Años (1945)

Henry llegó a la esquina de South King camino de regreso a su casa desde la estafeta de correos y se tropezó con Chaz. Henry había crecido treinta centímetros desde la última vez que le había visto y ahora se dio cuenta de que no miraba a los ojos de su antiguo torturador. En realidad, le miraba desde sus buenos cinco centímetros más arriba. Chaz parecía pequeño y débil pese a que le superaba en peso unos diez o quince kilos.

Cara a cara, lo único que Chaz pudo hacer fue mascullar «Hola». Ni siquiera sonrió. Henry se limitó a mirarle con toda la intención de mostrarse tranquilo e intimidatorio. Chaz, por su parte, fue el primero en acobardarse. Dio un paso a un lado para eludir a Henry.

—Mi padre acabará siendo el propietario de tu novia —murmuró Chaz al pasar, con una voz sólo audible para Henry.

—¿Qué has dicho? —Henry sujetó a Chaz de un brazo y le hizo girar de un tirón, un movimiento que les sorprendió a ambos.

—Mi padre sigue comprando lo que queda de Japolandia, y cuando tu novia vuelva de aquel campo de concentración donde la tienen encerrada, se encontrará que no tiene una casa a la que volver. —Se libró de la mano de Henry y retrocedió, más patético y despreciable que amenazador—. ¿Entonces, qué harás?

Dolido, Henry le dejó ir. Le observó alejarse con su andar de pato colina arriba hasta que desapareció a la vuelta de una es quina. Henry miró calle abajo a lo que quedaba de Nihonmachi.

Poca cosa, lo único destacable eran los edificios más grandes, que tenían un precio de venta muy elevado, como el Hotel Panamá, que se levantaba como el único testimonio de una próspera y floreciente comunidad. Poco más quedaba que no hubiese sido completamente vaciado, derribado o pasado a manos de los chinos o a empresas de blancos.

Le costaba creer que habían pasado dos años. Para el padre de Henry habían sido dos años de ataques aéreos y últimas noticias de la guerra; desde Indochina a Iwo Jima. Para Henry habían sido veinticuatro meses de escribirle a Keiko, de recibir alguna vez una respuesta, quizá cada tantos meses. Sólo para mantener el contacto, con su interés por él cada vez menor.

Cada vez que se presentaba en la estafeta de correos, la misma joven empleada le miraba con lo que Henry consideraba una triste amalgama de piedad y admiración. «Tiene que ser algo muy especial para ti, Henry Nunca has renunciado a ella, ¿verdad?». La empleada no conocía gran cosa de Henry, sólo su hábito epistolar, y su dedicación. Quizás intuía su sensación de vacío, una pista de su soledad cuando Henry se marchaba cada semana de la estafeta con las manos vacías.

Henry pensó en hacer otro viaje. De nuevo en la «barriga del gran perro», como le gustaba decir a Sheldon, aquel largo viaje en el autocar de la Greyhound a través de Walla Walla, hasta llegar a Minidoka. Pero descartó esos pensamientos. Tenía mucho que hacer aquí ayudando a su madre a mantener las cosas en marcha, y Keiko parecía estar bien por las pocas cartas que había recibido.

En sus primeras cartas, Keiko siempre había querido saber de la vida en Seattle. En la escuela, y en el viejo barrio. Henry le había ido informando con calma de que quedaba muy poco de aquello que ella había considerado una vez su casa. Nunca parecía aceptar que hubiese podido desaparecer de esa manera, en tan poco tiempo. Amaba tanto ese lugar cargado de múltiples recuerdos… ¿Cómo podía haber desaparecido? ¿Cómo podía decírselo?

Cuando le preguntó «¿Qué ha pasado con el viejo barrio, sigue desierto?», él sólo pudo decir: «ha cambiado. Se han instalado nuevos negocios. Otras personas». Keiko parecía saber qué significaba. A nadie parecía importarle qué le pasase a lo que quedaba de Nihonmachi, Chaz se había librado de la acusación de vandalismo dos años antes; el juez ni siquiera había querido tratarla. Henry se calló todas estas noticias y en cambio la mantuvo al día de las novedades del jazz en South Jackson. Le contó que Oscar Holden volvía a llenar de bote en bote el Black Elk’s Club. Y que Sheldon era fijo en el grupo e incluso interpretaba algunas de sus propias composiciones. La vida continuaba. Estados Unidos ganaba la guerra. Se decía que la guerra en Europa podía acabar para Navidad. La guerra en el Pacífico sería la siguiente. Entonces, sólo quizá, Keiko regresaría a casa. ¿Regresaría a qué? Henry no lo tenía claro, pero sabía que él continuaría aquí, esperándola.

En su hogar, Henry hablaba cortésmente con su madre, que parecía considerarle como el hombre de la casa ahora que había cumplido los quince años y ayudaba a pagar las facturas. Había conseguido un trabajo de media jornada en el Min’s bbq, aunque él no sentía que estuviese ayudando gran cosa. No cuando los otros chicos mentían sobre su edad de nacimiento y se alistaban para ir a luchar en primera línea. Pero era lo mínimo que podía hacer. A pesar de las mejores intenciones de su madre y los deseos de su padre, Henry permaneció en casa; su formación escolar en China podía esperar. Tenía que ser así. Le había prometido a Keiko que la esperaría y era un juramento que estaba dispuesto a cumplir, no importa el tiempo que tuviese que esperar.

Su padre seguía sin hablarle. Claro que desde el ataque, casi no había hablado con nadie. Había sufrido otro un poco más leve, y su voz apenas si superaba el susurro. Así y todo, la madre de Henry se ocupaba de encender la radio cuando se transmitían las noticias de los combates en las Filipinas y Okinawa; cada batalla en el Pacífico se acercaba un poco más a la esperada invasión del propio Japón, una impresionante empresa desde el momento en que el primer ministro Suzuki había anunciado que Japón lucharía hasta el final. Cuando acababa el informativo, ella le leía el periódico y le ponía al corriente de la recolección de fondos por parte de las asociaciones de beneficencia locales que había por todo el Barrio Chino. Le dijo que el Kuomintang había ampliado sus oficinas para convertirlas en una avanzada donde se podía imprimir y distribuir el orgullo nacionalista, junto con los numerosos esfuerzos para conseguir dinero destinado a armar y equipar a las facciones que combatían en la patria.

De vez en cuando, Henry se sentaba junto a la cama y mantenía conversaciones unilaterales con su padre. No podía hacer nada más. Su padre ni siquiera le miraba, pero Henry tenía la certeza de que no podía taparse los oídos. Tenía que oírle, estaba demasiado débil como para poder alejarse por sus propios medios. Por lo tanto, Henry le hablaba con amabilidad, y su padre, como siempre, miraba a través de la ventana y fingía que no le importaba.

—Hoy me encontré con Chaz Preston. ¿Le recuerdas?

El padre de Henry permaneció inmóvil.

—Él y su padre vinieron aquí hace unos años. Su padre quería tu ayuda para comprar algunas de las propiedades vacías, aquellas que quedaron tras la marcha de los japoneses.

Henry continuó pese a la falta de respuesta de su padre.

—Me dijo que están comprando lo que queda de Nihonmachi, puede que incluso el hotel Northern, y el Hotel Panamá. —A pesar del silencio y la debilidad de su padre, continuaba siendo un miembro muy respetado de la Bing Kung Benevolent Association y de la Cámara de Comercio china. Su edad y su estado de salud sólo le hacían todavía más reverenciado en determinados círculos donde se debía honrar y respetar a aquellos que habían dado tanto. Después de recaudar tanto dinero para el esfuerzo de guerra, las opiniones del padre de Henry aún tenían peso. Había visto en muchas ocasiones cómo los miembros de la comunidad empresarial venían a pedir la aprobación de su padre en los negocios que se hacían en el barrio.

—No crees que permitirán a la familia de Chaz, a los Preston, comprar el Panamá, ¿verdad?

La ilusión de Henry era que permaneciese sin vender hasta el regreso de Keiko, o que al menos lo comprasen intereses chinos, pero pocos disponían del dinero para hacer una oferta adecuada.

Henry miró a su padre, que movió la cabeza, y por primera vez en meses, estableció contacto visual con él. Fue todo lo que necesitaba saber. Incluso antes de que su padre reuniese las fuerzas para dirigirle una sonrisa torcida, ya lo sabía. Había algo en marcha. Venderían el Hotel Panamá.

No supo qué hacer. Llevaba esperando a Keiko más de dos años. La amaba. Seguiría esperando si era necesario. Pero al mismo tiempo, deseaba que, cuando regresase a casa, fuese a algo más que sólo volver a él, y que aquella parte de su vieja vida, aquella parte de su infancia, continuase allí. Que pudiesen subsistir algunos de los lugares que había dibujado en sus cuadernos, aquellos recuerdos que significaban tanto para ella.