Dicen que escribir es un trabajo solitario. Por fortuna, tuve a mi esposa Leesha y a nuestros hijos para hacerme compañía (Haley, Karissa, Taylor, Madi, Kassie y Lucas. Siéntase libre de cantar la canción de La tribu de los Brady; nosotros lo hacemos continuamente). Gracias por permitirme escribir estas cosas extrañas llamadas libros, pese a que tenemos un televisor que funciona.
Más allá de las paredes cubiertas con marcas de lápices de cera de mi casa, estoy en deuda con las siguientes personas por sus contribuciones a este libro.
A la facultad y los alumnos de aquel último bastión de la bohemia —la Comunidad de Escritores de Squaw Valley— un grupo del que agradezco humildemente formar parte. Un agradecimiento especial para Louis B. Jones, Andrew Tonkovich y Leslie Daniels. Por supuesto un gran doh je a mi condiscípulo, Yunshi Wang, por repasar mi chino.
A Orson Scott Card y mis compañeros de la mili: Scott Andrews, Aliette de Bodard, Kennedy Brandt, Pat Esden, Danielle Friedman, Mariko Gjorvig, Adam Holwerda, Gary Mailhiott, Brian McClellan, Alex Meehan, José Mojica, Paula «Rowdy» Raudenbush, y Jim Workman. Gracias por todo el duro amor.
A los lectores Anne Fraser, Jim Tomlinson, Gin Petty y al Poeta Laureado de Oregón (y también antiguo interno), Lawson Inada, por su valioso tiempo y generosas alabanzas de un primer manuscrito.
A Mark Pettus y Lisa Diane Kastner, de la recién creada Picolata Review, por aceptar un cuento corto que más tarde se convertiría en este libro.
Al historiador y activista Doug Chin, por sus carismáticas e inspiradoras observaciones.
A Jan Johnson, propietaria del Hotel Panamá, por una visita de tres horas al sótano y su infatigable dedicación a preservar el espíritu de Nihonmachi. Sin ella, el Panamá hubiese sido enviado al olvido por las excavadoras.
Al personal y los voluntarios del museo Wing Luke de Seattle, por recordar aquello que otros quizá prefieren olvidar.
A Grace Holden, por permitirme canalizar el espíritu de su padre. A mi superagente, Kristin Nelson, por su incansable optimismo. (Y a Sara Megibow, porque ¿dónde estaría Batman sin Robin? ¿Qué sería la mantequilla de cacahuete sin la mermelada? ¿Qué sería el beso sin el carmín?). Por último a las santas Jane Von Mehren, Porscha Burke (estoy seguro de que vendrán más nombres…) y el extraordinario equipo de Ballantine/Random House por recibir a Henry y Keiko con los brazos abiertos.