estable, pues al probar el jugo, que habíamos traído de Méjico conservado en alcohol, en un autoensayo, ya no produjo ningún efecto.
En lo que respecta a la naturaleza química de las sustancias activas, el problema de la planta mágica Ska María Pastora aún aguarda su solución.