La espera (1942)

Henry se despertó acostado en un jergón puesto en el suelo, con el ruido de una gotera que caía en un cubo a medio llenar en el centro de lo que era la sala de estar de los Okabe. A la derecha había una cortina que separaba el espacio donde dormían Keiko y su hermano pequeño, y al otro el que ocupaban sus padres.

Oyó el suave roncar de la madre de Keiko, entre el sonido de la lluvia en el techo de cinc; un sonido relajante y melódico que a Henry le hizo sentir como si aún continuase soñando. Quizá sí que era un sueño. Quizá se encontraba en casa en su propia cama, con la ventana que daba a Canton Alley, la ventana entreabierta en contra de los deseos de su madre. Henry cerró los ojos y respiró hondo, olió la lluvia, pero no el aire salobre y con olor a pescado de Seattle. Estaba aquí. Había recorrido todo el camino hasta Minidoka. Había ido más lejos, todo el camino hasta la casa de Keiko.

Ella no había querido que se marchase, y Henry no se había querido ir. Por lo tanto, se encontró con Keiko al otro lado del edificio de los visitantes. Todo estaba dispuesto para impedir que las personas escapasen, pero no para impedirles le entrada. Para gran sorpresa de Henry ni siquiera tuvo que esforzarse mucho. Le dijo a Sheldon que se encontraría con él al día siguiente, decisión que éste aprobó pese a mostrarse un tanto sorprendido. Luego cogió uno de los paquetes de libros de texto que cargaban un grupo de maestros cuáqueros y los siguió más allá de los centinelas. Por una vez en su vida, agradeció que los caucásicos creyeran que era uno de ellos, que era japonés.

Henry se dio la vuelta, se frotó los ojos, y se quedó rígido en mitad del bostezo. Keiko estaba en su cama, de cara a Henry, la barbilla apoyada en los brazos y la almohada, con la mirada fija en él. Tenía el pelo revuelto, con mechones colgando en todas direcciones, y sin embargo estaba preciosa. Keiko le sonrió y Henry cobró vida. No podía creer que estuviese aquí. Todavía más, no podía creer que sus padres no pusiesen pegas a su presencia. Sus propios padres sin ninguna duda le hubiesen echado. Pero ella le había dicho que no pasaría nada, y así era. Sus padres parecían halagados y curiosamente honrados de acoger a un visitante en su hogar provisional, rodeado por cercas de alambre de espino, reflectores y torres con ametralladoras.

Cuando Keiko entró, Henry a duras penas tuvo el coraje de cruzar la puerta. Se mostraron sorprendidos y halagados de que Henry hubiese hecho todo el camino hasta aquí, pero de alguna manera, tampoco demasiado sorprendidos. Henry lo interpretó como una señal de que Keiko no le había olvidado. Es más, bien podría haber sido todo lo contrario.

Henry se volvió para estar más cerca de Keiko. Se arrebujó en la manta tejida a mano mientras se acomodó de cara a ella. Keiko estaba muy cerca, ocupada en quitarse los mechones de la cara.

—Anoche soñé que venías a verme —susurró Keiko—. Soñé que hacías todo este camino porque me echabas de menos. Cuando me desperté, estaba muy segura de que había sido un sueño, y entonces al mirar aquí estabas.

—No puedo creer que esté aquí. No puedo creer que tus padres…

—Henry, esto no es sólo cosa nuestra. Me refiero a que lo es, pero ellos no te clasifican por el distintivo que llevas. Te clasifican por lo que eres, por lo que tus acciones dicen de ti. Venir aquí, a pesar de tus padres, a ellos les dice mucho, y a mí. En primer lugar como americanos, no te ven como el enemigo. Te ven como persona.

Las palabras eran un extraño consuelo. ¿Es esto la aceptación? El sentimiento de pertenencia era ajeno, algo raro y embarazoso, como escribir con la mano izquierda o ponerte los pantalones del revés. Henry miró a los padres, que dormían. Parecían más relajados aquí, en este lugar frío y húmedo, que sus propios padres en su abrigado y cómodo hogar.

—Tendré que marcharme hoy, Sheldon y yo tenemos que tomar el autocar esta noche.

—Lo sé. Ya sé que no puedes quedarte para siempre. Además, alguna de las otras familias puede denunciarnos. Tú eres un secreto que no podemos guardar para siempre.

—¿Puedes guardar un secreto? —preguntó Henry.

Keiko se sentó. Henry se dijo que la pregunta había llamado su atención. Ella esponjaba la almohada en su regazo y se acomodaba la manta sobre los hombros. Levantó dos dedos.

—Palabra de explorador, Kimosabe.

—Vine aquí con la idea de sacarte, no de quedarme.

—¿Cómo pensabas hacerlo?

—No lo sé. Quizá me dije que dándote el distintivo como hice en la estación de trenes…

—Eres tan dulce, Henry. Desearía hacerlo, de verdad. Pero ya tendrás demasiados problemas cuando vuelvas a casa. Si te presentaras conmigo en tu casa, la liarías en serio. Nos llevarían a los dos a la cárcel. ¿Quieres saber un secreto?

A Henry le gustaba este juego, y asintió.

—Iré. Así que no preguntes, porque regresaré contigo. Al menos, lo intentaré.

Henry se sintió halagado. Incluso conmovido. Después caló el significado.

—Entonces supongo que sólo debo esperarte.

—Te escribiré —dijo Keiko.

—Esto no puede durar para siempre, ¿verdad?

Ambos se volvieron hacia la ventana, para mirar los edificios cercanos a través de los cristales empañados por la lluvia. A Keiko se le borró la sonrisa.

—No me importa cuánto tiempo. Te esperaré.

La madre de Keiko dejó de roncar y se movió. Miró a Henry despistada por un momento, y después le sonrió con alegría.

—Buenos días, Henry, ¿qué tal se lleva ser prisionero por un día?

Henry miró a Keiko.

—El mejor día de toda mi vida.

Keiko recuperó la sonrisa.

El desayuno con la familia de Keiko fue sencillo. Arroz y tamago, huevos duros. No era nada lujoso, pero llenaba, y Henry lo disfrutó muchísimo. Los Okabe parecían estar felices de tener asignado un lugar permanente, en lugar de los establos en el recinto ferial de Puyallup. La madre de Keiko preparó una tetera mientras el padre leía el periódico que se publicaba en el propio Camp Minidoka. Aparte de la sencillez de la casa, y sus ropas modestas, tenían el aspecto de cualquier otra familia americana.

—Es muy cómodo no tener que ir al comedor tres veces cada día —comentó Henry, con su mejor voluntad de mantener una conversación de mesa en inglés.

—Siempre lo es cuando llueve —dijo la madre de Keiko, que sonrió entre bocados.

—Aún me cuesta creer que estoy aquí. Muchas gracias.

—Ahora mismo somos unos cuatro mil, Henry, y tú eres nuestro primer invitado. No podemos sentirnos más contentos —manifestó el señor Okabe—, se supone que durante el próximo mes llegarán otros seis mil. ¿Te lo puedes creer?

¿Diez mil? Era un número que a Henry se le hacía inimaginable.

—Con tanta gente, ¿qué les puede impedir hacerse con el control del campo?

El señor Okabe le sirvió a su esposa otra taza de té.

—Ah, ésa es una pregunta muy profunda, Henry, y en la que he pensado mucho. Hay alrededor de unos doscientos guardias y personal del ejército, y nosotros somos veinte veces más. Incluso si sólo cuentas a los hombres, aquí tenemos a todo un regimiento. ¿Sabes qué nos impide hacerlo?

Henry sacudió la cabeza. No tenía la más mínima idea.

—La lealtad. Seguimos siendo leales a Estados Unidos de América. ¿Por qué? Porque nosotros también somos americanos. No estamos de acuerdo, pero demostraremos nuestra lealtad a través de nuestra obediencia. ¿Lo comprendes, Henry?

Henry sólo pudo exhalar un suspiro y asentir. Conocía el concepto demasiado a fondo. La obediencia como un signo de lealtad, como una expresión de honor, incluso como una manifestación de amor, era un tema casi trillado en su casa. En particular entre él y su padre. Pero ahora no era ese el caso, ¿no? «¿Causé el ataque de mi padre? ¿Fue provocado por mi desobediencia?». Por mucho que Henry le diese vueltas, le costaba convencerse a sí mismo de que la respuesta era no. La culpa permanecía.

—Sin embargo, ni siquiera eso es suficiente para ellos —añadió la madre de Keiko.

—En cierto sentido es verdad —manifestó el señor Okabe, que bebió otro sorbo de té—. Corre el rumor de que la Autoridad de Rehubicación dispondrá que todos los varones mayores de diecisiete años y más firmen un juramento de lealtad a Estados Unidos.

—¿Por qué? —preguntó Henry, desconcertado—. ¿Cómo pueden poneros aquí y después esperar que prestéis un juramento de lealtad a ellos?

—Porque quieren que vayamos a la guerra para ellos —intervino Keiko—. Quieren reclutar a los hombres para que combatan contra los alemanes.

Para Henry tenía tanto sentido como que su padre le enviara a una escuela de blancos con el distintivo de Soy chino.

—Iremos con orgullo. Yo iré —declaró el señor Okabe—. Muchos de nosotros nos presentamos voluntarios al ejército después de Peal Harbor, la mayoría fuimos rechazados, muchos fueron agredidos en el acto.

—¿Por qué quiere hacerlo, por qué lo desea? —preguntó Henry.

El señor Okabe se echó a reír.

—Mira a tu alrededor, Henry. No es como vivir en Park Avenue, y haré cualquier cosa que pueda aliviar el sufrimiento, e incluso más, la discriminación y el deshonor causado a mi familia. Muchos de nosotros estamos dispuestos. Lo que es más, para algunos, la única manera de demostrar que somos americanos es sangrando por la causa americana, a pesar de lo que nos hacen. En realidad, es todavía más importante, a la vista de lo que nos han hecho.

Henry comenzó a comprender y a apreciar el sentimiento que había en esa compleja trama de injusticias y contradicciones.

—¿Cuándo les dejarán ir a combatir?

El señor Okabe no lo sabía, pero sospechaba que sería poco después de que acabasen la construcción del campo. En cuanto terminasen con el trabajo aquí, podrían ser útiles en alguna otra parte.

—Ya está bien de tanto hablar de ir a la guerra —interrumpió la señora Okabe—. Tenemos que descubrir la manera de sacarte hoy de aquí.

—Tiene razón —admitió el señor Okabe—, nos sentimos muy honrados porque hayas venido hasta aquí para cortejar a Keiko, pero éste es un lugar muy peligroso. Estamos tan acostumbrados, que la presencia de los soldados nos parece normal. La semana anterior a que llegásemos hubo un tiroteo.

Henry notó que le desparecía un poco el color de la cara. No tenía claro qué le ponía más nervioso: que su presencia aquí se considerase como parte de un cortejo normal, algo que parecía lógico, o que le hubiesen disparado a alguien.

—Creo que no he pedido permiso… —comenzó Henry.

—¿Para marcharte? —preguntó la mamá de Keiko.

—No Permiso para cortejar a vuestra hija. —Henry se recordó a sí mismo que ahora tenía la misma edad que cuando su padre se había casado con su madre—. ¿Puedo?

Henry se sentía incómodo y extraño. No porque aún fuese tan joven, sino porque había sido educado en la tradición china de los casamenteros, personas que actuaban como mediadores entre las familias. El cortejo tradicional involucraba un intercambio de regalos de una familia a la otra, presentes del desposorio. Nada de todo eso era posible.

El señor Okabe miró a Henry con orgullo, de la manera que él siempre había deseado que hiciese su padre.

—Henry, siempre has sido increíblemente honorable en tus intenciones para con mi hija, y eres una constante ayuda para nosotros como familia. Tienes todo mi permiso, como si el estar aquí durmiendo en nuestro suelo no fuese permiso suficiente.

Henry se animó en el acto, sonrió, sin acabar de creerse lo que había preguntado y la respuesta que había oído. Torció un poco el gesto cuando se preocupó por su padre, pero entonces vio a Keiko que le sonreía desde el otro lado de la mesa. Ella le sirvió otra taza de té y se la ofreció.

—Gracias. Por todo. —Henry bebió un sorbo, incrédulo. Los Okabe eran tan naturales y relajados, tan americanos. Incluso en la manera como mencionaban las cosas terribles que les habían sucedido en Camp Minidoka—. ¿Cómo fue aquello del tiroteo?

—Ah, eso… —Por la manera que lo dijo el señor Okabe, sonaba todavía más curioso. Sin duda había sido algo malo, pero estaba bastante habituado a vivir con el dolor. «Vivir aquí es lo que le hace a uno persona», pensó Henry.

—A un hombre, creo que se llamaba Okamoto, le dispararon por detener a un camión que iba en la dirección equivocada. Le disparó uno de los soldados que escoltaban el convoy. Lo mató en el acto —explicó el señor Okabe, que tragó saliva.

—¿Qué le pasó? —preguntó Henry—. Me refiero al soldado, no a la víctima.

—Nada. Le multaron por el uso indebido de propiedad gubernamental y ya está.

Henry sintió el peso del silencio que se posó sobre ellos.

—¿Qué uso? ¿Qué propiedad? —preguntó.

El señor Okabe se ahogó mientras miraba a su esposa y respiró hondo.

—La bala, Henry —respondió la madre de Keiko para acabar con la historia—. Le multaron por el uso no autorizado de la bala que mató al señor Okamoto.