Henry se hundió en el asiento y habló muy poco en el largo viaje de regreso a casa. Se sentía muy mal al imaginar la preocupación que había causado. Pero había tenido que ir, y debía afrontar las consecuencias. Sentía un extraño y permanente consuelo al saber que no podía fallarle a su padre. Ya no. ¿Qué más podía hacer para desilusionarle? ¿De qué más podría privarle como castigo?
Claro que estaba su madre. Le preocupaba. Le había dejado una nota en la almohada para que ella la encontrase más tarde. Sólo unas líneas para evitar que se preocupase; al menos hasta donde fuese posible. En la nota le decía que había ido a visitar a Keiko, que le acompañaba un amigo para hacerle compañía, y que si todo iba bien estaría de regreso en casa a última hora del domingo. El bote con el dinero estaba vacío sobre su cómoda, y por lo tanto comprendería que llevaba suficiente para el viaje. Pero no había estado fuera de casa una noche entera, en toda su vida. Era algo que la preocuparía muchísimo, y más con su padre enfermo.
Cuando salió de Seattle, se había imaginado que se sentiría de la misma manera que se había sentido su padre al marcharse de su casa a los trece. Asustado, inquieto y confuso. Para su padre, marcharse a los trece había sido una cuestión de orgullo, aunque en lo más profundo, Henry también intuía una gran sensación de vacío y soledad. Ahora, en el autocar camino de casa, entendía lo que había sentido su padre. Dolor y soledad, pero también la necesidad de hacer lo correcto. Para su padre, significaba ayudar a la causa en China. Para Henry, significaba ayudar a Keiko.
En el momento de despedirse de Sheldon en la estación de autobuses, Henry estaba exhausto, pese a haber dormido durante todo el viaje.
—¿Crees que todo irá bien cuando vuelvas a casa?
Henry asintió con un bostezo.
Sheldon le miró con las cejas enarcadas en una muestra de preocupación.
—Estaré bien —le tranquilizó Henry.
Sheldon se desperezó.
—Gracias, señor, que pase un buen día. —Se marchó en dirección a South Jackson, camino de su casa, con la maleta en la mano.
Henry había asegurado que todo iría bien. Sin embargo ahora, mientras subía las escaleras hasta el apartamento, apenas si lo reconocía como su hogar. De alguna manera le parecía más pequeño. Más agobiante. Pero sabía que era el mismo lugar del que había salido.
La puerta no estaba cerrada con llave. Una buena señal.
En el interior reinaba la oscuridad y el silencio. Su pequeño hogar olía a arroz hervido y al fuerte olor del tabaco de los cigarrillos Camel que fumaba su padre. Su madre también los fumaba, aunque menos que su padre. Era la única cosa que había cambiado cuando su padre cayó enfermo. Había desaparecido la capacidad de fumar, junto al deseo. La única voluntad que le quedaba parecía estar enfocada a negar la existencia de Henry y a centrarse en los mapas de la guerra de China.
La única luz venía de una pequeña lámpara de cerámica en la cocina, que su madre había hecho en el taller de artesanía Yook Fun hacía años, antes de que naciese Henry. Habían llevado una vida muy diferente antes de que él naciese. Se preguntó si recuperarían aquella vida si él alguna vez se marchaba. Junto a la lámpara había un plato pequeño con arroz frío y salchichas de pato. Las preferidas de Henry.
Vio que estaba cerrada la puerta de la habitación de sus padres. No supo qué le sorprendía más, que le hubiese dejado una magnífica cena, o que no estuviese esperándole sentada, dispuesta a machacar cualquier excusa.
El silencio era desconcertante.
Cogió un par de palillos y se llevó el plato de comida a su habitación. Dejó la pequeña maleta en cuanto pasó la puerta. Se sintió atónito y confuso cuando miró su cama y vio un traje gris, que parecía demasiado grande para él. En el suelo había un par de zapatos marrones que también parecían dos números más grandes. El corte del traje era occidental, pero tenía bordado un dibujo en espiral en el bolsillo, cosa de su madre; moderno, pero le daba un toque oriental. Un sentimiento de pertenencia en el mundo moderno.
Entonces fue como si le hubiese alcanzado un rayo. «Mi padre está muerto». Henry nunca había tenido un traje tan elegante en toda su vida. Las mejores prendas que tenía era las que usaba todos los días para ir a Rainier Elementary. Las llevaba varios días seguidos, y procuraba ensuciarlas lo menos posible. Su madre las lavaba a mano, las planchaba y él las vestía de nuevo. Para ella su aspecto era más importante que el hecho de que se burlasen de él sin misericordia por ser demasiado pobre para tener otra ropa con que ir a la escuela.
En el momento en que tocó la fina tela, cayó en cuenta de que no era blanco. Si Henry debía vestir un traje así en el sepelio tradicional de su padre, sin duda ella hubiese insistido en que él, como primogénito, vistiese los colores de la tradición paterna. El blanco era el color del funeral, no el negro. Este traje no serviría.
Henry abrió la puerta y cruzó el pasillo hasta la habitación de sus padres. Asomó la cabeza y vio a su madre dormida, y el perfil de su padre, con la respiración entrecortada, sin ninguna mejoría pero tampoco peor que cuando se había marchado hacía tres días. Su padre no estaba muerto. Henry soltó un suspiro y sintió que su culpa dejaba espacio para un discreto alivio.
De nuevo en su cuarto, Henry se sentó en la cama y comenzó a comer la cena fría con la mirada puesta en el traje. La salchicha era dulce y fresca. Su madre debía haberla hecho en su ausencia. Mientras masticaba el último trozo, advirtió la esquina de un sobre pequeño que habían metido en el bolsillo interior.
Para cogerlo, abrió la chaqueta, que ahora le pareció enorme para él. Era lo típico de su madre. Todo necesitaba espacio para crecer. Todo tenía que durar.
Sacó el sobre y tocó la etiqueta que decía China Mutual Steam Navigation, Co. Era una línea de pasajeros. Henry no tuvo que abrirlo para saber qué contenía. Billetes, los pasajes a China.
—Es para ti. De tu padre y yo. —Su madre estaba en la puerta, envuelta en una bata estampada, y le hablaba en cantonés, una lengua que no había hablado en todo el fin de semana—. Japón está perdiendo. El Kuomintang ha obligado al ejército imperial japonés a retirarse al norte de una vez para siempre. Tu padre ha decidido que ya puedes ir a Canton. Para acabar con tu enseñanza china.
Henry se puso de pie junto a la cama. En el viaje de regreso había oído que Estados Unidos había hundido cuatro portaaviones japoneses en la batalla de Midway. Pero para sus padres la guerra contra Japón siempre era del lado chino. Libraban otra guerra. No obstante, Henry tenía ahora trece años, la edad de un hombre a ojos de su padre. Los mismos ojos que ya no consideraban a Henry como su hijo. Sin embargo, aquí estaba él recibiendo la única cosa que su padre siempre había querido para Henry por encima de todo lo demás, la oportunidad de ir a China, un lugar donde nunca había estado, que nunca había conocido, para vivir con unos parientes de los que nada sabía. Para su padre, era lo más precioso que podía darle a Henry. Por mucho que Henry temiera que llegara este momento, una parte de él quería ir, al menos para volver sabiendo qué había hecho que su padre fuese como era.
Pero Henry no se dejó engañar.
—Sólo lo hace para mantenerme apartado de ella. —Observó el rostro de su madre, a la búsqueda de algo que lo confirmase en su expresión, en su reacción.
—Éste es su sueño. Ha trabajado y ahorrado durante años para dártelo. Para hacer esto por ti. Para que puedas saber de dónde vienes. ¿No le has deshonrado bastante?
Las palabras le hirieron. Pero a Henry ya le habían herido antes.
—¿Por qué ahora?
—El ejército… los japoneses… por fin no hay peligro…
—¿Por qué ahora? ¿Por qué hoy? Es muy peligroso viajar allí. Los submarinos japoneses hunden la mitad de los barcos que entran y salen del sur de China. ¿Cómo lo sé? ¡Porque es de lo único que ha hablado durante toda mi vida!
—¡Ésta es su casa! ¡Tú eres su hijo! —le espetó ella, no tan alto como para despertar al padre de Henry, pero con una autoridad que él desconocía. Su madre siempre había caminado por la frontera del conflicto entre él y su padre. Con un pie bien firme en cada lado de la zona neutral que Henry y su padre nunca cruzaban. Ahora ejercía su propia voluntad. Henry no dudaba de su amor, pero no podía hacer otra cosa que honrar los deseos de su marido. El padre de Henry estaba postrado, y apenas si podía hablar o moverse, pero seguía siendo el cabeza de esta familia.
—No quiero ir. Éste es su sueño, ¡no el mío! Nací aquí. Ni siquiera hablo el mismo dialecto de la aldea donde él nació. No encajaré allí más de lo que encajo en la escuela de blancos donde me envió. ¿No he hecho bastante?
—¿Hecho bastante? ¡Has hecho demasiado! Te has puesto de parte del enemigo. El enemigo de China y de América, porque somos aliados. Ellos son el enemigo. Te has convertido en su enemigo. Así y todo, hace esto por ti. ¡Por ti!
—No es por mí —negó Henry en voz baja—, y no haré esto por él. —Al oír sus propias palabras, casi se las creyó. Casi. Pero al mirar a su madre, las lágrimas que rodaban por sus mejillas, la furia y la frustración tan controladas que temblaba, comprendió que siempre le acosaría el recuerdo, el efecto que sus acciones habían tenido en su padre.
Henry miró el traje. Estaba hecho por un sastre, y era caro. También los pasajes eran caros. No tenía idea de adonde iría, dónde se alojaría, o durante cuánto tiempo. Al mirar a su madre, que lloraba a moco tendido, que ahora pasaba los días cuidando a su esposo moribundo, a su padre agonizante, Henry sintió cómo se desmoronaba su firmeza. Quizá trece años no era edad suficiente para escapar del dolor y las presiones de la familia. Quizá nunca lo conseguiría.
—¿Cuándo me marcho? —Las palabras salieron de su boca, se izaron como la bandera blanca de la rendición. Pensó en Keiko, con la sensación de estar cada vez más lejos de ella a medida que pasaban los minutos, como si su corazón ya estuviese a bordo y se lo llevasen hacia el tremendo calor del mar de la China Meridional.
—La semana que viene —susurró su madre.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Henry.
Vio como su madre hacía una pausa. Tampoco era fácil para ella. Enviaba muy lejos a su único hijo, le dejaba marchar para complacer los deseos de su marido. Henry la miró, sin el menor deseo de partir.
—Tres, quizá cuatro años.
Silencio.
Henry lo pensó. En honor a la verdad, no tenía idea de cuándo Keiko regresaría a su casa, si es que alguna vez lo hacía. Después de todo, ¿dónde estaba su casa? ¿A qué casa podía volver? La guerra bien podía durar para siempre. Quizá la enviasen a Japón. ¿Quién lo sabía? ¿Pero, cuatro años? Era impensable. Henry ni siquiera había estado cuatro días lejos de sus padres.
—No puedo hacerlo.
—Debes. No tienes otra opción. Está decidido.
—Yo decidiré. Tengo la misma edad de mi padre cuando se marchó, cuando tomó sus propias decisiones. Si me voy, será cuando yo lo decida, no él —afirmó Henry. Fue consciente del conflicto dentro de su madre, que quería obedecer los deseos de su esposo, pero que tampoco quería perder a su hijo—. Será mi decisión, no la suya. Ni la tuya.
—¿Qué le diré? ¿Qué quieres que diga?
—Dile que iré, pero no ahora. No hasta que se acabe la guerra. No hasta que ella vuelva; le dije que la esperaría. Hice una promesa.
—Pero si ni siquiera la verás. Quizá durante años.
—Entonces le escribiré todas las semanas.
—No le puedo decir…
—En ese caso haz lo que yo he hecho estos últimos años. No digas nada.
Ella se llevó las manos a la cabeza para frotarse las sienes. Se balanceó adelante y atrás.
—Eres tozudo. Como tu padre.
—Él me ha hecho lo que soy.
Henry detestó decirlo, pero era la verdad, ¿no?