En cuanto Henry entró en el local de Bud’s Jazz Records, olió el tabaco perfumado con vainilla, el preferido de Bud, que chupaba y masticaba la boquilla de una vieja pipa, entretenido en la lectura de un ejemplar del Seattle Weekly con manchas de café. Bajó el periódico sólo lo suficiente para hacerle un gesto a Henry e hizo un movimiento con la pipa, que colgaba precariamente en un costado de su boca; como siempre, parecía no haberse afeitado en tres días. En el fondo una mujer cantaba una dulce melodía. ¿Helen Humes? ¿De los 30? Henry no estaba seguro.
Henry llevaba debajo del brazo una bolsa de papel, y en su interior el disco de Oscar Holden roto. Lo había buscado en la tienda de Bud durante años. Por supuesto, le remordía un poco habérselo llevado de la habitación de Sheldon, pero su viejo amigo dormía, y cuando estaba despierto, se le veía cada vez más desorientado. La silenciosa lucidez daba paso a momentos de confusión y asombro. Como todas aquellas frases de Sheldon sobre reparar lo que estaba roto. ¿El disco? ¿El propio Henry? Era un misterio.
Así y todo, después de todos estos años, Henry quería oír la canción impresa en los dos trozos de vinilo, y quizá también fuese bueno para Sheldon oírla una última vez. Henry no sabía absolutamente nada de la restauración de discos antiguos, pero Bud estaba aquí desde hacia una eternidad. Si alguien podía indicarle a Henry la dirección correcta, era Bud.
Henry se acercó al mostrador y dejó la bolsa en la tapa de cristal rajada de la caja que contenía las viejas partituras y los discos de vinilo y de cera que eran demasiado frágiles para tocarlos.
Bud dejó el periódico.
—¿Devuelves algo, Henry?
Henry sólo sonrió mientras disfrutaba de las últimas notas de la mujer que cantaba en el fondo. Siempre le habían gustado los tenores graves, pero en ocasiones una voz empapada en brandy como la que sonaba ahora podía mantenerle despierto toda la noche.
—¿Henry, estás bien?
—Tengo algo que debo mostrarte.
Bud vació la pipa.
—¿Por qué tengo la sensación de que esto tiene algo que ver con aquel viejo hotel de Main Street?
Henry metió la mano en la bolsa y sacó el disco, todavía en la funda original. Le pesó en las manos. El sello se veía con toda claridad por el agujero de la funda. Un sello amarillo que decía «Oscar Holden and the Midnight Blue».
Henry vio como se agrandaban los ojos de Bud, y las arrugas de amargura en la frente del viejo se suavizaron como una vela que coge el viento mientras sonreía de asombro. Miró a Henry y de nuevo al disco, como si dijese: «¿Puedo tocarlo?».
Henry asintió.
—Adelante, es real.
—Lo encontraste allá abajo, ¿no? Nunca renunciaste a buscarlo, ¿verdad?
«Nunca renuncié. Sabía que en algún momento acabaría por encontrarlo».
—Estuvo allí todos estos años, esperando a que lo encontrasen.
Bud sacó el disco de la funda mientras Henry veía como cedía en su mano. Las dos mitades colgando en direcciones opuestas, sujetas por la etiqueta.
—Oh, no-no-no. No vas a hacerme sufrir de esta manera, ¿verdad, Henry? Está roto, ¿no?
Henry sólo asintió y se encogió de hombros como única disculpa.
—Pensaba que quizá tú podrías ayudarme en esto. Estoy buscando a alguien que pueda hacer un trabajo de restauración.
Bud tenía la expresión de alguien que ha ganado la lotería y descubre que le pagan con dinero del Monopoly. Emocionante, pero inútil.
—Si no estuviese partido del todo, podrías enviarlo a algún lugar y ellos utilizan un láser para registrar todas las notas. Ni siquiera lo tocarían con una aguja tradicional, ni con una de diamante. No se arriesgarían a más rayas y cortes. Podrían sacar hasta el último matiz grabado allí y guardarlo para ti en digital. —Bud se frotó la frente. Habían reaparecido todas las arrugas—. No hay nada que puedas hacer con un disco partido, Henry. Una vez que se ha ido, se ha ido para siempre.
—No podrían pegarlo o algo así…
—Henry, se ha ido. Nunca lo podrías tocar, nunca sonaría de la misma manera. Me encanta sujetarlo y todo eso, y éste debe estar en un museo o algo así. Es un pequeño trozo de historia, desde luego. En especial porque aquellos que están en el ajo nunca han sabido a ciencia cierta si fue grabado.
Bud lo sabía. En su interior, Henry también lo sabía. Algunas cosas no se pueden volver a unir. Hay cosas que nunca se pueden arreglar. Dos trozos rotos ya no sirven de mucho. Pero al menos tenía los trozos rotos.
Henry volvió a casa a pie. Eran probablemente más de tres kilómetros; arriba por South King y luego hacia Beacon Hill, bordeando el Distrito Internacional. Hubiese sido mucho más fácil ir en coche, a pesar del tráfico, pero le apetecía caminar. Había pasado la infancia recorriendo este barrio, y con cada paso intentaba recordar cómo había sido. En su camino, cruzó a South Jackson, con la mirada puesta en los edificios donde habían estado The Ubangi Club, The Rocking Chair, incluido el Black Elk’s Club. Con el disco roto debajo del brazo, ahora miraba las fachadas genéricas del SeaFirst Bank y All West Travel, e intentó recordar la canción que antaño había sonado una y otra vez en su cabeza.
Se había esfumado. Podía recordar un poco del coro, pero la melodía se había escapado. Sin embargo no podía olvidarla, no podía olvidar a Keiko, ni que le había dicho una vez que la esperaría toda la vida. Todos los veranos pensaba en ella, pero nunca hablaba de ella con nadie, ni siquiera con Ethel. Por supuesto decírselo a Marty quedaba descartado. Por consiguiente, cada vez que su impetuoso hijo había insistido en ir a la feria de Puyallup, Henry había dicho no, y había una razón. Una razón dolorosa. Una que Henry no compartía con nadie más que Sheldon, y eso sólo en las contadas ocasiones en que su viejo amigo sacaba el tema. Ahora Sheldon no tardaría mucho en irse. Otro antiguo residente de una pequeña comunidad en Seattle que ya nadie recordaba. Como fantasmas que recorren un solar vacío porque el edificio ha desaparecido hace mucho.
En casa, agotado por la larga caminata por las calles sucias y llenas de desperdicios, Henry colgó la chaqueta, entró en la cocina para servirse un vaso de té frío, y fue al dormitorio que una vez había compartido con Ethel.
Para su sorpresa, sobre la cama estaba su mejor traje. Dispuesto como una vez había estado tantos años atrás. Habían lustrado sus viejos zapatos de cuero negro y estaban en el suelo junto a su vieja maleta. Por un momento, Henry volvió a tener quince años, en aquel apartamento de Canton Alley que compartía con sus padres. Contemplaba las herramientas de un viajero destinado a puertos ignotos. Un futuro muy lejano.
Intrigado, Henry sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca cuando levantó la solapa de la chaqueta, y como si fuese un espejismo vio asomar la funda de un pasaje en el bolsillo del pecho. Se sentó en el borde de la cama, la sacó. Al abrirla se encontró con un pasaje de ida y vuelta a Nueva York. No era Canton, pero sí otra tierra muy lejana. Un lugar donde nunca había estado.
—Creo que has encontrado mi pequeño regalo. —Marty estaba en el umbral con el sombrero de su padre, el que tenía el borde del ala raído.
—La mayoría de los hijos sólo mandan a sus padres ancianos a una residencia. Tú me envías al otro lado del país —dijo Henry.
—Más que eso, papá. Te envío a un viaje a través del tiempo.
Henry miró el traje, pensó en su propio padre. Sólo conocía a una persona que le había hablado de Nueva York, y ella nunca había vuelto. Se había marchado hacía mucho tiempo. En otra vida.
—¿Me envías de regreso a los años de la guerra? —preguntó Henry.
—Te envío a que encuentres lo que perdiste. Te envío a buscar lo que dejaste ir. Estoy orgulloso de ti, papá, y agradecido por todo, en particular por la manera que quisiste a mamá. Lo has hecho todo por mí, y ahora es mi turno de hacer algo por ti.
Henry miró los pasajes.
—La he encontrado, papá. Sé que siempre le fuiste fiel a mamá, y que nunca harías esto por ti mismo. Así que lo hice por ti. Prepara la maleta. Te llevo al aeropuerto; te marchas a Nueva York.
—¿Cuándo? —preguntó Henry.
—Esta noche. Mañana. Cuando tú quieras. ¿Tienes algún otro lugar donde quieras estar?
Henry sacó el viejo reloj de plata del bolsillo. No marcaba bien la hora y había que darle cuerda muy a menudo. Lo abrió, exhaló un fuerte suspiro, y lo volvió a cerrar.
La última vez que alguien le había preparado un traje y un par de zapatos con los pasajes para un lugar muy lejano, Henry había rehusado ir.
Esta vez, Henry rehusaba quedarse.