La primera investigación sistemática del LSD en el ser humano fue realizada por el Dr. med. Werner A. Stoll, un hijo del profesor Arthur Stoll, en la clínica psiquiátrica de la universidad de Zurich y publicada en 1947 en el Schweizer Archiv für Neurologie und Psychiatrie (Archivo Suizo de Neurología y Psiquiatría) bajo el título de «La dietilamida del ácido lisérgico, un phantasticum del grupo del cornezuelo de centeno».
La prueba se realizó tanto con personas sanas cuanto con esquizofrénicas. Las dosis eran mucho menores que en mi autoensayo con 0,25 mg de tartrato de LSD; se emplearon sólo 0,02-0,13 mg. Los sentimientos durante la embriaguez de LSD fueron aquí predominantemente eufóricos, mientras que en mí, a consecuencia de la sobredosis, se habían caracterizado por graves síntomas secundarios y temor al desenlace incierto.
En esta publicación fundamental ya se describían científicamente todos los síntomas de la embriaguez lisérgica y se caracterizaba la nueva sustancia activa como un phantasticum. La cuestión de la acción terapéutica del LSD quedaba en suspenso. Se destacaba, en cambio, la elevadísima eficacia del LSD, que se mueve en dimensiones como las que se suponen para unas sustancias —traza que están presentes en el organismo y son las causantes de determinadas enfermedades mentales. Dada la enorme eficacia del LSD, esta primera publicación ya tomaba en consideración, asimismo, la posibilidad de aplicarlo como instrumento de investigación psiquiátrica.
En su publicación, W. A. Stoll dio también una amplia descripción de su propia experiencia con LSD. Como se trata de la primera publicación del autoensayo de un psiquiatra, y muestra muchos rasgos característicos de la embriaguez del LSD, conviene reproducirla aquí, un poco abreviada. Le agradezco a su autor el permitir la reproducción de su informe.
A las 8.00 horas ingerí 60 (0,06 miligramos) de LSD. Unos 20 minutos más tarde se presentaron los primeros síntomas: pesadez en los miembros, suaves indicios atáxicos. Comenzó una fase subjetivamente muy desagradable de malestar generalizado, paralela a la hipotensión objetivamente medida…
Luego se presentó cierta euforia, que sin embargo me parecía menor que en un ensayo anterior. Aumentó la ataxia; caminé con largos pasos «navegando» por la habitación. Me sentí un poco mejor, pero preferí acostarme.
Después de dejar la habitación a oscuras (experimento de oscuridad), se presentó —en medida creciente— una experiencia desconocida de inimaginable intensidad. Se caracterizaba por una increíble variedad de alucinaciones ópticas, que surgían y desaparecían muy rápidamente, para dar paso a formaciones nuevas. Era un alzarse, circular, burbujear, chisporrotear, llover, cruzarse y entrelazarse en un torrente incesante.
El movimiento parecía fluir hacia mí predominantemente desde el centro o la esquina inferior izquierda de la imagen. Cuando se dibujaba una forma en el centro, simultáneamente el resto del campo visual estaba lleno de un sinnúmero de esas imágenes. Todas eran coloridas; predominaban el rojo brillante, el amarillo y el verde.
Nunca lograba detenerme en una imagen. Cuando el director del ensayo remarcaba mi vasta fantasía, la riqueza de mis indicaciones, no podía menos que sonreírme compasivamente. Sabía que podía fijar sólo una fracción de las imágenes, y mucho menos darles un nombre. Tenía que obligarme a describir. La caza de colores y formas, para los que conceptos como fuegos artificiales o calidoscopio eran pobres y nunca suficientes, despertó en mí la creciente necesidad de profundizar en este mundo extraño y fascinante; la superabundancia me llevaba a dejar actuar esta riqueza inimaginable sobre mí sin más ni más.
Al principio las alucinaciones eran del todo elementales: rayos, haces de rayos, lluvia, aros, torbellinos, moños, sprays, nubes, etc., etc. Luego aparecieron también imágenes más organizadas: arcos, series de arcos, mares de techos, paisajes desérticos, terrazas, fuegos con llamas, cielos estrellados de una belleza insospechada. Entre estas formaciones organizadas reaparecían también las elementales que habían prevalecido al comienzo. En particular recuerdo las siguientes imágenes:
—Una fila de elevados arcos góticos, un coro inmenso, sin que se vieran las partes de abajo.
—Un paisaje de rascacielos, como se lo conoce de la entrada al puerto de Nueva York; torres apiladas una detrás de otra y una al lado de otra, con innumerables series de ventanas. Nuevamente faltaba la base.
—Un sistema de mástiles y cuerdas, que me recordaba una reproducción de pinturas (el interior de una tienda de circo) vista el día anterior.
—Un cielo de atardecer con un azul increíblemente suave sobre los techos oscuros de una ciudad española. Sentí una extraña expectativa, estaba contento y notablemente dispuesto a las aventuras. De pronto las estrellas resplandecieron, se acumularon y se convirtieron en una densa lluvia de estrellas y chispas que fluía hacia mí. La ciudad y el cielo habían desaparecido.
—Estaba en un jardín; a través de una reja oscura veía caer refulgentes luces rojas, amarillas y verdes. Era una experiencia indescriptiblemente gozosa.
Lo esencial era que todas las imágenes estaban construidas por incalculables repeticiones de los mismos elementos: muchas chispas, muchos círculos, muchos arcos, muchas ventanas, muchos fuegos, etc. Nunca vi algo solo, sino siempre lo mismo infinitas veces repetido.
Me sentí identificado con todos los románticos y fantaseadores, pensé en E.T.A. Hoffman, vi al Malstrom de Poe, pese a que en su momento esa descripción me había parecido exagerada. A menudo parecía hallarme en las cimas de la vivencia artística, me abandonaba al goce de los colores del altar de Isenheim y sentía lo dichoso y sublime de una visión artística. También debo de haber hablado repetidas veces de arte moderno; pensaba en cuadros abstractos que de pronto parecía comprender. Luego, las impresiones eran extremadamente cursis, tanto por sus formas cuanto por su combinación de colores. Me vinieron a la mente las decoraciones más baratas y horribles de lámparas y cojines de sofá. El ritmo de pensamientos se aceleró. Pero no me parecía tan veloz que el director del ensayo no pudiera seguirme. A partir del puro intelecto por cierto sabía que lo estaba apurando. Al principio se me ocurrían rápidamente denominaciones adecuadas. Con la creciente aceleración del movimiento se fue haciendo imposible terminar de pensar una idea. Muchas oraciones las debo de haber comenzado solamente…
En general fracasaba el intento de concentrarme en determinadas imágenes. Incluso se presentaban cuadros en cierto sentido contradictorios: en vez de una iglesia, rascacielos; en vez de una cadena montañosa, un vasto desierto.
Creo haber calculado bien el tiempo transcurrido. No fui muy crítico al respecto, puesto que esta cuestión no me interesaba en lo más mínimo.
El estado de ánimo era de una euforia consciente. Gozaba con la situación, estaba contento y participaba muy activamente en lo que me sucedía. De a ratos abría los ojos. La tenue luz roja resultaba mucho más misteriosa que de costumbre. El director del ensayo, que escribía sin cesar, me parecía muy lejano. A menudo tenía sensaciones físicas peculiares. Creía, por ejemplo, que mis manos descansaban sobre algún cuerpo; pero no estaba seguro de que fuera el mío.
Terminado este primer ensayo de oscuridad comencé a caminar por el cuarto. Mi andar era vacilante y volví a sentirme peor. Tenía frío y le agradecí al director que me envolviera en una manta. Me sentía abandonado, no afeitado y sin lavar. El cuarto parecía ajeno y lejano. Luego me senté en la silla del laboratorio, y pensaba continuamente que estaba sentado como un pájaro en una estaca.
El director del ensayo recalcó mi mal aspecto. Parecía extrañamente delicado. Yo mismo tenía manos pequeñas y sutiles. Cuando me las lavé, ello ocurrió lejos de mí, en algún sitio abajo a la derecha. Era dudoso que fueran las mías, pero ello carecía de importancia.
En el paisaje que me era bien conocido parecía haber cambiado una cantidad de cosas. Al lado de lo alucinado pude ver al principio también lo real. Luego eso ya no fue posible, aunque seguía sabiendo que la realidad era distinta…
Un cuartel y el garage situado delante a la izquierda de pronto se convirtió en un paisaje de ruinas derribadas a cañonazos. Vi escombros de paredes y vigas salientes, sin duda desencadenados por el recuerdo de las acciones de guerra habidas en esta zona.
En el campo regular, extenso, veía sin cesar unas figuras que traté de dibujar, sin poder superar los primeros trazos burdos. Era una ornamentación inmensamente rica, en flujo continuo. Sentí recordar todo tipo de culturas extrañas, vi motivos mejicanos, hindúes. Entre un enrejado de maderitas y enredaderas aparecían pequeñas muecas, ídolos, máscaras, entre los que curiosamente de pronto se mezclaban «Manöggel» (hombrecillos de cuentos) infantiles. El ritmo era ahora menor que durante el ensayo de oscuridad.
La euforia se había perdido; me deprimí, lo cual se mostró especialmente en un segundo ensayo de oscuridad. Mientras que en el primer ensayo de oscuridad las alucinaciones se habían sucedido con la mayor velocidad en colores claros y luminosos, ahora predominaban el azul, el violeta, el verde oscuro. El movimiento de las figuras mayores era más lento, más suave, más tranquilo, si bien sus contornos estaban formados por una llovizna de «puntos elementales» que giraban y fluían a gran velocidad. Mientras que en el primer ensayo de oscuridad el movimiento a menudo se dirigía hacia mí, ahora a menudo se alejaba de mí, hacia el centro del cuadro, donde se dibujaba una abertura succionadora. Veía grutas con paredes fantásticamente derrubiadas y cuevas de estalactitas y estalagmitas, y me acordé del libro infantil «En el reino maravilloso del rey de la montaña». Se combaban tranquilos sistemas de arcos. A la derecha apareció una serie de techos de cobertizos y pensé en una cabalgata vespertina durante el servicio militar. Se trataba significativamente de un cabalgar a casa. Allí no había nada de gana de partir ni de sed de aventuras. Me sentía protegido, envuelto en maternidad, estaba tranquilo. Las alucinaciones ya no eran excitantes, sino suaves y amansadoras. Un poco más tarde tuve la sensación de poseer yo mismo fuerza maternal; sentía cariño, deseos de ayudar y hablaba de manera muy sentimental y cursi sobre la ética médica. Así lo reconocí y pude dejar de hacerlo.
Pero el estado de ánimo depresivo continuó. Repetidas veces intenté ver cuadros claros y alegres. Era imposible; surgían únicamente formaciones oscuras, azules y verdes. Quería imaginarme fuegos lucientes como en el primer ensayo de oscuridad. Y vi fuegos: pero eran holocaustos en la almena de un castillo nocturno en una pradera otoñal. Una vez logré divisar un grupo luminoso de chispas que se elevaba; pero a media altura se convirtió en un grupo de pavones oscuros que pasaba tranquilamente. Durante el ensayo estuve muy impresionado de que mi estado de ánimo guardara una interrelación tan estrecha e inquebrantable con el tipo de alucinaciones.
Durante el segundo ensayo de oscuridad observé que los ruidos casuales y luego también los emitidos adrede por el director del ensayo producían modificaciones sincrónicas de las impresiones ópticas (sinestesias). Asimismo, una presión ejercida sobre el globo ocular provocaba cambios en la visión.
Hacia fines del segundo ensayo de oscuridad me fijé en fantasías sexuales, que estaban, sin embargo, ausentes por completo. No podía sentir deseo sexual alguno. Quise imaginarme una mujer; sólo apareció una escultura abstracta moderno-primitiva, que no producía ningún efecto erótico y cuyas formas fueron asumidas y reemplazadas inmediatamente por círculos y lazos movedizos.
Tras concluir el segundo ensayo de oscuridad me sentí obnubilado y con malestar físico. Transpiraba, estaba cansado. Gracias a Dios, no necesitaba ir hasta la cantina para comer. La laborante que nos trajo la comida me pareció pequeña y lejana, dotada de la misma y extraña delicadeza que el director del ensayo…
Hacia las 15 horas me sentí mejor, de modo que el director pudo continuar con sus tareas. Con dificultades, comencé a estar en condiciones de redactar yo mismo el protocolo. Estaba sentado a la mesa, quería leer, pero no podía concentrarme. Me sentía como un personaje de cuadros surrealistas, cuyos miembros no están unidos al cuerpo, sino que están sólo pintados a su lado…
Estaba deprimido, y por interés pensé en la posibilidad de mi suicidio. Con algún susto comprobé que tales pensamientos me resultaban extrañamente familiares. Me parecía peculiarmente comprensible que un individuo depresivo se suicide…
En el camino a casa y a la noche volví a estar eufórico y pleno de los acontecimientos de la mañana. Sin saberlo, lo experimentado me había causado una impresión indeleble. Me parecía que un período completo de mi vida se había concentrado en unas pocas horas. Me seducía repetir el intento.
Al día siguiente mi pensar y actuar fue incitante, me costaba un gran esfuerzo concentrarme, todo me daba igual… Este estado voluble, levemente ensoñado, continuó por la tarde. Tenía dificultades para informar más o menos ordenadamente acerca de una tarea simple. Crecía un cansancio general y la sensación de que volvía a situarme en la realidad.
Al segundo día después del ensayo mi naturaleza era indecisa… Depresión suave pero clara durante toda la semana, cuya relación con el LSD, desde luego, era sólo mediata.
El cuadro de acción del LSD, tal como se ofrecía después de estas primeras investigaciones, no era nuevo para la ciencia. Concordaba en gran medida con el de la mescalina, un alcaloide ya investigado a comienzos de siglo. La mescalina es la sustancia psicoactiva contenida en el cactus mejicano Lophophora Williamsii (sinónimo: Anhalonium Lewinii). Ya en época precolombina, y aún hoy día, los indios comen este cactus como droga sagrada en el marco de ceremonias religiosas. En su monografía «Phantastica» (Edit. Georg Stilke, Berlín, 1924), L. Lewin ha descrito ampliamente la historia de esta droga que los aztecas designaban peyotl. El alcaloide mescalina fue aislado por A. Heffter a partir del cactus en 1896, y en 1919 E. Späth elucidó su estructura química y la sintetizó. Era el primer alucinógeno o phantasticum (como Lewin designó este tipo de sustancia activa) en forma de sustancia pura, con el que podían estudiarse modificaciones químicamente provocadas de las percepciones sensoriales, alucinaciones y cambios en la conciencia. En los años veinte se realizaron vastos experimentos con animales y ensayos con seres humanos, sobre los que K. Beringer dio una visión de conjunto en su escrito Der Meskalinrausch (La embriaguez de mescalina), Edit. Julius Springer, Berlín, 1927. Dado que estas investigaciones no mostraban una aplicabilidad terapéutica de la mescalina, esta sustancia activa dejó de suscitar interés.
Con el descubrimiento del LSD la investigación de los alucinógenos cobró nuevo impulso. Lo novedoso del LSD frente a la mescalina era la elevada eficacia, que se movía en otro orden. A la dosis activa de 0,2-0,5 g. de mescalina se contrapone la de 0,00002-0,0001 g. de LSD, es decir que el LSD es 5.000-10.000 veces más activo que la mescalina.
Esta actividad tan elevada del LSD entre los psicofármacos no sólo tiene una importancia cuantitativa, sino que es también una característica cualitativa de esta sustancia, porque en ella se expresa una acción muy específica, es decir, dirigida, sobre la psique humana. También puede deducirse de esto que el LSD ataca centros capitales de regulación de las funciones psíquicas y espirituales.
Los efectos psíquicos del LSD, generados por cantidades tan ínfimas de sustancia, son demasiado significativos y multiformes para que puedan explicarse a través de cambios tóxicos de las funciones cerebrales. Si sólo se tratara de un efecto tóxico en el cerebro, las experiencias con LSD no tendrían una importancia psicológica y psiquiátrica, sino sólo psicopatológica. Más bien deben de cumplir un papel las modificaciones en la conductibilidad de los nervios y la influencia en la actividad de las sinapsis, que han sido demostradas experimentalmente. De este modo podría lograrse también una influencia sobre el sistema sumamente complejo de conexiones transversales y sinapsis entre los miles de millones de células cerebrales en el que se fundan las actividades psíquicas y espirituales superiores. Habrá que investigar en esta dirección para explicar el profundo efecto del LSD.
De las cualidades de acción del LSD resultaban numerosas posibilidades de aplicación médico-psiquiátrica, ya señaladas por W. A. Stoll en su citado estudio fundamental. Por eso, Sandoz puso la nueva sustancia activa a disposición de los institutos de investigación y del cuerpo médico, en forma de preparado experimental con el nombre de marca de «Delysid» (del alemán, D-Lysergsäure-diäthylamid) que yo había propuesto. El prospecto adjunto describía esas posibilidades de aplicación y daba las medidas de precaución correspondientes.
La aplicación del LSD para el relajamiento anímico en la psicoterapia analítica se basa sobre todo en los efectos consignados a continuación.
En la embriaguez lisérgica la imagen cotidiana del mundo experimenta una profunda transformación y sacudida. Con esto se puede conectar una relajación o incluso supresión de la barrera yo/tú. Ambas sirven para que los pacientes que estén empantanados en una problemática egocéntrica puedan desprenderse de su fijación y su aislamiento, establecer así un mejor contacto con el médico y ser más abiertos a la influencia psicoterapéutica. En el mismo sentido se traduce una mayor influenciabilidad bajo los efectos del LSD.
Otra característica importante, psicoterapéuticamente valiosa de la embriaguez del LSD, consiste en que los contenidos de experiencias olvidadas o reprimidas a menudo vuelven a la conciencia. Si se trata de los acontecimientos traumáticos buscados en el psicoanálisis bajo la influencia del LSD, se revivieron recuerdos incluso de la primera infancia. No se trata aquí de un recordar común, sino de un verdadero revivir, no de réminiscence, sino de réviviscence, como lo ha formulado el psiquiatra francés Jean Delay.
El LSD no actúa como un verdadero medicamento, sino que cumple el papel de un recurso medicamentoso en el marco de un tratamiento psicoanalítico y psicoterapéutico, capaz de dar una mayor eficacia y una menor duración a dicho tratamiento. Con esta función se lo aplica de dos formas distintas.
Uno de los procedimientos, desarrollado en clínicas europeas y conocido como terapia psicolítica, se caracteriza por la administración de dosis medias de LSD durante varios días de tratamiento separados por intervalos. Las experiencias de LSD se elaboran en la posterior conversación de grupo y en una terapia de expresión a través del dibujo y la pintura. El término «terapia psicolítica» (psycholytic therapy) fue acuñado por Ronald A. Sandison, terapeuta inglés de la corriente de Jung y pionero de la investigación clínica del LSD. La raíz lysis indica la disolución de tensiones o conflictos en la psique humana.
En el segundo procedimiento, la terapia preferida en los EE.UU., después de la correspondiente preparación espiritual intensa del paciente se le administra una dosis única, muy fuerte (0,3-0,6 miligramos) de LSD. En este método, designado «terapia psicodélica» (psychedelic therapy), se trata de desencadenar mediante una reacción de shock de LSD una experiencia místico-religiosa. Ésta ha de servir en el tratamiento psicoterapéutico subsiguiente como punto de partida para una reestructuración y cura de la personalidad del paciente. La denominación de psychedelic, que puede traducirse como «descubridor o revelador del alma», fue introducida por Humphry Osmond, un pionero de la investigación del LSD en los Estados Unidos.
El aprovechamiento del LSD como recurso medicamentoso en psicoanálisis y psicoterapia se basa en efectos opuestos a los que provocan los psicofármacos del tipo de los tranquilizantes. Mientras que éstos más bien tapan los problemas y conflictos del paciente, de modo que parezcan menos graves e importantes, el LSD, por el contrario, los pone al descubierto; el paciente los vive con mayor intensidad, con lo cual los conoce con mayor nitidez y se tornan más accesibles al tratamiento psicoterapéutico.
La utilidad práctica y el éxito del apoyo medicamentoso del psicoanálisis y la psicoterapia mediante el LSD aún son materia de discusión entre los círculos profesionales. Pero lo mismo vale para otros procedimientos empleados en psiquiatría, como el electroshock, la insulinoterapia o la psicoquirurgia, cuya aplicación encierra, además, un riesgo mucho mayor que la de LSD. El empleo de LSD en condiciones apropiadas puede considerarse prácticamente inocuo.
Numerosos psiquiatras piensan que la rápida vuelta a la conciencia de experiencias olvidadas o reprimidas, que ha podido observarse a menudo como resultado de la acción del LSD, no es una ventaja sino una desventaja. Opinan que no alcanza el tiempo necesario para la elaboración psicoterapéutica, y que en consecuencia el efecto curativo es menos duradero que con una lenta concienciación de las vivencias traumáticas y su tratamiento escalonado.
Tanto la terapia psicolítica cuanto, y especialmente, la psicodélica, exigen una preparación a fondo del paciente para la experiencia de LSD; no debe atemorizarse con lo desacostumbrado, extraño. También es importante la selección de los pacientes, puesto que no todas las clases de perturbaciones psíquicas responden igual de bien a estos tratamientos. Por lo tanto, una aplicación exitosa del psicoanálisis y la psicoterapia apoyados por el LSD presupone unos conocimientos y unas experiencias especiales.
Éstas incluyen también autoensayos del psiquiatra, cuya utilidad había señalado ya W. A. Stoll. La experiencia personal le permite al médico formarse una idea inmediata de los extraños mundos de la embriaguez del LSD, y tan sólo eso le posibilita comprender verdaderamente estos fenómenos en sus pacientes, interpretarlos con un análisis correcto y aprovecharlos plenamente.
Los pioneros en el empleo de LSD como auxiliar medicamentoso en psicoanálisis y psicoterapia que merecen citarse en primer lugar son A. K. Busch y W. C. Johnson, S. Cohen y B. Eisner, H. A. Abramson, H. Osmond, A. Hoffer, en los Estados Unidos; R. A. Sandison, en Inglaterra; W. Frederking, H. Leuner, en Alemania; G. Roubicek y St. Grof en Checoslovaquia.
La segunda indicación del prospecto de Sandoz sobre Delysid para el LSD se refiere a su aplicación en exámenes experimentales sobre la naturaleza de la psicosis. Se basa en el hecho de que los estados psíquicos excepcionales creados experimentalmente con LSD en personas sanas se parecen a algunas manifestaciones en ciertas enfermedades mentales. Sin embargo, la opinión sustentada en algunas partes al comienzo de la investigación del LSD, de que en la embriaguez de LSD se estaba en presencia de una suerte de «psicosis modelo», se fue dejando de lado, porque unas amplias investigaciones comparativas dieron como resultado que existen diferencias sustanciales entre las formas en que se manifiestan las psicosis y la experiencia de LSD. Con todo, el modelo de LSD permite estudiar desviaciones del estado psíquico y mental normal y las modificaciones bioquímicas y electrofisiológicas que suponen. Posiblemente así podamos formarnos una idea más acabada de la naturaleza de las psicosis. Según algunas teorías, determinadas enfermedades mentales podrían estar provocadas por productos psicotóxicos finales del metabolismo, que ya en cantidades mínimas pueden modificar la función de las células del cerebro. En el LSD se ha encontrado una sustancia que no aparece en el organismo humano, pero cuya existencia y acción muestran que podría haber productos finales anormales del metabolismo que provoquen perturbaciones mentales aunque no haya más que trazas de estos productos. Con ello, la concepción de la génesis bioquímica de determinadas enfermedades mentales ha encontrado un nuevo apoyo, y se ha visto estimulada la investigación en este sentido.
Una aplicación medicinal de LSD, que toca los fundamentos de la ética médica, es su administración a moribundos. Se basa en observaciones realizadas en clínicas americanas: muestran que los dolores muy fuertes de enfermos de cáncer que ya no respondían a analgésicos convencionales, eran atenuados o eliminados totalmente por el LSD. Es posible que no se trate aquí de una acción analgésica en el verdadero sentido. La desaparición del dolor debe producirse más bien porque el paciente sometido a la influencia del LSD se separa psíquicamente de su cuerpo hasta tal punto que el dolor físico ya no penetra en su conciencia. También en esta aplicación del LSD son decisivos para el éxito del tratamiento la preparación y el esclarecimiento del paciente respecto del tipo de experiencias y de transformaciones que le aguardan. En muchos casos fue también benéfica la conducción de los pensamientos hacia cuestiones religiosas, realizada por un sacerdote o por un psicoterapeuta. Hay numerosos informes sobre pacientes quienes liberados del dolor en su lecho de muerte, fueron partícipes de una comprensión profunda de la vida y de la muerte, en el éxtasis provocado por el LSD. Luego, reconciliados con su destino, aguardaron su última hora terrenal sin temor y en paz.
Las experiencias habidas hasta ahora en el terreno de la administración de LSD a enfermos de muerte se recopilaron en el libro The Human encounter with Death, de St. Grof y J. Halifax (E. P. Dutton, Nueva York, 1977)[5]. Junto a E. Kart, S. Cohen y W. A. Pahnke, estos autores son algunos de los pioneros de esta aplicación del LSD.
La última publicación detallada acerca del empleo del LSD en psiquiatría, en la que se procede a una interpretación crítica de la experiencia del LSD a la luz de las concepciones de Freud y Jung, así como los del análisis del «Dasein» (existencia), pertenece también al psiquiatra checo St. Grof, emigrado a los EE.UU.: Realms of the Human Unconscious. Observations from LSD Research (El inconsciente humano. Observaciones sobre los estudios con LSD) (The Viking Press, Nueva York, 1975).