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Cómo nació el LSD

Dans les champs de l’observation le hasard ne favorise que les esprits préparés[1]

LOUIS PASTEUR

Una y otra vez se dice y escribe que el descubrimiento del LSD fue casual. Ello es cierto sólo en parte, pues se lo elaboró en el marco de una investigación planificada, y tan sólo más tarde intervino el azar: cuando el LSD ya tenía cinco años experimenté sus efectos en carne propia… mejor dicho, en espíritu propio.

Si recorro en el pensamiento mi trayectoria profesional, para averiguar todas las decisiones y todos los acontecimientos que dirigieron finalmente mi actividad a ese terreno de investigación en el que sinteticé el LSD, ello me lleva hasta la elección del lugar de trabajo al concluir mis estudios de química: si en algún momento hubiera tomado otra decisión, muy probablemente jamás se habría creado esa sustancia activa que con el nombre de LSD adquirió fama universal. Al narrar la historia del nacimiento del LSD, debo hacer, por tanto, una breve referencia a mi carrera de químico, a la que se halla indisolublemente ligada.

Tras la conclusión de mis estudios de química en la universidad de Zurich, ingresé en la primavera de 1929 en el laboratorio de investigación químico-farmacéutica de la empresa Sandoz de Basilea, como colaborador del profesor Dr. Arthur Stoll, fundador y director de la sección farmacéutica. Elegí este puesto de trabajo porque aquí se me ofrecía la oportunidad de ocuparme en sustancias naturales. Por eso también deseché las ofertas de otras dos empresas de la industria química de Basilea que se dedicaban a la síntesis química.

Primeros trabajos químicos

Mi preferencia por la química de los reinos animal y vegetal había ya determinado el tema de mi tesis doctoral, dirigida por el profesor Paul Karrer. Mediante el jugo gástrico del caracol común había logrado por vez primera la descomposición enzimática de la quitina, la materia esquelética que forma la caparazón, las alas y pinzas de los insectos, los cangrejos y otros animales inferiores. A partir del producto de escisión obtenido en la desintegración, un azúcar nitrogenado, podía deducirse la estructura química de la quitina, que es análoga a la de la celulosa, la materia esquelética vegetal. Este importante resultado de la investigación, que duró sólo tres meses, condujo a una tesis doctoral calificada con «sobresaliente».

Cuando ingresé en la empresa Sandoz, la plantilla de la sección químico-farmacéutica era aún muy modesta. Había cuatro licenciados en química en la sección investigación y tres en la de producción.

En el laboratorio de Stoll encontré una actividad que, como químico investigador, me satisfacía mucho. El profesor Stoll se había planteado el objetivo de aislar, con métodos cuidadosos, los principios activos indemnes de plantas medicinales probadas, y de presentarlos en forma pura. Ello es especialmente conveniente en el caso de plantas medicinales cuyas sustancias activas se descomponen fácilmente y cuyo contenido de sustancias activas está sometido a grandes fluctuaciones, lo cual se contradice con una dosificación exacta. Si en cambio se tiene la sustancia activa en forma pura, está dada la condición para la producción de un preparado farmacéutico estable y exactamente dosificable con la balanza. A partir de tales consideraciones, Stoll había iniciado el análisis de drogas vegetales bien conocidas y valiosas como el digital (Digitalis), la escila (Scilla maritima) y el cornezuelo de centeno (Secale cornutum), pero hasta entonces sólo habían encontrado una aplicación restringida en la medicina, debido a su fácil descomposición y a su dosificación insegura.

Los primeros años de mi actividad en el laboratorio Sandoz estuvieron dedicados casi exclusivamente a la investigación de las sustancias activas de la escila. Quien me introdujo en este campo fue el Dr. Walter Kreis, uno de los primeros colaboradores del profesor Stoll. Existían ya en forma pura los componentes activos más importantes de la escila. El Dr. Kreis, con una extraordinaria pericia experimental, había llevado a cabo el aislamiento, así como la representación pura, de las sustancias contenidas en la digitalis lanata.

Las sustancias activas de la escila pertenecen al grupo de los glicósidos (sustancias sacaríferas) cardioactivas, y sirven, igual que las del digital, para el tratamiento del debilitamiento del miocardio. Los glicósidos cardíacos son sustancias altamente activas. Sus dosis terapéutica (curativa) y tóxica (venenosa) están tan próximas, que es muy importante una dosificación exacta con la ayuda de las sustancias puras.

Al comienzo de mis investigaciones, Sandoz había introducido en la terapia un preparado farmacéutico que contenía glicósidos de la escila, pero la estructura química de estas sustancias activas era aún totalmente desconocida a excepción de la parte del azúcar.

Mi principal contribución en la investigación de la escila, en la que participé con gran entusiasmo, consistía en el esclarecimiento de la estructura química de la sustancia fundamental de los glicósidos de la escila, de lo cual surgió, por una parte, la diferencia respecto de los glicósidos del digital, y, por otra, el parentesco estructural estrecho con las sustancias tóxicas de las glándulas cutáneas de los sapos. Estos trabajos concluyeron, por el momento, en 1935.

A la búsqueda de un nuevo campo de actividades pedí al Dr. Stoll autorización para retomar las investigaciones sobre los alcaloides del cornezuelo de centeno, que él había iniciado en 1917 y que ya en 1918 habían llevado a aislar la ergotamina. La ergotamina, descubierta por Stoll, fue el primer alcaloide obtenido en forma químicamente pura a partir del cornezuelo de centeno. Pese a que la ergotamina ocupó muy pronto un sitio destacado entre los medicamentos, con su aplicación hemostática en los partos y como medicamento contra la migraña, la investigación química del cornezuelo de centeno se había detenido, en los laboratorios Sandoz, después de la obtención de la ergotamina pura y de su fórmula química aditiva. Pero en el ínterin, durante la década del treinta, unos laboratorios ingleses y americanos habían comenzado a determinar la estructura química de alcaloides del cornezuelo de centeno. Se había descubierto allí además un nuevo alcaloide soluble en agua, que podía aislarse también de la lejía madre de la fabricación de ergotamina. Por eso juzgué que había llegado el momento de retomar el procesamiento químico de los alcaloides del cornezuelo de centeno, si Sandoz no quería correr el peligro de perder su puesto destacado en el sector de los medicamentos, que ya entonces era muy importante.

El profesor Stoll estuvo de acuerdo con mi pedido, pero observó: «Le prevengo contra las dificultades con que se encontrará al trabajar con alcaloides del cornezuelo de centeno. Se trata de sustancias sumamente delicadas, de fácil descomposición y, en cuanto a estabilidad se refiere, muy distintas de los que usted ha trabajado en el terreno del glicósido cardíaco. Pero si así lo desea, inténtelo».

Así quedó sellado el sino y tema principal de toda mi carrera profesional. Aún hoy recuerdo exactamente la sensación que me invadió, una sensación de esperanza y confianza en la suerte del creador en mis planeadas investigaciones de los alcaloides del cornezuelo de centeno, hasta entonces poco explorados.

El cornezuelo de centeno

Aquí vienen a cuento unos datos retrospectivos sobre esta seta[2]. El cornezuelo es producido por una seta inferior (Claviceps purpurea), que prolifera sobre todo en el centeno, pero también en otros cereales y en gramíneas silvestres. Los granos atacados por esta seta evolucionan transformándose en conos entre marrón claro y marrón-violeta, combados (esclerótidos), que se abren paso en las espeltas en vez de un grano normal. Desde el punto de vista botánico, el cornezuelo de centeno es un micelio duradero, la forma de invernada de la seta. Oficialmente, es decir, para fines curativos, se emplea el citado cornezuelo del centeno (Secale cornutum).

Su historia es una de las más fascinantes del mundo de las drogas. En el transcurso del tiempo, su papel e importancia han ido invirtiéndose: temido al comienzo como portador de veneno, se transformó, con el correr del tiempo, en un rico filón de valiosos medicamentos.

El cornezuelo ingresa en la historia en la Alta Edad Media, como causa de envenenamientos masivos que se presentan a modo de epidemia y durante los cuales mueren cada vez miles de personas. El mal, cuya conexión con el cornezuelo no se descubrió durante mucho tiempo, aparecía bajo dos formas características: como peste gangrenosa (ergotismus gangraenosus) y como peste convulsiva (ergotismus convulsivus). A la forma gangrenosa del ergotismo se referían denominaciones de la enfermedad del tipo de mal des ardents, ignis sacer, fuego sacro. El santo patrono de los enfermos de estos males era San Antonio, y fue la orden de los antonianos, sobre todo, la que se ocupó de cuidarlos. En la mayoría de los países europeos y también en determinadas zonas de Rusia se consigna la aparición epidémica de envenenamientos por el cornezuelo hasta nuestra época. Con el mejoramiento de la agricultura, y después de haberse comprobado en el siglo XVII que la causa del ergotismo era el pan que contenía cornezuelo, fueron disminuyendo cada vez más la frecuencia y el alcance de las epidemias. La última gran epidemia afectó en los años 1926/27 a determinadas regiones del sur de Rusia[3].

La primera mención de una aplicación medicinal del cornezuelo —como ocitócico— se encuentra en el herbario del médico municipal de Francfort Adam Lonitzer (Lonicerus) del año 1582. Pese a que las comadronas, según se desprende del herbario, habían usado desde siempre el cornezuelo como ocitócico, esta droga sólo ingresó en la medicina oficial en 1908, merced a un trabajo de John Stearns, un médico americano, llamado «Account of the pulvis parturiens, a Remedy for Quickenning Childbirth»[4]. Sin embargo, la aplicación del cornezuelo como ocitócico no satisfizo las expectativas. Ya muy temprano se reconoció el gran peligro para el niño, debido sobre todo a la dosificación poco segura y demasiado alta, lo cual llevaba a espasmos del útero. Desde entonces, la aplicación del cornezuelo en obstetricia se limitó a la cohibición de las hemorragias posteriores al parto.

Después de la inclusión del cornezuelo en diversos libros de medicamentos en la primera mitad del siglo XIX comenzaron también los primeros trabajos químicos para aislar las sustancias activas de esta droga. Los numerosos científicos que se ocuparon de este problema durante los primeros cien años de su investigación no lograron identificar los verdaderos vehículos de la acción terapéutica. Sólo los ingleses G. Barger y F. H. Carr aislaron en 1907 un preparado de alcaloides eficaz pero no uniforme, según pude demostrar 35 años después. Lo llamaron ergotoxina, porque presentaba más los efectos tóxicos que los terapéuticos del cornezuelo. De todos modos, el farmacólogo H. H. Dale descubrió ya en la ergotoxina que, al lado del efecto contractor del útero, ejercía una acción importante para la aplicación terapéutica de ciertos alcaloides del cornezuelo, antagónica a la adrenalina, sobre el sistema neurovegetativo. Sólo con el ya citado aislamiento de la ergotamina por A. Stoll, un alcaloide del cornezuelo ingresó en la medicina y halló amplia aplicación.

A comienzos de la década del treinta se inició una nueva fase en la investigación del cornezuelo, cuando, según lo mencionado, laboratorios ingleses y americanos empezaron a averiguar la estructura química de alcaloides del cornezuelo. A través de la disociación química, W. A. Jacobs y L. C. Craig, del Rockefeller Institute de Nueva York, lograron aislar y caracterizar el componente fundamental común a todos los alcaloides del cornezuelo. Lo llamaron ácido lisérgico. Más tarde marcó un progreso importante, en sentido tanto químico cuanto médico, el aislamiento del principio hemostático del cornezuelo que actúa específicamente sobre el útero. La publicaron simultáneamente cuatro institutos independientes entre sí, entre ellos el Laboratorio Sandoz. Se trataba de un alcaloide con una estructura relativamente simple, al que A. Stoll y E. Burckhardt denominaron ergobasina (sinónimos: ergometrina, ergonovina). En la desintegración química de la ergobasina, W. A. Jacobs y L. C. Craig obtuvieron como productos de desdoblamiento ácido lisérgico y el aminoalcohol propanolamina.

La primera tarea que me planteé en mi nuevo campo de actividades fue ligar químicamente las dos componentes de la ergobasina, es decir, el ácido lisérgico y la propanolamina, para obtener el alcaloide por vía sintética (cf. esquema última página).

El ácido lisérgico necesario para estos ensayos debía obtenerse a partir de la escisión de algún otro alcaloide del cornezuelo. Dado que el único alcaloide puro disponible era la ergotamina, la cual era ya producida por kilogramos en la sección farmacéutica, quise emplearlo como sustancia de partida para mis ensayos. Cuando le pedí al Dr. Stoll que firmara mi pedido interno de 0,5 gramos de ergotamina de la producción de cornezuelo, se apersonó en el laboratorio. Muy irritado me reprendió: «Si quiere trabajar con alcaloides del cornezuelo, tiene que familiarizarse con los métodos de la microquímica. No es posible que gaste una cantidad tan grande de mi preciosa ergotamina para sus ensayos». (Microquímica = investigación química en cantidades mínimas de sustancia).

En la sección de producción de cornezuelo, además del cornezuelo de procedencia suiza, del que se obtenía la ergotamina, también se extraía cornezuelo portugués, del que se desprendía un preparado de alcaloide amorfo que equivalía a la ya citada ergotoxina, producida por vez primera por Barger y Carr. Este material inicial poco valioso fue el que empleé entonces para la obtención de ácido lisérgico. Por cierto, este alcaloide adquirido de la fabricación debía someterse a nuevos procesos de purificación, antes de que fuera apto para su desdoblamiento en ácido lisérgico. En estos procesos de purificación realicé algunas observaciones que insinuaban que la ergotoxina podría no ser un alcaloide uniforme, sino una mezcla de varios alcaloides. Más adelante volveré a hablar de las consecuencias trascendentales de estas observaciones.

Me parece conveniente hacer aquí unos comentarios sobre las circunstancias y los métodos de trabajo de entonces. Tal vez sean interesantes para la actual generación de químicos investigadores en la industria, que están acostumbrados a otras condiciones.

Se era muy ahorrativo. Los laboratorios individuales se consideraban un lujo no defendible. Durante los seis primeros años de mi actividad en Sandoz compartí el laboratorio con dos colegas. Los tres académicos, con un asistente cada uno, trabajando en la misma sala en tres campos diferentes: el Dr. Kreis en glicósidos cardíacos, el Dr. Wiedeman, quien había ingresado en Sandoz poco después que yo, en la clorofila, el pigmento de las hojas, y yo, finalmente, en alcaloides del cornezuelo. El laboratorio tenía dos «capillas» (recintos con extractores), cuya ventilación mediante llamas de gas era muy poco eficaz. Cuando manifestamos el deseo de sustituirlas por ventiladores, el jefe lo rechazó argumentando que en el laboratorio de Willstätter este tipo de ventilación había sido suficiente.

En Berlín y Munich el profesor Stoll había sido asistente del profesor Willstätter, un químico de fama mundial galardonado con el Premio Nobel, durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial. Con él había llevado a cabo las investigaciones fundamentales sobre la clorofila y la asimilación del ácido carbónico. Apenas había discusión científica en la que Stoll no citara a su venerado Willstätter y su actividad en el laboratorio de éste.

Los métodos de trabajo de los que disponían los químicos en el terreno de la química orgánica a principios de los años treinta seguían siendo esencialmente los mismos que había aplicado Justus von Liebig cien años antes. El progreso más importante alcanzado desde entonces fue la introducción del microanálisis por B. Pregl, que permite averiguar la composición elemental de un compuesto con sólo unos miligramos de sustancia, mientras que antes se necesitaban algunos decigramos. Todos los demás métodos físico-químicos de los que disponen los químicos hoy en día y que han transformado y agilizado su labor, aumentado su eficacia y creado posibilidades totalmente nuevas, sobre todo en la dilucidación de estructuras, todavía no existían.

Para las investigaciones sobre los glicósidos de la escila y los primeros trabajos en el campo del cornezuelo aún apliqué los viejos métodos separativos y de purificación de la época de Liebig: extracción, precipitación y cristalización fraccionadas, etc. En investigaciones posteriores me fue de gran utilidad la introducción de la cromatografía de columna, el primer paso importante en la moderna técnica de laboratorio. Para las determinaciones estructurales, que hoy día pueden realizarse rápida y elegantemente con métodos espectroscópicos y análisis estructural con rayos X, sólo se disponía de los viejos y laboriosos métodos de la desintegración y derivación química en los primeros trabajos fundamentales sobre el cornezuelo.

El ácido lisérgico y sus compuestos

El ácido lisérgico demostró ser una sustancia de fácil descomposición, y su combinación con restos alcalinos ofrecía dificultades. Finalmente encontré en el método conocido como síntesis de Curtius un procedimiento que permitía combinar el ácido lisérgico con restos básicos.

Con este método produje una gran cantidad de compuestos de ácido lisérgico. Al combinar el ácido lisérgico con el aminoalcohol propanolamina surgió un compuesto idéntico a la ergobasina, el alcaloide natural del cornezuelo. Había tenido éxito, pues, la primera síntesis parcial de un alcaloide del cornezuelo (síntesis parcial es una producción artificial en la que se emplea, sin embargo, un componente natural; en este caso el ácido lisérgico). No sólo tenía un interés científico como confirmación de la estructura química de la ergobasina, sino también una importancia práctica, puesto que el factor específico contractor del útero y hemostático, la ergobasina, se encuentra en el cornezuelo sólo en cantidad muy pequeña. Con esta síntesis parcial, se posibilitó transformar los otros alcaloides, presentes en abundancia en el cornezuelo, en la ergobasina, valiosa para la obstetricia.

Después de este primer éxito en el terreno del cornezuelo, mis investigaciones continuaron en dos direcciones. Primero intenté mejorar las propiedades farmacológicas de la ergobasina modificando su parte de aminoalcohol. Junto con uno de mis colegas, el Dr. J. Peyer, desarrollamos un procedimiento para la producción racional de propanolamina y de otros aminoalcoholes. El reemplazo de la propanolamina contenida en la ergobasina por el aminoalcohol butanolamina dio efectivamente una sustancia activa que superaba el alcaloide natural en sus propiedades terapéuticas. Esta ergobasina mejorada, con el nombre de marca «Methergin», ha hallado una aplicación universal como citócico y hemostático, y es hoy día el medicamento más importante para esta indicación obstétrica.

Además introduje mi método de síntesis para producir nuevos compuestos del ácido lisérgico, en los que lo principal no era su efecto sobre el útero, pero de los que, por su estructura química, podían esperarse otras propiedades farmacológicas interesantes. La sustancia n.° 25 en la serie de estos derivados sintéticos del ácido lisérgico, la dietilamida del ácido lisérgico (N. d. T.: en alemán, Lysergsäure-diäthylamid), que para el uso del laboratorio abrevié LSD-25, la sinteticé por primera vez en 1938. Había planificado la síntesis de este compuesto con la intención de obtener un estimulante para la circulación y la respiración (analéptico). Se podían esperar esas cualidades estimulantes de la dietilamida del ácido lisérgico, porque su estructura química presentaba similitudes con la dietilamida del ácido nicotínico («coramina»), un analéptico ya conocido en aquel entonces. Al probar el LSD-25 en la sección farmacológica de Sandoz, cuyo director era el profesor Ernst Rothlin, se comprobó un fuerte efecto sobre el útero, con aproximadamente un 70 % de la actividad de la ergobasina. Por lo demás se consignó en el informe que los animales de prueba se intranquilizaron con la narcosis. Pero la sustancia no despertó un interés ulterior entre nuestros farmacólogos y médicos; por eso se dejaron de lado otros ensayos.

Durante cinco años reinó el más absoluto silencio en torno al LSD-25. En el ínterin, mis trabajos en el terreno del cornezuelo de centeno prosiguieron en otra dirección. Al purificar la ergotoxina, el material de partida para el ácido lisérgico, tuve, como ya he dicho, la impresión de que este preparado de alcaloides no podía ser uniforme, sino que tenía que ser una mezcla de diversas sustancias. Las dudas sobre la uniformidad de la ergotoxina se acentuaron cuando una hidrogenación dio dos productos claramente distintos, mientras que en las mismas condiciones el alcaloide ergotamina daba un solo producto hidrogenado. Unos prolongados ensayos sistemáticos para descomponer la sospechada mezcla de ergotoxina finalmente dieron resultado, cuando logré descomponer este preparado de alcaloides en tres componentes uniformes. Uno de los tres alcaloides químicamente uniformes resultó ser idéntico a un alcaloide aislado poco antes en la sección de producción; A. Stoll y E. Burckhardt lo habían llamado ergocristuia. Los otros dos alcaloides eran nuevos. Uno de ellos lo llamé ergocornina, y al otro, que había quedado mucho tiempo en las aguamadres, lo designé ergocriptina (Kryptos = oculto). Más tarde se comprobó que la ergocriptina se presenta en dos isómeros estructurales, que se distinguen como alfa y beta ergocriptina.

La solución del problema de la ergotoxina no sólo tenía un interés científico, sino que también tuvo consecuencias prácticas. De allí surgió un medicamento valioso. Los tres alcaloides hidrogenados de la ergotoxina: la dihidro-ergocristina, la dihidro-ergocriptina y la dihidro-ergocornina, que produje en el curso de esta investigación, evidenciaron interesantes propiedades medicinales durante la prueba en la sección farmacológica del profesor Rothlin. Con estas tres sustancias activas se desarrolló el preparado farmacéutico «hidergina», un medicamento para fomentar la irrigación periférica y cerebral y mejorar las funciones cerebrales en la lucha contra los trastornos de la vejez. La hidergina ha respondido a las expectativas como medicamento eficaz para esta indicación geriátrica. Hoy día ocupa el primer puesto en las ventas de los productos farmacéuticos de Sandoz.

Asimismo ha ingresado en el tesoro de medicamentos la dihidro-ergotamina, que había sintetizado también en el marco de estas investigaciones. Con el nombre de marca «Dihydergot» se lo emplea como estabilizador de la circulación y la presión sanguínea.

Mientras que hoy en día la investigación de proyectos importantes se realiza casi exclusivamente como trabajo en grupo, teamwork, estas investigaciones sobre los alcaloides del cornezuelo aún las realicé yo solo. También siguieron en mis manos los pasos químicos posteriores del desarrollo hasta el preparado de venta en el mercado, es decir, la producción de cantidades mayores de sustancia para las pruebas químicas y finalmente la elaboración de los primeros procedimientos para la producción masiva de «Methergin», «Hydergin» y «Dihydergot». Ello regía también para el control analítico en el desarrollo de las primeras formas galénicas de estos tres preparados, las ampollas, las soluciones para instilar y los comprimidos. Mis colaboradores eran, en aquella época, un laborante y un ayudante de laboratorio, y luego una laborante y un técnico químico adicionales.

El descubrimiento de los efectos psíquicos del LSD

Todos los fructíferos trabajos, aquí sólo brevemente reseñados, que surgieron a partir de la solución del problema de la ergotoxina, de todos modos no me hicieron olvidar por completo la sustancia LSD-25. Un extraño presentimiento de que esta sustancia podría poseer otras cualidades que las comprobadas en la primera investigación me motivaron a volver a producir LSD-25 cinco años después de su primera síntesis para enviarlo nuevamente a la sección farmacológica a fin de que se realizara una comprobación ampliada. Esto era inusual, porque las sustancias de ensayo normalmente se excluían definitivamente del programa de investigaciones si no se evaluaban como interesantes en la sección farmacológica.

En la primavera de 1943, pues, repetí la síntesis de LSD-25. Igual que la primera vez, se trataba sólo de la obtención de unas décimas de gramo de este compuesto.

En la fase final de la síntesis, al purificar y cristalizar la diamida del ácido lisérgico en forma de tartrato me perturbaron en mi trabajo unas sensaciones muy extrañas. Extraigo la descripción de este incidente del informe que le envié entonces al profesor Stoll.

El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban sin cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso, caleidoscópico. Unas dos horas después este estado desapareció.

La manera y el curso de estas apariciones misteriosas me hicieron sospechar una acción tóxica externa, y supuse que tenía que ver con la sustancia con la que acababa de trabajar, el tartrato de la dietilamida del ácido lisérgico. En verdad no lograba imaginarme cómo podría haber reabsorbido algo de esta sustancia, dado que estaba acostumbrado a trabajar con minuciosa pulcritud, pues era conocida la toxicidad de las sustancias del cornezuelo. Pero quizás un poco de la solución de LSD había tocado de todos modos a la punta de mis dedos al recristalizarla, y un mínimo de sustancia había sido reabsorbida por la piel. Si la causa del incidente había sido el LSD, debía tratarse de una sustancia que ya en cantidades mínimas era muy activa. Para ir al fondo de la cuestión me decidí por el autoensayo. Quería ser prudente, por lo cual comencé la serie de ensayos en proyecto con la dosis más pequeña de la que, comparada con la eficacia de los alcaloides de cornezuelo conocidos, podía esperarse aún algún efecto, a saber, con 0,25 mg (mg = miligramos = milésimas de gramo) de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico.

Autoensayos

19.IV/16.20: toma de 0,5 cm3 de una solución acuosa al 1/2 por mil de solución de tartrato de dietilamida peroral. Disuelta en unos 10 cm3 de agua insípida.

17.00: comienzo del mareo, sensación de miedo. Perturbaciones en la visión. Parálisis con risa compulsiva.

Añadido el 21.IV: Con velomotor a casa. Desde las 18 hs. hasta aproximadamente las 20 hs.: punto más grave de la crisis (cf. informe especial).

Escribir las últimas palabras me costó un ingente esfuerzo. Ya ahora sabía perfectamente que el LSD había sido la causa de la extraña experiencia del viernes anterior, pues los cambios de sensaciones y vivencias eran del mismo tipo que entonces, sólo que mucho más profundos. Ya me costaba muchísimo hablar claramente, y le pedí a mi laborante, que estaba enterada del autoensayo, que me acompañara a casa. En el viaje en bicicleta —en aquel momento no podía conseguirse un coche; en la época de posguerra los automóviles estaban reservados a unos pocos privilegiados— mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se tambaleaba en mi campo visual, y estaba distorsionado como en un espejo alabeado. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy deprisa. Pese a todo llegué a casa sano y salvo y con un último esfuerzo le pedí a mi acompañante que llamara a nuestro médico de cabecera y les pidiera leche a los vecinos.

A pesar de mi estado de confusión embriagada, por momentos podía pensar clara y objetivamente: leche como desintoxicante no específico.

El mareo y la sensación de desmayo de a ratos se volvieron tan fuertes, que ya no podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en un sofá. Mi entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados, llenos de un desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche —en el curso de la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una bruja malvada y artera con una mueca de colores. Pero aún peores que estas mudanzas del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi íntima naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Me cogió un miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un observador externo, toda la tragedia de mi situación. Morir sin despedirme de mi familia… mi mujer había viajado ese día con nuestros tres hijos a visitar a sus padres en Lucerna. ¿Entendería alguna vez que yo no había actuado irreflexiva, irresponsablemente, sino que había experimentado con suma prudencia y que de ningún modo podía preverse semejante desenlace? No sólo el hecho de que una familia joven iba a perder prematuramente a su padre, sino también la idea de tener que interrumpir antes de tiempo mi labor de investigador, que tanto me significaba, en medio de un desarrollo fructífero, promisorio e incompleto, aumentaban mi miedo y mi desesperación. Llena de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esta dietilamida del ácido lisérgico que yo había puesto en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente.

Cuando llegó el médico yo había superado el punto más alto de la crisis. Mi laborante le explicó mi autoensayo, pues yo mismo aún no estaba en condiciones de formular una oración coherente. Después de haber intentado señalarle mi estado físico presuntamente amenazado de muerte, el médico meneó desconcertado la cabeza, porque fuera de unas pupilas muy dilatadas no pudo comprobar síntomas anormales. El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran normales. Por eso tampoco me suministró medicamentos, me llevó al dormitorio y se quedó observándome al lado de la cama. Lentamente volvía yo ahora de un mundo ingentemente extraño a mi realidad cotidiana familiar. El susto fue cediendo y dio paso a una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a medida que retornaban un sentir y pensar normales y creía la certeza de que había escapado definitivamente del peligro de la locura.

Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego de colores y formas que se prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban unas formaciones coloridas, fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en círculos y espirales que se abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en fontanas de colores, reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante. Lo más extraño era que todas las percepciones acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban en sensaciones ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y color, una imagen viva y cambiante.

A la noche regresó mi esposa de Lucerna. Se le había comunicado por teléfono que yo había sufrido un misterioso colapso. Dejó a nuestros hijos con los abuelos. En el ínterin me había recuperado al punto de poder contarle lo sucedido.

Luego me dormí exhausto y desperté a la mañana siguiente reanimado y con la cabeza despejada, aunque físicamente aún un poco cansado. Me recorrió una sensación de bienestar y nueva vida. El desayuno tenía un sabor buenísimo, un verdadero goce.

Cuando más tarde salí al jardín, en el que ahora, después de una lluvia primaveral, brillaba el sol, todo centelleaba y refulgía en una luz viva. El mundo parecía recién creado. Todos mis sentidos vibraban en un estado de máxima sensibilidad que se mantuvo todo el día.

Este autoensayo mostró que el LSD-25 era una sustancia psicoactiva con propiedades extraordinarias. Que yo sepa, no se conocía aún ninguna sustancia que con una dosis tan baja provocara efectos psíquicos tan profundos y generara cambios tan dramáticos en la experiencia del mundo externo e interno y en la conciencia humana.

Me parecía asimismo muy importante el hecho de que pudiera recordar todos los detalles de lo vivenciado en el delirio del LSD. La única explicación posible era que, pese a la perturbación intensa de la imagen normal del mundo, la conciencia capaz de registrar no se anulaba ni siquiera en el punto culminante de la experiencia del LSD. Además, durante todo el tiempo del ensayo había sido consciente de estar en medio del experimento, sin que, sin embargo, hubiera podido espantar el mundo del LSD a partir del reconocimiento de mi situación y por más que esforzara mi voluntad. Lo vivía, en su realidad terrorífica, como totalmente real, aterradora, porque la imagen de la otra, la familiar realidad cotidiana, había sido plenamente conservada en la conciencia.

Lo que también me sorprendió fue la propiedad del LSD de provocar un estado de embriaguez tan abarcador e intenso sin dejar resaca. Al contrario: al día siguiente me sentí —como lo he descrito— en una excelente disposición física y psíquica.

Era consciente de que la nueva sustancia activa LSD, con semejantes propiedades, tenía que ser útil en farmacología, en neurología y sobre todo en psiquiatría, y despertar el interés de los especialistas. Pero lo que no podía imaginarme entonces era que la nueva sustancia se usaría fuera del campo de la medicina, como estupefaciente en la escena de las drogas. Como en mi primer autoensayo había vivido el LSD de manera terroríficamente demoníaca, no podía siquiera sospechar que esta sustancia hallaría una aplicación como estimulante, por así decirlo.

También reconocí sólo después de otros ensayos, llevados a cabo con dosis mucho menores y bajo otras condiciones, la significativa relación entre la embriaguez del LSD y la experiencia visionaria espontánea.

Al día siguiente escribí el ya mencionado informe al profesor Stoll sobre mis extraordinarias experiencias con la sustancia LSD-25; le envié una copia al director de la sección farmacológica, profesor Rothlin.

Como no cabía esperarlo de otro modo, mi informe causó primero una extrañeza incrédula. En seguida me telefonearon desde la dirección; el profesor Stoll preguntaba: «¿Está seguro de no haber cometido un error en la balanza? ¿Es realmente correcta la indicación de la dosis?». El profesor Rothlin formuló la misma pregunta. Pero yo estaba seguro, pues había pesado y dosificado con mis propias manos. Las dudas expresadas estaban justificadas en la medida en que hasta ese momento no se conocía ninguna sustancia que en fracciones de milésimas de gramo surtiera el más mínimo efecto psíquico. Parecía casi increíble una sustancia activa de tamaña potencia.

El propio profesor Rothlin y dos de sus colaboradores fueron los primeros que repitieron mi autoensayo, aunque sólo con un tercio de la dosis que yo había empleado. Pero aún así los efectos fueron sumamente impresionantes y fantásticos. Todas las dudas respecto de mi informe quedaron disipadas.