Cartas (1943)

Henry le escribió a Keiko para contarle las poco oportunas intenciones de su padre de enviarle fuera del país. De regreso a China continental, a una pequeña aldea donde se había criado su padre, en las afueras de Canton. Henry aún tenía allí algunos parientes lejanos, personas a las que nunca había conocido. Algunas ni siquiera eran parientes de sangre, pero eran calabash, como decía su padre en un extraño argot cuasi inglés. Estaban juntos. Tenían una misma idea. Todos los de la aldea se consideraban familia. Esperaban con ansia a los visitantes de América. Henry sabía por las historias de su padre que su visita incluiría una calurosa bienvenida y también mucho trabajo. Una parte de él quería ir. Pero otra no quería tener la menor relación con lo que su padre había planeado para él.

Tampoco podía irse ahora. Keiko o su familia podían necesitarle, y conocían a muy poca gente fuera de los campos. Él era todo lo que tenían.

Para gran sorpresa de Henry, Keiko era partidaria de que fuese. «¿Por qué no?», le había preguntado en su última carta desde Camp Minidoka. Era una prisionera, estaban separados, en ese caso «bien podía aprovechar el tiempo», había afirmado, para acabar unos estudios que tantos padres de chicos nacidos en Estados Unidos deseaban para sus hijos.

Henry se mantuvo en sus trece y rehusó ceder a la voluntad paterna. Su padre no quería ni saber de la existencia de Keiko, y le había desheredado. No podía dejar eso de lado. Así que se quedó y continuó yendo a la escuela.

También le escribía a Keiko todas las semanas.

Henry pasaba sus días en la escuela, ayudaba a la señora Beatty, y las tardes libres se paseaba de un extremo a otro de South Jackson dedicado a escuchar a los mejores músicos de jazz que podía ofrecer la ciudad. Iba todas las veces que podía a las actuaciones de Oscar Holden y Sheldon, pero las demás noches se quedaba en casa y le escribía a Keiko.

Ella, a su vez, le enviaba notas con dibujos desde el interior del campo e incluso desde el exterior, en aquellas ocasiones en las que les permitían ir más allá de las alambradas. Las estrictas normas se habían relajado un poco después de haberse acabado la construcción del campo. A la compañía de niñas exploradoras de Keiko se le había permitido salir para una acampada nocturna. «Sorprendente», pensó Henry. A los prisioneros se les permitía salir, sólo para que regresasen voluntariamente. Pero era allí donde estaban sus familias, y además, ¿a qué otro lugar podían ir?

Al menos se mantenía ocupada. Henry también, con sus idas y vueltas hasta la vieja estafeta de correos de South King, cerca de la fábrica de fideos Yong Kick. A medida que pasaban los meses, su paseo semanal se había convertido casi en un hábito, aunque siempre cargado de expectativas.

—Una carta por correo expreso, por favor —dijo Henry, y entregó el pequeño sobre con la carta que había escrito para Keiko la noche anterior.

La chica delgaducha que atendía el mostrador debía de tener más o menos su edad; quizá catorce, con el pelo oscuro y la piel morena. Henry dedujo que era la hija del jefe de estafeta destinado al Barrio Chino. Que ayudaba a sus padres a la manera china.

—¿Otra carta? ¿Has dicho que por correo expreso? Te costará caro. Ésta vez serán doce centavos.

Henry contó las monedas que sacó del bolsillo mientras ella franqueaba la carta. No sabía qué más decir, había hecho lo mismo docenas de veces. Lo suficiente como para saber lo que vendría después, al ver la desilusión en los ojos de la joven empleada.

—Lo siento, Henry. Hoy no tienes correspondencia. ¿Quizá mañana?

Ya habían pasado tres semanas, y seguía sin recibir ninguna carta de Keiko. Sabía que la correspondencia militar tenía prioridad por encima de la civil, máxime cuando se trataba de cartas destinadas a alguien con apellido japonés, por no hablar de la lentitud en el despacho de la correspondencia que llegaba y salía de los campos de prisioneros. Pero era preocupante, casi desconsolador. Hasta tal punto que Henry había comenzado a enviar todas sus cartas por correo expreso, a través de un servicio de transporte especial que costaba diez veces más que el franqueo ordinario pero que llegaba antes. Al menos era lo que siempre le decían.

Así y todo, ni una palabra desde Camp Minidoka. Ni una palabra de Keiko.

En el trayecto de regreso a casa, Henry se encontró con Sheldon, que acababa una de sus actuaciones en la esquina de South Jackson.

—Creía que en estos días estabas tocando en el Black Elk’s Club —comentó Henry, que se detuvo en la calle donde solía darle su comida a Sheldon todos los días.

—Lo hago. Lo hago, claro que sí. Todas las sesiones vendidas. Oscar llena la sala todas las noches, ahora todavía más con tantas personas blancas que están trasladando sus negocios a este barrio.

Henry asintió con un gesto solemne mientras miraba hacia lo que quedaba del Barrio Japonés. La mayoría de los locales y negocios se habían vendido a precio de saldo, o los bancos locales se habían quedado con las empresas cerradas para después revender los edificios y solares. Aquellos que habían sido financiados por los bancos de propiedad japonesa fueron los últimos en cerrar, pero acabaron por hacerlo cuando los propios bancos se declararon insolventes porque sus propietarios y accionistas habían sido enviados a lugares como Minidoka, Manzinar y Tule Lake.

—Creo que me gusta venir aquí de vez en cuando y recordar con mi saxo. Pensar en los viejos tiempos. —Sheldon le hizo un guiño a Henry, que no se sintió con ánimos de sonreír. Aquellos tiempos habían pasado. Las cosas eran diferentes. «Yo soy diferente».

—Por lo que parece vuelves a casa con las manos vacías, ¿no? —dijo Sheldon en un tono que era mitad pregunta, mitad afirmación, como si la obvia tristeza de Henry en su camino de vuelta a casa desde la estafeta de correos pudiese ser mejor de esa manera.

—Supongo que no acabo de entenderlo. Creía que nos escribiríamos más. ¿Está mal que lo crea? Sé que está ocupada. En su última carta decía que ahora va a la escuela, que practica deportes, incluso que forma parte del grupo que prepara el anuario escolar. —Henry se encogió de hombros—. No creía que fuera a olvidarse de mí tan pronto.

—Henry, es imposible que te haya olvidado. Te lo garantizo. Quizá sólo sea que tiene más cosas que hacer, que esté más ocupada, con más de diez mil japoneses todos apretujados en un mismo lugar. Es mucho peor de lo que haya podido ser en aquella escuela sólo para pijos blancos a la que ibais.

—Al menos estábamos juntos.

—Estabais juntos, y eso era muy bonito —dijo Sheldon—, no te preocupes, ella acabará por volver. Mantén la fe. Continúa escribiéndole. Deja que te diga que el tiempo y la distancia son cosas muy duras de enfrentar. Te lo digo como alguien que ha venido hasta aquí desde el sur. Las relaciones personales son algo muy difícil. Cuesta mucho mantenerlas. Pero no renuncies, algo bueno saldrá de todo esto. Las cosas tienen su propia manera de resolverse para bien, ya lo verás.

—Desearía poder tener la misma fe que tú.

—Fe es lo único que tengo. La fe te lleva a salir de la oscuridad. Venga, márchate. Ve a casa y ocúpate de tu madre. ¡Que tenga un buen día, señor!

Henry se despidió, con el pensamiento puesto en si debía intentar verla de nuevo. Entonces pensó en cómo debía ser la vida de Keiko ahora mismo. En lo maravilloso que debía ser para ella asistir por fin a una escuela donde sólo había chicos japoneses, todos como ella. Una comunidad entera que crecía en el desierto. ¿Quizás había allí más cosas de las que él podía ofrecerle? Quizás estaba mejor allí. Quizá.

—Buenas noticias, Henry. —La joven empleada china se apartó un mechón de pelo de los ojos y le ofreció el sobre manchado con las dos manos—. Al parecer sí que te tiene afecto después de todo.

Henry alzó la mirada y cogió el sobre. Le pareció detectar la sombra de un suspiro. «Gracias», fue todo lo que pudo decir. Habían pasado tres semanas desde la última misiva. Se había sentido cada vez más inquieto y en ocasiones había supuesto que acabaría recibiendo la inevitable carta de «Querido John», la temida nota de despedida reservada normalmente para los hombres alistados.

La sujetó, sin saber muy bien si debía abrirla o no. Salió de la estafeta y dio la vuelta a la esquina para ir a sentarse en el banco de una parada de autobús.

Respiró hondo cuando rasgó el sobre y soltó el aire poco a poco mientras desplegaba la carta. Se fijó de inmediato en la fecha. Era de la semana anterior. Por lo visto, el correo aún funcionaba bien de vez en cuando.

Querido Henry…

No era una carta Querido John. Sólo otra de las sentidas cartas de Keiko que ponía a Henry al corriente de la alocada vida cotidiana en el campo. De cómo se les había requerido a todos los hombres que firmasen los juramentos de lealtad que les haría aptos para el reclutamiento y para prestar servicio luchando contra los alemanes. Algunos habían firmado de inmediato, como el padre de Keiko, tan dispuesto a demostrar su lealtad. Otros se habían negado a firmar; a los más recalcitrantes se los habían llevado para encerrarles en alguna otra parte.

La nota hacía pocas referencias a las cartas de Henry. Sólo decía que le echaba mucho de menos y su deseo de que las cosas le fuesen bien.

Henry le escribió aquella misma noche, y envió la carta al día siguiente.

Esta vez pasaron meses antes de recibir una respuesta, y cuando llegó, Keiko parecía más confusa y ocupada que antes. Él le había escrito dos veces más mientras esperaba, y no podía saber a qué carta respondía Keiko. ¿Se había perdido alguna?

Henry comenzaba a aprender que el tiempo de separación tenía su manera particular de crear distancias, más que las montañas y los husos horarios que les separaban. Una distancia real, de aquella clase que te hace sufrir y dejar de preguntarte. Un anhelo tan fuerte que te duele querer tanto.