A Sheldon no le quedaba mucho tiempo; Henry lo sabía a ciencia cierta. Con la salud de su amigo cada vez más delicada, el deseo de ir a Nueva York para encontrar a Keiko tendría que quedar en suspenso. Habían pasado cuarenta años, y podía esperar un poco más. Tendría que hacerlo.
En Hearthstone Inn, Sheldon había recibido una riada de visitantes: familiares, amigos y antiguos compañeros de trabajo. Incluso de algunos aficionados a la música que reconocían el lugar que le tocaba a Sheldon en la una vez vibrante actividad jazzística de Seattle. Ahora casi la mayoría de todas aquellas personas habían venido y se habían ido. Habían presentado sus últimos respetos a un hombre que amaban. Sólo quedaba su familia, junto con el ministro de la iglesia de Sheldon, que hacía todo lo posible por consolar a los familiares.
—¿Cómo está? —le preguntó Henry a Minnie, la esposa de Sheldon, una mujer de cabellos plateados diez años más joven que el viejo saxofonista. Minnie abrazó a Henry, y se separó, aunque sin soltarle los codos. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar, las mejillas todavía húmedas con las lágrimas.
—Ya no falta mucho, Henry. Lo sabemos. Yo lo sé, así que estamos preparados para que él tenga paz, para que deje de sufrir —respondió Minnie.
Henry notó que le temblaba el labio inferior, algo que le sorprendió. Se mordió la lengua y se irguió, poco dispuesto a añadir sus lágrimas al pesar de la mujer.
—¿Esto es cosa tuya? Me refiero a la música. ¿El disco?
Henry se sintió fatal. Se había llevado el disco, y ahora todos sabían que faltaba. Lo sujetaba con fuerza debajo del brazo, debajo del abrigo para protegerlo de la llovizna y la niebla que llenaba el aire de Seattle.
—Pue… puedo explicarlo…
—No es necesaria ninguna explicación, Henry. —Minnie buscó las palabras adecuadas—. Es sorprendente, como un milagro. Escucha. ¿Lo puedes oír? A mí también me suena como un milagro.
Por primera vez en cuarenta años, Henry la oyó. En la habitación de Sheldon sonaba la canción que había escuchado por primera vez en el Black Elk’s Club. La canción de Oscar Holden que él compartía con Keiko. Su canción, pero también de Sheldon. Ahora sonaba fuerte y clara.
Al entrar en la habitación, vio a una mujer. En su mente pensó que podía ser Keiko, su sonrisa casi igual de brillante. Pero era Samantha, sentada junto a un viejo tocadiscos portátil, uno de aquellos que podías sacar en préstamo de la biblioteca pública años atrás. En el plato giraba el disco del clásico perdido de Oscar Holden. The Alley Cat Strut, la canción que el pianista le había dedicado a Henry y a Keiko.
Sheldon yacía inconsciente, entraba y salía de aquel vacío gris entre la vida y lo que fuese que le reservaba el destino. A su alrededor había una multitud de chicos y nietos, muchos de los cuáles Henry conocía de anteriores encuentros, o de las fotos que Sheldon había compartido orgulloso en aquellas ocasiones en las que los amigos se habían encontrado a lo largo de los años.
—Me gusta el disco del abuelo —comentó una de las niñas. Henry calculó que debía de tener unos seis años; quizás una bisnieta.
—Es maravilloso, Henry —dijo Samantha, con una sonrisa y los ojos brillantes por las lágrimas, aunque también cargados de ilusión—. Tendrías que haberle visto sonreír cuando lo pusimos la primera vez. Fue como si hubiese estado esperando oírlo, que necesitase oírlo todos estos años.
—Pero… —Henry sacó el disco roto que guardaba debajo del abrigo—. ¿Dónde…?
—Ella lo envió —le explicó Samantha con un tono de reverencia de un aficionado que esperaba que el gran concertista apareciera en el escenario—. Marty averiguó que vivía en la Costa Este, y ella preguntó por ti, preguntó por todos, también por Sheldon. En cuanto ella se enteró, envió el disco de inmediato. ¿Te lo puedes creer? Lo guardó todos estos años, el Santo Grial que tú buscabas. —Le entregó una nota—. Venía con el disco. Es para ti.
Henry titubeó, sin acabar de creerse lo que oía. Abrió el sobre con mucho cuidado. Tuvo la sensación de que caminaba sonámbulo mientras leía las palabras de Keiko.
Querido Henry
Ruego para que esta nota te encuentre sano, animado y entre buenos amigos. Sobre todo Sheldon, que espero se sentirá reconfortado con este disco. En realidad nuestro disco; nos pertenecía a los tres, ¿no es así? Pero lo más importante es que nos pertenecía a nosotros dos. Nunca olvidaré haber visto tu rostro en la estación de ferrocarril o cómo me sentí bajo la lluvia separados por aquella cerca de alambre de espino. ¡Vaya pareja que hacíamos!
Mientras escuchas este disco, confío en que pienses en lo bueno, no en lo malo. En lo que fue, no en lo que no estaba destinado a ser. En el tiempo que pasamos juntos, no en el tiempo que pasamos separados. Por encima de todo lo demás, espero que pienses en mí…
Henry dobló la carta con manos temblorosas, incapaz de continuar con la lectura. Lo había pasado muy mal cuando tuvo que explicar la verdadera naturaleza de lo que habían encontrado aquel día en el polvoriento sótano del hotel Panamá. Le había parecido que empañaría la manera como su hijo le veía, o el modo en que veía a su madre. Sin embargo, al final, como en tantos momentos entre Henry y su padre, había estado en un error. Marty quería que fuese feliz. Para Henry, Keiko estaba perdida en el tiempo.
Para Marty, en cambio, sólo habían sido unas pocas horas en el ordenador, unas cuantas llamadas, y allí estaba ella, viva y sana, viviendo en Nueva York, después de todos estos años.
Henry sujetó la mano de Samantha con una gran sonrisa.
—Eres maravillosa. —Luchó para dar con las palabras correctas—, Marty lo ha hecho bien, sorprendentemente bien.
Henry se sentó en el borde de la cama, con una mano en el brazo de su amigo, atento a su respiración entrecortada. Su cuerpo se cerraba, cada respiración un esfuerzo. Sheldon parecía tener fiebre; su cuerpo perdía la capacidad de regular su propia temperatura. Mientras Henry miraba a su amigo moribundo, oyó el disco, a la espera del solo de saxo que no había oído en cuatro décadas. En el momento en que los demás instrumentos se acallaban y comenzaba la interpretación del solista, Sheldon abrió los ojos. Pareció buscar a Henry con la mirada.
Sheldon movió los labios, hizo un esfuerzo para que saliesen las palabras. Henry se acercó un poco más, con la oreja casi pegada a la boca para oír las palabras.
—Lo arreglaste.
—Lo arreglé —asintió Henry. «Muy pronto, lo arreglaré todo».
Tres horas más tarde, con Minnie a su lado, rodeado por hijos y nietos, Sheldon abrió los ojos una vez más. Henry estaba allí, también Marty y Samantha. Los acordes de Oscar Holden y el Midnight Blue sonaban en los oscuros rincones de la habitación. Los pulmones que una vez habían soplado los sonidos de South Jackson para deleite de toda una generación, respiraron lentamente una última vez y susurraron las notas finales de su canción. Henry miró como se cerraban los ojos de Sheldon, y su cuerpo se relajaba, como si toda su osamenta estuviese diciendo su último adiós.
Por debajo de los acordes finales, Henry susurró para nadie más que el espíritu de su amigo:
—Gracias, señor, y que pase un buen día.