De este modo tituló el estudioso del Islam Dr. Rudolf Gelpke su informe sobre sus autoensayos con LSD y psilocybina, publicado en la revista «Antaios» (cuaderno de enero de 1962), y así también podrían designarse las siguientes descripciones de experiencias con LSD. La expresión está bien elegida, porque el espacio interior del alma es igual de infinito y enigmático que el espacio cósmico exterior, y porque tanto los cosmonautas del espacio exterior cuanto los del interior no pueden permanecer allí, sino que tienen que regresar a la tierra, a la conciencia cotidiana. Además, ambos viajes exigen una buena preparación, para que puedan desarrollarse con un mínimo de peligro y convertirse en una empresa realmente enriquecedora.
Los informes siguientes pretenden mostrar cuan distintas pueden ser las experiencias de la embriaguez provocada por el LSD. La selección de los informes también estuvo determinada por la motivación que guiaba los ensayos. Se trata en todos los casos de informes de personas que no probaron el LSD simplemente por curiosidad o como estimulante extraño, sino que experimentaron con LSD porque buscaban posibilidades de ensanchar las vivencias del mundo interior y exterior, de abrir con esta droga/llave nuevas «puertas de percepción» (William Blake, Doors of perception), o, si conservamos el símil de Gelpke, de superar el espacio y el tiempo y llegar así a nuevas perspectivas y conocimientos en el cosmos del alma.
Los dos primeros protocolos de experimentos que se publican a continuación están extraídos del informe de Rudolf Gelpke citado al comienzo del capítulo.
Danza de las almas al viento (0,075 mg de LSD, 23 de junio de 1961, 13’00 horas).
Después de haber ingerido esta dosis, que puede considerarse una dosis media, charlé muy animadamente hasta las 14 horas con un colega. Después me dirigí solo a la librería Werthmüller (de Basilea), donde la droga comenzó a actuar con toda claridad. Lo percibí sobre todo porque dejaba de interesarme el contenido de los libros que revolvía tranquilamente en el fondo de la tienda, mientras que se ponían de relieve detalles casuales que parecían adquirir especial significación… Después de apenas diez minutos me descubrió una pareja amiga, y tuve que dejarme arrastrar a una conversación, lo cual no me resultaba nada agradable, pero tampoco verdaderamente molesto. Escuchaba la conversación (y también a mí mismo) «como de lejos». Las cosas de las que se hablaba (se trataba de cuentos persas que había traducido) «pertenecían a otro mundo»: a un mundo sobre el que podía opinar (puesto que hasta poco tiempo antes lo había habitado yo mismo y recordaba sus «reglas de juego»), pero con el que ya no estaba relacionado en el terreno de los sentimientos.
Mi interés por ese mundo se había extinguido… pero no podía dejar traslucirlo.
Después de que hube logrado despedirme seguí callejeando hasta la plaza del mercado. No tenía «visiones»; veía y oía todo como de costumbre, y sin embargo todo había cambiado de un modo inexplicable; había «paredes invisibles de vidrio» por todas partes. A cada paso que daba me comportaba más como un autómata. Sobre todo me llamaba la atención el hecho de que parecía estar perdiendo más y más el dominio de mis músculos faciales; estaba convencido de que mi rostro carecía de toda expresión y de que estaba vacío, laxo y rígido como una máscara. Sólo podía seguir caminando y moviéndome porque recordaba qué y cómo lo había hecho «en otros tiempos». Pero a medida que el recuerdo se alejaba, me volvía cada vez más inseguro. Recuerdo que de algún modo me estorbaban mis propias manos: las metía en los bolsillos, las dejaba bambolearse, las cruzaba en la espalda… como objetos molestos que uno tiene que llevar consigo y no sabe bien dónde colocarlos. Así me sucedía con todo mi cuerpo. Ya no sabía para qué servía ni qué hacer con él. Había perdido toda capacidad de decisión; tenía que reconstruir las decisiones trabajosamente por el rodeo del «recuerdo de cómo lo hacía antes»; así me sucedió también con el breve camino desde la plaza del mercado hasta mi casa, adonde llegué a las 15’10 horas.
Hasta ese momento no había tenido la sensación de estar embriagado ni mucho menos. Lo que experimentaba era más bien una paulatina extinción espiritual. No tiene nada de terrible; pero puedo imaginarme que en la fase de transición de ciertas enfermedades mentales —claro que distribuido a lo largo de períodos más prolongados— ocurre un proceso parecido: mientras siga habiendo un recuerdo a la anterior existencia propia en el mundo humano, el enfermo que ha perdido los puntos de contacto con ese mundo aún puede orientarse (mal o bien) en el mismo; pero luego, cuando los recuerdos van evanesciendo y finalmente desaparecen, pierde esa capacidad por completo.
Poco después de haber entrado a mi habitación, la «insensibilidad vidriosa» desapareció. Me senté mirando una ventana y quedé fascinado de inmediato: las hojas de la ventana estaban abiertas de par en par, mientras que las cortinas de tul transparentes estaban cerradas, y ahora una suave brisa jugueteaba con estos velos y con las siluetas de las plantas de las macetas y las enredaderas en la cornisa; la luz del sol dibujaba estas figuras en las cortinas ondulantes. Este espectáculo me cautivó por entero. Me «hundí» en él, y ya no veía más que este suave e incesante ondear y mecerse de las sombras de las plantas en el sol y el viento. Sabía «de qué» se trataba, pero le busqué un nombre, una fórmula, la «palabra mágica» que yo conocía —y la encontré: DANZA DE LA MUERTE, DANZA DE LAS ALMAS… Esto era lo que me mostraban el viento y la luz en el velo de tul. ¿Era terrible? ¿Tenía yo miedo? Quizás… al comienzo. Pero luego me invadió una gran placidez, y oí la música del silencio, y también mi alma bailaba con las sombras redimidas al son de la flauta del viento. Sí, ya comprendía: ésta es la cortina y ella misma, esta cortina, ES este arcano, eso «último» que esconde. ¿Por qué, entonces, desgarrarla? Quien lo hace, sólo se desgarra a sí mismo. Porque «detrás», detrás de la cortina, no hay «nada»…
Pólipo de la profundidad (0,150 mg de LSD, 15 de abril de 1961, 9’15 horas).
Comienzo del efecto ya después de unos treinta minutos con fuerte excitación, temblor en las manos, escalofríos en la piel, gusto a metal en el paladar.
10’00: «El entorno de la habitación se transforma en ondas fosforescentes, que parten de mis pies y recorren también mi cuerpo. La piel —y sobre todo los dedos de los pies— están como eléctricamente cargados; una excitación aún creciente sin cesar impide todo pensamiento claro…».
10’20: «No hallo palabras para describir mi estado actual. Es como si “otro”, una persona totalmente ajena a mí, se apoderara de mí parte por parte. Tengo enormes dificultades para escribir (¿estoy “reprimido” o “deprimido”? ¡No lo sé!)».
Este proceso inquietante de una creciente autoalienación me causaba un sentimiento de impotencia, de estar desvalido sin remedio. Hacia las 10’30 horas vi con los ojos cerrados innumerables hilos que se entrelazaban sobre un fondo rojo. Un cielo plomizo parecía oprimir todas las cosas; yo mismo sentía mi ego comprimido dentro de sí y me parecía ser un enano apergaminado… Poco antes de las 13 horas huí de la compañía de nuestro atelier, con su atmósfera cada vez más oprimente, en la que no hacíamos más que impedirnos mutuamente el desarrollo pleno de nuestra embriaguez. Me senté en el suelo de un pequeño cuarto vacío, con la espalda apoyada en la pared; a través de la única ventana enfrente de mí veía una porción de cielo nuboso gris-blanco. Esto, como en general todo lo que me rodeaba, en este momento me parecía desconsoladoramente normal. Estaba deprimido y me sentía tan feo y odioso que no habría osado (como efectivamente lo evité por la fuerza varias veces aquel día) mirarme en un espejo u observar el rostro de otra persona. Anhelaba que esta embriaguez finalizara de una buena vez; pero todavía tenía todo mi cuerpo en su poder. Creí sentir muy dentro de mí su pesada carga, y cómo rodeaba mis miembros con cien tentáculos de pólipo… sí, verdaderamente experimentaba este contacto que me electrizaba con un ritmo misterioso como el de un ser real, invisible, pero trágicamente omnipresente, al que le hablaba en alta voz, lo insultaba, le rogaba y lo desafiaba a un combate cuerpo a cuerpo… «No es más que la proyección de lo malo dentro de ti», me aseguraba otra voz, «es el monstruo de tu alma».
Este reconocimiento fue como un destello de espada. Me atravesó con un filo redentor. Los brazos del pólipo me soltaron —como cortados— y simultáneamente el gris del cielo, que hasta ahora había sido tan lúgubre y opaco, refulgía a través de la ventana abierta como agua iluminada por el sol. Cuando lo miré tan fascinado, se convirtió (para mí) en agua verdadera: se me ocurrió que era una fuente subterránea que de pronto había estallado y que ahora rebullía, hacia mí, que quería convertirse en un río, un lago, un mar, con millones y millones de gotas; y en cada una de estas gotas estaba bailoteando la luz… Cuando el cuarto, la ventana y el cielo habían vuelto a mi conciencia (eran las 13’25 horas), la embriaguez todavía no había terminado, pero sus secuelas, que me duraron dos horas, se parecieron mucho al arco iris que sigue a la tormenta.
El sentir que el medio en el que uno se encuentra se vuelve extraño, del mismo modo que el propio cuerpo, así como la sensación de que un ser extraño, un demonio, se apodere de uno, descritos por Gelpke en los dos experimentos anteriores, son ambos característicos de la embriaguez del LSD. Por grandes que sean las diferencias y variantes de la experiencia del LSD, aquéllos se citan en la mayor parte de los protocolos de experimentos. Ya en mi primer autoensayo, como se pudo leer, describí la toma de posesión por parte del demonio del LSD como una experiencia inquietante. En aquel experimento mi miedo y terror fueron especialmente intensos, porque todavía no existía la experiencia de que el demonio luego suelta a sus víctimas.
Erwin Jaeckle publicó un significativo autoensayo con LSD en una edición particular cuidadosamente presentada: «Schicksalsrune in Orakel, Traum und Trance» («Runa del destino en el oráculo, el sueño y el trance»), Arben-Press, Arbon, 1969. Este ensayo se realizó el 2 de diciembre de 1966; fue supervisado por Rudolf Gelpke, quien levantó un protocolo textual. Luego, Jaeckle lo describió y comentó a partir de lo que recordaba.
Como creía vivir dentro del círculo mágico, inicié el experimento con desenfadada naturalidad. No lo temía. Pero desconfiaba de mi propia persona, conocía mis imprevisibles estallidos y catástrofes y temía, por tanto, a ese otro dentro de mí; tenía recelos a encontrarme con él. Por eso le di las llaves de mi coche a mi mentor y estaba dispuesto a echarle el cerrojo a mi colección de espadas japonesas.
Dos horas después del ingreso en el dominio común, una hora después del comienzo del ensayo, se incrementó mi cansancio a medida que iba distendiéndome. Sólo cambiaba la voz. Me parecía ronca, sin resonancia, como las voces en un paisaje nevado. Esto pasó. El pulso estaba ligeramente acelerado. Dos horas después del inicio del experimento se redujo a 64 pulsaciones. Ahora me sentía más liviano, casi sin peso, y podría haber escalado sin problemas la escarpada cuesta del castillo de la ciudad. También entre las paredes se caminaba verdaderamente ingrávido. Las sombras en los rincones y debajo de la lámpara se volvieron de color azul humo. La carne estaba flotando, ingrávida, el cuerpo lleno de poros era ubicuo, ya no era cuerpo, ni aquí ni allí. El salón de fiestas del señor de pendón y caldera[8] comienza a respirar aquí y allá. Las cosas respiran. Hacia donde miraba con voluntad, el objeto se tornaba cotidiano y sin participación, pero contra los contornos del campo visual las cosas respiraban cada una como movidas en ondas el aliento único que las abrazaba a todas ellas. Los colores florecieron, se volvieron más íntimos, elevados, y el gran cuadro mural del arca adquirió tridimensionalidad. Podría haberme deshecho dentro de él. Pero no tenía necesidades. Acostado boca arriba, no veía ningún motivo para moverme. Se desmintieron todos los temores. Estaba conforme conmigo, quería simplemente estar sin intención alguna. Muy abiertos como estaban mis sentidos, me revelaban que cada cosa contiene una letra de acróstico de la única buena sabiduría universal, y que lo que, por tanto, debía hacerse era encontrarlo y erigirlo en muchas, en todas las cosas de la unidad del poema universal. Esto lo experimenté como un sentimiento de amor unitivo. No era pensado. De esta índole debe de haber sido también el sentido de la divisa que había formulado poco tiempo en latín y en forma de acróstico, relativa a un aforismo alemán de la «Pequeña Escuela del Hablar y el Callar»: amor maximus amor rei est. Le llamé la atención al respecto a mi acompañante, se lo hice apuntar, porque quería incluirlo. Así él participaba del acróstico universal. Busqué su letra. Tenía que hacerlo efectivo. Eso excluye el odio. El odio limita. Mi experiencia era ilimitada. En esta etapa del ensayo busqué la palabra correcta; pero la palabra exacta no incluía, excluía, la inexacta se volvía banal. Las vivencias del ensayo sólo podía formularlas en alto alemán. Por eso me movía a todas horas dentro del ámbito de la lengua escrita. Examiné mis hallazgos. Estaba desilusionado cuando las definiciones fracasaban, lo intentaba de nuevo, apasionadamente, recomenzando una y otra vez, saltando con gritos socarrones al rincón, girando, riendo, porque lo sabía pero no hallaba la palabra. La risa testimoniaba el acuerdo con la inteligencia. Este acuerdo era completamente modesto. Sabía que no vale la pena levantar la mano. Al contrario: el ocio estaba más cerca de la sabiduría. Pues la voluntad ensombrece la inteligencia. Se le ilumina a quien no tiene voluntad. Me sorprendí en el hecho de que la pasión por las palabras parecía contradecir lo anterior. Pero la palabra buscada carecía de toda intención. Debía estar ahí, no actuar. No había embriaguez, sino lúcido automatismo de las fuerzas mentales. Las fuerzas mentales estaban en los poros, no en el cerebro. Luego supe que el acróstico universal se constituirá sólo en muchos, en todos los poemas. Prometí realizar también en el futuro la excursión infinita hacia la palabra. Se trata del Eros del egocentrismo. Estaba seguro de mis fuerzas en el futuro, aunque me doliera el plexo solar. Me dolía. No estaba acostado, no sentía el lecho, me aseguraba con las manos del vasto cielorraso, gozaba con su superficie, comprendía la cosa con los dedos, la construía con los sentidos aguzados.
Luego llegaron las garzas al artesonado color oro de miel. Balanceándose como flores. Dos de ellas. Una me miraba, me observaba. La miré detenidamente. Veía la huella de la rama en la madera. Pero la mirada continuó. Las garzas tenían su florida conversación danzante. En silencio. Las comprendía. Todo era comprensión. También ellas participaban del ritmo universal fluyente, estaban comprendidas en él fluctuando a modo de algas. Les sonreí, le confirmé a mi mentor que sabía de su realidad ficticia, pero les guiñaba un ojo. De todos modos. ¿Cuáles son las realidades? Carente de necesidades como estaba, la pregunta quedó sin contestarse. Sólo contaba la armonía. La armonía con las garzas, cuyos picos en alto se tocaban sublimes, y la armonía con la voz tranquila e interesada de mi acompañante, en la que yo también estaba encerrado cuando se me acercaba. Bajo la creciente armonía el color dorado del techo de madera fulguraba íntimo, pero supraterrenal como el sol. Cuando la luz se desplomaba, el cuarto volvía a acercarse, casi hostil, frío, pero yo permanecía dispuesto a volar. Cuando el cielorraso volvía a florecer, yo sabía la palabra que había estado buscando. No la decía, porque la había comido. Estaba en el pulso, en el aliento, en el aliento de las cosas, en la periferia del campo visual, y no era más que un gran ritmo. Lo definí en contradicción con cualquier metro. Una y otra vez salían brillantes los colores del fresco del arca y se difundían en el cuarto, se extinguían, se convertían en cuadro. Corpóreos eran de otra realidad. Los colores tenían dimensiones. Los bordes eran transparentes. El descenso fue infinitamente plano, retenido por breves subidas, descendía cayendo. Ascenso y caída eran luminosamente verdaderos, relumbrantes, se extinguían. El artesonado comenzó a combarse. Los cuadrados estaban ahora limitados por arcos, un maravilloso panal referido uniformemente al centro de una esfera que estaba debajo de mí. Mi peso era igual a la succión de la luz. Por lo tanto, yo era ingrávido.
Si al comienzo del ensayo miraba una hoja blanca, se volvía azul de niebla matinal, luego rojo de alborada. Al final y dominantemente color malva. Pero ahora todo el universo resplandecía íntimamente dorado de miel. Era el cielorraso. Pero el cielorraso no era. Este resplandor era de tipo supraterrenal, pero muy presente. Estaba.
Así llegué sin apearme. Aún durante el desayuno, durante la tarde, cuando viajé en coche a Schaffhausen y regresé a Stein am Rhein no me había apeado. Llegué bien.
Las experiencias del ascenso se repitieron especularmente en el descenso: la liviandad para caminar, la libertad para respirar, la ronquera de la voz. Pero los sentidos estaban depurados. Eso siguió. Sigue. El mundo es ahora distinto. Más colorido en la armonía. Tiene una dimensión más. Su plasticidad es acendrada.
Me puse contento porque no se presentaron las figuras de mis temidas amenazas. Fui un buen camarada para mí. Seguiré siendo un buen camarada para mí. El experimento me brinda una elevada autoafirmación. Me dio confianza, libertad y disposición. Me llevé a mí —a saber, al mejor— en el descenso, me entiendo con él, le sonrío porque hemos estado allí, porque estamos enlazados en el acróstico, lo llevamos con nosotros. No se trataba de perturbaciones de la conciencia, sino de la realización de la conciencia, de la comunidad universal, del aliento único al que pertenecemos. Por eso los ruidos eran exactos, nítidos. En su presencia peculiar anunciaban su testimonio de ubicuidad. Lo mismo hacían los colores. Cuando resplandecían significaban la luz que los llenaba, no el color. También el color. Ambos eran una misma cosa. Un triunfo de la seguridad más presente. Por eso yo conocía el curso exacto del tiempo, que estallaba una y otra vez en —intemporales— infinitudes. El tiempo tenía simultáneamente un paso extensivo y una infinitud intensiva. Por ello también los pensamientos saltaban aquí y allá. Pues allá y aquí estaban en el centro. Esto no puede perderse. Me pareció una circunstancia feliz el hecho de que todo el ensayo se desarrollara en un clima tan alegre. Pocas veces me he reído tanto y tan de corazón. Me reía toda vez que me sentía unido a las cosas, cuando sin palabras me sentía existir. Cada risa sostenía en su armonía toda la sabiduría universal. Rimaba con el acróstico, era risa celestial.
El informe del experimento de Erwin Jaeckle se caracteriza porque en su calidad de escritor y poeta logra expresar muchas alternativas de la experiencia del LSD que a la mayoría de los viajeros de LSD les parecen «innenarrables» o «indescriptibles». Su filosofía personal ingresa en sus imágenes de LSD, se hace visible en ellas. Este ensayo muestra también hasta qué punto la personalidad del experimentador coloca su impronta en la embriaguez de LSD.
A un tipo de experiencias de LSD totalmente distintas pertenecen las experiencias que se describen en el siguiente informe perteneciente a un pintor. Vino a verme porque quería saber cómo había que asumir e interpretar lo vivido bajo los efectos del LSD. Temía que la profunda mudanza que se había dado en su vida a consecuencia de un experimento con LSD pudiera basarse en una mera ilusión. Mi explicación de que, en tanto agente bioquímico, el LSD sólo había desencadenado, pero no creado, sus visiones, y que éstas provenían de su fuero interno, le dio confianza en el sentido de su transformación.
… Viajé, pues, con Eva a un solitario valle de montaña. Allí arriba, en la naturaleza, debe de ser hermoso estar con Eva. Ella era joven y atractiva. Veinte años mayor que ella, me encontraba en el medio de mi vida. Pese a experiencias penosas que había hecho hasta ese momento a consecuencia de escapadas eróticas, pese al dolor y las decepciones que había inferido a los que me habían querido y creído en mí, me sentía atraído con una fuerza irresistible a esta aventura, a Eva, a su juventud. Estaba a merced de esta muchacha. Nuestra relación sólo comenzaba, pero sentía esos poderes seductores con más fuerza que en cualquier otra situación anterior. Sabía que no podría resistir mucho tiempo más. Por segunda vez en mi vida estaba dispuesto a abandonar a mi familia, renunciar a mi empleo y quemar todas las naves. Quería entregarme con desenfreno a esta embriaguez voluptuosa con Eva. Ella era la vida, la juventud. Una vez más, me decía una voz interior, una vez más beber la copa del goce y de la vida hasta la última gota, hasta la muerte y la destrucción. Y que después me llevara el diablo. Aunque hacía tiempo que había abolido a Dios y al diablo. Ésos eran para mí tan sólo inventos humanos utilizados por una minoría atea y sin escrúpulos para sojuzgar y explotar a una mayoría creyente e ingenua. No quería tener nada que ver con esa moral social mendaz. Quería gozar, gozar sin consideraciones —et aprés nous le déluge[9]. «Qué me importa mi mujer, qué me importa mi hijo / déjalos mendigar, si tienen hambre» (N. del. T.: dos versos de un popular poema de Heinrich Heine). También la institución matrimonial me parecía una mentira social. El matrimonio de mis padres y los de mis conocidos me parecían confirmarlo de sobra. Seguían juntos porque era más cómodo; se habían acostumbrado a la idea, y: «si no fuera por los niños…». Bajo la cobertura de un buen matrimonio la gente se torturaba anímicamente hasta tener exantemas y úlceras, o cada cual seguía su propio camino. La idea de poder amar durante toda una vida a una sola mujer hacía revolverse todo dentro de mí. Me parecía directamente repugnante y antinatural. Ése era mi estado de ánimo aquella tarde funesta de verano a orillas del lago.
A las siete de la tarde ambos tomamos una dosis bastante fuerte de LSD, alrededor de 0,1 miligramos. Luego paseamos por la orilla del lago y nos sentamos a descansar. Tiramos piedras al agua y observamos las ondas que se formaban. Comenzamos a notar una leve intranquilidad. Hacia las ocho fuimos al restaurante y pedimos té y sandwiches. Había allí algunos comensales que se contaban chistes y se reían en alta voz. Nos guiñaban los ojos, que tenían un brillo extraño. Nos sentimos ajenos y lejanos y teníamos la impresión de que se nos notaría algo. Afuera estaba oscureciendo lentamente. Sin muchas ganas decidimos ir a nuestra habitación en el hotel. Una calle no iluminada llevaba a lo largo del negro lago hasta la alejada hospedería. Cuando abrí la luz, la escalera de granito por la que se iba de la calle hasta la casa parecía lanzar un destello con cada paso que dábamos. Eva se estremeció asustada. «Diabólico», se me cruzó por la cabeza, y de pronto el susto se apoderó de mí, y yo sabía: la cosa acaba mal. A lo lejos, en el pueblo, un reloj daba las nueve.
Apenas llegados a nuestro cuarto, Eva se tiró en la cama y me miró con los ojos desorbitados. Hacer el amor, ni pensarlo. Me senté en el borde de la cama y sostuve con mis manos las de Eva.
Luego llegó el espanto: nos abismamos en un horror indescriptible que no entendíamos ninguno de los dos.
Mírame a los ojos, mírame, la conjuraba a Eva, pero una y otra vez su mirada me era arrebatada; luego ella gritó aterrorizada y tembló con todo su cuerpo. No había salida. Afuera había ahora noche cerrada y el lago profundo, negro. En la hospedería se habían apagado todas las luces: la gente debía de haberse ido a dormir. Qué nos habrían dicho. Tal vez habrían avisado a la policía, y entonces todo iba a ser peor. Un escándalo por drogas… pensamientos insoportablemente atormentadores.
Ya no podíamos movernos del lugar. Allí estábamos encerrados por cuatro paredes de madera, cuyas ensambladuras despedían un resplandor infernal. La situación era cada vez más insufrible. De pronto se abrió la puerta y entró «algo terrible». Eva gritó a voz en cuello y se ocultó debajo de la manta. Otro grito. El horror era aun mucho peor debajo de la manta. ¡Mírame a los ojos! —le grité, pero ella agitaba sus ojos de un lado al otro, como enloquecida. Está enloqueciendo, pensé aterrorizado. En mi desesperación le así de los pelos, de modo que no pudiera apartar su cara de mí. En sus ojos vi una angustia terrible. Todo nuestro entorno era hostil y amenazador, como si nos quisiera asaltar en el instante siguiente. Tienes que proteger a Eva, tienes que hacerla llegar hasta la mañana, entonces el efecto cejará —me decía. Pero luego volvía a hundirme en un espanto sin límites. No había ya ni razón ni tiempo; parecía que este estado no acabaría jamás.
Los objetos del cuarto se habían convertido en muecas vivientes; todo sonreía burlonamente.
Los zapatos de Eva, a rayas amarillas y negras, que me habían parecido tan excitantes, los vi arrastrarse por el piso como dos avispas grandes y malignas. El grifo del agua sobre la pila se convirtió en una cabeza de dragón, cuyos ojos me observaban malvados. Recordé mi nombre, Jorge, y de pronto me sentí el caballero Jorge que debía combatir por Eva.
Los gritos de Eva me apartaron de estos pensamientos. Se agarró de mí bañada en sudor y temblando. Tengo sed, suspiró. Con un gran esfuerzo, sin soltarle la mano, logré alcanzarle un vaso de agua. Pero el agua parecía viscosa y formaba hilos, era venenosa, y no pudimos calmar nuestra sed. Los dos veladores brillaban con un resplandor extraño, con una luz infernal. El reloj dio las doce.
Esto es el infierno, pensé. No deben de existir ni el diablo ni los demonios pequeños…, pero los sentíamos dentro de nosotros, llenaban el espacio y nos martirizaban con un espanto inimaginable. ¿Ilusión, o no? ¿Alucinaciones, proyecciones? Preguntas sin importancia frente a la realidad, la angustia dentro de nuestro cuerpo y que nos agitaba: la angustia, ella era lo único que había. Recordé algunos pasajes del libro «Las Puertas de la Percepción», y me calmaron durante un instante. Miré a Eva, a ese ser lloriqueante, espantado, en su tormento, y sentí un hondo arrepentimiento y compasión. Se me había vuelto extraña; apenas la reconocía. Alrededor del cuello llevaba una fina cadena dorada con el medallón de María, madre de Dios. Era un regalo de su hermano menor. Sentí que de ese collar partía una radiación bondadosa y tranquilizadora, relacionada con el amor puro. Pero luego volvió a estallar el horror, como para nuestro aniquilamiento definitivo. Necesité toda mi fuerza para sostener a Eva. Delante de la puerta oía el fuerte y siniestro tic-tac del contador eléctrico, como si quisiera darme en el instante siguiente una noticia muy importante, mala, destructiva. De todos los rincones e intersticios volvió a salir burla, escarnio y maldad. De pronto, en medio de este suplicio, percibí a lo lejos el sonar de cencerros como una música maravillosa, alentadora. Pero pronto se hundieron en el silencio y volvieron a estallar la angustia y el terror. Del mismo modo que un náufrago espera el madero salvador deseé que las vacas se acercaran de nuevo a la casa. Pero todo siguió en silencio, y el tic-tac y zumbido amenazador del contador revoloteaba alrededor de nosotros como un insecto invisible y maléfico.
Por fin amaneció. Con gran alivio comprobé que penetraba la luz a través de las persianas. Ahora podía dejar a Eva librada a sí misma; se había tranquilizado. Agotada cerró los ojos y se durmió. Conmocionado y con una profunda tristeza, yo seguía sentado en el borde de la cama. Había perdido mi orgullo y mi altivez; de mí quedaba un puñado de miseria. Me miré en el espejo y me asusté: había envejecido diez años esa noche. Deprimido fijé mi vista en la luz del velador con su fea pantalla de hilos de plástico. De pronto la luz pareció adquirir mayor intensidad, y en los hilos de plástico todo comenzó a brillar y centellear; relumbraba como diamantes y piedras preciosas en todos los colores, y dentro de mí surgió un sentimiento avasallador de felicidad. Súbitamente desaparecieron la lámpara, la habitación y Eva, y me encontraba en un paisaje maravilloso, fantástico. Se lo podía comparar con el interior de una gigantesca nave de iglesia gótica, con infinitas columnas y arcos ojivales. Pero éstos no eran de piedra, sino de cristal. Columnas de cristal azuladas, amarillentas, lechosas y transparentes me rodeaban como árboles en un bosque ralo. Sus puntas y arcos se perdían en las alturas. Una luz clara apareció delante de mi ojo interno y desde la luz me habló una voz maravillosa y suave. No la oía con mi oído externo, sino que la percibía como pensamientos claros que surgen dentro de uno mismo.
Reconocí que en los horrores de la noche pasada había vivido mi propio estado: la egolatría. Mi egoísmo me había separado de los hombres y llevado a la soledad interior. Me había amado sólo a mí mismo, no al prójimo, sino al goce que podía proporcionarme. El mundo había existido únicamente para satisfacer mis ambiciones. Me había vuelto duro, frío y cínico. Eso, pues, había significado el infierno: egolatría y falta de amor. Por eso todo me había parecido extraño y ajeno, tan burlón y amenazador. Deshaciéndome en lágrimas me enseñaron que el verdadero amor significa la renuncia al egocentrismo, y que no es el deseo, sino el amor desinteresado el que construye el puente al corazón del prójimo. Ondas de un indecible sentimiento de felicidad inundaron mi cuerpo. Había experimentado la gracia de Dios. Pero ¿cómo era posible que resplandecía sobre mí justamente desde esta pantalla barata? —La voz interior contestó: Dios está en todo.
La experiencia a orillas del lago me ha dado la certeza de que fuera del perecedero mundo material existe una realidad espiritual eterna, que es nuestra verdadera patria. Ahora estoy en el camino del retorno.
Para Eva todo había sido una pesadilla. Nos separamos poco tiempo después.
Los apuntes siguientes, de un agente de publicidad de 25 años de edad, pertenecen al libro n.° 627 de la Editorial Ullstein, «LSD - Die Wunderdroge» («LSD - La Droga Maravillosa») de John Cashman. La hemos incluido en la presente selección de informes sobre el LSD, porque la secuencia de máxima felicidad después de visiones de terror, que se expresa en la vivencia de muerte y resurrección aquí descrita, es típica del desarrollo de muchos experimentos con LSD.
Mi primera experiencia con LSD se desarrolló en la casa de un amigo que me sirvió de guía. El ambiente me resultaba familiar, la atmósfera era cómoda y relajada. Tomé dos ampollas de LSD (200 microgramos), mezcladas con medio vaso de agua pura. El efecto de la droga duró casi once horas, a partir del sábado a las 20 hs. hasta poco antes de las 7 hs. de la mañana siguiente. Desde luego, no tengo posibilidades de comparación… pero estoy convencido de que ningún santo ha tenido visiones más sublimes o hermosas ni vivido un estado más dichoso de trascendencia que yo. Mi talento para comunicarles estas maravillas a otros es muy reducido; soy incapaz de hacerlo. Tendrá que bastar un bosquejo casero, mientras que en realidad haría falta la rica paleta de un gran pintor. Debo disculparme por el intento de expresar con débiles palabras la experiencia más impresionante de mi vida. Mi aire de superioridad al ver la falta de recursos de otros para explicarme sus propias visiones celestiales se ha convertido en la sonrisa sabia del conspirador —las experiencias comunes no necesitan palabras.
Mi primer pensamiento después de haber bebido el LSD fue que la droga no tiene ningún efecto. Me habían asegurado que unos treinta minutos después se presentarían los primeros síntomas: una comezón en la piel. No sentí comezón alguna. Formulé una observación al respecto, pero me contestaron que aguardara tranquilo el curso de los acontecimientos. Como no tenía nada mejor que hacer, miré fijamente el dial iluminado de la radio y meneé la cabeza al compás de una canción de moda que desconocía. Creo que pasaron unos minutos antes de que notara que la luz del dial variaba sus colores como un calidoscopio. Veía colores rojos y amarillos claros que acompañaban a los tonos agudos, y púrpura y violeta con los tonos graves. Me reí. No tenía idea de cuándo había comenzado el juego de colores. Sólo sabía que ahora era un acontecimiento. Cerré los ojos, pero los tonos de colores no desaparecieron. Estaba dominado por el extraordinario poder lumínico de los colores. Quería hablar, explicar lo que veía, describir los colores vibrantes, brillantes. Pero luego eso no me parecía tan importante. Mientras lo observaba, unos colores radiantes inundaban el cuarto y se disponían en capas horizontales al ritmo de la música. De pronto fui consciente de que los colores eran la música, pero este descubrimiento no pareció sorprenderme. Quise hablar de la música de colores, pero no pude proferir palabra alguna, sino sólo un balbuceo monosilábico, mientras que atravesaban mi conciencia con la velocidad de la luz unas impresiones polisilábicas. Entraron en movimiento las dimensiones del cuarto, se modificaban continuamente, se desplazaron primero formando un rombo tembloroso, luego se dilataron en un óvalo, como si alguien inflara la habitación con aire hasta que las paredes amenazaran con estallar. Me costaba concentrarme en los objetos. Se derretían en una nada turbia o salían volando al espacio; hacían excursiones en cámara lenta que me interesaban sobremanera. Quería mirar el reloj, pero las manecillas huían de mi mirada. Quería preguntar la hora, pero no lo hice. Estaba demasiado fascinado con lo que veía y oía: sonidos alegres y armónicos… caras únicas.
Estaba fascinado. No tengo idea de cuánto duró este éxtasis. Sólo sé que lo siguiente fue el huevo.
El huevo —grande, palpitante, verde brillante— ya estaba allí antes de que lo descubriera. Sentí que estaba. Estaba suspendido en medio del cuarto. Yo estaba embelesado con su tremenda belleza, pero temía que pudiera caerse al suelo y romperse. Pero antes que pudiera completar este pensamiento el huevo se disolvió y descubrió una gran flor colorida. Jamás había visto una flor así. Pétalos de increíble delicadeza se abrían en el espacio y esparcían los colores más hermosos en todas las direcciones. Sentía los colores y los oía cuando acariciaban mi cuerpo, frescos y tibios, sonantes y aflautados.
El primer sentimiento de miedo sobrevino después, cuando el centro de la flor fue comiéndose lentamente los pétalos. Era negro y brillante y parecía estar formado por las espaldas de innumerables hormigas. Se comía los pétalos con una lentitud torturadora. Quise gritar que lo dejara o se apresurara. Me daba pena ver extinguirse lentamente estos hermosos pétalos, como si los devorara una enfermedad insidiosa. Luego, en una iluminación repentina, reconocí con espanto que esta cosa negra estaba deglutiéndome a mí. ¡Yo era la flor, y este algo extraño y reptante estaba devorándome! Grité o chillé; no lo recuerdo exactamente. La angustia y el asco desplazaron todo lo demás. Oí que mi guía decía: «Tranquilo, acompáñame, no te apoyes, acompáñame». Intenté seguir su consejo, pero esta asquerosa cosa negra me causaba tal repugnancia que grité: «¡No puedo! ¡Por Dios, ayúdame!». La voz me calmó y consoló: «Déjalo llegar. Todo está bien. No tengas miedo. Acompáñame y no te resistas».
Sentí que me disolvía en esta horrible aparición. Mi cuerpo se derretía en olas, se unía con el núcleo de este algo negro, y mi espíritu era liberado del yo, de la vida e incluso de la muerte. En un único momento de claridad total reconocí que era inmortal. Pregunté: «¿Estoy muerto?». Pero esta pregunta no tenía sentido. De pronto hubo luz radiante y la belleza resplandeciente de la unidad. Todo estaba lleno de esta luz, luz blanca de una claridad indescriptible. Yo estaba muerto, y había nacido, y todo era un encanto puro y sagrado. Mis pulmones estallaban en el alegre cántico del ser. Era unidad y vida, y el amor sagrado que llenaba mi ser era ilimitado. Mi conciencia era aguda y universal. Vi a Dios y al diablo y a todos los santos, y reconocí la verdad. Sentí que salía volando al cosmos, ingrávido y sin ataduras, liberado, para bañarme en el resplandor bienaventurado de las apariciones celestiales.
Quería dar gritos de júbilo, cantar acerca de la nueva vida y el sentimiento y la forma. Sabía y entendía todo lo que puede saberse y entenderse. Era inmortal, más sabio que la sabiduría y capaz del amor que supera a todo amor. Cada uno de los átomos de mi cuerpo y de mi alma había visto y sentido a Dios. El mundo era calidez y bondad. No había tiempo ni lugar ni yo. Sólo existía la armonía cósmica. Todo estaba en la luz blanca. Con cada fibra de mi ser sabía que esto era así.
Incorporé esta iluminación dentro de mí y me entregué a ella por completo. Cuando comenzó a empalidecer me sentí impelido a retenerla, y me resistí obstinado a la invasión de la realidad de espacio y tiempo. Para mí las realidades de nuestra limitada existencia ya no eran válidas. Había visto las verdades últimas, y no podrían subsistir otras frente a ellas. Mientras me retornaban lentamente al reino despótico de los relojes, agendas y pequeñas maldades, intenté informar sobre mi viaje, mi iluminación, el susto, la belleza, todo. Debo de haber balbuceado como un demente. Mis pensamientos se arremolinaban con una velocidad impresionante, y mis palabras no lograban guardar el paso. Mi guía sonrió y dijo que había comprendido.
La selección anterior de informes sobre «viajes al cosmos del alma», por variadas que sean las experiencias que abarca, no permite dar una imagen completa de toda la amplia gama de reacciones ante el LSD, y que incluye desde sublimes experiencias espirituales, religiosas y místicas hasta graves perturbaciones psicosomáticas. Así se han descrito casos de sesiones con LSD, en las que la estimulación de la fantasía y de la experiencia visionaria, tal como se expresa en los protocolos e informes sobre el LSD aquí presentados, quedó totalmente ausente y la persona en ensayo se encontró todo el tiempo en un estado de horrible malestar físico y psíquico, o tuvo incluso la sensación de estar gravemente enferma.
También son contradictorios los informes sobre la influencia que el LSD ejerce sobre la vivencia sexual. Dado que el estímulo de todas las percepciones sensoriales es un rasgo esencial de los efectos del LSD, la embriaguez de los sentidos del acto sexual puede sufrir una intensificación insospechada. Pero también se han descrito casos en los que el LSD no condujo al esperado paraíso erótico, sino a un purgatorio o incluso al infierno de una terrible extinción de toda sensación y al vacío mortal.
Sólo en el LSD y los alucinógenos emparentados con él se encuentra tal variedad y contraste en las reacciones frente a una droga. La explicación de este hecho se encuentra en la complejidad y variabilidad de la estructura profunda anímico-espiritual del hombre, en la que el LSD logra penetrar y llevarla en la experiencia a la imagen.